600 artículos y ocho escritores de cabecera

Transito en espiral, de Remedios Varo, la imagen de mi blog

El archivo del blog me ha dado una sorpresa: la presente entrada es la número 600 desde que comencé su publicación un lejano 12 de julio de 2012. El número parece desorbitado, pero en los primeros tiempos, con mucho material previo, la publicación fue abundante. Hace ya tiempo en que mi propósito es subir un artículo a la semana, salvo cuando coincide con periodos de intensidad laboral o viajes. En cualquier caso, La mano del extranjero me ha permitido tanto cumplir mi viejo sueño de ver mis escritos en letra «impresa» (aunque fuera digital) como suponer una puerta de entrada a colaboraciones en ámbitos de gran prestigio en la red (Café Montaigne u Homonosapiens), amén de que, sin él, no existiría el libro que recientemente publiqué en la editorial Algorfa, Edad Media soñada. El blog ha sido para mí, ante todo, una crónica de mis lecturas y visionados en el campo de la ficción (aunque me he permitido alguna escapada al arte e incluso la filosofía, ya que la audacia no conoce límites). El objetivo siempre ha sido doble. Por un lado, poder recordar después las impresiones que me han deparado, ya que la memoria acaba siendo más porosa de lo que nos gustaría y yo creo que hace tiempo que superé mi capacidad (Sherlock Holmes, como se sabe, descartaba introducir en la suya datos menos importantes que pudieran desalojar los para él más valiosos: entre los primeros, por ejemplo, el sistema heliocéntrico, que a un detective poco debe importarle). Por otro, estimular al conocimiento de esas obras que a mí me han entusiasmado, o compartir ideas en el caso de tenerlas ya en común con los lectores que se han ido asomando a este blog a lo largo de estos años. Creedme que, sin el estímulo de saber que existís (gracias, sobre todo, a vuestros comentarios), seguramente habría desistido del blog. A todos cuantos os asomáis a él, ya sea con frecuencia, con alguna regularidad o aun esporádicamente, muchas gracias.

Dicho esto, he decidido dedicar esta entrada a hacer un pequeño homenaje a los escritores que, ahora mismo (como todos sabemos, estas listas varían en función del momento en que se hacen), considero mis escritores de cabecera. Por este concepto entiendo a aquellos que me acompañan de continuo, cuyo mundo literario me atrae tanto que he procurado leer de ellos cuanto he podido encontrar, o casi, en la edición española, incluyendo obras sobre su vida, estudios críticos, reseñas de todo tipo, etcétera.

He escogido ocho nombres, más por razones de espacio que porque no tenga más a quien incluir. Fuera han quedado autores que, ayer mismo, me hubiera asombrado de excluir, y que en otro momento ahí estarían. Algunas omisiones son especialmente dolorosas: en mi memoria sentimental me son imprescindibles Fiodor Dostoyevski, Hans Christian Andersen, G. K. Chesterton, Arthur Conan Doyle o Robert E. Howard. Del mismo modo, y según épocas, podrían haber estado Franz Kafka, Thomas Mann, Rudyard Kipling, Arthur Machen, Benito Pérez Galdós, J. R. R. Tolkien, Elias Canetti y tantos más. Se echará en falta, sin duda, a poetas, mas esta veta de la literatura no encaja tan propiamente en mi concepto de la ficción, del mismo modo que también he renunciado a los ensayistas, que darían para una lista en la que, avanzo ya, no deberían faltar Fernando Savater, Arthur Schopenhauer, Claudio Magris, Carlos Aguilar o David Hume (y que me perdonen la supuesta promiscuidad de poner juntos a venerables filósofos con críticos de cine o analistas culturales: para mí todo lo valioso tiene la misma consideración). Por último, falta un hombre que en sí es un universo propio y cuya personalidad desborda su medio de expresión, el teatro, para invadir una parcela de gran extensión del cine, William Shakespeare, que exigiría otro tipo de canon.

Por supuesto, cada una de las pequeñas parrafadas que acompañan a los escritores no pretenden describirlos en tan breve espacio. Sencillamente, indico cómo llegué hasta ellos y señalo, de modo escueto, por qué me son tan imprescindibles. La lista de mis nada odiosos ocho es la siguiente:

Julio Verne, el escritor de mi vidaJulio Verne. Aun cuando el resto de autores los voy a enunciar en orden alfabético, no puedo sino poner a Julio Verne a la cabeza de todos ellos, porque si a un escritor debo haberme enganchado a la literatura es a él. En mi infancia, mis lecturas se dividían en dos: Verne y el resto (ayudaba, claro, una buena colección de sus libros que heredé de mi abuelo, en la entrañable editorial Molino). Es tanta la familiaridad que, desde muy pequeño, tengo con él que, pese a abominar de las traducciones de nombres propios tanto de autores como de personajes, me temo que nunca conseguiré llamarle Jules. Tuve la fortuna de que la literatura concebida «para niños» no debía estar tan desarrollada como en la actualidad (o, si lo estaba, que mis padres no la conocieran), de modo que mi acceso a Verne fue a través de esas ediciones adaptadas para pequeños lectores (por ejemplo, en Historias Selección, aquella colección de Bruguera que por cada tres páginas de texto incluía una de tebeo). Julio Verne me abrió dos conocimientos en teoría contrapuestos: el de la ficción, claro, y el de la realidad más exacta, la geografía. Nunca he concebido que se pueda leer a este escritor sin un atlas al lado, o sin consultar el mapa que incluye más de una edición de sus obras, procedente por lo general de la primera de todas, los Viajes extraordinarios que publicó el hombre que lo descubrió (y explotó), Jules Hetzel. A él le debo la capacidad de saber situar sin vacilar los más extraños puntos sobre la Tierra (el cabo Bathurst, en el ártico canadiense; el cabo Bernouilli, en el sudeste australiano; el canal de Beagle, en tierras magallánicas) y no tener claros los afluentes más importantes de los ríos españoles, pese a que en teoría estos entran más en mi trabajo diario como docente. Claro, es que Verne no situó ninguno de sus Viajes en la península Ibérica (salvo para arrancarle algún trozo del mismo planeta y llevárselo al espacio, en la más fantástica de sus novelas, Hector Servadac).

Posiblemente no haya escritor del que haya leído más libros (de su ingente obra, creo que habrá solo cinco o seis novelas que me queden por conocer, y sé que no me iré de este mundo sin haberlo hecho) ni, desde luego, releído más veces, hasta tal punto que la docena larga de obras maestras que tiene las habré recorrido cada una como mínimo siete u ocho veces. Entre ellas, mi predilección se divide entre La isla misteriosa (durante muchos años, cuando los adultos me preguntaban qué quería ser de mayor, yo decía con toda seriedad: «náufrago»), Las aventuras del capitán Hatteras (la más fascinante y tortuosa de sus aventuras), La vuelta al mundo en 80 días (la más deliciosa) o Los hijos del capitán Grant (la que ofrece una mirada más vasta del mundo), pero he disfrutado igual con muchas de las que se consideran «menores». A una de ellas, Dos años de vacaciones (en Historias Selección de Bruguera) le debo la anécdota familiar, que tantas veces gusta repetir a mi buena madre, de haber desdeñado una infinita panoplia de juguetes un día de Reyes, a muy tierna edad, para sumergirme en sus páginas hasta que la concluí: ¿cómo no iba a querer ser náufrago? La revalorización de Verne (en mi caso, el primer nombre al que debo ese agradecimiento es a Miguel Salabert, traductor y biógrafo suyo: Julio Verne, ese desconocido es el primer ensayo que leí en mi vida) insiste, y tiene razón, en valorar los componentes míticos y las tensiones subterráneas de su literatura. Y sin embargo (Fernando Savater dice algo parecido), yo siempre he sentido que su rasgo más notorio era su capacidad para hacer de la aventura un espacio doméstico presidido por la comodidad. En una caverna acondicionada en una isla desierta, en una cabaña de hielo en el Ártico o en la almadía maderera que desciende por el Amazonas, los viajeros vernianos siempre consiguen reproducir el máximo confort, de tal modo que el niño que leía sus aventuras bien podía levantar la cabeza… y creer que él también estaba ahí.

Jorge Luis BorgesJorge Luis Borges. En el año que cursé, en el COU, la hoy desaparecida asignatura de Literatura (era obligatoria, tenía tres horas a la semana y consistía en leer y comentar lo leído, algo hoy inconcebible), descubrí que existían los libros escritos directamente en español, que eran muy distintos a los que yo había leído hasta entonces (entre otras razones porque los textos escolares siempre han negado que en España se escribiera otra cosa que libros «serios»). En aquel curso irrepetible, además de las lecturas obligatorias (también sugestivas), me lancé a leer una serie de libros que, un año atrás, habría rehuido por raros: fue así que cayeron en mis manos maravillas como La saga/fuga de J. B., Volverás a Región o Pedro Páramo (no afirmo que los comprendiera por entero). Ahora bien, mi más perdurable descubrimiento fue el de Borges, por cuanto supuso la revelación no de un conjunto de obras, sino de un universo en sí mismo compuesto por cuentos alambicadamente fantásticos, pero también por ensayos (que parecían asimismo cuentos) y por toda clase de escritos heterodoxos que me encaminaron hacia muchas otras lecturas. Por ello, mi agradecimiento siempre será eterno. Es más, es probable que, junto a Verne, sea el autor que más haya leído en mi vida, tanto por el formato corto en que desarrolló toda su obra como por la cualidad hipnótica de su prosa (curiosamente, su poesía solo la he contemplado a distancia). No me extrañó descubrir que, hasta que se convirtió en un fenómeno literario general, su mero conocimiento había bastado para considerar que uno pertenecía a una misteriosa sociedad que unía a lectores de todos los continentes en un culto prácticamente secreto.

Mi ingreso en el universo borgiano fue a través de la antología que Marcos Ricardo Barnatán hizo para Cátedra (la colección que más asocio a esos años de estudios). Mas enseguida me hice con su Prosa completa en cuatro libritos de Bruguera-Emecé y luego, con las ediciones de Alianza, en especial en la etapa en que sus portadas estaban extraídas del Jardín de las delicias de El Bosco. He hablado muy poco de este escritor argentino en el blog, para tenerle tan gran devoción, y espero corregir pronto ese vacío. Mas no hay un solo año en que no relea algo de él (ya me resulta difícil encontrar algo nuevo). Sigo fascinado por su forma de trabar ensayo y ficción con total naturalidad; de, según sus propias palabras, «explorar las posibilidades literarias de la filosofía», tendiendo un puente por el que yo acabé rindiéndome a la segunda, que tanto se me resistió en los días escolares; o de conseguir que la realidad parezca compuesta única y exclusivamente de literatura. Una realidad que se contagia de irrealidad, como no podía ser menos, al retorcer el tiempo o las posibilidades especulares de cualquier suceso o escenario, como prueban geniales relatos como El jardín de senderos que se bifurcan, El inmortal, El Aleph o Tema del traidor y del héroe. Y todo ello bajo la sensación continua de que lo que construye el relato no es tanto sus prodigiosas ideas como su uso del lenguaje: cualquier palabra de sus obras diríase como el sillar central de una iglesia, irreemplazable.

Richmal Crompton, la creadora de Guillermo BrownRichmal Crompton. Hace ya años que he decidido que, si alguna vez me veo en el improbable caso de tener que elegir una obra de mi biblioteca y perder las demás (por ejemplo, para recluirme en una isla desierta, y así cumpliría mi sueño infantil), sería la saga de Guillermo Brown, ese niño inglés cuyo mundo me atrapó al descubrir, por casualidad, unos viejos volúmenes colorados, en cuya portada aparecía un niño de mirada feroz y ropa destartalada, que habían pertenecido a mi madre (sin que esta me hubiera hablado nunca de él). Es posible que esta saga esté condenada irremisiblemente al olvido y a la desaparición: que cuando ya no estemos aquellos que ahora lo amamos (quizá no somos muchos ya, pero entre estos se encuentran nada menos que Javier Marías o Fernando Savater) no habrá nadie que pueda dar fe de que existiera este mozalbete que durante más de medio siglo paseó sus eternos e indomables once años por un mundo que era a la vez intensamente british e intensamente universal. Pero vaya que sí existió, y lo más sorprendente es que quien lo creó fuera una señora a la que, en los días de la infancia, con ese nombre, todos sus lectores tomamos por un señor. Qué alborozada sorpresa descubrir, en aquellos días en que el patriarcado creaba graves divergencias entre los gustos lúdicos de niños y niñas, que al menos alguien del género femenino era capaz de ponerse en la piel de unos infantes de once años y hacernos creer que era uno de los nuestros.

Para hacer comprender la alegre adhesión que siempre me han despertado Guillermo y sus amigos, los Proscritos, los suelo comparar con otra pandilla descubierta en la misma época (de hecho, un poco antes), Los Cinco, que fue creada, cómo no, por otra mujer también inglesa, Enyd Blyton. La diferencia para mí siempre ha estado clara, y he ahí la clave de por qué los primeros han superado la prueba del tiempo y los segundos no. Los cuatro niños más perro creados por Blyton se tropiezan con las aventuras al paso, y sin merecerlo mucho, pues desde el primer momento se nota que son «buenos chicos», tranquilos y educados y que, sobre todo, aceptan con convicción las reglas del mundo adulto (hasta la teóricamente rebelde Jorge es menos transgresora de lo que parece). Haciendo honor a su nombre, los Proscritos, en cambio, detestan el mundo de reglas absurdas e hipócritas apariencias de los adultos (por más que su amor hacia su familia haga que Guillermo se empeñe en arreglar la existencia de los suyos a cada paso, con las temibles consecuencias de rigor). Pero, por encima de todo, los Proscritos no necesitan tropezarse con aventuras —siempre me pareció inverosímil la facilidad con que los Cinco encontraban pasadizos secretos o bandas de contrabandistas: confieso que a mí, al menos, no me pasó nunca—, pues son ellos quienes crean la aventura. Y cuando digo que la crean, no digo que juegan a ellas, sino que, realmente, las viven. Imagino que una tarde sin pasadizos con los Cinco habrá de ser muy aburrida; con Guillermo Brown y los Proscritos, sé que en algún momento nos pondremos a la caza y captura de un espía alemán o de alguna tribu de pigmeos que vive en el corazón de Inglaterra y que, si no ha sido encontrada todavía, razonará Guillermo con total convicción, es porque a nadie se le ha ocurrido que, con su altura, es lógico que sean unos niños y no los adultos quienes puedan tener éxito en encontrarlos.

El gran Charles DickensCharles Dickens. Creo que no hay en el mundo escritor que haya procurado más felicidad, en el sentido literal del término, a más lectores. No hablo de la calidad que puedan ofrecer sus novelas —ya altísima: creo que no tiene una sola, incluso entre las menos afortunadas, que no contenga páginas excepcionales, que valen por muchas otras aburridas—, sino de la sensación con que uno las concluye. Si hay alguien que ha conseguido convencernos en sus ficciones de que, en el mundo, la luz es muy superior a las sombras, es él. Y da igual que poseamos la íntima convicción de que no es así: con Dickens, esa famosa suspensión de la incredulidad (en este caso, del escepticismo) es una regla que nunca deja de cumplirse. Incluso cuando sus fábulas parecen más sombrías, siempre queda un resquicio por donde se cuela un rayo de sol, y sabemos que tarde o temprano este acabará inundándolo todo. Más aún, ese triunfo de la bondad nunca nos parece bochornoso como sí nos sucede con otros artistas y con otras obras. Es la diferencia entre la convicción emocional y la fórmula sentimental. El ejemplo paradigmático es la Canción de Navidad. En el recuerdo, nos parece un relato vetusto, fácil en el trazado de personajes e incidencias, notoriamente sensiblero; cuando lo volvemos a abrir nos decimos: «esta vez lo desenmascararé»… para concluir su lectura, un par de horas después, amando a la humanidad como el en principio irreductible Scrooge la ama esa mañana de Navidad en que se levantará convertido en un hombre nuevo.

Nadie emociona más que Dickens, pero nadie divierte tampoco más que él, y en muchas ocasiones sin solución de continuidad entre un renglón y otro. Aunque mi escritor favorito sea francés, las ficciones me hicieron muy pronto anglómano, y mi siglo inglés por excelencia siempre será el XIX (recordando, eso sí, que esta centuria se extiende al menos un par de décadas del XX para acoger, por ejemplo, a Chesterton, el más notable y contradictorio de sus epígonos). En este siglo de gigantes ingleses de la novela (Jane Austen, las hermanas Brönte, George Eliot o el mismo Henry James, de quien hablo enseguida), casi todos palidecen ante la incontenible fuerza de este escritor, sin duda desmesurado, sin duda sentimental, sin duda caricaturesco, pero que supo expresar la esencia de la emoción (y, por tanto, de lo humano) mejor que nadie. Y que además, en sus mejores obras, supo templar muy bien la alegría con la tristeza y la melancolía, el retrato social con el personal —por ello, su obra maestra siempre será Grandes esperanzas—, amén de crear, posiblemente, la mayor galería de personajes inolvidables de la historia. Habrá mejores escritores que Dickens, sin duda, pero ¿personajes más imborrables que los suyos? Lo dudo.

retrato-de-henry-james-por-john-singer-sargentHenry James. En algún momento, no sé cuándo, descubrí que este estadounidense aclimatado en Inglaterra (cuya ciudadanía solicitó y obtuvo durante la primera guerra mundial, cuando ya le quedaba poco para morir), se me había hecho imprescindible. No fue un caso de instantáneo deslumbramiento (como Borges o Stanislaw Lem), sino de progresiva rendición a una prosa que parece no contar nada de particular y que nos va enredando como una telaraña hasta que llega un momento en que la trama, en apariencia anodina y trivial, se ha vuelto irrespirable. Ahora mismo me contempla una reproducción del escritor, de su rostro severo y calvo, que nunca parece haber sido joven (no es el más famoso, el que acompaña estas líneas, obra de John Singer Sargent), y esos rasgos, que a quien no sepa quién es o no lo disfrute, le parecerán vulgares, me parece que encierran una misteriosa sabiduría. Durante años, James fue para mí poco más que el nombre que estaba en el origen de un par de películas que adoraba, La heredera y ¡Suspense!, hasta que, inevitablemente, comencé por los relatos en que se basan ambas, Washington Square y Otra vuelta de tuerca, que tampoco me impresionaron mucho la primera vez. Esto es significativo, porque el segundo ahora figura entre mis libros favoritos: pero tuve que darle más de una vuelta (valga el juego de palabras) hasta apreciar su condición magistral, seguramente porque pesaba mucho en mí la fascinación inmediata de la película de Jack Clayton y de sus imágenes, sobre todo la de esa mansión bella y deletérea donde se situó la trama.

No imagino que Henry James pueda tener muchos lectores, pero sí un número amplio de lectores fieles. En España, casi puede decirse que está editada toda su ficción (Páginas de Espuma acaba de rellenar casi todos los huecos que quedaban entre sus cuentos). No la he leído toda, porque me parece imposible, y porque ya dedico tiempo a releer lo mejor de la misma —entre las novelas, Retrato de una dama o Las alas de la paloma; entre los cuentos, El altar de los muertos (que Truffaut convirtió en su mejor película, La habitación verde), El banco de la desolación o La próxima vez—, pero me gusta saber que me quedan historias suyas por conocer. Es una lectura que me ha acompañado en muchos viajes: puede sonar a pedantería, pero he leído a James en muchos rincones del mundo, tal vez por tratarse de una lectura que se presta a cualquier atmósfera (el mismo escritor fue un hombre consagradamente cosmopolita) y que, a la vez, nos evade de cualquier ambiente con esa capacidad que tiene para absorbernos a los lectores. Y es tan fácil imaginar, en Venecia o en Nueva York, que ese anciano caballero, de calva prominente, que se sienta en la mesa de al lado, con su propio libro, es un avatar de nuestro autor…

stanislaw-lemStanislaw Lem. Mi descubrimiento de Stanislaw Lem es el más tardío de todos los autores aquí citados y se debe al cine, a la magnífica versión que Andrei Tarkovski hizo de Solaris, la que tal vez sea la obra maestra del escritor polaco. Confieso que su visionado se me hizo largo y pesado (sería la segunda vez que la vi cuando aprecié la fascinante complejidad de la película, ejemplo de adaptación que, sin renunciar a la fidelidad, sabe buscar su propio camino), pero cuando menos hizo que me intrigara la historia de ese planeta acuático que tiene la extraña capacidad de hacer realidad los sueños (o las pesadillas) de sus visitantes. Solaris estaba publicada en una edición en Minotauro (con una muy atractiva ilustración de portada), si bien parece ser que su traducción partía de la versión francesa. Su lectura me atrapó desde el primer instante y no pude sino sumergirme, acto seguido, no en el planeta del título sino en el resto de la obra del autor. Con alborozo, descubrí que, para ser un autor en principio minoritario, estaba profusamente traducido al español, tanto en Bruguera como en Alianza (hoy día es Impedimenta, con sus bellísimas ediciones, la que ha cogido el relevo, por ejemplo publicando la versión directa de la novela antedicha), destacando la admirable labor de Jadwiga Maurizio, la mujer que firma la mayor parte de esas traducciones, en una u otra editorial.

De todos los autores que aquí reseño, es para mí el más desconocido: no conozco ni una sola biografía del escritor, que desde aquí demando a cualquier editor inquieto, pues no creo que pueda no existir. Lo que sabemos de él es breve y muy general: la segunda guerra mundial interrumpió sus estudios de medicina, pero su formación había sido científica y esto impregna toda su obra. Quiso ser un escritor «serio» pero todo tipo de imposiciones frenaron su primera novela, realista, y descubrió que, en cambio, encontraba menos problemas y podía tener éxito con relatos de ciencia-ficción. Cuánto hay que agradecer a los obtusos guardianes del comunismo… La base de las historias de Lem es la construcción de unos escenarios del futuro que resultan inquietantemente convincentes, porque enseguida nos hacemos a su cotidianeidad, mas lo hace con el propósito de hablar de los problemas eternos del ser humano: la soledad, la angustia existencial, la necesidad de los vínculos personales… Fue un escritor especialmente dúctil: la gravedad y la distensión, la ligereza y la densidad, la ficción y el (aparente) ensayo conviven en su obra casi de modo borgiano. En particular, el tema que me parece central en su obra es el de la imposibilidad de la comunicación, primero entre el hombre y otros posibles seres vivos que puedan poblar el cosmos, pero en último extremo entre los mismos hombres. Por ello, para quien todavía no lo haya transitado, recomiendo Solaris como puerta de entrada a su mundo, con una advertencia: en él se entra, pero difícilmente quedan ganas de salir.

H. P. Lovecraft, el escritor de ProvidenceHoward Phillips Lovecraft. En algún momento de mis veintipocos años mi mirada resbaló, en alguna librería del centro de mi ciudad, por la cubierta indescriptiblemente fea de un libro de Alianza Editorial que mostraba una especie de excrecencia verdosa que parecía extenderse, en ondas concéntricas, por una superficie indeterminada, tal vez la pared de una caverna. Daniel Gil, el egregio portadista de los libros de bolsillo de la editorial, lo había conseguido otra vez: revelarme un libro, un contenido, por su singular continente. El libro era Los mitos de Cthulhu, acreditado a H. P. Lovecraft «y otros», la mítica selección de Rafael Llopis (un nombre fundamental para la difusión del llamado Solitario de Providence en suelo ibérico) sobre lo que él llamó, no sé si con exactitud pero sí con capacidad de seducción, el «cuento materialista de horror». A este libro debo mi descubrimiento del conjunto de magníficos autores que me descubrió, de verdad, el género literario del terror: Arthur Machen, Algernon Blackwood, M. R. James o Clark Ashton Smith. Y por supuesto, Lovecraft, cuya obra encontré copiosamente editada por (¿adivinan?) Alianza Editorial. Todavía puedo citar la frase inicial del primer libro que me compré ya de él como autor único, En las montañas de la locura, su particular terror antártico, que empieza de un modo característicamente impactante: «Me veo obligado a hablar porque los hombres de ciencia se han negado a seguir mi consejo no sé por qué».

La figura de este escritor me ha interesado siempre casi tanto como su obra, pues las circunstancias de su vida (cuya interpretación depende de quien trace su biografía) se empeñan en conmoverme. Como Borges —que, es curioso, perpetró un cuento lovecraftiano bastante insípido—, también fue un hombre devorado por la literatura, o mejor dicho, por el empeño de ser escritor. Y lo consiguió del modo tal vez más ínfimo, más admirablemente ínfimo, en que se pueda haberlo sido: en el seno de la literatura popular estadounidense, el pulp, despreciado por la mayoría de críticos y colegas hasta ayer mismo y hoy solo inseguramente reivindicado, al menos en la parte que a él le corresponde. Sin duda fue formulario, abusó de adjetivos «tremendos» y se repitió más de la cuenta. Pero la sugestión que despierta su prosa acaba convirtiendo el tópico en arquetipo, en un rito necesario para alcanzar el objeto que se planteó, y que tradujo muy bien la zozobra de quienes, como él, viven vidas inciertas. Siempre habrá que reconocerle su gran hallazgo: el terror radica en la radical incompatibilidad entre uno mismo y los otros, que él simbolizó a través de unas entidades que carecen de cualquier paradigma de lo humano que nos permita comprenderlas. Entidades que no pueden ser malvadas, porque la maldad es un rasgo de humanidad. El implacable rigor con que plasmó este principio tan aterrador es lo que garantiza su perdurabilidad. Eso y, claro, el hecho de ser tan gran narrador como los otros siete autores que lo acompañan en esta lista.

robert-louis-stevenson-el-escoces-erranteRobert Louis Stevenson. Decir Stevenson es hablar de la literatura como fiesta, como gozo, como fuente completa de placer: no vacilo en señalar que es el escritor que yo leo cuando siento que todo va mal. No busco al firme creyente en la felicidad que fue Dickens, ni a esos amigos eternos que son Guillermo Brown (perdón, Richmal Crompton) o Julio Verne, ni siquiera al hombre en quien es posible que encuentre la mejor empatía con mi propia zozobra, o sea, Lovecraft… sino a este escocés que, desde muy joven, se sabía sentenciado a morir pronto (por culpa de la tuberculosis) pero que, ni en sus relatos más sombríos, dejó de transmitirnos la sensación de que la vida merece vivirse sencillamente porque siempre es sorprendente y mágica. Los niños lectores (por lo menos antes, cuando no existía la literatura juvenil) conocían a Stevenson a corta edad, a través de La isla del tesoro, novela que es puro emblema de su espíritu, y que incluso da igual que uno haya conocido su historia (como fue mi caso) primero a través del cine (la versión de 1934 con Wallace Beery como el inmortal Long John Silver) o de uno de los libros de Historias Selección de Bruguera. Porque incluso en esas manos ajenas que adaptan la aventura que vive Jim Hawkins con los piratas también está Stevenson, tal es su fuerza. Tiempo después, no mucho, ya encontré (sí, en Alianza) la versión original, con una portada especialmente bonita de Daniel Gil (en este caso, un barco velero dentro de una botella de cristal) y el mapa del mismo Stevenson como frontispicio.

Es posible que más de un lector se haya quedado en este libro, o como mucho, que lo haya complementado con el otro famoso del autor, El extraño caso del doctor Jekyll y Mr. Hyde, también conocido más por sus múltiples versiones. Pero la obra de Stevenson, para ser alguien que murió con tan solo 44 años (¡y en una isla de los Mares del Sur!), es considerablemente vasta y abunda en todo tipo de historias. Eso sí, en todas ellas brillan los mismos elementos: la sugestión de la trama, el dibujo de personajes imborrables, la facilidad narrativa y, otorgando cohesión a todos ellos, la sensación de que, incluso en la novela más distendida, estamos dando un paseo por el borde de la oscuridad, el mismo que daba el niño Jim Hawkins, ese buen chico que sabe bien dónde están el orden y los buenos principios, pero que no puede evitar sentirse profundamente atraído por la promesa de continuas emociones que encierra el nada recomendable Long John Silver. El nombre que cierra esta lista, por tanto, es el escritor que a mí me hubiera gustado ser, en caso de estar dotado para la ficción. Alguien que nunca cansa, que siempre atrae, que jamás incurre en la menor pretenciosidad ni en el inconveniente envaramiento: un narrador gentil y a la vez profundo. Me resulta especialmente grato que esta lista concluya con él, porque voy a finalizar con una afirmación suya (que a Borges, y cierro otro círculo, le encantaba repetir): que hay muchas cualidades literarias, pero sin el encanto todas las demás son inútiles. Por supuesto, yo no soy tan tajante (esta misma lista da fe de ello), pero en su caso se cumple al pie de la letra: no existe ningún otro escritor que posea en grado mayor esa cualidad tan difícil de definir, pero tan fácil de distinguir. Y además es seguro que, cuando profirió ese dictamen, no pensaba en sí mismo.

Transito en espiral, de Remedios Varo, la imagen de mi blog

A continuación, ofrezco enlaces que conducen bien a artículos bien a otros enlaces donde comento sobradamente las obras de los autores reseñados:

Julio Verne                  – Jorge Luis Borges              – Richmal Crompton (Guillermo Brown)

Charles Dickens (Canción de Navidad)                   – Henry James

Stanislaw Lem             – H. P. Lovecraft                  – R. L. Stevenson

Acerca de Jose Miguel García de Fórmica-Corsi

Soy profesor de historia en el IES Jacaranda (Churriana, Málaga).
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14 respuestas a 600 artículos y ocho escritores de cabecera

  1. Analía dijo:

    ¡Felicitaciones! Tuve la suerte y el agrado de encontrar este blog el año pasado y no deja de maravillarme. No solo por la abundante información, las inteligentes reflexiones, los recuerdos tan emotivos, si no también por la exquisita escritura. Es un placer leerlo y releerlo. ¡Por otros 600 mas!
    Coincido casi totalmente con tu elección de los 8 escritores. Si hiciera mi lista agregaría a Cortázar y a Bradbury que han despertado y alimentado mi imaginación en la adolescencia. Gracias por los links.
    Abrazo.

    • ¡Mil gracias, Analía! Con palabras tan bonitas como las que me dedicas, ahora mismo tengo fuerzas para esos 600 más y otros tantos jaja. En cuanto a los que citas, cómo no estar de acuerdo. En concreto, «Rayuela» de Cortázar es unas de mis novelas favoritas: me la he leído dos veces… dobles. Es decir, en cada una de ellas, me vi «obligado» a repetir acto seguido. De Bradbury he escrito en este mismo blog, a propósito del que yo llamo el cuento más bello del mundo, «La sirena en la niebla». Y siempre tengo pendiente la relecturas de sus «Crónicas marcianas», otra obra de referencia.
      Un abrazo y muchas gracias de nuevo.

  2. Eduardo Moga dijo:

    Enhorabuena por la efeméride, José Miguel. Es una buena noticia que blogs de tanta calidad como el tuyo perduren y progresen. Por cierto, ayer recogí de mi librería el ejemplar que de «Edad Media soñada» que había encargado. Felicidades también por el libro. Un abrazo.

    • Muchísimas gracias por la felicitación, Eduardo, que me hace especial ilusión porque soy un lector ya antiguo de tu blog, desde sus días londinenses, que atesoro precisamente gracias a las dos antologías que publicaste. Por cierto que la segunda de ellas la tengo dedicada por ti: yo estaba entre los asistentes a la conferencia que nos diste en Churriana, la barriada de Málaga en cuyo instituto doy clases, el 13 de noviembre de 2017.

      Te agradezco también, claro, la compra del libro y espero que te guste. Un abrazo muy fuerte.

  3. Renaissance dijo:

    Enhorabuena por los 600 artículos. Escribir, aunque apasione, a veces es difícil, como una disciplina más.
    Solo puedo agradecerte el que trajeras de vuelta a Richmal Crompton, cuyos libros devore uno tras otro en la biblioteca escolar, a Chesterton y su humor poético y sobre todo, haber sacado a Verne de la estantería de literatura «juvenil» olvidada. A Lovecraft ya no porque creo que este se jubilará con mi estantería.

    • ¡Muchas gracias! Tienes razón, y lo sabes en primera persona, que el compromiso que uno se fija de entregar con regularidad un artículo en su blog acaba convirtiéndose en una obligación. Que es muy grata una vez se ha concluido pero que a veces también puede provocar algún que otro agobio: uno se imagina como si fuera un escritor profesional al que le han puesto un plazo de entrega en la publicación para la que trabaja.

      En cuanto a los autores cuya devoción compartimos, el artículo sobre Richmal Crompton sí que ha sido uno de los que más satisfacciones me ha dado escribir (y comprobar que sigue habiendo quienes lo conocen y disfrutan). En general, puedo decir lo mismo de los escritores catalogados como «menores» para los críticos/lectores serios (qué aburrido tiene que ser tanta seriedad…). Paparruchas, que diría Scrooge, porque los libros y los escritores son, sencillamente, buenos, malos o regulares.

  4. Enhorabuena!! Y que sean muchos artículos más: mil, ¿dos mil, quizás? Compartir todos estos años de experiencia bloguera contigo ha sido un regalo tan grato como aleccionador. Un abrazo, amigo…

  5. Martalú dijo:

    Felicitaciones por esos 600, Que sean muchos más. Te descubrí hace poco más de dos años y disfruto con agrado tus entradas, me han ilustrado, motivado y llevado a otras lecturas que desconocía. Gracias por aparecer en este mundo literario.

  6. ¡Enhorabuena, José Miguel! Tus publicaciones son luz en estos tiempos de oscuridad. Leerte es un placer y un aprendizaje. Ya sabes que tu libro me encantó (lo dejé caer en torno a la película de Beckett, a propósito de la Edad Media soñada…).

    Que sean muchas más las palabras extranjeras escritas con tus manos.
    Gracias.

    Silveria

  7. ALTAICA dijo:

    Ya sabes de mi aprecio y el regalo que supone visitarte. Te lo he escrito muchas veces. Así que agradecerte la dedicación, el esfuerzo, la evidente inteligencia y pasión…Un abrazo grande

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