Como buena parte de los lectores que hoy lo tienen como un escritor de culto (aunque, por fortuna, ha sabido dar el salto editorial a un primer plano, si no de ventas en el sentido de un Pérez-Reverte, sí de relevancia profesional y cultural), descubrí al catalán Enrique Vila-Matas por una novela corta en extensión pero densa, incluso vasta, en resonancias, que publicó en 1985: Historia abreviada de la literatura portátil. Después, sin embargo, no volví a leerlo hasta muchos años después, para rendirme ya por completo: cayeron consecutivamente unos cuantos más de sus libros, lo cual, teniendo en cuenta al autor, me dejó exhausto, y la cuestión es que si no he avanzado más en mi conocimiento del mismo es porque esas novelas me han atrapado de tal modo que, de cuando en cuando, vuelvo a ellas sin decidirme a probar otras. Se trata, ante todo, de la trilogía que, definitivamente, impuso su nombre en la primera línea de la literatura española y que su entonces editor, Gonzalo Herralde, denominó, no sin cierta pomposidad, como La Catedral Metaliteraria. Se trata de Bartleby y compañía (2000), El mal de Montano (2002) y su excepcional culminación, Doctor Pasavento (2005). Su lectura parece conducirnos al interior de un bucle, a una cinta de Moebius que nos atrapa en un laberinto sin aparente salida que gira en torno a la indisoluble interfaz que para él hay entre vida y literatura, entre realidad y ficción. Tres libros en los cuales se traza una compleja red entre el autor, el lector y un buen número de escritores (de mundos literarios) que acaba conformando un universo realmente peligroso, porque posee tantas puertas y tantas habitaciones que se corre el riesgo de querer permanecer para siempre en cualquiera de ellas.
Vila-Matas, desde luego, dista mucho de parecerse a un narrador convencional, y de ahí su larga trayectoria como autor para «minorías». El modelo estructural en torno al que se organizan sus novelas es el de la ahora tan de moda autoficción, en un grado tan profundo que bien podrían parecer ensayos vagamente ficcionalizados. En la trilogía, la acción (o la inacción) viene filtrada por el punto de vista en primera persona de un escritor al que es fácil considerar un alter ego del propio novelista, no en vano una lectura atenta de los ensayos de Vila-Matas anticipa episodios de muchas de ellas, al utilizar elementos de la vida «real» (por ejemplo, una conferencia o un encuentro con escritores o el descubrimiento de un mundo literario) que, debidamente reformulados, acaban pasando a formar parte de sus libros.
Más en concreto, Vila-Matas hace un tipo de literatura por el que yo siento particular devoción, que bien podría llamarse novela-ensayo, y que en el siglo XX tuvo a su más excelso cultivador (¿su inventor?) en el argentino Jorge Luis Borges. No en vano, cada uno de los títulos de la trilogía bien podría incluir, al final del libro, un índice onomástico para el numeroso conjunto de escritores y artistas citados, y con ello parecería que estamos ante eso que se llama obra de no ficción. Y como todos los grandes autores de esta corriente, no es el menor de sus méritos su capacidad, su generosa capacidad, para guiarnos hacia otros, normalmente poco conocidos, como Robert Walser, Fleur Jaeggy, Julien Gracq, Emmanuel Bove o Witold Gombrowicz.
El mismo Vila-Matas nos ha dado más de una vez la clave de su concepto de la literatura: así, por ejemplo, en uno de sus ensayos, señala que «puesto que la vida es un tejido continuo, una novela puede ser construida como un tapiz que se dispara en muchas direcciones: material ficcional, documental, autobiográfico, ensayístico, histórico, epistolar, libresco…». (El subrayado es mío pero constituye el título del escrito en que figura.)
El gran atractivo de su obra nace, precisamente, de esa densa intertextualidad que bulle en sus páginas y que revela una continua reflexión sobre el hecho literario, muy propia del modelo de escritor en el que debemos situar a Vila-Matas: el autor que no puede eludir la relación con la literatura que lo ha conducido a donde está la suya propia. Es más, si hay algo que deja bien claro su trilogía, es que estamos ante un escritor infectado por la literatura, hasta el punto de convertir esto en su premisa central: la consideración de la literatura como enfermedad. Y una enfermedad incurable, para bien y para mal, porque no solo invade y condiciona la vida de quien la sufre, sino que, en el caso de un escritor, obliga a plantearse continuamente el propio concepto de escribir. Por tanto, la cuestión es cómo tratar con su incurabilidad.
Posiblemente, no haya nada más revelador que su propia evolución personal desde su debut en los años 70. Sus primeras novelas (unidas después por el mismo autor, gracias a su breve extensión, en un único volumen titulado En un lugar solitario, como la película de Nicholas Ray) ofrecen inicialmente un prurito vanguardista en consonancia con ese momento en que las letras españolas comienzan a reaccionar ante el incombustible realismo hispano que ha reinado durante décadas —del que Vila-Matas ha abominado tantas veces—, para derivar (en la última novela de este periodo, Impostura) hacia un planteamiento de estilo en apariencia más clásico. Y acto seguido llegaría la obra que él mismo considera como la primera de las suyas en haber resultado plenamente creíble para sus lectores, Historia abreviada de la literatura portátil (1985), que no en vano está impregnada, en casi cada página, del júbilo propio del escritor que advierte haber encontrado por fin su voz.
Esta irresistible filigrana cuenta la historia de la constitución, desarrollo y disolución final de una sociedad secreta, los shandys, formada por algunos de los escritores, intelectuales y artistas más relevantes de la vanguardia de la tercera década del siglo (la sociedad será disuelta nada menos que en el famoso acto del ateneo de Sevilla que servirá como base para la creación de la Generación del 27), tales como Duchamp, Picabia, Benjamin, Cendrars, Larbaud o Lorca, por no hablar del singular Aleister Crowley. Las condiciones para ingresar en esta particular sociedad son dos: hacer gala de una soltería vocacional y estar en posesión de una obra artística capaz de poder ser llevada con uno mismo, esto es, ser portátil. Ahora bien, se entiende que, por encima de todo, lo que se precisa es la capacidad de convertir la propia vida en arte: un concepto que el escritor toma de esa fascinante corriente que preludia (o se convierte en) el Surrealismo y que es Dadá.
En cualquier caso, la gracia de Historia abreviada de la literatura portátil estriba no ya en la sugerencia con que une las trayectorias, más o menos apócrifas, de esos famosos shandys, sino en la ligereza narrativa con que los equilibra y acompasa, trasladándolos de un escenario a otro, de Port-Atif, en la costa africana, a la Praga del Golem, pasando por el Zurich del famoso cabaret Voltaire (sede inaugural de Dadá) y el Cadaqués de la propia adolescencia del escritor, donde el primero de sus alter egos conversa con un Duchamp maduro, que es quien lo inicia en los secretos de los shandys (y, como puede suponerse, es del todo cierto que el artista franco-americano veraneara en la costa catalana en esos años 60, como el mismo Vila-Matas). Es más, siendo una novela muy breve (poco más de cien páginas en su edición de bolsillo), diríase de aliento infinito, al modo del borgiano libro de arena, por cuanto la sucesión de episodios con que el autor administra su trama deja con la sensación de haber sido apenas una pequeña inmersión en el mar insondablemente profundo de todas las vivencias de los shandys que podían haberse contado.
La Historia, por tanto, desprende una alegría por el mero hecho de narrar que, al llegar a la trilogía, parece haberse transmutado en una suerte de existencialismo literario en el que la reflexión condiciona la narración y el cuestionamiento del hecho de contar se funde con la insoslayable necesidad de hacerlo.
Y es que, cuando nos encontramos con su trilogía (lo escribo con el lógico escrúpulo de no querer hablar en términos demasiado absolutos, al no haber leído las obras escritas en ese intervalo de quince años que la separan de la Historia), la primera impresión es que sobre el autor parece haber descendido todo el peso de la literatura en el sentido al que me refería líneas arriba. Vila-Matas tiene 52 años cuando escribe Bartleby y compañía. Aun cuando tiene el privilegio de poder dedicarse a la escritura profesional, y pese a que ya cuenta con un nombre medianamente asentado en el medio, desde luego no es un autor conocido entre el público, fuera de un selecto conjunto de irreductibles. Lo que va a hacer ahora es tomar ese mal de la literatura y explorarlo en diversas direcciones, tensando la cuerda al máximo, de tal modo que la enorme creatividad que estalla en esos breves años a la vez constituye tanto una terapia como una compulsión, una reflexión sobre el hecho literario que, desde la densa perspectiva del pasado a veces tan agobiante, garantice la persistencia de un presente en el que tenga sentido, todavía, la escritura.
Enfrentado a este problema, Vila-Matas encuentra ante sí tres sendas, a las que dedicará cada una de las tres novelas que va a escribir casi de corrido (pues entre medias se coló otro de sus grandes libros, si bien figura en otra onda: París no se acaba nunca, de 2003). El resultado, en el momento de su publicación, supone un evidente salto al vacío que podía haberse saldado con la indiferencia y el fracaso (es evidente que hoy estamos muchos más familiarizados que entonces con lo que Vila-Matas iba a proponer) pero que será el que, por fin, lo sitúe como un punto de referencia ineludible en la literatura española del cambio de siglo.
Utilizando en sentido muy laxo (y seguramente impertinente) la jerga hegeliano-marxista, casi podríamos hablar de que Vila-Matas plantea en su trilogía el clásico programa de tesis-antítesis-síntesis. Así, la primera de las tres novelas, Bartleby y compañía, explora la posibilidad del abandono de la literatura, a través de un recorrido por una serie de autores (los bartlebys) que optan por la agrafia, que dejan de escribir, bien sea después de una o unas pocas obras recibidas con silencio o con hosquedad, bien después de admitir que lo que fuera que debían contar ya lo han contado. La segunda, El mal de Montano, nos conduce al extremo contrario: sobre la imposibilidad de no convertir en literatura cualquier acto, cualquier conversación, cualquier pensamiento de la propia vida. Finalmente, Doctor Pasavento, a partir del anhelo de su protagonista por la desaparición (lo que, en principio, plantea conducir a un extremo radical la opción de los bartlebys), concluye apostando por la reformulación de la propia persona (esto es, de la propia creación), algo de lo que bien puede dar fe esa señalada evolución del mismo Vila-Matas.
En esta tortuosa empresa, Vila-Matas cuenta con la influencia «protectora» de los que bien pueden ser sus dos ángeles guardianes, sus dos mayores modelos desde tiempo atrás. Por un lado, el ya mencionado Marcel Duchamp, artista cuya desarmante complejidad (bien que revestida, a su vez, de una diáfana transparencia) diríase que reúne sobre su persona, en distintas formas, las tres opciones registradas en cada novela. Duchamp es famoso por haber sido el primer hombre que cuestionó el concepto ortodoxo de obra de arte, legándonos el hallazgo de que, ante todo, la condición de que lo sea o no depende de la intención de su autor y de su capacidad para que otros lo acepten, como él mismo dejó bien sentado con sus famosos ready-mades, comenzando por el urinario «deconstruido» que presentó como Fuente en la exposición del Armory Show de 1917. En cualquier caso, Vila-Matas destaca de él tanto su desapego para con el vanidoso reconocimiento del público, como su voluntaria retirada de ese primer plano artístico justo en el momento en que se reconocía su importancia: durante años se dedicó a jugar al ajedrez, y a quien le preguntaba por qué había dejado de crear respondía con lúcida socarronería: «¿Qué quiere usted? Se me acabaron las ideas…».
El otro es el escritor suizo Robert Walser, clásico ejemplo de autor para minorías, que tal vez no ha tenido mayor entusiasta en nuestro país que el mismo escritor catalán, que siempre ha destacado de él su repugnancia por el éxito (y no porque se resignara a no tenerlo: debe de haber sido uno de los pocos escritores que nunca intentó dar siquiera un paso en su dirección). Walser pasó los últimos veintiocho años de su vida internado en el manicomio (la mayor parte de ellos en el de Herisau), dedicándose a escribir casi indescifrables escritos en papeles minúsculos y a pasear día tras día: encontraría la muerte, una nevada mañana de invierno, en uno de sus recorridos.
Más que ningún otro, Bartleby y compañía (2000) es el libro-ensayo por excelencia de su novelística porque, en rigor, no hay en él incidencias «activas» sino reflexiones y juicios en torno a diversos autores. Desde luego, sí hay un narrador, que además lo hace en primera persona (Marcelo, oficinista, caracterizado físicamente por una joroba, que carece prácticamente de amigos y relaciones, y que una vez escribió y publicó un libro sin haber vuelto a hacerlo por decisión personal), pero sus vivencias son literarias, pues las páginas de la novela son, a su vez, las notas a pie de página de un supuesto volumen (del que, al contrario que dichas notas, no comparece fragmento alguno) en el que plantea un estudio sobre ese tipo de escritores que comparten con él el voluntario apartamiento del mundo. Como todos saben, el nombre está tomado del personaje homónimo del estremecedor cuento de Herman Melville Bartleby el escribiente (1853), tan complejo que no puede resumirse en unas pocas líneas, por lo que remito a un artículo propio no tan lejano.
Las 85 notas que componen la sustancia de la novela son otros tantos pequeños ensayos acerca de diversos bartlebys. Por supuesto, no falta ni la reflexión sobre el que da título al libro ni sobre el no menos fascinante Wakefield creado por Nathaniel Hawthorne (contemporáneo de Melville y, situándonos en la órbita vila-matiana, casi un heterónimo suyo, tantos son los vasos comunicantes entre sus respectivas obras), personaje que igualmente opta por una renuncia, solo que en este caso de toda su vida, al irse a vivir a pocas calles de aquella donde ha dejado su hogar, su esposa y su fortuna, que espiará durante años sin pensar siquiera en volver, sencillamente porque, nos señala el escritor, cuando el ser humano pierde el delicado compás con el entorno que lo dota de sentido corre el riesgo de convertirse en nadie. En cuanto al catálogo de escritores anotados, al lado de nombres bien conocidos por todos (Juan Rulfo, Rimbaud, Hofmannsthal, Salinger o Pepín Bello, ese hombre que jamás escribió nada pero cuya literatura vive en aquellos amigos a quienes tanto influyó, como Buñuel, Lorca o Dalí), figuran otros cuantos nada notorios que, como indicaba líneas arriba, abren puertas a la curiosidad del lector.
Como la Historia de la literatura portátil, solo que virando en este caso más al ensayo que a la fabulación, Bartleby y compañía supone una deliciosa lectura que seduce, en primer lugar, por la fluidez (por la libertad) con la que Vila-Matas rompe las estructuras tanto del ensayo como de la ficción, de tal modo que diríase que su pluma toma el rumbo que le place en cada una de las «notas», oscilando desde su personaje-pretexto, el jorobado ágrafo, a la reflexión literaria, de la anécdota más o menos biográfica a la crítica o a la reseña. Y todo esto sin perder nunca de vista, como él mismo explicaría en otra parte, que lo que persigue ante todo con este libro es responder a dos preguntas fundamentales de la literatura moderna: ¿quién soy yo para escribir? ¿Y quiénes son los otros para leerme?
La siguiente novela, El mal de Montano (2002) parte precisamente de la anterior para dar un giro de timón. De esos autores que en algún momento renuncian a escribir, pasamos a la interrogación, ahora literal, el concepto de la literatura como enfermedad. El protagonista del libro es un escritor que responde al nombre de Rosario Girondo, cuyo problema es que vive la existencia dominado por su obsesión literaria: el mundo, para él, es una sucesión de citas, de referencias, de vivencias que ya han sido antes contadas por otro. ¿Es posible escapar de ella? ¿Es deseable hacerlo? La estructura narrativa mediante la cual Vila-Matas nos enfrenta al personaje (al problema) es más complicada que la de su anterior novela pues, desde su inicio, plantea un juego de espejos entre la vida «real» de ese escritor y las «ficciones» con que intenta conjurar esa enfermedad a la que da el nombre de unas de sus creaciones, el mal de Montano. Dentro de ese juego, confieso sentir especial debilidad por el modo en que introduce a un personaje, Felipe Tongoy, que está modelado abiertamente (salvo en el ocultamiento del nombre real) sobre un actor por el que tengo debilidad, Daniel Emilfork, intérprete de singular físico a lo Nosferatu —como el narrador remarca continuamente—, que muy poco antes había gozado de cierta celebridad por su papel de inventor incapaz de soñar en La ciudad de los niños perdidos, la irregular pero fascinante segunda película de Jean-Pierre Jeunet y Marc Caro.
¿Acaso la literatura no significa reescribir, en todo caso con otro orden, lo que ya está escrito? El tema del doble; la consideración de la literatura como plagio más o menos encubierto (y más o menos asumido); el modo en que tantos seres, y no solo escritores (pero sobre todo escritores) literaturizan su vida bajo la forma del diario (y una de las partes del libro, siguiendo el modelo de Bartleby y compañía, adopta la forma de una serie de entradas, en este caso sobre famosos escritores diaristas, de Gide a Gombrowicz pasando por Kafka o Pessoa); la forma de acabar haciendo arte (literatura) de la propia vida, pero ya no con el sentido lúdico y liberador de los shandys, sino ahora de modo compulsivo («relájese, no lo deconstruya todo», le gritará, ya en Doctor Pasavento, uno de los personajes al protagonista, como bien se le podría haber gritado aquí al propio Girondo)… Todos estos son algunos de los temas que componen esta sinfonía sobre la obsesión por la literatura, hasta el punto de crear un tapiz (una imagen muy querida por Vila-Matas, recuérdese) que se empeña en saltar del libro y apoderarse del mismo lector, que muy bien podría hacerse las mismas reflexiones.
Ahora bien, encuentro que El mal de Montano acaba dando excesivas vueltas sobre sí misma, encallándose en la arena (¿literaria?), provocando un progresivo desinterés hacia un personaje que, al contrario que el Marcelo de Bartleby y compañía, sí está pensado para poseer una personalidad propia. Y ese es el problema: que la incurable debilidad de Rosario Girondo por tensar la relación entre realidad y literatura acaba cansando: la inclinación de Vila-Matas hacia la digresión, otras veces tan atractiva, aquí provoca impaciencia, y el ejercicio intelectual se queda en una zona gris. Eso sí, el final de la novela es magnífico, pues deja abandonado a su personaje literalmente en medio de la nada, una nada simbólica que representa su desorientación, su inclinación hacia el nihilismo, hacia la desaparición. De ese espacio metafórico es de donde el autor partirá para iniciar su siguiente y deslumbrante novela.
Doctor Pasavento (2005) parece proponer, de entrada, el mismo planteamiento que El mal de Montano: un escritor, aquejado asimismo de la enfermedad de la literatura, en viaje hacia Sevilla, donde tiene que pronunciar una conferencia, comienza a especular con distintas variaciones entre su circunstancia real y su debilidad por modularla y convertirla en ficción. En la estación de Santa Justa, un episodio insólito (otro viajero parece asumir su identidad, al menos para beneficiarse del chófer que viene a recogerlo) lo lleva a decidirse a hacer realidad el proyecto al que ha ido dándole vueltas durante el trayecto: desaparecer unos cuantos días para así comprobar la repercusión que su ausencia tiene tanto entre amigos como entre lectores o interesados. Su modelo inicial es la famosa desaparición durante once días de la escritora inglesa Agatha Christie, que movilizó a prensa y curiosos a buscarla por todo el país hasta encontrarla y descubrir (o así lo alegó ella) que había sido víctima de la amnesia durante ese periodo. Armado tan solo con una maleta con libros (Vila-Matas hace un guiño, así, a su «literatura portátil»), Pasavento se marcha inicialmente a Nápoles, ciudad donde estuvo varios años trabajando, y enseguida irá comprobando que nadie parece haber advertido su ausencia, de tal modo que sigue dejando pasar los días y después las semanas y los meses, mientras rueda por distintas ciudades (París, Lisboa, Zúrich…), y la situación provisional comienza a convertirse en permanente.
El referente moral que utiliza Pasavento es la figura ya comentada de Robert Walser, del que ejecuta un apasionado panegírico, siguiendo sus pasos incluso hasta el sanatorio de Herisau donde este pasó la mayor parte de sus años de internamiento (me resulta imposible creer que alguien pueda leer la novela y, si no ha leído al escritor suizo, no lanzarse de inmediato a la busca de sus obras). Pero asimismo también comparecen muchas otras sombras, unas ficticias (otra vez Wakefield) y otras reales (el portugués Fernando Pessoa, creador de múltiples heterónimos no tanto como juego literario como necesidad moral).
El rotundo triunfo de Doctor Pasavento, lo que la convierte en la obra maestra de Vila-Matas, es que el libro no solo interesa en ese componente de novela-ensayo (tan magistral como los anteriores, o incluso más), sino que en que el personaje central alcanza una densidad humana propia como antes nunca había conseguido el escritor catalán. Bajo esa sugestión de Pasavento por desaparecer (de paso, asumiendo otros nombres: Ingravallo, Pynchon, etc.), se esconde un anhelo que a la vez es un temor: la necesidad, pero también el miedo, de reformularnos, de ser otro, ya sea por evolución, por maduración o por rechazo de uno mismo. Enlazando con ideas previas, bien puede hablarse de un hondo conflicto existencial que estalla en el interior de un hombre que se ve asaltado, a la vez, por la sensación de no ser nadie y por las múltiples vidas literarias que lleva dentro de sí. Vila-Matas, además, envuelve al personaje en una magnífica envoltura atmosférica que vale por sí misma, sin necesidad de referencias metaliterarias, y que depara los momentos más bellos de la novela. Así, los encuentros de Pasavento en Nápoles con un antiguo colega, el doctor Morante, también interno como Walser en una residencia, en apariencia caído en la amnesia o la melancólica estancia del protagonista en París para pasar el Año Nuevo (en compañía de toda una serie de fantasmas literarios), que irradia un evanescente sentimiento de soledad.
Decía que El mal de Montano había dejado a su protagonista literalmente en mitad de la nada, atrapado/devorado por su incapacidad para escapar de la enfermedad de la literatura. Pues bien, en las páginas finales de Doctor Pasavento su personaje acaba encontrando el refugio en una ciudad innominada «que parece estar siempre bajo una espectral luz de lluvia». Y allí, a la sombra siempre serena del sereno Walser, parece dispuesto a quedarse para siempre: a aceptar el carácter definitivo de su desaparición. ¿Qué significa este final? Vila-Matas, desde luego, nos deja libres para buscar respuestas, pero yo me atrevo a interpretar esta definitiva decisión de renunciar a su yo primero, a Pasavento, como la concluyente reivindicación de que los amantes (los enfermos) de la literatura contienen dentro de sí tantos alter egos como múltiples son los caminos literarios: conformarse con una única identidad lectora (o creativa) empobrece. Puede parecer tópico por mi parte concluir así, pero es que lo tengo claro: en literatura, el camino, siempre, es no parar de leer.
En este proceso de inmersión en el mundo de Vila-Matas, debo agradecer la inmensa ayuda que he obtenido, para dar los menos palos de ciego posibles, de dos fuentes: por un lado, al propio autor, cuyos ensayos son suficientemente reveladores; por otro, al magnífico libro de Cristina Oñoro Otero Enrique Vila-Matas. Juegos, ficciones, silencios (Visor, 2015), todo un ejemplo de cómo explicar un universo literario complejo con tanta pasión como rigor analítico.
Me encantan tus artículos sobre cine, José Miguel. En literatura parece que no tenemos los mismos gustos: https://antoniopriante.com/2013/06/24/cansancio-del-escritor/
Es un honor que te pases por este rincón, Antonio, y agradezco que hayas ilustrado tu disensión con el artículo de tu propio blog porque, en estas últimas semanas de inmersión en el mundo de Vila-Matas es probable que me haya faltado algún soplo de aire frío para refrenar el entusiasmo en que, es evidente, me he visto atrapado. Es decir, comprendo tus reparos, aunque no los comparta, pues están bien argumentados y ofrecen, lo que siempre es saludable, el reverso del consenso crítico que, en general, hoy despierta el escritor. No es cuestión de decir sin más que estamos ante un autor que no puede dejar indiferente, porque estas afirmaciones se suelen hacer para reafirmación propia y condescendencia para con los demás, pero sí que, cuando coincide con el interés particular de algún lector (y conmigo lo ha hecho, claro), atrapa y no suelta. En parte, como digo en el artículo, es por mi debilidad por la novela-ensayo; y en parte porque esas reflexiones, que no digo que en más de un momento no caigan en un excesivo bizantinismo intelectual (le pasa a “El mal de Montano”), me convencen con sus argumentos.
Ahora bien, también te digo que estos escritores son tan “absolutos” que, del mismo modo que pueden llenarnos por completo durante una lectura intensiva, con el paso del tiempo despiertan cierta sensación de incomodidad (y no lo digo para nadar entre dos aguas), sin duda porque esa forma de narrar “poco convencional” (lo que, desde luego, no me parece un mérito a la fuerza), en la distancia, parece como situada en lo alto de una cuesta empinada que no siempre apetece escalar. Me sucede con otros novelistas que me gustan bastante, pero a los que me cuesta regresar, si bien, cuando lo hago, es para acompañarlos un buen trecho: Javier Marías o Juan Benet, por ejemplo. No es el caso de esos otros «viejos amigos» que siempre resultan igual de acogedores, de Stevenson a Henry James, de Borges a Lem, pasando por mi refugio favorito para cualquier tiempo de tinieblas, Julio Verne. Sin embargo, todos ellos han superado ya para mí la prueba fundamental: la relectura en distintos tiempos (y por tanto, ante diferentes momentos de uno mismo como lector), e incluso, como me ha pasado esta vez, ampliando mi interés hasta el punto de ir en busca de algún otro libro (esta vez, han sido los ensayos o el estudio crítico señalado).
Aprovecho para felicitarte por tu novela “El silencio de Goethe”, que me leí a principios de este mismo año, durante uno de mis periódicos regresos a Schopenhauer: no solo es un excelente pórtico para su vida y su entorno, sino que el modo en que encarnas la “voz” del gran filósofo en una figura literaria me parece de enorme hondura. En particular, ese monólogo interior del protagonista, a un paso de la muerte, deslizándose ya hacia ella mientras revive el hondo dolor que siempre le produjo ese silencio aludido en el título, me parece verdaderamente emotivo.
Muchas gracias por tus palabras sobre mis artículos sobre cine. No dudo, eso sí, de que tengamos más vínculos literarios en que encontrarnos, aunque no sea el de Vila-Matas. Un abrazo.
Gracias por tus palabras sobre «El silencio de Goethe». El misterio de los gustos o afinidades literarias es indescifrable. Yo mismo, que tengo una serie de semblanzas de escritores de todos los tiempos en mi blog, no me explico por qué me es imposible abordar determinado autor muy conocido o celebrado: siento como un rechazo insuperable, como en el caso de Philip Roth, por poner un ejemplo. Lo mismo me ocurre, por supuesto, con la serie «Escritoras» ( https://antoniopriante.com/2018/10/23/escritoras/ ) , que tengo en marcha, donde no se encontrará un par de celebradísimos iconos femeninos y feministas. Un abrazo.