Acabo de regresar de una breve, incluso brevísima, estancia en Venecia. Ha sido en compañía de un grupo de estudiantes de bachillerato, en el marco por tanto de un viaje festivo. Sin embargo, con la ciudad invadida además por decenas de miles de turistas atraídos por el fulgor del famoso carnaval veneciano, no he podido sino preguntarme, como suele pasarme cada vez que visito alguna ciudad emblemática de la cultura europea, dónde estaba esa Venecia que yo conozco a través del cine y de la literatura. ¿Existió alguna vez, o también es una creación de la todopoderosa imaginación del hombre, en todo a caso a partir de un escenario que siempre poseerá un enorme atractivo visual para cualquier ser con una mínima sensibilidad? La Venecia histórica también empieza a ser un vago recuerdo. Las naves venecianas nunca volverán a surcar el Mediterráneo y los palacios se han convertido en museos o languidecen ruinosos hasta que alguien los convierta en otro «espacio» cultural. Aun reducida a las referencias de una guía turística, esa Venecia todavía puede encontrarse. Pero la que a mí me interesa (porque es la que luego regresa conmigo) es la que descubrí en las páginas de Henry James o de Thomas Mann, en películas que adaptan a estos autores, o que narran historias de terror y suspense, o melodramas perversos. La Venecia que transpira un intenso olor a muerte, y a la que voy a dedicar las siguientes líneas, recordando alguno de los mejores ejemplos de la ficción que conozco.
Desde hace más de dos siglos (puede que incluso antes), Venecia es uno de los más poderosos símbolos de la decadencia, como corresponde a un lugar que fue demasiado poderoso y fue cayendo lentamente hasta morir de consunción. Según las guías, nadie es más odiado por los venecianos que Napoleón Bonaparte, pues fue el corso el que firmó el acta de defunción de la República Serenísima al ocuparla en 1797 y acabar con su soberanía. (Cuando menos, los venecianos deben al emperador el haber dado a la Plaza de San Marcos su aspecto actual de caja de música —o, en palabras del mismo Napoleón, del «salón más bello de Europa»—, al cerrarla por su parte oriental mediante el Ala Napoleónica que concluía la unidad estilística de los edificios del lugar.) Los dos siglos en que los venecianos pasaron a formar parte de un todo mayor, del imperio austriaco al reino de Italia, han sido, sin embargo, los siglos de su fortuna turística, fortuna que en buena medida depende de ese aspecto clausurado por el tiempo que ofrece la ciudad. Decadencia, muerte. En las guías turísticas no faltan las referencias a las personalidades que murieron en las islas (Wagner, por ejemplo) o están enterradas en la isla-cementerio de San Michele (como Stravinsky o Ezra Pound). Isla que, por cierto, fue Napoleón quien convirtió en el único espacio de enterramiento en la ciudad, creando otro rincón-símbolo de la misma.
La literatura ha dado varias obras inolvidables para sellar esta unión entre Venecia y la decadencia (la decadencia que conduce a la muerte). La primera que suele venirse a la memoria, pues evoca las palabras desde su mismo título es Muerte en Venecia, escrita por Thomas Mann en 1912. Como bien se sabe, a Mann le inspiró la trama precisamente la muerte de Wagner en esa ciudad en 1883. (Es curioso, sin embargo, que en el relato Gustav von Aschenbach sea un escritor y en la película de Visconti un músico.) El sabio Aschenbach, inquieto por un malestar interior que no sabe definir —pero que el lector reconoce: es la constatación de que la madurez está dejando paso a la vejez; por tanto, es el miedo a la muerte, una muerte además sin haber alcanzado la plenitud sensorial— viaja a Venecia, y allí se sentirá fascinado por un joven que adquiere para él la aureola de los efebos griegos que tanto admira. Aschenbach se dejará arrastrar por la senda de la degradación, incluso intentando fingir una juventud que ya no posee (tiñéndose el pelo, por ejemplo), sin que el muchacho le preste apenas atención en momento alguno, y sin atender a la amenaza de la peste que se ha desatado sobre la ciudad y que lo acabará atrapando.
Sin embargo, el escritor que, creo, mejor ha sabido aprovechar Venecia como símbolo de la decadencia, de la muerte en vida, es sin duda Henry James. El escritor de origen norteamericano (nacionalizado inglés durante la Gran Guerra, poco antes de morir) situó varias de sus historias en la ciudad de los canales, lugar que visitó varias veces y en el que residió alguna temporada. Sus dos principales historias venecianas son una de sus más largas novelas, Las alas de la paloma (1902), y la novela corta Los papeles de Aspern (1888). Ambas se insertan en uno de sus núcleos argumentales favoritos, la visita de viajeros/turistas norteamericanos a una Europa donde se dejarán atrapar por la complejidad emocional del Viejo Continente. Para James, Italia fue sin duda el país europeo que encerraba los mayores peligros: una tierra muy antigua, impregnada por una deletérea combinación de refinada cultura y primitivas emociones. Sus personajes, por ello, suelen correr grave peligro en tierras transalpinas, y no son pocos los que incluso llegan a arriesgar tanto su alma como su vida, desde Retrato de una dama a Daisy Miller.
Pero en Los papeles de Aspern el peligro no está en la tentación que supone esa vieja y probablemente corrupta alma europea, sino en la decadencia en sí misma como una enfermedad que puede ser incurable si no se ataja a tiempo. En uno de mis primeros comentarios hablé detenidamente sobre esta nouvelle, de modo que solo voy a insistir acerca del modo en que James hace uso de esa simbología de la decadencia: en ella ya está esa conciencia de vivir al margen del tiempo y de la corriente de la vida. El protagonista del relato marcha a un ruinoso palazzo para intentar obtener de su anciana propietaria las cartas de amor que en su juventud le consagró un poeta muerto mucho tiempo atrás. Allí no tarda en comprobar que para conseguir esas cartas el mejor modo de acceso es por medio de la sobrina, ya no joven, de la anciana, pero aquélla interpreta que lo que le ofrece a cambio es su misma persona. Así pues, el peligro al que se expone el protagonista es el de verse atrapado irremisiblemente por la vetustez que, como una enfermedad, contagia a todo aquél que se asoma a uno de esos palacios corroídos por la humedad de algún canal secundario. Y lo peor es que él mismo se siente atrapado por el vértigo mientras se halla dentro: Venecia puede tender su lazo de modo fatal y convertirnos en una suerte de mago Merlín atrapado eternamente en una prisión de cristal. Ese es el paso definitivo que da el Gustav von Aschenbach de Thomas Mann, y mientras que el personaje de Henry James encuentra el ánimo para resistirse a la llamada de la decadencia, el sabio alemán se deja arrastrar incluso con gusto hasta entregar su propia vida.
Aunque lleguemos a ella a través de la literatura, Venecia es, sobre todo, un conjunto de poderosas imágenes visuales, no en vano, si puede haber ciudades más bellas no hay ni una sola que sea igual a ella. El cine es un medio, por tanto, especialmente dotado para vampirizar a la ciudad de los canales. Y las películas situadas en ella son infinitas. Las que menos me interesan de cara a este comentario, desde luego, son aquéllas en que es un lugar visitado por turistas (es cuestión de mala conciencia, supongo: es lo que yo soy cuando la visito) en busca de una subyugación fácil y que transcurre en dicho escenario como podría haber sido otro. Es el tipo de películas ejemplificado por Locuras de verano (1955, David Lean) —y he escogido el mejor ejemplo posible de ellas, puesto que, pese a los convencionalismos de su historia (la típica trama en que un personaje es «transformado» por el aroma romántico de una ciudad bonita), la buena dirección de David Lean y la estupenda interpretación de Katharine Hepburn elevan con mucho su interés.
Por otro lado, ese sentido decadente que respira/inspira la ciudad hay que reconocer que puede ser muy peligroso: una tentación para cineastas que se dejen llevar por el esteticismo fácil, por el subrayado. Es, curiosamente, el caso de la adaptación que hizo Luchino Visconti del relato de Mann, y de la que también hablé en otro comentario. Visconti comete el error de querer incrementar la sensación de belleza que envuelve a Aschenbach una vez conoce a Tadzio del modo más fácil: mediante una superficial sobrecarga de la dirección artística y la insistencia en el vestuario y la utilería. No bastan la machacona insistencia en hacer sonar el famoso adagio de la sinfonía nº 5 de Mahler o la fortuna de contar con un magnífico actor como es Dirk Bogarde, con una estupenda caracterización macilenta, para dar cuerpo a la degradación y a la muerte. Muerte en Venecia, película, es un ejemplo de equivocado uso del aroma veneciano. De hecho, la adaptación de Los papeles de Aspern, rodada en Hollywood en 1947 bajo patrones de serie B —Viviendo el momento (1947), de Martin Gabel— desnuda las pretenciosas intenciones de Visconti: sin necesidad de ir a la misma Venecia, bien al contrario reconstruyéndola en estudio mediante unos pocos decorados y unos cuantos forillos, los responsables del film sí consiguen transmitir una lograda sensación de espejismo situado al margen del tiempo.
Sin embargo, puede utilizarse la Venecia real —o sea, filmar en sus calles y canales, en sus campi y bajo sus pórticos, en la Plaza de San Marcos o al pie de la iglesia de la Salute— y crear un inquietante espejo que nos sitúa en la Venecia mortal. Por fortuna, hay varios títulos que han sabido hacerlo, de los cuales rescato sobre todo dos. El primero es Amenaza en la sombra (1973), de Nicolas Roeg, un film de culto que mezcla el fantastique atmosférico, el thriller abstracto y el suspense parapsicológico. Lo que viene a contar es, sencillamente, cómo Venecia intenta cobrarse como víctimas a una pareja de ingleses (no turistas: él está restaurando una antigua iglesia) que pasa precisamente por un estado de máxima vulnerabilidad emocional debido a la reciente y trágica pérdida de su hija pequeña. El director Roeg supo bien que, si Venecia aporta sus calles y su antigüedad, se precisa la atmósfera adecuada para hacer que aquello no sea un mero decorado. Y lo consigue: pocas veces la ciudad ha parecido tan malsana, tan deletérea, como si cualquiera de sus sombras estuviera al acecho del incauto que se deje atrapar por ella. No en vano Roeg había firmado pocos años atrás una de las películas más sugestivas de todos los tiempos, Walkabout (1970), donde se guió, incluso en mayor medida, por el mismo principio de alucinación sensorial que rige ésta.
El otro film que puede competir con el de Roeg a la hora de convertir Venecia en un rincón donde sólo es posible la muerte o la corrupción, donde todos son culpables o inocentes condenados al sacrificio, es El placer de los extraños (1990), de Paul Schrader. En primer lugar, esta película adapta una novela magnífica de Ian McEwan (en España editada como El placer del viajero) que ya destila un embriagador veneno. Su trama se centra en una pareja de amantes (británicos, of course) que va a pasear por la ciudad el languidecimiento de su relación, y cae en las redes de una madura pareja que los fascina como la araña fascina a la mosca antes de comérsela. McEwan no da ninguna explicación de por qué estos actúan como actúan, lo cual los hace aún más inquietantes: se limita a proponer una mirada sobre la perversión, sobre la tentación de la oscuridad. Es mérito de Schrader haber sabido traducirla a imágenes, en primer lugar convirtiendo a Venecia en el quinto personaje de la historia, y desde luego no el más inocente. Una Venecia que casi siempre parece al borde del crepúsculo, bañando sus rincones (exteriores e interiores) de un tono ocre lánguido y decadente. No hay el menor deleite turístico, y de hecho apenas aparecen los monumentos y espacios más conocidos de la ciudad, como la Plaza de San Marcos o la Salute, y si lo hacen, es de modo tangencial, casi casual. Por el contrario, Schrader y su director de fotografía Dante Spinotti insisten en mostrar la Venecia más solitaria, tanto de noche como de día, llena de callejuelas mefíticas, de sotoportegi que parecen conducir siempre a un rincón sin salida, de canales cuya fetidez casi puede olerse. En suma, un laberinto cuya mejor imagen es la de la telaraña, en cuyo centro se encuentra la venenosa pareja compuesta por Robert y Caroline.
Una película que he revalorizado recientemente —en el momento de su estreno no me gustó mucho— es, precisamente, la adaptación de la jamesiana Las alas de la paloma, que Iain Softley dirigió en 1997. Es una excelente traducción a imágenes (siempre más concretas) de la escritura siempre porosa, siempre elusiva, del escritor, mediante el procedimiento de sensualizar las relaciones íntimas entre personajes que el pudoroso James dejaba veladas. Y esta sensualización encuentra en Venecia uno de sus mejores marcos: la famosa humedad de la ciudad parece desbordar la pantalla, en sentido tanto físico como literal. Pero esa sensualidad, como no podía ser menos, tiene dentro de sí el germen de lo enfermo, de lo mortal, aun de un modo que no voy a contar para quien todavía no haya visto esta espléndida película.
Esta imagen de Venecia no solo se encuentra en el cine anglosajón producido con grandes medios. También, como es natural, en el italiano, y en especial encuentra brillante acogida en el cine más modesto y por ello menos pretencioso: en la serie B. En concreto, transcurren allí varios títulos de esa variante del policiaco con atmósfera de terror (y marcada por lo gráfico de su violencia y su revulsiva misoginia) que allí llamaron giallo. No pertenece a este género, pese a pequeños puntos en común, una excelente y muy poco conocida película —a mí, como tantas otras joyas, me la descubrió la Guía del Cine de Carlos Aguilar— titulada La víctima designada (1971), dirigida por Maurizio Lucidi. Variante evidente del Extraños en un tren de Patricia Highsmith, propone pues una historia basada en el intercambio de crímenes entre un publicista milanés y un joven aristócrata que arrastra un aura de maléfica decadencia que será la que arrastre al primero a la perdición. Con su rostro pálido, sus largos cabellos y su indumentaria (capa, guantes, foulard al viento), con la bella esclava (así la llama él) que lo acompaña y cuyos ojos intensamente azules parecen convertirla en una muy ortodoxa compañera de la noche, el conde Tiepolo parece un vampiro, un vampiro con un evidente toque homosexual en su forma de atraer a Argenti. Y no es casual que el escenario en que Tiepolo se define (donde arranca la historia, con el encuentro de los dos protagonistas, y donde concluye, con un conseguidísimo momento shock) sea Venecia, de la que llega a parecer un fantasma, un espectro convocado por sus misteriosas callejuelas, por sus palacios en ruinas, por sus puentes historiados.
Vampiros y Venecia forman una asociación, como puede verse, no tan extraña como pareciera, y que encontró una muy sugerente plasmación en otro título igualmente ignorado, en este caso además por filmarse ya lejos del esplendor del cine de género italiano (lo cual, por desgracia, se nota mucho). Se trata de Nosferatu, príncipe de las tinieblas (1988) —editado en dvd como Nosferatu en Venecia, su título original, no sólo mucho más apropiado sino además más atractivo y rotundo. Película que pasó por muchas manos (entre ellas, no puede ser casualidad, por las de dos hombres relacionados con La víctima designada, su director Lucidi y uno de sus guionistas, Augusto Caminito, que finalmente la firmó), en principio resulta una mera explotación de la todavía reciente Nosferatu, vampiro de la noche (1979) del alemán Werner Herzog. Así, un Klaus Kinski ya directamente desmadejado repite su caracterización, que incluye los afilados incisivos, si bien esta vez ostenta unos largos cabellos blanquecinos frente a la calvicie mineral de su encarnación para Herzog.
La reaparición de este Nosferatu, o sea, Drácula, tiene lugar en una Venecia coetánea marcada más que nunca por el peso del pasado y, de hecho, quien lo convoca será una joven descendiente de la noble familia que, dos siglos atrás, consiguió conjurar su amenaza. La obsesión de la muchacha arraiga, por supuesto, en su deseo de continuar/reproducir la historia de amor del vampiro con una antepasada suya de la que, claro, es réplica exacta. Podría aducirse que la trama casi preludia la excusa romántica que, muy poco después, inspirará el Drácula de Coppola (que es de 1993). Pero dejémonos de tonterías: la obsesión de aquélla es antes sexual que romántica y la trama de la película pierde muy pronto la coherencia. Lo que hace tan atractivo este Nosferatu es el acierto supremo de hacer radicar una historia de vampirismo con matices romántico-necrófilos en uno de los escenarios más apropiados para ello, la vieja Venecia. Y, claro, la clave dramática (y estética) sobre la que se desarrolla tal planteamiento es la lenta imposición del pasado, como una enfermedad purulenta, un pasado que viene a imponerse justo en el lugar de la tierra donde está más vivo, pues el presente parece que allí no puede tener lugar.
Cierro este comentario hablando de una película que nada tiene que ver con las anteriores salvo en determinado sentido: en ella también está presente la muerte, o la amenaza de la muerte, pero en este caso sus connotaciones serán positivas, pues servirán para unir —al padre y al hijo que se buscan a lo largo de su trama de suspense— y no separar. Es una película a la que tengo especial cariño porque es la que da nombre a este blog. Se trata de La mano del extranjero, una adaptación del relato de Graham Greene del mismo nombre (que siento no haber leído), producción italiana del año 1954 hablada en inglés y protagonizada por ingleses que dirigió un gran director por desgracia ignorado, Mario Soldati. Tengo pendiente, claro, un comentario exclusivo de ella, pero para quien no la conozca —es otra joya ignorada: abundan en el cine mundial—, anticipo que trata acerca de la desaparición de un comandante de la inteligencia británica que acaba de llegar a Venecia para reunirse con su hijo pequeño, el único que sabe que llegó a la ciudad y el único que desde el principio lucha por encontrarlo. Desvalido, necesitado de los adultos para su propósito (aunque ni estos le hacen mucho caso ni él es el clásico niño que se hace querer), Venecia no reúne para él ningún hálito especial, salvo el de saber que en alguno de sus rincones está su padre. Y la ciudad vuelve a ser retratada (en un áspero blanco y negro) como un lugar claustrofóbico, opresivo, nada artístico. Ahora bien, por una vez no fatalmente destructivo. De hecho, el tema central del film es la búsqueda y la necesidad del calor humano, tanto por parte del niño como de todos los personajes con quienes se cruza en su camino, amigos y enemigos. El título del film, que no puedo explicar, contiene la clave de la historia: en su conclusión, y con esa concisa modestia narrativa que tenía el buen cine de género de la época, hay pie para la más sentida de las emociones a partir de la bonita ecuanimidad moral con que se retrata a todos sus personajes.
Abría este comentario con una imagen aérea de Venecia que la muestra como dos fauces de serpiente que se muerden mutuamente, dándose un mordisco que no puede ser sino mortal. Buen símbolo que, sin embargo, solo se deja ver si nos alejamos lo suficiente de ella o contemplamos una de sus reproducciones. No la Venecia real, por tanto, sino la reconstruida por las ficciones. Aunque para muchos ésta sea la única verdaderamente real.
Hay sitios que han pasado a existir solo en la ficción. La Venecia que se ha creado en la página escrita a lo largo de los dos últimos siglos no tiene nada que ver con la que visitan los turistas y se ha convertido en un museo al aire libre. Esto es extensible también a Praga, si se llega a la capital pensando en encontrarse con la misma ciudad por la que paseó Kafka.
De todas formas, todavía no tengo claro si es peor contemplar un palacete cerrado, esperando a caerse o a que los de Patrimonio reciban la subvención de la UE, o encontrarlo reconvertido a local de Zara.
Vaya, precisamente porque me salía el comentario de Venecia demasiado largo edité un párrafo en el que hablaba de que la misma sensación me la producía Praga. O peor: fui en busca de la ciudad melancólica de las novelas de Kafka y Meyrink… y me la encontré petada de turistas (claro, yo uno de ellos). El Puente de Carlos era un lugar por el que pasar lo más rápido posible, y mira que en la película de Soderbergh sobre Kafka sale bonito… Yo creo que, de las grandes ciudades, Londres es la única que no defrauda, porque es más un escenario (que vale para muchos tipos de ficciones distintas) que una ciudad «bonita» o un conjunto de sensaciones.
Qué maravilla este repaso veneciano!
He llegado a tu blog porque acabo de ver y maravillarme con la desconocidísima “La mano del extranjero” de Soldati y buscando información he dado con este blog por razones evidentes. Y lo seguiré, desde luego.
Voy a buscar la de Lucidi.
Por aquí andaremos.
Igor
Muchas gracias y bienvenido, Igor. Me hace especial ilusión que tu puerta de entrada al blog haya sido este artículo, ya antiguo, que fue un placer escribir tras una visita a Venecia. Y especial alegría me causa descubrir que somos más de uno los que nos maravillamos con la espléndida película de Soldati, que exige a gritos un redescubrimiento. Por cierto, a día de hoy sigo teniendo pendiente el relato de Graham Greene.
Un abrazo y espero que, en efecto, sigas pasándote por aquí.l
Usted me dejó “a bout de souffle” con este artículo . «Venecia, un escenario para la muerte».
. Necesito tiempo para masticarlo, ingerirlo y metabolizarlo (soy médico). Por el momento me ha abismado la erudición y su uso con la intertextualidad y la riqueza de las referencias cruzadas y atravesadas con otros títulos. Comparto su opinión sobre “Las alas d la paloma”, a la que ningún critico haya apuntado que el director del film, además de la “sensualización que usted menciona, atribuye el título a un versículo del salmo 55(54) que no aparece en la novela ni de refilón, pero que en la película acompaña en off al sepelio de la protagonista (la bella heredera norteamericana) :
«Dios mío, escucha mi oración,
No seas insensible a mi súplica;
atiéndeme y respóndeme.
La congoja me llena de inquietud;
estoy turbado por los gritos el enemigo,
por la opresión de los malvados:
porque acumulan infamias contra mí
y me hostigan con furor.
Mi corazón se estremece dentro de mi pecho,
me asaltan los horrores de la muerte,
me invaden el temor y el temblor,
y el pánico se apodera de mí.
¡Quién me diera alas de paloma
para volar y descansar!
Entonces huiría muy lejos,
Habitaría en el desierto.
Me apuraría a encontrar un refugio
contra el viento arrasador y la borrasca.»
La otra asociación con Venecia que me viene a la memoria es patriotera e infantil: en la escuela se nos enseñaba que el nombre de Venezuela (mi país) viene de cuando Américo Vespucio vio los palafitos en el Lago de Maracaibo. Yo menospreciaba esa historia, pero antes de escribirle este comentario consulté Wikipedia (¡que no es excathedra,pero vamos,es moderna!) y encontré lo siguiente:
«La etimología de Venezuela históricamente se ha atribuido al diminutivo de la palabra Venezziola < Venezia (Venecia en italiano). La versión más conocida afirma que en 1499 Alonso de Ojeda, acompañado por Américo Vespucio, navegó por la costa septentrional de Suramérica. Al llegar al hoy llamado Golfo de Venezuela (entrada marítima al Lago de Maracaibo) se encontró con pueblos nativos cuyas viviendas estaban construidas sobre pilotes de madera que sobresalían del agua (palafitos). A Vespucio se le asemejó a la ciudad de Venecia. Y se dice que Vespucio llamó a aquella región La Pequeña Venecia, o Venezuela, término que se extendería a todo el territorio".
Debo agregar que comparto también su opinión sobre "Muerte en Venecia", de Visconti. Su fama entre los “mild cult” me parece impostada y como usted dice, subrayada. Mucho, demasiado énfasis: “¡Mira, tiene que gustarte!”
Tengo varios relatos cortos de Graham Greene. Buscaré a ver si se encuentra entre ellos “La mano del extranjero”. Me intriga tanto como me gusta la trenca del Mayor Calloway, Jefe inglés de Policía de Viena interpretado también por Trevor Howard en “El tercer hombre".
Se nuevo, ¡felicitaciones y gracias!.
El uso de la intertextualidad y de las referencias cruzadas es uno de los placeres que más aprecio en el arte, y que a mi manera modesta me gusta practicar, sobre todo si se hace a partir de un lugar tan fascinante como Venecia, que se presta sobremanera a ello: el cúmulo de películas excelentes o notorias (o libros) que la han elegido como escenario principal es especialmente abrumador.
Gracias de paso por la reproducción completa del salmo de donde Henry James extrajo el título de la novela. Por cierto, tiempo después de este artículo publicaron por aquí una nueva y excelente traducción de esta obra maestra (la anterior era del todo abstrusa) y, aprovechando su lectura, volví a ver la película, ratificando la buena impresión que de ella tenía. Vuelvo a incluir, vanidoso, por si te interesa y no lo has leído, un enlace al artículo del libro, en cuya cabecera figura el de la película:
https://lamanodelextranjero.com/2016/03/10/nuevas-ediciones-de-henry-james-lo-que-sabia-maisie-y-las-alas-de-la-paloma/
En cuanto a la relación entre esta ciudad y el nombre de tu país, suelo referírsela a mis alumnos cuando doy el tema de la exploración y conquista de América, porque me encantan las etimologías de los topónimos. Por último, la trenca de Trevor Howard no la tengo en la memoria, pero la mera palabra me devuelve a la infancia, porque era la prenda de abrigo de mi madre, y tuve unas cuantas de ellas hasta que, no sé si infortunadamente, al ir creciendo le dije que me pasaba a las cazadoras de plástico, como mis amigos.
Un abrazo.