Señala Fernando Savater en esa obra de referencia que para mí siempre ha sido La infancia recuperada que lo fundamental de Borges —sí, en este libro conviven sin problema Tolkien y Stevenson, Agatha Christie y Guillermo Brown, la novela del Far West y el genial escritor argentino— es «el carácter primordialmente literario de todos sus secretos», el hecho de ser un escritor «realmente poseído por la literatura, que obtiene de ella todos sus puntos de referencia y le debe todos sus contenidos», no en vano él llegó a hablar del curso de una vida consagrada más a leer que a escribir. De hecho, este escritor tan fascinado por las repeticiones se literaturizó a sí mismo, proyectándose como narrador en primera persona de varios de sus cuentos, y en alguno de ellos hasta se duplicó, al encontrarse con su yo del pasado o del futuro. Jorge Luis Borges, que según las enciclopedias nació en Buenos Aires en 1899 y murió en Ginebra en 1986, cuya imagen más reconocible es la del escritor ciego que, además, fue director de la Biblioteca Nacional de su ciudad, es por tanto el mejor símbolo de la literatura como principio y como fin. Ahora bien, no por ello debe reducírselo bajo la etiqueta de «escritor intelectual» (aunque sea apropiada, claro), puesto que su concepto del hecho literario fue tan abierto y generoso como era de esperar en un ser tan absolutamente fascinado por la multiplicidad del mundo: el real y el de las ideas, el de la literatura y el de la vida cotidiana… aunque todos se mezclaran indisolublemente bajo su mirada.
No hay sino que asomarse a su increíblemente vasta obra (vasta para un hombre que quedó ciego de todo con aun treinta años de vida por delante en los que siguió publicando de modo incansable), en la que se encuentra toda clase de perspectivas, por mucho que una mirada superficial pueda hacer creer que, en el fondo, repetía una y otra vez el mismo concepto de intertextualizar ensayo y ficción. No hay que olvidar que su obsesión por los espejos, y por tanto, por las repeticiones, pueden hacernos caer en el fácil engaño de las multiplicaciones. No es lo mismo la mera copia (de imágenes) que la convicción de que cada repetición, para él, supone variación: que no hay nada exactamente igual en el universo. Ahí está la clave de su fascinante obra.
Es fácil imaginar que Borges pensaba no con imágenes sino con palabras, porque esa es la impresión que producen sus obras: la misteriosa sensación de que no sobra una sola de ellas va acompañada de otra aun mayor, que ni siquiera hay elaboración y corrección, que surgieron de su mente con la granítica perfección que nos es dable leer hoy. Acaso este hombre fascinado por el platonismo, en realidad, no creaba sino que recordaba. No por nada, la literatura conoce unos cuantos escritores emblemáticamente ciegos, comenzando por el que casi bien puede considerarse el padre de todos ellos, Homero.
Los relatos cuyo descubrimiento, un par de décadas después, asombraría al mundo, proceden de los años 40. Se trata de las antologías Ficciones (1944), compuesta en realidad por dos libros, uno previo titulado El jardín de senderos que se bifurcan (1941) y el llamado Artificios, y El Aleph (1949), al que debe añadirse el fascinante libro de ensayos Otras inquisiciones (1952). Después de dos décadas sin publicar nada de ficción, en los años 70 añadiría otros dos estupendos libros de cuentos, El informe de Brodie (1970) y El libro de arena (1975). Los nuevos relatos no poseen la exuberancia de los anteriores, quizá porque la ceguera lo obligó a inclinarse por una mayor concisión conceptual. Es más, el elemento fantástico está prácticamente ausente de ellos. Ahora bien, y parafraseando al mismo Borges (en su caso, con respecto a los cuentos de Kipling), no puede decirse que los primeros sean mejores que los segundos o al revés: son distintos.
De Borges se ha escrito tanto que, inevitablemente, decir algo sobre él es reiterar lo ya redactado. Por ello, voy a centrarme, ante todo, en tres relatos suyos que me gustan especialmente y que creo que resumen, de modo paradigmático, las principales características de su literatura, además de complementarse muy bien pues responden a diferentes dimensiones de la misma. Se trata de El jardín de senderos que se bifurcan, que da título al primer libro de cuentos fantásticos que publicó, más La otra muerte y El Aleph, contenidos en el volumen cuyo nombre es este último. Advierto que, contra mi costumbre de dejar mi comentario de los finales para el final (valga la redundancia) de los artículos, en este caso me resulta imposible. Es por ello que recomiendo al interesado leer primero el cuento y luego, si así lo aprecia, mi comentario.
Comienzo por La otra muerte, que es un cuento menos conocido que otros del autor. Aquí hace ya uso de sí mismo (o sea, de «Borges») como conductor en primera persona del relato. Borges refiere el singular suceso de Pedro Damián, un humilde estanciero (las estancias son los ranchos de la pampa argentina) a quien conoció una vez y que acaba de morir, tras pasar cuarenta años viviendo prácticamente en soledad. El único momento activo de esta vida humilde fue su participación, muy joven, en la batalla de Masoller, con que concluyó una de las guerras civiles del Uruguay. Borges señala que ha decidido construir un relato sobre dicho lance, centrado en Damián, y busca a los testigos del episodio. El coronel Tabares, que tuvo a Damián a sus órdenes, le sorprende diciéndole que, pese a su galleo de los días anteriores, en el momento de la verdad, durante la carga que decidió la batalla, el joven gaucho fue dominado por el miedo y huyó: sin duda, esto explica que sepultara el resto de su existencia, avergonzado, lejos de la compañía de los hombres.
Ahora bien, tiempo después, en otra velada con Tabares en la que participa un médico que asimismo combatió en aquella jornada, este señala que Damián fue quien encabezó la carga y murió heroicamente en la misma. (El coronel, perplejo, afirma ahora no tener ni idea acerca de quién están hablando los otros dos.) Más tarde, Tabares le envía una carta a Borges en la que dice haber recobrado por fin la memoria del muchacho y confirma las palabras del doctor. El escritor se dirige al territorio donde conoció a Damián y descubre que ni hay rastro de su pequeño rancho ni nadie recuerda ya quién fue.
La explicación que se aparece a sus ojos, por fin, es que, después de rumiar su vergüenza durante cuarenta años, el desgraciado estanciero, en el momento de su muerte, debió pedir a Dios la oportunidad de redimirse de su cobardía y fue así que regresó a Masoller, encabezó la carga y murió como había soñado toda su larga y torturada vida. La sustancia del tiempo ha sido alterada, pero de modo que esa bifurcación paralela de la historia afectara lo mínimo posible a la realidad (ayudó a ello la vida aislada de su protagonista), siendo Borges el testigo de su materialización progresiva en los recuerdos de quienes podían dar fe de la verdad, como el coronel Tabares. Algún testigo (el vecino más próximo de Damián en esos años, quien más lo trató en vida) ha tenido, sin embargo, que desaparecer, porque sabía demasiado. ¿Corre Borges el mismo riesgo? Él se responde que no es así, puesto que, con el paso del tiempo, habrá creído, sencillamente, dar vida a un cuento fantástico.
Esta estupenda trama (que reconstruyo de modo trabajoso pero que, en el original, se lee en un fascinado soplo) le sirve al autor para fundir varios de sus temas más queridos. En primer lugar, el del tiempo, que lo absorbió toda su vida y que abordó de múltiples maneras, aludiendo a su circularidad, a su porosidad o a su negación. La circularidad implica repetición, que sabemos tan tratada por él, idea que lo hizo interesarse por el platonismo, cuyo concepto que la realidad es una pobre copia de unos arquetipos forjados en la eternidad por un misterioso demiurgo lo complació siempre por su sugestión conceptual y estética, no porque este escéptico real creyera en tal doctrina. La otra muerte es buen ejemplo de esa traducción narrativa de tales ideas: el hombre maduro y reseco por el amargo remordimiento construirá en su mente un arquetipo (la de él mismo respondiendo con honor, y muriendo por él) con tal fuerza que ese arquetipo acabará existiendo.
La predilección borgiana por apoyar cualquier planteamiento mediante el recurso a autores reales viene remarcada precisamente por el nombre del protagonista, que es trasposición del de Pier Damiani, teólogo italiano del siglo XI, declarado Doctor de la Iglesia, que escribió que la omnipotencia de Dios es tal que podría modificar, si quisiera, el mismo pasado. (Por supuesto, la elección de ese nombre ya indica esa protección con que el designio divino ha envuelto el «escándalo» que es la modificación en la corriente del tiempo, y que remachará así la futura convicción de Borges de haber operado siempre según una inspiración literaria, de tal modo que «creeré haber fabricado un cuento fantástico y habré historiado un hecho real».)
Del mismo modo, el relato participa de un asunto que obsesionó a Borges durante toda su vida: el tema de la virilidad a través de la violencia. Paradójicamente, este hombre a quien tan difícil es asociar con cualquier tipo de actividad física, y no solo por sus problemas de visión, se sintió fascinado a lo largo de su vida por la acción. Borges descendía de militares que tuvieron una importante participación primero en la consecución de la independencia frente a España y luego en las luchas caudillistas que construyeron Argentina. Más de una vez señaló (con ironía y sin ella) su mala conciencia por tener tan poco que ver con aquellos ancestros, y tal vez por eso reviviera sus lances en sus relatos. De hecho, el primer relato de ficción que publicó, Hombre de la esquina rosada —que, al parecer, allí en su tierra natal es especialmente célebre y del que él renegó después por su marcado exotismo, que se trasluce por el nutrido uso que hace del lunfardo, el argot de los bajos fondos bonaerenses—, es ya una historia de compadritos, esos hombres del lumpen urbano, cuyo oficio es la navaja y su misión marcar territorio frente a posibles rivales. Borges volvería una y otra vez, tanto en sus libros primeros como en los últimos, a registrar esa tentación/fascinación por la violencia, tanto en hombres marcados por el signo de la violencia como en aquellos que responden más a sí mismos y que, sin embargo, no podrán sustraerse al reto de tener que probar su valor (El Sur, presente en Ficciones).
El segundo relato es El jardín de senderos que se bifurcan. Bajo tan sugerente título se encierra, como es obvio, una de las múltiples aproximaciones del escritor al tema del laberinto (que es otra de las formas de la repetición). Ahora bien, no lo hace bajo el sustento de la pura reflexión intelectual (como es el caso de otro de sus cuentos emblemáticos, La Biblioteca de Babel) sino bajo la advocación de un relato de corte policiaco. El tiempo es la Primera Guerra Mundial; el escenario, Londres. Un espía al servicio de Alemania, un chino llamado Yu Tsun, vive una peripecia de la que solo poco a poco el lector llegará a comprender todo su alcance. En principio, lo que sabemos es que Yu Tsun, acosado por un agente británico llamado Madden y acuciado por la necesidad de enviar a su superior el mensaje que da cumplimiento a su misión, emprende una extraña huida hacia delante que lo conduce ante el doctor Stephen, un venerable sinólogo, de algún modo relacionado con esa transmisión, que lo invita afablemente a visitar su jardín (el que da título al cuento). El carácter oriental de su visitante mueve a Stephen a señalar que ha descubierto el secreto que muchas generaciones no han conseguido resolver acerca de la obra de un sabio chino llamado T’sui Pên, gobernador de una provincia que renunció a su cargo para componer una novela que todos calificaron de absurda y construir un laberinto perfecto que nadie ha encontrado hasta ahora. Stephen le señala que el laberinto no ha sido encontrado nunca porque nadie supo buscarlo: porque la novela es el laberinto. Como era de esperar, el nombre del sabio no es ajeno a Yu Tsun: es su antepasado.
El cuento, ante todo, es un inmejorable ejemplo de que la habilidad narrativa de Borges no se limita a la asociación intelectual de conceptos literarios, sino que también es un maestro de la narración de hechos factuales. Toda la primera parte es un prodigio de tensión mientras Yu Tsun se precipita hacia el curso de su acción. Por supuesto, en buena medida se debe a la fortuna con que Borges matiza los hechos mediante los paradójicos elementos de reflexión que se le vienen a la cabeza al personaje central, que anticipan tanto la segunda parte del relato, ya en presencia de Stephen, como el desdichado destino que tendrá que asumir.
Así, en el tren, salvado por segundos de haber sido alcanzado por Madden, Yu Tsun (en cuya presentación ha sido descrito como catedrático de inglés en una institución educativa alemana de Tsingtao) nos dice que «… reflexioné que todas las cosas le suceden a uno precisamente, precisamente ahora. Siglos de siglos y solo en el presente suceden los hechos» o se permite sugerir, una vez que ha subido al tren que lo lleva a su destino, un consejo a todo aquel que se vea impulsado por el mismo destino: «El ejecutor de una empresa atroz debe imaginar que ya la ha cumplido, debe imponerse un porvenir que sea irrevocable como pasado». Es coherente, por otra parte, con esa condición de hombre de ideas infortunadamente devenido hombre de acción, que sea ese tipo de pensamientos los que se le vengan a la cabeza en semejante trance.
El encuentro con Stephen devolverá a Yu Tsun, por desgracia de forma efímera, a su esencia como hombre de conocimientos, otorgándole además la inesperada gratitud de encontrarse ante un alma gemela, capaz de restituir a su familia la gloria del antepasado al que nadie comprendió. Y sin embargo, al vislumbrar la llegada de Madden por el jardín, Yu Tsun, destruido para siempre por el acto que ha de cometer, disparará sobre Stephen porque el nombre de este, el infortunado nombre de este, es la clave que necesitan sus superiores. Divulgado por los periódicos que narren la crónica del crimen, revelarán la ciudad francesa (del mismo nombre) que los alemanes deben atacar. El jardín de senderos que se bifurcan, por lo tanto, es un relato en el que conviven infinitas dimensiones, cada una de las cuales enriquece a las demás, que se lee con asombro y se recuerda con mágica fascinación.
El último relato que voy a comentar es uno de los más justamente apreciados de toda su producción, El Aleph. Al contrario que los dos anteriores, en este caso la trama carece de especial sugestión, hasta el punto de que, realmente, puede decirse que es insignificante. La riqueza del cuento estriba en que no necesita, esta vez, efectuar ninguna torsión sobre el tiempo, ni introducir laberintos o espejos, ni ensayar reflexiones sobre obras o teorías apócrifas pese a su apariencia de realidad. El Aleph adopta los modos del relato de costumbres, una vez más protagonizado por el mismo escritor, por Borges, que en su parte final introduce un elemento fantástico, el aleph del título, el cual funciona más bien como símbolo que como motor argumental.
El Aleph demuestra, por si hacía falta indicarlo, que las capacidades literarias de Borges también incluyen el dibujo de personajes cotidianos y de reflexiones sobre la vida corriente. El principal sello del cuento es el imborrable modo en que entrevera melancolía y fino humor satírico. La primera recorre el inicio de su historia, en que el protagonista recuerda la «candente mañana de febrero en que Beatriz Viterbo murió» y siente con dolor que el universo, dentro del cual ella ocupaba su puesto central, no se ha visto afectado por la pérdida («noté que las carteleras de fierro de Plaza Constitución habían renovado no sé qué aviso de cigarrillos rubios», señala con suave amargor). Hay que decir que los biógrafos y conocedores del autor, por ejemplo Edwin Williamson1, afirman que, bajo el bello nombre de Beatriz Viterbo, Borges encerró el dolor que le habían producido los desengaños amorosos con varias mujeres, en especial la también escritora Norah Lange. Para quienes lo imaginen como un hombre atraído solo por las abstracciones, es de señalar que, bien al contrario, su vida estuvo presidida por los diversos engañosos sentimentales que padeció, bien por no ser correspondido, bien por obstáculos de diverso tipo (por ejemplo, la sobreprotección de su madre).
Sin embargo, enseguida El Aleph da un giro hacia un humorismo incluso hilarante, tan pronto entra en escena el primo de la finada, Carlos Argentino Daneri, en quien Borges realiza una parodia del escritor sin talento que, sin embargo, fustiga a cuantos tiene alrededor (sobre todo si, por educación o por timidez, no son capaces de rehuirlo) con las manifestaciones de lo que considera su talentoso estro. Daneri se ha embarcado en la ejecución de un vasto poema que pretende celebrar el mundo entero (en su sentido literal, recorriendo exhaustivamente cada punto geográfico del planeta) que se empeña en recitarle cada vez que se ven a cuenta del aniversario de la muerte de Beatriz, en que este visita a la familia. Cultivador de la poesía toda su vida, el virtuoso Borges construye unos versos en teoría atroces por sus neologismos y sus audacias líricas, pero que mueven tanto a risa que uno desearía que ese poema hubiera sido recreado con mayor extensión.
Zaherido a conciencia el poetastro, el relato da ese giro hacia lo fantástico cuando Daneri lo telefonea, angustiado, pues la casa donde la familia ha vivido siempre va a ser derruida, y eso hará que se pierda lo que él llama el aleph, tan necesario para la composición del poema. Aleph, recuérdese, es el nombre de la primera letra del alfabeto hebreo, la «que contiene a todas las demás», explica Ion Agheana, uno de los expertos borgianos, al hablar del cuento2. El hebreo evoca de inmediato la fascinación del escritor por la Cábala, esa sabiduría del antiguo judaísmo que sostiene que el secreto de la creación ha sido escondido por Dios en la Biblia y que su desvelamiento depende de la interpretación correcta del texto, que yace debajo del orden aparente con que se presenta a ojos de todos.
El aleph, en el cuento, es un punto que está situado en el sótano de la casa de los Viterbo, con forma esférica y un diámetro de dos o tres centímetros, que supone una puerta a la contemplación simultánea de toda la realidad. Este objeto, verdaderamente inconcebible espacialmente, e indescriptible en palabras, es uno de los más conseguidos símbolos, en el acervo borgiano, de ese elemento central de su universo que ya he señalado: la infinita variedad del mundo, de la realidad, de la literatura. (Precisamente, lo que diferencia a Daneri de Borges es que aquel no es capaz de considerar que el aleph sea otra cosa que un caleidoscopio que le permite copiar el mundo en su poema, mientras que el otro queda abrumado al verse ante el mundo entero.) He dicho que es ciertamente difícil describirlo, y lo que hace Borges es recurrir a la magia de las enumeraciones, componiendo un vasto mosaico de distintos elementos que contempla al asomarse a ese punto, entre los cuales se adivinan filiaciones biográficas, obsesiones personales y anhelos oníricos. Confieso que es imposible leer el cuento sin ponerse uno en la situación del escritor y componer nuestra propia lista
Ahora bien, este hallazgo contiene un elemento de indecible patetismo, que reintroduce la tristeza en el cuento. Borges, que a esas alturas de su vida ya tenía una visión muy limitada, se pone en situación de verlo todo y verlo a la vez. Unos pocos años después ya la perdería por completo y el cuento supone casi un canto elegiaco a todo aquello que el escritor, en breve, solo podría ver en su memoria: ¿el cuento es, por tanto, una forma agónica de querer atrapar toda la magia de lo visual que enseguida le estaría vedada?
El cuento concluye con una «posdata» en que se nos dice que el inmueble fue finalmente derribado y el aleph, por tanto, se perdió. Después de efectuar algunas disquisiciones que intentan explicar la inexplicable naturaleza de ese fenómeno que contempló durante un instante efímero, y de especular con la posibilidad de que existan otros, aun de muy diversa naturaleza, en otras partes del mundo, Borges concluye el relato con unas palabras que nos devuelven la melancolía con que comenzó, y que subrayan, precisamente, el destino de todo ciego a ir olvidando la forma precisa de todo lo que alguna vez pudo ver: «Nuestra mente es porosa para el olvido; yo mismo estoy falseando y perdiendo, bajo la trágica erosión de los años, los rasgos de Beatriz». Por fortuna, le quedaban las palabras y estas no le abandonaron jamás.
1 Williamson, Edwin: Borges. Una vida. Seix Barral, 2007.
2 Cañeque, C.: Conversaciones sobre Borges. Destino, 1999.
Maravilloso comentario. Muy cálido y completo. Se nota que es la obra de un lector. Recordé que cuando vino a Venezuela, Borges le pidió al Presidente Herrera Campins que lo llevara a ver toros coleados, cuando lo único que podía, a lo sumo, sería a oírlos (el ruido de los caballos y la bestia cayendo derribada). Herrera lo complació.
Seguramente no habrá habido otro creador de lectores como Borges, alguien que haya descubierto a los demás tantos escritores. El agradecimiento que le debemos es infinito.