I II
Resultó que tan solo eran la punta del iceberg. Howard Phillips Lovecraft y Robert E. Howard, los dos escritores más conocidos y venerados de la literatura popular (conocida entre sus incondicionales como literatura pulp), no eran sino la vanguardia de una legión de autores que, durante cuatro o cinco décadas, hicieron las delicias de un público lector que, en una era en que, en la intimidad del hogar, apenas había otra competencia para entretenerse, devoraban las modestas publicaciones que contenían sus cuentos y novelas. Pese a que cada vez son más los especialistas que se acercan con seriedad a este fenómeno, lo cierto es que, ante todo, el pulp sigue siendo considerado como la vulgarización de esa literatura de género cuyo esplendor tuvo lugar en el último tercio del siglo XIX, prolongándose todavía en los primeros años del XX, y cuyos nombres dorados son los de Stevenson, Verne, Conan Doyle, Stoker, Kipling o Salgari. Y no es cuestión de negar la mayor: esto es, que en cierto modo es verdad, un poco al modo en que la serie B cinematográfica de los años 60 y 70 (sobre todo en Italia y España) retomó los géneros de Hollywood y los reformuló de un modo que solo sirvió para que la acusaran de efectuar una indigna desvirtuación del noble clasicismo de antaño. Ahora bien, al igual que el tiempo ha ido revalorizando ese esfuerzo, subiendo a los altares a figuras como Sergio Leone o Mario Bava (sin consenso general, cierto es, como parece que no lo habrá nunca sobre los Lovecraft o Howard, por mucho que el primero ya se haya ganado cierta aureola crítica), lo que hizo el pulp fue justo lo mismo. Por un lado, no cabe negarlo, si existió fue porque hubo una demanda comercial que los editores entendieron que reclamaba un público lector amante de eso que llamamos «emociones fuertes», condicionando por tanto a los autores que, por encima todo, querían publicar y convertirse en profesionales del medio. Y por otro, permitió que muchos escritores, que amaban sinceramente esa literatura de género que los había convertido a la lectura, pudieran ofrecer su visión de la misma, como es natural distinta a la clásica por evidentes razones metaliterarias, tal como los directores incorporados al cine a partir de los años 60 (ya fueran considerados «creadores», como los jóvenes de la nouvelle vague francesa, o «mercenarios» artesanos) no pudieron eludir haber sido, antes, espectadores y cinéfilos, y esto condicionara, inevitablemente, su acercamiento al tipo de ficción que primero habían amado desde fuera y ahora reelaboraban desde dentro.
Tan enojosas explicaciones por mi parte solo tienen como objeto llegar a la que supone la premisa central que anima tanto mi concepto de la ficción (y del arte en general) como este blog en el que intento exponer mis devociones y contagiarlas: la literatura pulp, como la de cualquier época e intención, ofrece obras buenas, regulares y malas, e intentar clasificarla como literatura de escaso aliento es tan estúpido como pretender glorificarla acríticamente, como si todos sus ejemplares fueran excelentes.
Hablaba líneas arriba de Lovecraft y Howard, los dos escritores que hace ya mucho tiempo que derribaron la «conspiración de silencio» en torno a la literatura pulp y se convirtieron en dominio público. El segundo, cierto es, en buena medida por el éxito de las adaptaciones de su personaje más conocido, Conan, al tebeo (la longeva serie de Marvel) y al cine (la película de John Milius con Arnold Schwarzenegger, que es de 1982), mientras que el primero sí lo ha hecho por estricto aprecio literario, pues su trasvase a otros medios apenas ha tenido repercusión. En cambio, la edición de los otros (incontables) autores pulp tardó mucho en arrancar en nuestro país, al menos en los tiempos que yo conozco directamente, pues las abundantes colecciones de narrativa popular de las primeras décadas del siglo XX ya habían publicado a alguno de aquellos, si bien de modo un tanto errático.
En España ha habido muchos intentos de difundir la literatura pulp, con mayor o menor fortuna y recorrido, pero debe reconocerse que, en la actualidad, vivimos una edad de oro en cuanto a accesibilidad, aunque esté pendiente una mayor repercusión más allá del círculo de sus incondicionales. La editorial Valdemar ha ofrecido magníficas ediciones de Lovecraft y Howard pero, encomiablemente, también se ha acercado a otros autores del medio como Clark Ashton Smith, Seabury Quinn o Henry S. Whitehead, además de ofrecer diversas antologías y un libro muy específico y valioso, Maestros del horror de Arkham House, antología del experto estadounidense Peter Ruber, cuyas reseñas biográficas de una considerable lista de aquellos fueron para muchos nuestra primera puerta importante de acceso a su conocimiento.
Ahora bien, justo es señalar el ímprobo esfuerzo de dos modestas editoriales madrileñas, La Biblioteca del Laberinto (cuyo alma mater es Francisco Arellano) y Barsoom (ídem en el caso de Javier Jiménez Barco), surgidas ambas en la primera década de este siglo XXI. Rivalizando con frecuencia, de modo inevitable, en su empeño por extraer del olvido el vasto fondo pulp, ambas han «visibilizado» numerosas obras y autores que apenas eran un rumor hasta que pudimos tener sus libros en las manos. La limitación de medios y la evidente urgencia por cubrir huecos, cierto es, motiva que las ediciones, y sobre todo las traducciones, sean imperfectas, mas esto se ve compensado, hasta cierto punto, por el enorme cariño puesto en ellas, por el conocimiento de causa (que se traduce en incontables artículos, prólogos o estudios previos, incluso ensayos, desbordantes de información) y por el sentido del riesgo de un trabajo todavía ingrato desde el punto de vista del reconocimiento profesional. Destaco también un último sello, Costas de Carcosa, emprendido al alimón entre Barsoom y otra editorial asimismo pequeña, Pulpture, cuyas ediciones, en atractivo formato de bolsillo, todavía de muy corto recorrido, tal vez sean ahora mismo las más cuidadas del entorno. Sin duda, se me escapará algún proyecto editorial más, pero ahora mismo estos me parecen los más notorios.
Solo queda señalar, para cerrar este apartado de la edición española, que el mencionado Javier Jiménez Barco acaba de publicar, en Diábolo, un libro, Chicago-Marte por 15 centavos, cuyo subtítulo Una historia de las revistas pulp, explica bien su contenido. Jiménez Barco realiza un inapreciable recorrido por ese mundo en el que se desarrollaron estas ediciones, remontándose a sus orígenes en el siglo XIX y abarcando hasta el momento en que ese concepto de magazine popular ya se convierte en otra cosa, dividiendo los capítulos según géneros y deteniéndose el tiempo necesario en los autores y obras más importantes, sin desdeñar aquellos otros que han trascendido menos. Además, no solo no descuida la importancia de los ilustradores en este tipo de ficción, sino que la edición supone una delicia visual por los cuantiosos ejemplos de portadas de las distintas revistas, magníficamente reproducidas en un papel cuya calidad ya hubieran querido los amantes originales del pulp.
La pequeña crónica o esbozo que pretendo efectuar de un tipo de literatura que me fascina (aunque, repito, sin dejar de reconocer la franca irregularidad de sus manifestaciones) debe comenzar por la delimitación del término, por las fuentes en que beben los autores (imprescindibles para conocer mejor lo que pretendieron y lo que hicieron), así como por el ensayo de una breve historia de su desarrollo, dimensión esta en la que voy a seguir, claro, el estupendo libro de Jiménez Barco.
El nombre de literatura pulp se corresponde con dos definiciones, complementarias entre sí pero a la vez distintas, al ser una muy precisa y la otra mucho más vaga. En cuanto a la primera, es la que justifica ese nombre, pulp, traducido por ‘pulpa’, pues se refiere al papel de pésima calidad que utilizaban distintas publicaciones periódicas que, por ello, podían ofrecer por un precio modesto un contenido que consistía en narraciones (relatos o fragmentos seriados de obras de mayor extensión) de corte popular, que hoy llamaríamos «literatura de género» (terror, ciencia-ficción, aventura, western y muchas otras variantes) y que practicó un grupo de escritores a los que hoy asociamos con esta denominación.
Por otro lado, la segunda acepción de la literatura pulp ya se corresponde, precisamente, con las características de estas narraciones (los elementos narrativos, el dibujo psicológico, el tipo de personajes o de peripecias, el ritmo, la atmósfera, etcétera), por lo general publicadas en dichas revistas en su época de esplendor (que se corresponde con la cuatro primeras décadas del siglo XX, en más o en menos), pero también con posterioridad, al convertirse en una fórmula a la que cualquier escritor puede recurrir. Es más, esas características, como es natural, acabarían saltando a otros medios, como el tebeo o el cine: ¿cuántas veces no habremos escuchado que la celebérrima La guerra de las galaxias (1977), y por tanto todas sus continuadoras o imitadoras, no suponen sino un homenaje a ese modo de concebir la ficción de género?
Vayamos a los inicios. La ficción popular conoce medios de difusión en forma de revista desde el siglo XIX pero el paso decisivo lo da un editor estadounidense, Frank A. Munsey, con una publicación ya existente, Argosy, a la que cambiaría su hasta entonces habitual formato (de mayores dimensiones) por uno nuevo, que destacaba por su mediocre impresión en basta pulpa de papel, de donde tomaría su nombre el género. El cambio, sin embargo, no solo era de continente sino de contenido, al descartar la miscelánea habitual de ingredientes por una completa especialización en la ficción, a lo largo de sus nada menos que 192 páginas. La fecha de esa primera revista pulp es de diciembre de 1896. Quedaban por delante todavía unos cuantos años hasta poder hablar de nuestro género en el sentido ortodoxo.
El éxito conseguido hizo que la iniciativa de Munsey fuera adoptada (o sea, copiada) por sus competidores, y a lo largo de los años siguientes fueron apareciendo un buen número de revistas, que al principio ofrecían contenidos de todo tipo y solo con el tiempo irían especializándose. Entre las más destacables deberían citarse Black Mask, en el campo del thriller; Golden Fleece o Adventure, en el género homónimo; Amazing Stories o Astounding Stories en la ciencia-ficción; Weird Tales o Unknown en el terror, y muchas más en las más diversas variantes genéricas, del western al romance, pasando por un curioso subgénero apodado spicy, ‘picante’, porque admitía historias de todo tipo con un toque erótico que, en la época, pareció muy atrevida, y que hoy divierte por su carácter infantil. De todas ellas, la más conocida y mitificada habría de ser Weird Tales, aparecida en marzo de 1923, de la que hablaré con más detenimiento en la próxima entrega.
Trátese del género que se trate, podemos establecer una tipología del relato pulp, una serie de elementos y rasgos tanto estilísticos como argumentales o psicológicos. Debe recordarse que los editores de cada revista tenían en mente un modelo de lector (hoy lo llamaríamos nicho de mercado), con unas expectativas a las que los autores debían adecuarse: unas fórmulas. No repetiré, por cansino, que pese a que esta justificación no suene a arte ni a cultura, muchas de las obras mayores de la literatura, el cine, el tebeo, incluso de las bellas artes, han surgido a partir de estructuras bien delimitadas sobre las que sus autores, en principio, no tenían más margen de libertad que el que, siempre, otorgará el talento propio.
El modelo tipológico que voy a utilizar para definir sus rasgos procede de un formato concreto, la aventura, pero porque este es a la literatura pulp lo mismo que el melodrama al cine: un género transversal que impregna a casi todos los demás. La ficción aventurera del pulp suele estar protagonizada por personajes poco complejos en el orden psicológico. El héroe típico del medio suele ser considerablemente unidimensional: debe ser captado por el lector de una sola vez, ya se trate de un heroico aventurero, por lo común nobilísimo, valiente y de imponentes condiciones físicas, o su opuesto, el antihéroe cínico y descarnado (modelo que, en un primer momento, sería original y luego también se convertiría en formulario). La participación femenina normalmente se reduce al esquema de «chicas guapas en peligro», si bien también hubo espacio para algunas heroínas capaces de actuar como un hombre (Howard creó alguna especialmente memorable). La descripción es la necesaria para dar cobertura a una acción por lo común trepidante. El desarrollo narrativo (en aquellas ficciones más extensas, por ejemplo las del autor pulp que más frecuentó la novela, Edgar Rice Burroughs) destaca por su falta de estructura: la acción diríase que avanza sin un plan previo del escritor, como si brotara directamente de la pluma y se imprimiera directamente.
El primer y evidente modelo de los autores pulp lo tomaron del esplendor de la literatura de género en el siglo XIX, ya fuera de aventuras (Stevenson, Verne), de misterio (Poe, Conan Doyle), de terror (Stoker) o de la pionera ciencia-ficción (Wells, una vez más Verne). Quizá el precedente directo de aquellos, hasta el punto de que yo lo considero directamente un escritor proto-pulp, sea el italiano Emilio Salgari, por varias razones. Al igual que sus «herederos», Salgari gustó de variar escenarios (sus historias transcurren a lo largo de todo el globo) e incluso géneros (de la aventura al western), practicando con fortuna la serialidad (como indican las incontables historias de su personaje más popular, Sandokán, aunque no fue el único). Y en especial, su concepto de la narración, basado en la trepidación sin pausa (las famosas descripciones que jalonan su obra son más una concesión al modelo verniano, y a su condición de «educador de la juventud», que a una necesidad del relato, como sí sucede con el escritor francés), en los personajes absolutos (sobre todo sus protagonistas) y en un diseño psicológico simple, aun considerablemente eficaz en sus manos.
Otro escritor pre-pulp es el alemán Karl May, en su caso por tratarse, él también, de alguien que se apropia de un modelo o de un escenario «ajeno». En este caso, no por ser posterior a los clásicos, pues fue coetáneo de casi todos ellos, sino porque su condición de extranjero, inevitablemente, denota un rasgo de alteridad en su acercamiento al género, no en vano el que él escogió, principalmente, es el muy americano western. Muchas de sus ficciones poseen un evidente espíritu meta-literario, pues May era bien consciente de estar efectuando una recreación, como denota, sobre todo, la saga del west men Old Shatterhand (de origen germánico, además) y su fiel amigo, el jefe apache Winnetou. Por cierto que May practicó asimismo la serialidad y la diversidad geográfica, como prueba su interesantísima saga de otro aventurero alemán transterrado, en este caso Kara Ben Nemsi.
Los autores de mayor influencia son los que proporcionaron un modelo seguido luego con fruición. Un ejemplo sería Arthur Conan Doyle, cuyo Sherlock Holmes fue siempre el modelo de todos los grandes detectives dotados de sobrenatural inteligencia, sobre todo si actúan acompañados de un cronista que es quien refiere, admirado, sus peripecias (al estilo del doctor Jules de Grandin, de Seabury Quinn).
Pero quizá sea mayor, sobre todo para el nacimiento de los primeros autores relevantes del pulp (Edgar Rice Burroughs o Abraham Merritt), la influencia de un escritor injustamente situado hoy en un segundo escalón entre los clásicos, el inglés Henry Rider Haggard. No he efectuado una investigación al respecto ni me ha parecido jamás que sea importante, en términos artísticos, ser el pionero de nada, pero Haggard, si no creó sí selló al menos el modelo del subgénero aventurero sobre «civilizaciones perdidas» (trátense de países o de ciudades singulares), situadas normalmente en África, pero extrapolables al interior de la Tierra o al mismo espacio. Lo hizo en novelas en su día tan populares como Las minas del rey Salomón y toda la saga de su protagonista, el cazador Allan Quatermain, como, sobre todo, en su obra maestra, la genial novela Ella, que aportaría el clásico personaje de la reina de sobrecogedora belleza que supone uno de los ejemplos eminentes de la femme fatale, y que haría gran fortuna. Una de las variantes más conseguidas sería la reina Antinea de la espléndida novela, muy pulp también, La Atlántida (1911), del escritor francés Pierre Benoit, que por tanto se escapa por los márgenes de nuestra crónica, aunque también deja entrever que este tipo de relato no solo existió en el mundo anglosajón.
Cerrando el capítulo de las influencias y los modelos, debe señalarse que, dentro de la constante retroalimentación que es la práctica artística, los autores clásicos del pulp también se inspiraron, sobremanera, en los pioneros de su propia escuela: sin Edgar Rice Burroughs, tal vez el primer escritor enteramente pulp, no se entendería la obra de buena parte de aquellos, sobre todo los practicantes de la llamada ópera espacial.
Al menos en un género, el terror, disponemos de una obra que permite rastrear esas influencias tanto de los clásicos como de los autores más cercanos. Hablo, por supuesto, del excelente ensayo de Lovecraft El horror sobrenatural en la literatura (1927), en el que el llamado Solitario de Providence pasó revista a su género favorito, desde los albores de la novela gótica hasta los que él mismo llama los «maestros modernos», de los cuales al menos dos de ellos, Arthur Machen y Algernon Blackwood —cuya tratamiento realista del argumento encerraba un profundo cuestionamiento del concepto de «normalidad»—, constituirían una enorme influencia tanto para HPL como para otros miembros de su generación. Lovecraft, sin duda el más original de todos ellos, y de ahí la completa justicia de su «salida del armario pulp», abominó de los estereotipos que invadían el medio (él los consideraba «concesiones») y elaboró su propio concepto teniendo siempre muy en cuenta a aquellos autores que, antes y ahora, permanecían al margen de las modas. Lovecraft, como se sabe un escritor especialmente sociable y comunicativo (pese a la injusta fama que le otorga la mitomanía literaria, cristalizada por ejemplo en ese apelativo con el que yo mismo me refería a él líneas arriba), sintió admiración y, por ende, se dejó influir tanto por los maestros como por algunos de sus coetáneos, pero siempre distinguió el verdadero aliento personal de la fumistería tan propia del pulp.
Un óptimo ejemplo para distinguir esto último, es decir, la relación, aun bajo una mirada personal, con los conceptos clásicos del género y la tentación puramente pulp por la trepidación narrativa más despreocupada, lo encontramos, curiosamente, en dos obras consecutivas de uno de los primeros autores relevantes del género, al que el mismo Lovecraft trató. Se trata de Abraham Merritt, un escritor hoy bastante olvidado pero que gozó de considerable éxito en su momento. Merritt, que no se dedicó en exclusiva a la ficción sino que fue editor profesional de varias importantes publicaciones de la época, se había revelado en 1918 con la publicación, en la revista All-Story Weekly, de eso que los expertos en la época llaman novelette, es decir, un relato largo o novela corta (de no más de 50 páginas), El Estanque de la Luna, cuya repercusión motivó una inmediata secuela, al año siguiente, esta ya de extensión mucho más larga, La conquista del Estanque de la Luna.
La primera es un relato de horror clásico con dosis de ciencia-ficción que es evidente que HPL tuvo muy en cuenta para La llamada de Cthulhu, su mítico relato fundacional de los mitos del mismo nombre. Merritt ya utiliza un recurso luego muy del gusto de Lovecraft, la progresiva sugerencia de un horror innombrable mediante una técnica elusiva con que distintos personajes aportan vagas informaciones hasta el estallido del horror final. El relato cuenta la sobrenatural experiencia que unos científicos tienen en la isla de Ponapé, en las Carolinas, en el curso de su exploración de las fascinantes ruinas (que son reales, he ahí la gracia) de Nan-Matal, un conjunto de construcciones ciclópeas construidas sobre unos islotes de coral medio sepultados entre manglares. Aun modesto, puesto que Merritt nunca pasó de ser un escritor de segundo orden, el relato tiene cierto sentido del clima, aun cuando sea por el magnífico escenario escogido, y emparenta con el tipo de relato de horror indescriptible tan del gusto de los Machen y Blackwood, pese a que, en realidad, a quien retrotrae (y es que nuestras lecturas, como es natural, no siguen un orden cronológico) es a su mencionado heredero, Lovecraft.
Ahora bien, en su continuación, Merritt, llevado por el prurito de explicar, con innecesario detalle, todo cuanto quedaba solo sugerido en el primer relato, ofrece un radical cambio genérico, para proponer ese tipo de fantasía de «civilización perdida», con su habitual reina o sacerdotisa de enorme poder erótico (por supuesto, confrontada a su doble especular, tan atractiva como ella pero, además, bondadosa), las cuales compiten por el fornido efebo terrestre que desplaza del protagonismo a los anteriores personajes científicos, discurriendo ya la acción bajo el signo de la trepidación, con tipos dibujados bajo una psicología elemental y el más tosco maniqueísmo (incluyendo un burdo villano alemán, concesión a su época presente). Dicho de otro modo: la secuela ya es una fantasía completamente pulp en su dimensión más kitsch (muy del gusto de Merritt, que escribió otras cuantas del mismo tenor), en la estela ya señalada de Henry Rider Haggard y su mítica Ella.
Antes de cerrar este primer artículo, es conveniente señalar que la literatura de género también existió fuera de las revistas pulp. Es más, a modo de irónica revancha, los escritores que la practicaron con notable popularidad en esas primeras décadas del siglo XX, seguramente, hoy están mucho más olvidados que los autores pulp, al no haber recibido la misma reivindicación que estos (ni los beneficios de la mitomanía). El cine, siempre buen indicador de los éxitos literarios, ayuda a revelar esos nombres olvidados. Por ejemplo, el de Rafael Sabatini, un escritor inglés de ascendencia italiana del que hoy difícilmente se recuerda su nombre, pero sí el de sus novelas, debido a sus adaptaciones cinematográficas: Scaramouche, El capitán Blood o El cisne negro, por ejemplo. ¿Y qué decir de otros nombres como los de Rex Beach, Ben Ames Williams, Edison Marshall, Max Brand o A. E. W. Mason, todos ellos habituales de las colecciones de novela popular española, como la entrañable Biblioteca Oro de la Editorial Molino? ¿Y del inglés Edgar Wallace, en su momento uno de los escritores que más vendía en el mundo entero, como asimismo indican sus innumerables adaptaciones al cine, que se extendieron con fertilidad incluso hasta los años 60?
Tal vez el mejor modo de delimitar al genuino autor pulp del «respetable» escritor de género sea que aquel rara vez consiguió escapar de las páginas de esas revistas y ver su nombre en la cubierta de un libro, lo que siempre ha otorgado la debida carta de naturaleza literaria. Conocidas son las varias frustraciones que sufrieron los Lovecraft o Howard cuando, en alguna ocasión, creyeron estar a punto de conseguirlo. Como mucho, las novelas que escribieron nuestros escritores se publicaban serializadas en las revistas pulp. Aun así, también debe señalarse que hubo autores que consiguieron «escapar» de ese reducto y alcanzar el prestigio, ya como autores de libros respetablemente encuadernados. Hablo, por ejemplo, de los dos nombres sagrados de la novela negra estadounidense, Dashiell Hammett y Raymond Chandler, cuya trayectoria comenzó en las páginas de la revista Black Mask: y es que hasta el escritor más serio tiene un borrón…
Magnifico artículo. Lo comparto. Muchas gracias.
¡Muchas gracias!
Articulazo
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