Tengo a dos dramaturgos por dos de los más excelsos «guionistas» de la historia del cine. Con esto quiero señalar, obviamente, que sus obras —muchas y muy diferentes, pues ambos fueron considerablemente prolíficos— han dado pie a múltiples películas, cada una de las cuales, con independencia de sus resultados finales, al menos de entrada proponen una puerta de entrada a dos universos considerablemente atractivos. Uno de ellos, eviden-temente, es William Shakespeare; el segundo, salvando las distancias con el anterior, es Tennessee Williams. El mero nombre de este autor basta para evocarnos a unos personajes excesivos o al borde del exceso (patriarcas que hacen del Poder la razón de su vida y cuya víctima en primer término es su propia familia; seres ensimismados que intentan permanecer, inútilmente, al margen de la corriente de la vida; individuos degradados en los que todavía brilla una chispa del resplandor original que tuvieron; patéticas criaturas que todavía creen posible el amor, la redención o, sencillamente, la huida de la vulgaridad), por lo común vinculados de una manera u otra al Profundo Sur, encarados unos a otros por enfrentamientos de raíz moral que se expresan en términos sexuales (o al revés) y sin eludir la importancia de la condición social en su conflicto. El cine entendió bien la originalidad de su obra (aunque fuera porque el morbo de la misma atrajo al público a las salas durante cerca de quince años, entre 1951 y 1964), y si bien «su» cine es para muchos sinónimo de histeria e histrionismo sin medida, un examen atento de sus películas revela que, en general, fue un dramaturgo con muchas suerte en sus adaptaciones.
En primer término, sus piezas teatrales (y por ende, sus películas) atraen por ofrecer una galería de títulos especialmente sugestivos, tales como Un tranvía llamado Deseo, El zoo de cristal, Verano y humo, La gata sobre el tejado de zinc o De repente, el último verano. Pocos autores como Williams han sabido estimular la curiosidad sobre sus obras a partir de su carta de presentación: de su nombre, gracias a una inesperada asociación de sustantivos o a un inesperado giro verbal. Baste como ejemplo el último de la lista anterior, en que esa inesperada locución adverbial parece investir de un percutante misterio lo que quiera que haya pasado en ese «último verano»…
Tennessee Williams se llamaba en realidad Thomas Lanier Williams: el seudónimo se lo pusieron sus compañeros de universidad debido a su acento sureño. Había nacido en Columbus (Misisipi) en 1911, y ese origen, como bien se sabe, sería fundamental en su obra. Ahora bien, a los siete años se trasladó a la norteña San Luis con su familia y allí sería donde el muchacho realizaría sus estudios. Las circunstancias biográficas y sus propios anhelos y frustraciones habrán de saltar de la vida a la obra, incluso con profusión: la distancia con el padre, la presencia de una madre amada pero a la vez avasalladora y manipuladora, la homosexualidad no reconocida públicamente y por ello fuente de miedos a la vez que de satisfacciones (su mejor época artística coincidió con la estabilidad sentimental que le dio su relación con Frank Merlo), el anhelo de escapar a la vulgaridad e incluso estrecheces de los primeros tiempos por medio de la sofisticación del espíritu (esto es: el triunfo artístico)… Y siempre, siempre, la presencia obsesiva del Sur, pese a lo venenoso de sus valores, como si fuera una segunda piel de la que le fuera imposible desprenderse.
Cualquier búsqueda de información acerca del autor enseguida incide en su fuerte personalidad y en un carácter con tendencia a la autodestrucción, como si él mismo fuera una de sus criaturas de la escena. No en vano sus personajes suelen aparecer sorprendidos en un momento de especial trascendencia, a punto del estallido que termine por destruirles (o por salvarles), si bien uno de los atractivos de su obra es la ambivalencia de unos finales que rara vez dejan a aquellos con los conflictos totalmente resueltos en un sentido o en otro.
En cualquier caso, esta vocación por el exceso impregna tan indudablemente a sus personajes que no extraña que su obra esté relacionada con una serie de actores difícilmente relacionados con la sobriedad en el sentido de la escuela clásica de Hollywood. Williams tuvo la fortuna de que su aparición coincidiera con el triunfo de un nuevo paradigma interpretativo, simbolizado por el famoso «Método» defendido por el ruso Stanislavski (con su defensa de la construcción «interior» del personaje), que enseguida encontraría cauce en el no menos mítico Actors Studio, fundado en Nueva York en 1947 y fuente inmediata de numerosos intérpretes de renombre.
Idolatrado por muchos por su capacidad para extraer del actor todas sus posibilidades, incluso hasta la extenuación, odiado por otros tantos que han visto en él el argumento idóneo para potenciar la faceta más exhibicionista y artificiosa de los intérpretes, es evidente que su fortuna o su fastidio depende, como es natural, de la valía de estos, si bien es cierto que su inevitable tendencia al énfasis degenera, en los peores casos, en la sobreactuación más desatada y en el narcisismo más cargante. Ahora bien, también lo es que los roles ideados por el escritor necesitan de una intensidad que, no puede negarse, subraya el concepto de teatralidad en su grado máximo y exigen, por tanto, una entrega tan completo que, de extralimitarse, incurren en el desaforamiento y, de quedarse cortos, en la sequedad más distante
En los Estados Unidos de la Gran Depresión, primero, y de la Segunda Guerra Mundial (se libró del alistamiento por un expediente que ya incluía toda una serie de taras que aconsejaron alejarlo de institución tan «sana» como el ejército: homosexualidad, alcoholismo, problemas nerviosos), el joven Williams tardó tiempo en sacar su teatro del ámbito universitario o de los círculos más minoritarios.
La primera obra que consiguió estrenar con cierta repercusión fue El zoo de cristal (1945), una pieza de evidentes connotaciones autobiográficas, con su ubicación en San Luis y el protagonismo de una familia en cuyos tres miembros el autor proyectó a la suya propia. El zoo de cristal sería la primera de sus obras en ser adaptada al cine, en 1950, con dirección de Irving Reis y un reparto con nombres importantes (Kirk Douglas, Jane Wyman, Arthur Kennedy), mas con escasa repercusión, que hoy día resulta de difícil acceso. Yo mismo no he conseguido verla para este artículo, de modo que no me es posible decir nada de ella. Conste que en 1987 se realizaría una segunda versión para el cine, dirigida por alguien tan asociado con el dramaturgo como Paul Newman (y protagonizada por su esposa, Joanne Woodward), pero que por su fecha de estreno escapa del arco cronológico de este artículo.
Ahora bien, el momento en que Williams consiguió de verdad situar su nombre en primera línea del teatro estadounidense, primero, y del cine, después, fue con su siguiente obra, que supuso un enorme impacto, hasta el punto de recibir incluso el Premio Pulitzer. Se trata de Un tranvía llamado Deseo, estrenada en 1947 bajo dirección de Elia Kazan y con un reparto encabezado por un actor que enseguida simbolizaría un nuevo estilo interpretativo, tanto en la escena como después, ante las cámaras, Marlon Brando. Situada en pleno barrio francés de Nueva Orleáns, la obra versa en torno a la confrontación entre Stanley Kowalski, un obrero que hace continuo alarde de su carácter enérgico y viril, y la intrusa que aparece en su hogar (cuestionando su condición de amo del universo, que desmonta como mera y agresiva vulgaridad al servicio de un egoísmo exultante), su cuñada, la delicada Blanche DuBois, que llega a la casa como última parada en la ya irrefrenable caída social y personal hacia la que se dirige su existencia. Sin la menor duda, Williams selló una obra maestra para el recuerdo, en la que no se sabe qué admirar más: si esa fascinante y malsana atmósfera sureña que empapa a los personajes, los retuerce y condiciona; si la excelente progresión (narrativa, moral, sexual) del duelo entre sus inolvidables personajes protagonistas; si el oído para unos diálogos geniales o la forma de hacer que aquellos se expresen a través de múltiples detalles de la escenografía o el vestuario, en un sentido tan totalizador de la representación que convierte obra y personajes en una experiencia absorbente.
Cuatro años después, la Warner se decidiría a llevarla al cine, encomendándole el proyecto al mismo Kazan, para entonces ya un director de prestigio y con un Oscar como mejor director a sus espaldas (conseguido en 1947, por la olvidada La barrera invisible). Kazan consiguió reunir al mismo reparto del estreno (Brando, más Karl Malden y Kim Hunter en los principales papeles secundarios), pero la protagonista femenina, Jessica Tandy, fue sustituida por Vivien Leigh, decisión que supone un sugerente acierto de casting al deparar una serie de sugestivos vasos comunicantes entre Blanche y el papel más conocido de la actriz británica, la Escarlata O’Hara de Lo que el viento se llevó (1939), de tal modo que diríase que la primera encarna la decadencia de la segunda: una Escarlata derrotada por la vida y la pérdida (también Blanche ha perdido un amor y una propiedad, como la otra perdió a Rhett y Tara), condenada por ello a una imparable caída hacia la desdicha, primero, y la locura, después. El duelo entre los muy distintos estilos de los dos intérpretes es el primer gran atractivo de la película: es comprensible el impacto que produjo Brando puesto que nunca antes se había visto en pantalla semejante plasmación de la virilidad en su sentido más insolentemente sexual; en cuanto a Vivien Leigh, su sensibilidad a flor de piel acierta en la construcción de un personaje marcado por la fragilidad, que inútilmente se aferra a la mínima búsqueda de belleza en un entorno que no puede ser, para ella, más horrible, pero sin que en último extremo pueda escapar de la destrucción.
El director, Kazan, acierta al asumir sin complejo alguno el origen escénico de la historia, asumiendo y potenciando la importancia del decorado (el hogar proletario de los Kowalski, del que parecen erradicados tanto la intimidad como la armonía), subrayando la influencia del entorno en la caracterización de los personajes. Demostrando la importancia de su formación previa sobre las tablas, Kazan tiene bien claro que la clave mediante la cual los tremendos conflictos propuestos por Williams alcanzan su pertinencia dramática es a través del trabajo sobre la atmósfera. Por ello, resulta asimismo fundamental una banda sonora que recurre abiertamente al jazz, como impone la ambientación en Nueva Orleáns, a cargo del poco conocido pero espléndido compositor Alex North. El resultado, sin duda alguno, es uno de los hitos del cine de Tennessee Williams: si en el recuerdo pudiera creerse que estamos ante un film envejecido, basta con asomarse a sus imágenes para salir del error.
La siguiente aparición de Williams en el cine fue la adaptación de La rosa tatuada, otro éxito en su estreno en Broadway en 1951, hasta el punto de conseguir el más importante premio teatral del medio, el Tony. En cambio, la película, de 1955, figura entre las menos conocidas de su filmografía, fuera del detalle cinéfilo de que le valió un Oscar a la entonces muy reputada (y hoy mítica) actriz italiana Anna Magnani, para quien parece ser que el mismo autor había escrito la pieza original, sin que la intérprete se decidiera entonces a cruzar el charco, temiendo sus dificultades con el inglés. Pues bien, el visionado del film supone una sorpresa muy agradable. Su trama gira en torno a Serafina, una viuda todavía joven que, tras el fallecimiento del marido (camionero que efectuaba contrabando en su vehículo) a manos de la policía, lleva tres años enclaustrada en su casa, sin apenas tener contacto con el mundo, decisión a la que intenta arrastrar a su propia hija Rosa, que en cambio comienza a abrirse a la vida y al amor. Dos hechos trastocarán ese profundo ensimismamiento: el descubrimiento de que su adorado esposo le era infiel, y la aparición en su vida de un hombre que diríase una reencarnación de su marido, por físico e incluso por tener la misma profesión, si bien, subrayará Serafina, bajo la apariencia de un payaso, en alusión al carácter desafiantemente jovial de este hombre, llamado Mangiacavallo.
El planteamiento dramático de la obra resulta original dentro de los parámetros propios de su autor, ya que aunque el personaje central es muy propio de él (tanto en su carácter desaforado como en su deseo de permanecer ajena al mundo para mejor protegerse de él), sin embargo el desarrollo es muy diferente. Si en un primer momento parece que propone el clásico drama al borde del inminente estallido, inesperadamente, a partir de la refrescante aparición de Mangiacavallo a mitad de la historia, esta se convierte en un inesperado canto a la libertad moral y a la sensualidad, entreverado de un componente de comedia que descansa en esa exuberancia del personaje masculino. Este es encarnado, de modo magnífico, por un Burt Lancaster que efectúa una de sus composiciones más inesperadas y también más arriesgadas, que se pasea continuamente al borde del ridículo por excesiva pero que acaba recreando una de las criaturas más entrañables del universo del autor. Además, el feeling que brota entre esa pareja, sobre el papel disparatada, que forma con Anna Magnani resulta fenomenal, de tal modo que cada actor, desde direcciones opuestas, enriquece la actuación del otro, convirtiéndose en uno de los grandes atractivos del film.
Sin embargo, sería injusto depositar sobre ellos (o sobre Williams) todo el mérito del film. De hecho, si la película posee una notable atmósfera en su dibujo del humilde barrio italiano, en la periferia de Nueva Orleáns, donde transcurre la historia, en buena medida se debe a la iluminación del gran James Wong Howe y a la música, de aires mediterráneos, una vez más de Alex North, así como a la puesta en escena del olvidado realizador Daniel Mann. Mann había sido un importante director teatral (él fue quien estrenó esta misma obra en Broadway) y, como Kazan, acertó en la caracterización dramática del espacio, tan fundamental para su credibilidad. Del mismo modo, el film juega muy bien con el simbolismo tan caro a su autor, en este caso construido en torno a la flor del título —que se refiere, en concreto, al tatuaje que llevaba en su pecho el marido (para más redundancia, de nombre Rosario delle Rose) y que el propio Mangiacavallo no dudará en hacerse en el mismo lugar, para desconcierto de su viuda— y que parece impregnarlo todo a partir de esa sugestiva cualidad metafórica que se basa en el contraste entre la elegante belleza de sus forma y la agreste protección que le brindan sus espinas, del mismo modo que Serafina ha intentado blindarse contra el mundo. Sin la menor duda, La rosa tatuada es una película tal vez «pequeña» (no se tome esta calificación como una manifestación de condescendencia) pero que, en sus mejores momentos (toda la parte final) consigue llegar muy hondo dentro del espectador.
Nuestro siguiente encuentro con Williams nos lleva a otra película no excesivamente recordada, que además no parte de ninguna obra concreta, sino que adapta dos piezas breves del autor. Se trata de Baby Doll (1956), el segundo encuentro entre aquel y Elia Kazan, un film que supuso un revés crítico y comercial para el director y del que yo mismo guardaba un discreto recuerdo (en buena medida, por el nefasto doblaje televisivo que sufrió: se trata de un título no estrenado en nuestro país), pero cuya revisión supone la mayor de las sorpresas, pues revela, aun con sus irregularidades, uno de los trabajos más arriesgados y sugestivos del realizador. De entrada, el film ofrece uno de los retratos más francos del Profundo Sur, como un espacio marcado por la miseria y la decadencia pero que cree encubrirlas con las ínfulas señoriales (el escenario principal es una de esas viejas mansiones con porche columnado que hemos visto en tantas películas, pero es mera fachada porque se cae de vieja y decrépita). Un Sur marcado por el peso irremediable del pasado esclavista, como indica el coro de peones negros que vegetan en torno al protagonista y que sugiere un tiempo estancado, en sentido moral, a modo de un bucle del que no parece posible salir.
Un estancamiento que se extiende a cualquier intento de progreso, como simboliza el conflicto central: Archie Lee Meighan, condenado a la ruina por la iniciativa del intruso Silva Vacarro (cuya moderna factoría para el desmotamiento del algodón contrasta con la vetustez de la propia), no encuentra otro modo de supervivencia que incendiar la instalación de este. Sin embargo, precipita así su ruina doméstica: está casado con una apetecible muchachita, la Baby Doll del título, que lo ha mantenido a raya sexualmente con la promesa de esperar al día de su mayoría de edad, pero Vacarro echará por tierra sus pretensiones —ya de por sí frustrantes, debido al evidente rechazo de su joven esposa— al aparecer en la casa con el propósito de encontrar pruebas que delaten la actuación de Archie Lee, tropezándose con esa desarmante niña-mujer, a la que inmediatamente someterá a cerco, en todos los sentidos…
Aun cuando el guion no es lo más afortunado de la película (como la endeblez de Carroll Baker en el papel titular, aun magníficamente dirigida, que contrasta con la sabrosa contraposición entre Karl Malden como Archie Lee y Eli Wallach, en su debut en el cine, como Vacarro), Baby Doll brilla incontenible en su dibujo de la tensión psicológica y sexual, por supuesto al borde de lo puramente enfermizo, y en su capacidad para unir erotismo y violencia bajo el signo de la humillación y la insatisfacción. Como en el Tranvía, Kazan trabaja ante todo la atmósfera, que descansa en un trabajo de iluminación de Boris Kaufman que el director siempre defendió como el mejor de toda su filmografía, consiguiendo momentos de increíble fuerza, en especial en su tercio central, cuando Vacarro inicia su acoso sobre Baby Doll para sacarle la verdad sobre el marido, aprovechando las pocas luces de la chica (por cierto, que la famosa imagen de Carroll Baker durmiendo en una cuna y chupándose el pulgar me parece innecesariamente artificiosa y sobrecargada). Se trata de un film, por tanto, para redescubrir.
La gata sobre el tejado de zinc caliente, estrenada en 1955 en Broadway (con Elia Kazan una vez más a cargo de la dirección), es tal vez la obra más conocida y representada de Williams. Su acción se desarrolla a lo largo de un único día, en la gran casa de Big Daddy, en el delta del Misisipi, cuando su familia se ha reunido tanto para celebrar su cumpleaños como para conocer el resultado de las pruebas médicas que se acaba de hacer para averiguar si padece cáncer, como teme. Y aunque inicialmente las noticias parecen buenas, en realidad la enfermedad está muy avanzada, como bien sospechaban los que le rodean, entre quienes se desata una lucha, al principio sorda, después incontenible, para controlar su cuantioso legado. Dos son los hijos del patriarca y el primero (y mayor), Gooper, cuenta con la ventaja de poseer una nutrida camada de pequeñuelos, amén de que su esposa, Mae, vuelve a estar encinta, ante la rabia de Maggie, la esposa del otro hijo, Brick, la cual, aunque sabe que este es el favorito del padre, no solo no puede presentar descendencia sino que sus relaciones atraviesan un periodo de gelidez. Es más, Brick ha caído en la más absoluta indiferenca, rayana en el nihilismo, con cuanto le rodea, desde la reciente muerte de su amigo íntimo Skipper, y le traen sin cuidado las intrigas que se desatan a su vera.
La adaptación, firmada por Richard Brooks en el año 1958, constituyó asimismo un enorme éxito, entre otra razones por tensar el máximo de lo permitido, en cuestiones no ya eróticas sino directamente sexuales, en la gran pantalla. Eso sí, la censura de Hollywood obligó a eliminar todas las referencias (que, pese a todo, permanecen latentes, tal es la fuerza del trazado original) a la posible atracción homosexual entre Brick y Skipper, fundamental en la obra. En la España nacional-católica, amén de las consabidas alteraciones en los diálogos del doblaje, el título perdió además el adjetivo, demasiado sugerente para la época, quedándose como La gata sobre el tejado de zinc.
El acercamiento que Brooks (asimismo guionista) realiza a la obra original es apasionante. En primer lugar, y sin que ello signifique que se pierda ni un ápice de su claustrofobia emocional, el cineasta elude la concentración escénica en apenas un par de decorados para repartir la trama entre muy diversos espacios, cada uno de los cuales sirve para apuntar hacia direcciones distintas de las relaciones entre personajes, construyendo un tapiz dramático de una espesura verdaderamente densa. Es más, a esta decisión hay que unir importantes modificaciones que Brooks realiza sobre el libreto, en particular la larga y maravillosa secuencia entre Brick y su padre en el sótano de la casa, que no existe en Williams, quien por el contrario saca de escena a Big Daddy tan pronto al hijo se le escapa la noticia de su inminente condena. Aunque pueda sonarle herético a los admiradores del dramaturgo, en mi opinión esto enriquece el original, al aportarle un tempo menos enfático y, en especial, una humanización en los personajes (equilibrando así sus miserias y sus pequeñas grandezas) que en el autor no existe: en este caso, la superior dureza de este no supone mayor fuerza sino exceso de histrionismo. Por ello, el tercio final de la película, incluido su final, es mejor en el film que en la obra.
Del mismo modo, el trabajo de Brooks en la puesta en escena —estamos ante uno de los mejores trabajos de este interesantísimo cineasta, lo que demuestra que el mundo de Williams era un estímulo para los buenos directores: pasó antes con Kazan y pasaría después con Mankiewicz— resulta admirable por el modo en que privilegia lo cinematográfico frente a lo escénico hasta conseguir que parezca una historia directamente pensada para la pantalla (la opción contraria a Kazan, tan buena una como la otra, pues cualquier planteamiento siempre será válido en función del talento de sus artífices). En particular, Brooks afronta los duelos entre los personajes (en especial, las justamente famosas escenas entre Brick y Maggie) de tal modo que el movimiento de la cámara y de los actores por el escenario, o la relación de estos con los objetos (sobre todo la muleta de Brick y esa cama que ya no comparten, pese a que ella se muera de ganas por apartar la primera y atraer al esposo a la segunda) se convierten en magníficos instrumentos para contar sobre los personajes tanto como los propios diálogos de estos.
Y por supuesto, queda la interpretación, magnífica en todos y cada uno de los casos. Los secundarios brillan con luz propia, en especial Burl Ives, ese cantante de country que en sus años de madurez se reveló como un magnífico característico (1958 fue su año mágico: ganó el Oscar al mejor secundario por Horizontes de grandeza, de William Wyler, como pudo ganarlo por el presente papel) y que efectúa una inmortal creación de ese monstruo reducido por la noticia de su inminente muerte a la condición de gigante con pies de barro. Pero es evidente que el gran atractivo del film es su pareja protagonista, icono absoluto de la película luciendo la una su combinación y el otro su pijama. Elizabeth Taylor, como Maggie la Gata, brinda la doliente sensualidad que merece la soberbia creación de Williams, con una actuación capaz de alternar los momentos de incontenible franqueza con otros de considerable sutilidad. Y Paul Newman sorprende con la mejor interpretación de sus años jóvenes, partiendo de un registro de extrema contención (del todo inesperado en él) que expresa muy bien la indiferencia existencial de un personaje cuya máscara de mutismo a duras penas esconde la fragilidad de quien juzga con dureza a los demás y no termina de comprenderse a sí mismo, es decir, de aceptar las flaquezas del ser humano. Por tanta suma de talento, La gata sobre el tejado de zinc, película a la vez física y espiritual, contenida y desgarrada, sutil y enfática, supone una de las cimas de Tennessee Williams en el cine.