Un corazón en invierno o el hombre que no quería amar

Cartel espanol de Un corazon en inviernoHay veces que el descubrimiento de una obra, en determinada época de nuestra vida, puede agitarnos el alma. Precisamente por mi profundo amor hacia las ficciones, siempre he sabido guardar una completa distancia entre estas y la realidad. Sin embargo, no siempre puede evitarse que una película encuentre una grieta por donde colarse más allá de lo debido, sobre todo si no lo esperamos. A mí me sucedió hace ya muchos años, en eso que F. Scott Fitzgerald llamaba «en mi más tierna y vulnerable edad», cuando fui a ver una película de cuyos principales artífices no tenía la menor referencia, Un corazón en invierno (1993). Sobre el papel, se trataba de un ejemplar más de ese tipo de cine francés del que cada temporada tenemos unas cuantas películas, cuyos personajes centrales pertenecen a la clase media más o menos acomodada, de profesión liberal, adornados de profundas inquietudes culturales que exhiben en cada conversación (no suele faltar la reunión de amigos en torno a una mesa muy bien surtida en la casa de campo de rigor) y cuya trama gira en torno a sus vicisitudes sentimentales, siempre muy agitadas en un francés, o al menos eso nos ha enseñado el cine. En esta película, sin embargo, el título ya alertaba de una diferencia: la de ese protagonista cuyo corazón vive en un perpetuo invierno puesto que parece impermeable al amor, pese a que se le brinda una muchacha bellísima y de fuerte personalidad (reconozco haber caído enamorado, en el acto, de Emmanuelle Béart). La identificación no estribaba en esa teórica incapacidad para amar (eso bien lo sabía yo) sino en la sensación que el personaje expresa en determinado momento: la de haberse quedado, casi sin darse cuenta, al margen, estancado, sin capacidad para avanzar o retroceder, para mejorar o empeorar: para unirse a la corriente de la vida. Es una sensación muy propia de la juventud, claro, pero ¿qué escalofrío no me recorrió el cuerpo al descubrir que se puede permanecer en ella hasta la madurez?

Un corazón en invierno cuenta, sencillamente, una particular historia de amor: un hombre parece cortejar a una joven violinista hasta enamorarla por completo, pero cuando esta ya se ha rendido él la rechaza, alegando que no solo no la ama sino que, por su parte, no se siente capaz de amar. El instante en que esto se produce, lo afirmo en primera persona, es uno de los momentos más terribles que el cine me ha dado: ¿cómo es posible, pensó el chaval que contemplaba acongojado esta reacción desde la sala oscura, que alguien pueda reaccionar con semejante frialdad a la entrega sin condiciones de un ser tan bello y angelical? ¿Cómo es posible, siendo ella, además, Emmanuelle Béart?

Maravillosa Emmanuelle Beart en Un corazon en inviernoEl hombre que con tanta sensibilidad escribió (con la colaboración de Jacques Fieschi) y dirigió esta película se llamaba Claude Sautet y, después de una sola película más, con la misma actriz, Nelly y el señor Arnaud (1995), moriría en 2005. Su trayectoria había comenzado con el cine de género, y en concreto en el policiaco, al que dio dos de sus grandes obras, A todo riesgo (1960) y, en especial, Max y los chatarreros (1971), mas a partir del enorme éxito de su obra más emblemática, Las cosas de la vida (1970) —que a mí, en cambio, me parece artificiosa y aburrida— dedicó el resto de su trayectoria a explorar el terreno que culminaría con el film al que dedico este artículo: la crónica de los vericuetos sentimentales de la clase media liberal francesa.

Aunque la película no acredite adaptación de obra previa, Sautet siempre ha declarado que la inspiración para la misma le vino de su lectura de la novela Un héroe de nuestro tiempo, del romántico ruso del siglo XIX Mijail Lérmontov. En efecto, una de las historias que contiene acerca del protagonista, Pechorin, un joven y contradictorio oficial del ejército, cuenta cómo este seduce conscientemente a una joven aristócrata, a su vez pretendida por un compañero de armas, hasta que ella misma se le declara y entonces él le niega que la ame. Realmente, lo que intrigó a Sautet fue la tortuosa, ambigua, motivación del protagonista (uno de los personajes más sugestivos de la literatura rusa, a todo esto) para llevar a cabo un acto en principio de lo más rufianesco. De hecho, no hay más relación entre el guion final y la novela que ese punto de partida sentimental.

Daniel Auteuil como Stephane en Un corazon en inviernoSu Pechorin aquí se llama Stéphane, a quien el excelente actor Daniel Auteuil supo convertir en uno de los personajes más herméticos, desconcertantes e irritantes, también patéticos, que ha dado nunca la historia de la ficción, tanto verdugo como víctima, tanto culpable como inocente. Un primer hallazgo de Sautet fue darle la profesión de luthier, ese artesano especializado en la labor de construir y reparar violines e instrumentos de su misma familia. El minimalismo de esta actividad ya es una primera definición de Stéphane: es un hombre educado en el silencio, en la paciencia, en la minuciosidad. De hecho, a lo largo de la película Stéphane apenas habla, pero la expresión inteligente de Auteuil consigue transmitir una perpetua alerta, una constante escucha por parte del personaje, si bien, en la misma medida, también nos comunica que si no habla es porque no quiere, porque contempla las conversaciones ajenas, incluso cuando participa activamente al ser el único interlocutor, como a distancia. Del mismo modo, es otro acierto que un personaje que acabará revelándose tan poco humano, tan poco terrenal, encuentre su mejor expresión en la más abstracta de las artes, la música (él la definirá ante Camille como «ese sueño», si bien una vez más, no pueda saberse si lo dice con convicción o con suave ironía). Con una significativa salvedad: Stéphane no trata a la música como un arte sino como un trabajo de virtuoso.

Stéphane inicia la historia en primera persona, hablando de Maxime, su jefe, el responsable de la parte comercial de la empresa, el hombre encargado de trabar el contacto con los músicos y con los compradores de instrumentos de coleccionismo. Y lo hace señalando, con fría objetividad, la naturaleza de su relación, la división de funciones entre ambos (uno aporta el oficio, el otro sabe cómo venderlo), así como la naturaleza más activa de Maxime, que desborda una vitalidad que él, en apariencia, no solo no envidia sino que contempla con comprensión. Este relato concluye señalando que, desde hace tiempo, él no le acompaña en sus salidas nocturnas (no señala cuáles son) y luego no hablan nada sobre ellos: es más, señala que Maxime nunca le pregunta a él por sus relaciones fuera del trabajo («y está bien que así sea»). Sin embargo, enseguida este le aclarará lo que ha hecho en esos últimos meses: iniciar una relación con una joven violinista, Camille, con quien está a punto de irse a vivir. Y no tarda en presentársela, si bien como acto de trabajo, puesto que la joven está a punto de comenzar las grabaciones de unos tríos de Ravel y su violín necesita una puesta a punto.

Andre Dussolier, Emmanuelle Beart y Daniel Auteuil, el trio protagonista de Un corazon en invierno

Presentados así los tres personajes centrales y sus relaciones, Un corazón en invierno parece plantearse, en efecto, como una adaptación a tiempo contemporáneo de la trama leída en Lermontov: el serio y hierático Stéphane sabe cómo resultar cercano y accesible para la joven, buscando su compañía en momentos concretos (la asistencia a una de sus grabaciones, por ejemplo), y cómo despertar la necesidad de su presencia espaciando luego la ocasión para el nuevo encuentro, ante el desconcierto de la muchacha, que acaba cayendo atrapada por él.

La fascinación que despierta Un corazón en invierno —lo que la extrae de ese aparente núcleo de la qualité francesa del cambio de siglo, tantas veces ensimismada en un bucle de finesse— es la que concita el misterio que envuelve este personaje al que, por muchas veces que lo haya contemplado, creo que no conseguiré comprender jamás. ¿Qué pretende Stéphane? ¿Satisfacer una vanidad personal, él, que es el hombre menos vanidoso del mundo? ¿Es Maxime con quien quiere competir, o hacer daño de algún modo, cuando está claro que este no le importa tanto, como demuestra el evidente riesgo que hay de romper una relación profesional que le satisface? Más tarde, cuando ya todo ha estallado, Lachaume, su viejo profesor de música, cuya casa en el campo parece ser el único lugar donde se siente a sus anchas, le dirá que tal vez «querías crear un desorden». O quizá Stéphane, ciertamente, actúa siguiendo una inercia que no comprendemos porque su universo no es exactamente el nuestro, sino que solo coincide con el nuestro.

A Heart in Winter - Un Cœur en Hiver (1993)Stéphane diríase que es un autista de las emociones, pero un autista por elección. Sus propias palabras (si bien, ¿hay que creerlas?) hablan, precisamente, de un ensimis-mamiento por decisión propia: es alguien que, en algún momento proscribió las emociones, se resguardó bajo ese mundo de ritos minuciosos presidido por el silencio y el virtuosismo de un oficio que otros pueden llamar arte pero que él sabe bien que es artesanía. Stéphane se niega a que nadie vea en él un talento que no tiene. Él mismo lo dirá cuando le preguntan por su formación musical: muy pronto tuvo claro que no lo tenía, y encauzó su relación con la música a través de una faceta más sustantiva (algo parecido a Maxime, ambos discípulos del mismo maestro, el ahora anciano Lachaume, dueño de esa casa que los sigue reuniendo, incluso después de haber roto, para asistir a su agonía).

Stéphane me hace evocar otro mundo literario del XIX, el de Nathaniel Hawthorne y esos incógnitos personajes suyos, sometidos a misteriosos azares del destino que los apartan de toda relación normal con los hombres, cual su inmortal Wakefield. No en vano, Stéphane dirá que en algún momento «se quedó atrás», justo como la mencionada criatura de Hawthorne. En cualquier caso, quizá la mejor definición sea la sorprendida afirmación de Camille cuando, en el coche, él la rechaza y rechaza esa emoción llamada amor, cualquier emoción: «Nadie es como usted». Tal vez esa sea la clave, y la razón de la fascinante sugestión (valga el pleonasmo) que despierta el personaje, tanto como la actuación de Daniel Auteuil, cuya difícil sobriedad resulta verdaderamente sublime.

Maxime y Stephane, los hombres que rodean a Camille«Sé que no soy nada. Hago mi oficio y me gusta», es la única explicación que Stéphane se avendrá a dar de sí mismo cuando, días después de la (espléndida, dolorosa) escena que la amargamente herida Camille le hace en el restaurante (y de la bofetada pública de Maxime, que lo tira al suelo), acude a verla, primer acto de humanidad que manifiesta en toda la película (o, por lo menos, de conciliación con sus semejantes que implica cierto reconocimiento de los derechos de estos). «Hay algo en mí que no vive», y añadirá: «Tengo tanto tiempo de retraso…». Camille, desde luego, apenas lo deja continuar, tal vez segura del poder venenoso de esa presencia y se despide de él con firme amabilidad, por si acaso Stéphane (o el espectador) esperaba algún tipo de oportunidad, de redención, de vuelta atrás. Y es verdad que, por mucho que uno sepa que las películas no pueden cambiar, yo siempre espero que, en el coche, cuando ella le declara su amor, esta vez él no la rechazará, o que después, en el restaurante, sabrá recuperar su confianza con palabras cálidas y acabarán pasando esa noche que ella había planeado como colofón de su éxito profesional, del mismo modo que, durante la grabación, bordó la difícil ejecución de Ravel solo porque él estaba presente…

Tal vez, Un corazón en invierno acaba contando un proceso de humanización por el sufrimiento: un hombre descubre que el dolor no le puede ser ajeno, aunque sí lo sea el amor. Stéphane se queda absolutamente solo: pierde al socio (que no amigo: la primera sorpresa de Camille había sido que él le dijera, en uno de sus primeros encuentros, que no cree en la amistad: acaso fuera una advertencia para ella misma, pues quien no cree en la amistad difícilmente puede creer en el amor); pierde a la bella muchacha; pierde a la única amiga que parece tener (la joven librera en la que Camille, ilusamente, cree tener una rival, y que se acaba casando —¿tal vez porque se cansa de esperar algún gesto de él?— y marchando a vivir al campo); y pierde al único hombre al que sí parece haber querido y respetado en todo momento, al maestro Lachaume.

[Quien no conozca el final de esta inolvidable película, debe dejar de leer aquí]

Emmanuelle BeartEn la parte final de la historia, cuando Stéphane acude a él en busca si no de consejo sí de refugio, el luthier descubre el precario estado de salud de aquel. Sometido a una rápida y dolorosa degradación física, Lachaume pide a los que le rodean que esta le sea ahorrada. Es lógico que el inhumano Stéphane sea el único capaz de darle la liberación del sufrimiento, la eutanasia: es inolvidable el plano en que, desde el exterior, vemos abrirse la ventana del dormitorio de Lachaume, al amanecer, y Stéphane se asoma a ella, para respirar un poco de aire (como también lo es el contraplano del jardín y el bosque que se ve desde la ventana; es un momento fabuloso porque, por un momento, uno casi se siente capaz de entender a Stéphane).

Cada vez que reviso Un corazón en invierno me demoro en su profunda belleza interior. Agradezco infinito que el veterano Claude Sautet, en su penúltima realización, supiera dotar a la historia del tempo de íntima serenidad que esta requería para evitar cualquier tentación de histrionismo emocional. Admiro, también, la nobleza de ese segundo hombre de la historia, Maxime (igualmente magnífico André Dussolier), que juega el papel menos agradecido, haciéndose a un lado cuando todavía cree que su socio sea un hombre como todos, y sin importarle recuperar a la muchacha solo porque aquel al que ella hubiera preferido no la ama: otro momento que lo define bien es que, en el final, les deje a los otros dos un último momento de encuentro.

Por un momento vuelvo a mis veintipocos años y me embarga la eterna esperanza de la segunda oportunidad, de que un Stéphane tal vez verdaderamente cambiado por el descubrimiento del dolor consiga, por fin, a la muchacha. Mas no será así, por mucho que la única ocasión en que ambos se besan sea en esta despedida: un suave beso en la boca, a iniciativa de ella, pero también embargado por una distancia sideral. Ahora bien, no puedo olvidar esa última e intensa mirada de Emmanuelle Béart desde el coche, casi húmeda, que nos convence de que todavía no puede olvidarlo; ni dejar de sentir toda la tristeza del mundo sobre ese plano final de Stéphane en su soledad, sabiamente encuadrado desde el otro lado del cristal: lejos, distante, devolviéndole su condición de hombre que ha quedado ajeno a la corriente del mundo. En el relato de Hawthorne, en determinado momento el desdichado protagonista comprendía por fin lo que le está pasando y exclamaba con desgarrada rabia: «¡Wakefield, Wakefield, estás loco!». Por encima de las imágenes, sin embargo, lo que suena es la bella música de Ravel que compone la banda sonora, porque es la que Camille toca, símbolo de ese único sueño que él se permite. Y la imagen se va fundiendo en negro, manteniendo el sueño de la música…

La ultima imagen de Daniel Auteuil en Un corazon en invierno

FICHA DE LA PELÍCULA

Título: Un corazón en invierno / Un coeur en hiver. Año: 1992.

Dirección: Claude Sautet. Guión: Claude Sautet y Jacques Fieschi; colaboración de Jérôme Tonnerre y Yves Ullmann. Fotografía: Yves Angelo. Música: Maurice Ravel (Sonatas y Trío en la menor). Reparto: Daniel Auteuil (Stéphane), Emmanuelle Béart (Camille), André Dussolier (Maxime), Maurice Garrel (Lachaume). Dur.: 105 min.

Acerca de Jose Miguel García de Fórmica-Corsi

Soy profesor de historia en el IES Jacaranda (Churriana, Málaga).
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2 respuestas a Un corazón en invierno o el hombre que no quería amar

  1. Analía dijo:

    Hola José Miguel, entiendo y comparto ese sentimiento del que hablas al inicio, tus palabras me han conmovido. Es por esto que después de leer este artículo me hice de esta película y algunas mas del autor. . Hay un film que me ha acompañado gran parte de la vida y es La doble vida de Verónica, de Krzysztof Kieslowski. Extrañamente y a pesar de ser dos historias muy diferentes tienen algunos puntos en común. También he conseguido la serie de TV Crónicas Marcianas, la cual me da mucha ilusión poder descubrir mientras releelo esa otra maravillosa historia de Bradbury. Tu blog es pura inspiración :). Buena semana!

    • Ciertamente, «Un corazón en invierno» es de estas películas que, a poco que uno sienta alguna mínima conexión con lo que sucede en ella, despierta una fuerte implicación emocional. He encontrado esta misma sensación en más de un espectador de la misma. La película de Kieslowski la vi hace muchos años, más de veinte incluso, y recuerdo poco de ella (sobre todo, a Irene Jacob), de modo que tengo pendiente una revisión. ¡Disfruta de la serie y del libro de Bradbury!

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