Ningún cómico me ha hecho reír más en mi niñez que Jerry Lewis. Era verle hacer una sola de sus famosas muecas, o escuchar un tono de su característica voz nasal (la del genial Miguel Ángel Valdivieso, claro, pues entonces la únicas películas que podíamos ver eran en su versión doblada) y comenzar a soltar la carcajada, sin poder parar. Sin embargo, si Lewis hubiera sido tan solo un cómico divertido, es posible que su cine hubiera acabado sido una antigualla más o menos nostálgica (algo parecido amenaza al cine de los hermanos Marx, cuyo humor es tan disolvente como el del primero pero cuyas películas, por desgracia, adolecen en su mayoría de monotonía cinematográfica). Y es que si un cómico se limita a hacer reír y no da el siguiente paso que se ha de exigir al verdadero creador (expresar su concepto del mundo a través de los recursos propios del medio), su eficacia acabará limitada por el tiempo en que se agota la gracia que nos hace todo chiste, por ácido que sea. No es el caso del autor de El profesor chiflado, cuyas mejores películas revelan, en cada revisión, una complejidad dramática y una entidad artística que aseguran su perduración. Y ello por una razón fundamental: porque contó con dos magníficos directores a la altura de su talento. Uno de ellos fue Frank Tashlin, el hombre que extrajo su cine de la mera fórmula para potenciar mediante una espléndida imaginería visual toda la corrosividad moral y social de sus posibilidades cómicas; el otro, tal vez aun mejor, fue… él mismo, Jerry Lewis, cuando acabó asumiendo el completo control de un mundo cuya pertinencia sigue completamente vigente.
Nacido en 1926, en el seno de una familia de comediantes judíos de ascendencia rusa, Joseph (o Jerome, las fuentes no se ponen de acuerdo) Levitch fue el típico caso de individuo que respiró la farándula desde el mismo momento en que abrió los ojos. Con muy corta edad comenzó a trabajar en los espectáculos de sus padres, pero el salto al estrellato le llegó cuando se emparejó con Dean Martin, primero en las variedades, después en la radio y la televisión, y por último en el cine. El tándem era ciertamente extravagante: un apuesto crooner especializado en baladas ligeras, al estilo de Frank Sinatra, y un bufón gesticulante empeñado en perturbar su ejecución, pero la combinación resultaba fresca y atractiva. El cine acabó llamando a su puerta, debutando con un film muy simpático, Mi amiga Irma, de 1949, pero que en absoluto era un vehículo a su medida, puesto que formaban parte de un reparto coral e incluso (sobre todo Lewis) sus roles eran más bien secundarios.
El éxito, eso sí, fue rápido, y durante los siguiente cinco años, la Paramount los emparejó —sin que intentaran hacer ningún trabajo por separado— en 16 películas recibidas invariablemente con buena acogida comercial. Bajo las variaciones situacionales de rigor, el planteamiento de todas ellas gira en torno al dibujo de las relaciones entre tan dispar pareja, que acaban revelándose cuasi matrimoniales. En general, los cinéfilos siempre han insistido en que la presencia de Martin (y sus canciones) era una rémora para Lewis, pero el notable feeling que desprende su interacción es uno de los elementos fundamentales de sus mejores películas, de tal modo que las más destacadas son aquellas que está más conseguido el equilibrio entre sus respectivos papeles. Aun así, es evidente que la exuberancia cómica de Lewis absorbe buena parte de su interés, y que las historias acababan construyéndose en torno a él. Se entiende que, con el tiempo, ambos desearan volar libres: Lewis para poder desarrollar su mundo propio sin sujeción a ningún compañero, y Martin para demostrar que era algo más que un complemento agradable.
Es triste, sin embargo, que esa comprensible necesidad degenerara en una mutua incompatibilidad, de tal modo que se dice que en sus últimas películas ya no se hablaban fuera del plató (prueba de su espléndida interacción es que, viendo el feliz resultado de sus últimas y excelentes asociaciones, nadie lo diría). Así pues, concluido el rodaje de Loco por Anita (1956), separaron sus caminos. Sin duda, el futuro más incierto se presentaba para Martin, de quien estaba por ver si tendría su público y encontraría su lugar. Y aunque este actor ha sido eternamente menospreciado, se reveló como un excelente intérprete dramático, como prueban sus composiciones para clásicos como El baile de los malditos (1957), Como un torrente (1958) o Río Bravo (1959), donde Howard Hawks le dio tal vez el papel de su vida.
Pero volvamos a Lewis. El actor no tendría el menor problema para mantener su poder de convocatoria dentro de la comedia, e incluso incrementarlo, convirtiéndose durante los siguientes diez años en una de las estrellas más taquilleras de Hollywood, siempre en el seno de la Paramount, manteniendo un envidiable ritmo de trabajo de al menos dos películas al año. En esa década mágica (que finalizó en 1965 cuando, después de rodar uno de sus trabajos mejor recibidos, Las joyas de la familia, no renovó su contrato con el estudio) es donde terminó de perfilar su personaje cómico y este encontró vía de expresión en un conjunto de películas estupendas, los primeros cinco años a las órdenes de otros realizadores, y desde 1960 sobre todo a las suyas propias. En Europa, especialmente, recibiría un extraordinario respaldo como «autor completo», por ejemplo desde las páginas de la mítica revista Cahiers du Cinéma, con Jean-Luc Godard como principal defensor.
Cualquier análisis del personaje-Lewis siempre deberá partir de su evidente condición de heredero de los grandes cómicos del cine mudo, por el componente visual de su poética. En concreto, tomaría de Chaplin la ternura y la inclinación por el humor disparatado; de Keaton, su forma de relacionarse con el espacio. Por otra parte, y como ya he dicho, Lewis hacía reír con solo mirarlo, algo de lo que él mismo era bien consciente (y de lo que, las cosas como son, seguramente abusaba: en sus películas se repiten hasta el infinito los planos sostenidos del actor con distintas expresiones, hasta acabar en la más descabellada de las muecas).
En relación directa con Keaton, Lewis entablaría en todas sus películas una particular guerra con el decorado, de acuerdo con esa famosa definición que críticos y cinéfilos han convenido para referirse a él, la rebelión de los objetos, la cual, como casi todos los tópicos, encierra una buena parte de verdad (lo que también es un tópico…). Recurriendo a una frase propia del actor, los personajes de Lewis parecían tener «imán para los desastres», de tal modo que es dejarlo solo en una habitación con una enorme cantidad de valiosos objetos de cristal y saber (he ahí un resorte fundamental del género: el regocijo que despierta la anticipación de un gag que se sabe seguro) que, en el menor tiempo posible, no quedará uno sano, como le sucede en una de las escenas más divertidas de El terror de las chicas (1961), su segundo trabajo como director. En contraste, la insólita paradoja de su virtuosismo con los objetos imaginados, como muestran las varias y magníficas escenas que jalonan su filmografía en que «ejecuta» música con instrumentos invisibles, de las cuales la más famosa es el número «La máquina de escribir» de Lío en los grandes almacenes (1963).
El personaje clásico de Lewis fue el del del niño grande que se pasea por el mundo con un desarmante sentido de la ingenuidad que lo lleva a meterse en todo tipo de problemas. En su faceta más simple, lo paseó en las películas rodadas con Dean Martin, pero con el paso del tiempo fue desarrollándolo, añadiéndole matices más adultos y organizándolo a través de una serie de variaciones, desde la pura exaltación de la bobería (como en Lío en los grandes almacenes) hasta la pura melancolía de quien se sabe distinto a los demás (su personaje de la injustamente subvalorada El Ceniciento), pasando por el lúcido anhelo de alcanzar una «normalidad» que lo haga ser como los demás (El profesor chiflado).
Este modelo sirvió a Lewis para satirizar sin piedad la condición humana desde esa exageración de una estupidez que en realidad es más bien inocencia extrema, por medio de la cual pone de relieve la estupidez (real) de quienes no se consideran estúpidos y, de paso, subrayando que, en general, quien adolece de este defecto suele enmascararlo con una considerable mezquindad. Quizá una de los mejores expresiones de esta premisa pueda encontrarse en Caso clínico en la clínica (1964) —la última película en que le dirigió Frank Tashlin—, donde su personaje se sitúa en el escenario de una clínica cuyos pacientes son un conjunto de ricachones hipocondriacos que acuden a tratarse de males imaginarios por puro aburrimiento y que quedan desnudados como infectos parásitos de la sociedad, mientras que el joven ordenanza encarnado por Lewis padece un mal llamado «identificación neurótica empática», que le hace sufrir en carne propia, y a él sí de verdad, los males que creen sentir los pacientes, convirtiéndose así en un muy particular chivo expiatorio de la humanidad.
Uno de los elementos más significativos de su mirada sobre la condición humana fue su preocupación por el tema del doble. Si desde el primer momento, y como tantos cómicos, había sentido debilidad por ofrecer distintas caracterizaciones en una misma película, una vez se pasó a la dirección, lo sofisticó de modo notable. El título que lo explora con mayor hondura es, claro, el film que suele conceptuarse como su mayor logro, El profesor chiflado (1963), en el que efectuó una inteligente variación sobre uno de los grandes clásicos literarios del tema, El extraño caso del doctor Jekyll y Mr. Hyde, de Stevenson. El extremadamente feo e increíblemente torpe profesor Julius Kelp no se contenta con su gran inteligencia: anhela atraer la atención de los demás por su desenvoltura y apostura (por ejemplo, la de su más bella estudiante, una adorable Stella Stevens). Una de las gracias del planteamiento, como se ha observado tantas veces, es que para modelar ese alter ego llamado Buddy Amor, tan irresistible como egoísta y que además se cree un genio de la música, utilizó con malicia a su antiguo compañero, Dean Martin. Pero no debemos olvidar otros títulos, como su última gran película para el estudio, Las joyas de la familia (1965), donde su virtuosismo lo llevó a componer hasta ¡siete personajes diferentes!, repitiendo incluso a su entrañable profesor chiflado, ahora convertido en fotógrafo.
Desde muy pronto, Lewis había sentido inquietud por el proceso técnico de la realización, filmando toda clase de cortos caseros con sus amigos. Sin embargo, para su lanzamiento al ruedo como director fue fundamental el estímulo de la persona que le demostró que la comedia era algo más que hacer reír sin parar. Se trata de Frank Tashlin, el hombre que firmó dos de las tres últimas películas de Lewis y Martin, Artistas y modelos (1955) y la ya mencionada Loco por Anita, tal vez las mejores del ciclo. Le dirigiría en siete títulos más, casi todos espléndidos, de los cuales considero que su obra maestra es uno de los menos conocidos, Tú, Kimi y yo (1958), aventura japonesa del cómico (de entrada, el escenario sirve para poner en solfa los tópicos de Hollywood sobre el país nipón), con este interpretando el prometedor papel de mago de poca monta —cuyo mejor amigo, claro, es un descacharrante conejo al que solo le falta hablar— para ejecutar una fábula de corte chaplinesco que estiliza al máximo el disparate visual tan característico de él y que, a la vez, supone la tal vez mejor ocasión en que supo expresar (con genuina sensibilidad, que no sensiblería) su capacidad para empatizar con los inocentes y los desdichados.
Tashlin procedía de dos campos que se avenían a la perfección para aprovechar las condiciones de Lewis: su condición de gagman para comediantes como los hermanos Marx o Bob Hope y el mundo del cartoon (había trabajado tanto para la Disney como para la Warner Bros., en este caso dirigiendo muchos cortos del emblemático personaje de Porky). El director entendió que Lewis, tanto por expresividad como por su particular relación con el mundo, contenía en su interior a un personaje de cartoon y se encargó de potenciar esta dimensión. A la vez, introdujo en el universo del cómico un elemento fundamental con el que dotar de coherencia, en términos visuales, su irrealidad sustancial: el color. En este sentido, Tashlin primero y luego el mismo Lewis tuvieron la suerte de contar, en el seno de la Paramount, con un genio desconocido llamado Richard Mueller —debo este descubrimiento a Fernando Usón, uno de los mejores escritores de cine de este país, desde su magnífico blog Capricho cinéfilo, e incluyo enlace a ese estupendo artículo—, el «asesor de color» (en concreto, del entrañable Technicolor) del estudio. Tashlin, además, entendió bien que el campo en el que mejor se aprovecharía el humor de Lewis sería el de la sátira del american way of life, y los increíbles colores de Mueller compusieron, en un imborrable conjunto de películas, todo un mundo a la vez cotidiano e imposible, ideal para poner de relieve las contradicciones ocultas tras sus brillantes bambalinas.
En 1960, Lewis por fin consiguió convencer al estudio de que le permitiera dirigir uno de sus vehículos. La Paramount lo hizo casi a regañadientes y para contentar a su estrella, reservándole un modesto presupuesto y unas condiciones de obligada humildad: fotografía en blanco y negro, escueta duración, ausencia de partenaires con alguna cotización y un rodaje en tiempo muy breve, acotado a un casi único escenario, un hotel de lujo en Miami Beach, en el que Lewis puso en escena un sencillo guion que consiste poco más que en una sucesión de gags. El resultado, sin embargo, fue un gran éxito y garantizó su continuidad como director.
Tradicionalmente, se considera este film, El botones (1960), como apenas un pequeño esbozo de las futuras y mucho más ambiciosas películas del autor. Ahora bien, y no es por el mero placer de llevar la contraria, a mí casi me parece su obra maestra, y ello por una sencilla razón: la obligada concisión de la película —y un detalle para mí nada accesorio: la ausencia de ninguna historieta de amor, que siempre fue el punto débil de sus películas— concentra como ninguna otra el sentido visual y narrativo, cómico y moral de su universo, sin distracción ni redundancia. El botones es uno de los mejores ejemplos que se me ocurren para definir uno de los elementos que siempre me han atraído más del cine (y de la literatura, y del arte en general) como es la abstracción. A grandes rasgos, y con riesgo de parecer impreciso o superficial, definiría esta cualidad como la capacidad de una obra de arte para depurar su contenido de todo lo superficial (en especial, de la convención de tener que subordinarse a un argumento férreamente preocupado por la coherencia) y que, por ello, consigue expresar del modo más desnudo las ideas básicas de su autor.
Así, El botones es un inmejorable catálogo de sus recursos cómicos: la elipsis (la escena en que, de un cambio de plano a otro, ha montado todas las sillas de una enorme salón de conferencias), el uso inverosímil del espacio (el coche del que no para de salir gente), el doble (uno de los visitantes del hotel es… el mismo Jerry Lewis, acosado hasta el agobio por los fans), la rebelión de los objetos (la mesa llena de teléfonos que suenan sin que acierte nunca con el correcto), la ejecución de música con una orquesta imaginaria, la intimidad con el espectador (el botones tapando el objetivo de la cámara para que este no pueda ver a unas modelos ligeras de ropa, simbolizando así el rubor que le producen a joven tan tímido)…
Pero sobre todo, ese botones llamado Stanley, tierno e inocente y del que más de uno no duda en aprovecharse, encarna de modo tan prototípico el personaje-modelo del autor que ni siquiera necesita hablar, y no porque no sepa hacerlo, pues al final, cuando se descubre que sí puede y le preguntan por qué ha callado hasta ese momento, replicará: «Porque nadie me preguntaba nada». En esta rotunda, concisa y por ende abstracta respuesta se halla la gran clave de la poética lewisiana: la falta de comunicación es el gran problema de una sociedad en la que los demás nos importan poco y el egoísmo reina por doquier, circunstancia favorecida por una estructura de convenciones morales y sociales que se protege a sí misma relegando al divergente a la condición de asocial o, en el mejor de los casos, de ingenuo o bobo.
Ese gag ya mencionado en que tapa la cámara es un recurso propio de muchos cómicos que rompen la «cuarta pared» para dialogar con el espectador. Sin embargo, en varios de sus siguientes títulos como director fue incluso más lejos. El cineasta dejó bien claro que la pretensión de realismo en el cine es una falacia, que él denunciaría en diversas obras, disolviendo el límite entre la realidad interior de la película y el mundo exterior del espectador, en especial dejando bien claro que los actores, en una película de Hollywood, se mueven por un decorado. Es muy famoso ese set de El terror de las chicas que acaba mostrando que la residencia femenina donde trabaja el protagonista es una gigantesca caja de muñecas (eso sí, pocos han dicho que esa idea ya había aparecido en una película española, casi desconocida, del año 1942, Rojo y negro). Asimismo, Lewis ofreció una mirada metacinematográfica sobre la propia industria en su película Jerry Calamidad (1964), cuya trama ya es de por sí paradigmática (el proceso de creación de una estrella cómica a partir de… un botones), y que concluye revelando la condición de plató cinematográfico de la habitación de hotel que ha constituido el centro de la historia.
Tristemente, la caída de Lewis en el favor del público fue tan rápida como dramática. Finalizado su contrato con Paramount en 1965, en un primer momento el cómico siguió encadenando películas con la misma aparente fluidez. Sin embargo, estas fueron recibiendo cada vez menos apoyo popular, tal vez porque en esa segunda mitad de los años 60 es cuando se materializa el cambio definitivo del paradigma tanto de Hollywood como del público estadounidense, y parece que Lewis no supo encajar en ese modelo.
El paso de década fue catastrófico para él, porque casi de la noche a la mañana iba a desaparecer del cine, permaneciendo como símbolo de este brusco apagón el todavía no aclarado affaire de su ambiciosa película The Day the Clown Cried, filmada en 1972, cuyo rodaje fue suspendido por razones todavía no aclaradas y cuyas imágenes supervivientes siguen estando bajo siete llaves. Quién sabe hasta qué punto pueda deberse a que Lewis se adelantó a su tiempo: la trama versaba sobre un payaso judío, prisionero de un campo de concentración, al que los nazis obligan a entretener a los niños allí encerrados. El eco de este proyecto es evidente en la futura y muy aclamada, también bastante sobrevalorada, La vida es bella (1997), de Roberto Benigni.
Problemas de salud se añadieron al declive profesional, y Lewis regresó a los shows en grandes salas de espectáculo y a la televisión. Su vuelta al cine se produjo a principios de los 80, con dos películas que fueron recibidas con la mayor indiferencia, ¡Dale fuerte, Jerry! (1980) y El loco mundo de Jerry (1983). Lo irónico es que, al tratarse de poco más que una sucesión de escenas cómicas, ambos suponen un regreso a la pura abstracción de El botones, como si el cineasta se hubiera decidido a cerrar el círculo (pero, como se sabe, los testamentos cinematográficos conscientes no existen: raro es el artista que ha podido prever que su última película era la última).
Así, El loco mundo de Jerry, clausura de su filmografía como director, es un film extraño y a ratos verdaderamente fantasmagórico, rodado a contracorriente de todo pero todavía dueño de una fuerza considerable, y donde estremece un poco que su trama, precisamente, ponga al protagonista en el diván de un psiquiatra con objeto de analizar el porqué del fracaso de su vida, que lo ha llevado a intentar suicidarse repetidas veces (sin conseguirlo: la eterna torpeza del personaje y la imposibilidad de que los objetos le obedezcan le impiden terminar con todo y poner fin al drama existencial que arrastra). El mismo Lewis, para cerrar su galería de creaciones, da por fin con el término concluyente que los define: es un inadaptado, en grado tan sumo que muchas veces diríase que habita en un planeta diferente al de resto de seres humanos. Y qué mejor para expresarlo que los diez primeros minutos del film (una de las cumbres cómicas del cineasta), con dos secuencias consecutivas a cuál más hilarante y genial: la primera, con su intento fallido de suicidarse en la suite de un hotel, que contiene otro de esos fantásticos momentos de ruptura del verosímil realista (el disparo de la escopeta con la que pretendía suicidarse mata al pistolero del western que están dando en la televisión, y el rival de este reacciona desenfundando por instinto… alcanzando la bala al incauto botones que ha irrumpido en la habitación); y la segunda, la llegada del protagonista al despacho del psiquiatra, la enésima demostración de su incompatibilidad con los objetos, pues no consigue sostenerse en pie ni sobre el suelo ni en los múltiples divanes y asientos, increíblemente resbaladizos… solo para él, puesto que el médico, al llegar, no tendrá el menor problema con ellos.
El mundo de la realización finalizó para Lewis en 1983, por tanto. Sin embargo, un año antes, el joven cineasta Martin Scorsese lo había convocado para uno de sus más singulares trabajos, El rey de la comedia, en un papel que exigía una generosa complicidad pues asumía un rol que, evidentemente, jugaba con su propia imagen: el protagonista de un show cómico televisivo, objeto de devoción para un admirador perturbado que aspira a ser como él (Robert DeNiro), y que en realidad esconde a un tipo tan egoísta y ensoberbecido, condenado lógicamente a la soledad. En un registro hosco y de excepcional sobriedad, sin permitirse un solo aspaviento, Lewis demuestra sin la menor duda que era un actor extraordinario. Ese papel abriría una última etapa de su carrera, exclusivamente como intérprete para otros directores, en papeles ya no cómicos aunque con frecuencia inspirados abiertamente en él, como había hecho Scorsese (por ejemplo, en la muy curiosa película Los comediantes, de 1995), que al menos lo mantendrían unido al cine.
Su muerte hace bien poco, en 2017, lo devolvió por un momento a la primera plana de las noticias, a un prime time del que hace mucho que no gozaba, cuando sus películas se emitían en horario estelar: Lewis es un cómico que muchos hemos amado a través de la televisión. Ignoro cuántos espectadores de menos de treinta años encogieron los hombros, preguntándose quién era ese tipo que tantas caras estrafalarías ponía. Pero muchos cinéfilos no pudimos sino desearle que, allá donde se vaya después de la muerte, si se va a algún lugar, siga despertando las mismas carcajadas con que, otra vez, saludamos los pequeños fragmentos que exhibieron los noticieros. El homenaje póstumo a un presunto estúpido que nos enfrentó a nuestra sí auténtica estupidez.
Muy completo artículo. Por lo menos coincido alguna vez en ALGO con Godard: la idea de Lewis como «autor»; de hecho «Cahiers du cinéma mantuvo una línea editorial favorable a cine de los EEUU. Una pregunta, José Miguel: ¿Cuál es ese «cambio definitivo del paradigma tanto de Hollywood como del público estadounidense» en la segunda mitad de los años 60?
Hola, Franklin. Me refiero a que en esos años es cuando el cine estadounidense pasa la página definitiva de su época clásica, en consonancia con los Nuevos Cines surgidos en todo el mundo (Europa, Japón…). Si lo hace más tarde es porque es entonces cuando se produce el final de la censura que suponía el Código Hays, y porque la generación de directores y actores del Hollywood clásico van pasando a la reserva o directamente desaparecen. Es el momento en que aparece el relevo de los Coppola, De Palma, Scorsese, Spielberg, Lucas y demás directores, y lógicamente cambia también el tipo de público, más joven, y que pide otras cosas. En ese momento es cuando las pelis de Lewis comienzan a rendir cada vez menos hasta desaparecer con brusquedad del primer plano: es más, el género de la Comedia inicia su decadencia ya irreversible hasta nuestros días.
Gracias. De hecho, para verlo hay que descargarlo de Internet o comprar DVDs. Ese mismo cambio de paradigma afectó a Hitchcock, quien se intentó adaptar a partir de «Psicosis» y lo logró a medias.
Jerry Lewis, un cineasta de gran talento, pero incomprendido. He percibido a lo largo de los años que se le ama o se le detesta. Y que, hoy día, para muchas personas es un individuo que solo sabía hacer muecas y tonterías. Incluso cuando hablo con algunos amigos cinéfilos, me miran mal cuando les digo que me gusta Jerry Lewis. Pues sí, que se le va a hacer, me gusta y cualquier persona con un mínimo de sensibilidad que haya visto Caso clínico en la clínica, Tú, kimi y yo, Lío en los grandes almacenes o Las joyas de la familia, por poner unos pocos ejemplos, diría lo mismo. Grande Jerry.
Supongo que nunca ha sido una novedad: del mismo modo que algunos consideraron siempre a Lewis un cómico-autor, muchos otros no han visto en él sino a un clown amigo de las muecas y del gag basado en el desastre. Superficialmente, es evidente que la carta de presentación de su comicidad era esto, pero por supuesto Lewis es mucho más, como prueba un estudio atento de sus películas (o el disfrute periódico de cualquiera de las mejores, por ejemplo las que tú citas). Es más, precisamente lo que delata la mediocridad de sus malos imitadores es que no van más allá de ese muestrario de gestos, por debajo del cual no hay sino el vacío: es el caso del nefasto Jim Carrey.
Una pregunta a lo mejor ociosa, pero que me intriga: ¿Donde proviene el título «La mano del extranjero»? Porque aquí nos mofábamos de un ex dictador que insertaba en sus discursos «la planta insolente del extranjero… ha pisoteado el sagrado suelo de la patria». Pero ese se apellidaba Castro y no se llamaba Fidel sino Cipriano. Pero no tiene nada que ver, es sólo una asociación.
Se trata del título de una película italiana de intriga, poco conocida, del año 1954, ambientada en Venecia pero rodada en inglés con actores de esta nacionalidad (Trevor Howard encabeza el reparto), a su vez basada en un relato de Graham Greene que ya no he tenido nunca ocasión de tener entre las manos. Siento una gran debilidad por ella, y cuando buscaba un título que tuviera cierto grado de referencia literaria o cinéfila, lo recordé. De paso, reivindico así el concepto de «extranjero» en el sentido de quien no siente la necesidad de caer en el reduccionismo patriotero (o nacionalista) que hoy infecta el mundo, entre otros mi propio país: para quienes amamos la cultura, esta es nuestra verdadera patria (sé que suena solemne y pretencioso, sí, pero es lo que siento…) pues nos permite sentirnos cómodos con manifestaciones de muchas partes diferentes del mundo.
Si tienes curiosidad por saber algo más sobre la película, hablo de ella dentro de un artículo genérico sobre películas ambientadas en la ciudad de los canales:
https://lamanodelextranjero.com/2014/03/02/venecia-un-escenario-para-la-muerte/
¡Gracias! Lo leí y le envié un comentario a ese artículo. Por ahora estoy librando una batalla contra «la rebelión de los objetos» en mi propia casa.
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