Con ocasionales infidelidades, nunca he dejado de seguir la carrera de Martin Scorsese, posiblemente el cineasta de mayor prestigio del actual cine estadounidense, a quien avala una trayectoria que ya ha cumplido el medio siglo, continua en películas de gran relevancia crítica y comercial, que no solo se ha ceñido a la dirección dentro del mainstream (del que constituye uno de sus grandes avales), sino también a la producción y el mecenazgo, al cine documental, al patrocinio de la restauración de grandes obras del ayer, al análisis cinematográfico, etc. Confieso que su filmografía me parece muy irregular, pues su cine incurre en dos debilidades que me distancian de ella: la grandilocuencia visual y la inclinación por el enfatismo. Ahora bien, sí me parece un cineasta merecedor de todo respeto y atención, por cuanto, pese a todo, hasta la peor de las películas que le conozco posee algún interés, aun cuando sea por lo que prometía. En este artículo voy a centrarme en la que para mí es la mejor época de Scorsese, por la continuidad con que fue estrenando buenos trabajos: los años 80. En concreto, el director encadenó tres estupendos títulos que dan la medida de sus posibilidades, puesto que o bien no parecían encajar, a priori, en sus intereses personales o eran claramente encargos que alguien tuvo el acierto de poner en sus manos: y es que, en todos los casos, logró integrarlos con coherencia dentro de su trayectoria, de tal modo que nadie pensaría que no fueran concebidos directamente por él. Se trata de tres películas que comparten los vínculos de su ambientación urbana (preferentemente nocturna), su atmósfera de tensión moral y su reflexión acerca de la inadecuación entre los deseos personales y la vida real. Son las magníficas El rey de la comedia (1982), ¡Jo, qué noche! (1985) y El color del dinero (1986).
Hay que recordar que Scorsese había cerrado esa década de los 70 (que es tanto la de su revelación como la de su consolidación profesional) con el que hoy supone uno de sus trabajos de mayor prestigio, el drama boxístico Toro Salvaje (1980) que, pese a los premios y el prestigio que le proporcionó, en su momento fue un fracaso comercial. El triunfo crítico y personal de esta película, además, sirvió para cerrar una etapa de su vida marcada por los excesos, que pusieron en grave peligro su salud y de la que quedaría como secuela cierta tendencia a la depresión.
En este contexto, Scorsese sorprendió con su siguiente película, El rey de la comedia (1982), que en su momento supuso también un desastre de taquilla y llegó a comprometer su continuidad en el cine. El devenir crítico de esta película la iría convirtiendo en eso que no puede faltar en la carrera de todo cineasta con fama de genio: un «film maldito», y con el tiempo, cómo no, en una película de culto. Lo cierto es que su revisión revela, en efecto, una de las mayores singularidades de toda su filmografía por el tono y el planteamiento. El resultado es un trabajo ciertamente irregular y que no consigue aprovechar todas sus posibilidades, pero de todo punto sugestivo y lleno de un encomiable sentido del riesgo.
El rey de la comedia cuenta la historia de un joven llamado Rupert Pupkin, el cual, seguro de su enorme talento cómico, cree encontrar el medio de acceder a esa oportunidad que está convencido de merecer secuestrando a una de las grandes estrellas del medio, el showman televisivo Jerry Langford, para exigir a cambio de su liberación que sea grabada y emitida una intervención suya en el programa de aquél. El film, a partir de un guion de Paul D. Zimmerman escrito diez años atrás, resulta de una modernidad asombrosa, puesto que se hace eco de varios fenómenos que hoy día parecen haber desbordado sobradamente lo que aquí se denuncia: la exageración en todos los órdenes del famoso adagio de Andy Warhol acerca de los minutos de gloria a los que hasta el más mediocre tiene derecho, en especial si hablamos de estrellato televisivo; la degradación del concepto de talento y la consecuente exigencia de su democratización; la discordancia entre la imagen de una estrella, sea del tipo que sea, y su carácter real, algo que en unos tiempos en que la comunicación puede entrometerse a unos niveles antes impensables hace que el conocimiento que podemos tener de cualquier celebridad sea grande, sin que ésta pueda ampararse en la privacidad o incluso en el misterio fuera de la imagen que da en su trabajo público.
Por otra parte, y como sucede con todos los títulos que voy a reseñar en este artículo, por mucho que parta de un guion ajeno (firmado por Paul D. Zimmerman, un nombre del que apenas constan unos cuantos trabajos más, sin mayor relevancia), Scorsese consigue vincularlo con su universo personal, y en concreto con el que todavía hoy es su título más emblemático, Taxi Driver (1976), en cuanto que sus dos personajes protagonistas (Robert DeNiro en ambas ocasiones, lo cual refuerza la sensación, claro) son dos individuos con graves problemas para comprender su entorno y que se dejan llevar por la tentación de reinterpretar éste a la medida de sus alucinadas fantasías.
Como es natural, la eficacia de semejante planteamiento descansaba en buena medida sobre sus dos protagonistas. Es una lástima que el desequilibrio entre los dos actores suponga uno de los defectos del film. Hay que reconocerle a Robert DeNiro su capacidad de riesgo en un rol tan insólito, pero su presencia resulta contraproducente, porque arrebata al personaje la inocencia con que el espectador debía recibirlo. Me explico: el papel requería a un actor de mucho menor peso «artístico» o, si se quiere, que no aportara al personaje la molesta sensación de que no es el pobre diablo Pupkin el que se expone al juicio del público acerca de su talento, sino el «gran actor» DeNiro enfrentado al reto del cambio completo de registro para interpretar a un tipo mediocre, incluso patético, de tal modo que acaba anulándolo. Por lo demás, la debilidad de Scorsese por el subrayado tampoco le ayuda, al insistir en exceso en su condición de infeliz grotesco, teniendo además en cuenta el error que supone el notorio apellido del personaje, Pupkin, trabucado hasta el hastío por cuantos lo pronuncian, para que quede todavía más clara la insignificancia que impregna al aspirante a rey de la comedia.
En cambio, Jerry Lewis, implicado hasta la médula en un papel que, es evidente, está modelado sobre él mismo (ya lo indica la mera comparación entre los nombres), sí consigue de modo genial fundir su propia imagen como icono de la comicidad con el personaje que interpreta, hasta el punto de que la interferencia entre ambos supone la esencia del planteamiento. Es más, el film apenas se toma la molestia de mostrar a Langford haciendo reír, sino señalando el envés del personaje público (que quizá sea proyección de más de una estrella del entretenimiento): su endiosamiento, que lo lleva a tratar a quienes lo rodean como un tirano, y la profunda soledad que, en el fondo, lo envuelve. La gestualidad sobria y severa con que Lewis resuelve su interpretación, en contraste con el histrionismo bondadosamente apayasado de sus películas (y de su imagen pública), revela no solo al gran actor que hay debajo del comico, sino que inquieta profundamente.
A la sobriedad de Lewis, Scorsese añade otra no menos insólita, la suya propia, al optar por una puesta en escena que entiende con inteligencia que el plano largo es la mejor solución para una historia que debe dar más libertad que nunca a los actores (es decir, para dejarles demostrar sin artificios su «talento»). A la vez, de este modo afronta con más ambigüedad el otro elemento dramático del planteamiento: el sentido de la representación que late detrás de la comicidad (de la actuación) y, en especial, del modo perturbado con que Pupkin mezcla lo real con lo ficticio.
Es una lástima, por ello, que a la película le falte la fuerza y la pasión, el desgarro en suma, que requería su espléndido entramado. Por desgracia, el espectador nunca puede decidir si está ante una sátira, ante un drama grotesco, ante un retrato realista del mundo del espectáculo que oscila entre sus cimas y sus alcantarillas, ante la historia de una perturbación o ante un juego cinéfilo basado en el duelo interpretativo.
El fracaso del film coincidió con el de su propio matrimonio (con Isabella Rossellini, que enseguida daría el salto al cine), y los problemas para poner en marcha su muy perseguido proyecto de La última tentación de Cristo (que tendría que posponer un lustro, y que acabaría realizando en 1988 para cerrar de modo muy estimable la década) lo alejaron de las pantallas varios años. En ese momento de incertidumbre profesional, una pareja de actores vino a buscarle con un guion que veían idóneo para sus cualidades. Se trataba de Griffin Dunne, revelado un poco antes por su papel de amigo del personaje titular de Un hombre lobo americano en Londres (1981), y Amy Robinson, que había sido la protagonista femenina del primer film importante de nuestro hombre, Malas calles (1973), y que luego se dedicaría sobre todo a labores de producción (Dunne, eso sí, se proponía como protagonista). ¡Jo, qué noche!, el bochornoso título que portaría en España este trabajo, fue por tanto un evidente caso de acierto en la elección, porque es evidente que Scorsese entendió a la perfección el magnífico guion que se le proporcionaba (obra de Joseph Minion, que paradójicamente no volvió a escribir nada relevante) y supo adecuarlo a su mundo propio. Y es que, para tratarse de uno de las obras más escondidas en la filmografía de nuestro autor, se trata de una película magnífica, que además supuso un pequeño éxito comercial que alivió bastante una reputación amenazada por el peligro de convertirse eso que en Hollywood llaman «veneno para la taquilla».
¡Jo, qué noche! es una obra bastante inclasificable, que triunfa precisamente allí donde fracasaba El rey de la comedia, esto es, en la integración armónica de distintos niveles de planteamiento: la comedia negra, desde luego, pero asimismo el thriller progresivamente angustioso y la fábula kafkiana (para que no haya dudas, una conversación entre el protagonista y el portero de un club nocturno remite al famoso fragmento Ante la ley, incluido en la novela El proceso). Todo ello lo integra a la perfección Scorsese mediante un trabajo de realización que no dudo en señalar como uno de los mejores de toda su carrera. Una puesta en escena realista y nada enfática, que registra una Nueva York nocturna que resulta al mismo tiempo corriente y «distinta» (lógicamente, el trabajo de su habitual director de fotografía, Michael Ballhaus, resulta fundamental), progresivamente revestida de cierta atmósfera de film fantástico a lo John Carpenter. Asimismo, el actor Griffin Dunne, que realiza una interpretación genial, con su capacidad para graduar su registro desde la perpleja sobriedad inicial al tono más desatado, a medida que el paroxismo va invadiendo su peripecia.
El protagonista se llama Paul Hackett, un joven informático que trabaja en una gran empresa de la lujosa avenida Madison. En el principio de la noche a la que se circunscribirá la acción, Paul conoce a una atractiva joven en la cafetería donde cenaba e intuye la posibilidad de un affair con ella, por lo que no duda en marchar al barrio donde esta vive y lo ha citado, el neoyorquino SoHo. Sin embargo, una vez allí todo comenzará a torcerse, a medida que Paul vive un encuentro tras otra con toda una serie de mujeres a cuál más problemática o directamente desquiciada, hasta acabar huyendo desesperado y temiendo por su vida, al ser tomado por la patrulla ciudadana que recorre las calles por el ladrón que está asolando sus casas desde hace tiempo. El delirante trayecto de Paul acaba con este convertido en una escultura de escayola y papier maché, robada por los propios cacos por quienes lo han confundido, que va a parar justo frente a las puertas del edificio donde trabaja y a la hora en que abren las oficinas.
El cúmulo de situaciones que propone el guion es tan vertiginoso, y tan absoluta la convicción con que Scorsese lo narra, que el espectador acaba viéndose arrastrado, ante todo, por esa pregunta fundamental de la narración clásica: ¿qué va a pasar ahora? Sin embargo, ¡Jo, qué noche! tiene el acierto de proponerse, en la revisión, como un film que estimula en el espectador la reflexión sobre los rasgos de su personaje protagonista. Y es que Paul no es sino un joven solitario —no es osadía especular con que sea el clásico individuo procedente de la América rural, llegado no mucho tiempo atrás a Nueva York, y por ello todavía apenas integrado en su ritmo de vida— que, de la mano de los contratiempos que va sufriendo cuando él, sencillamente, lo que quería era tratar de echar un polvo, va sacando fuera de sí los temores atávicos que puede sentir un hombre solitario: a la compañía humana (que anhela tanto como teme), a las mujeres (al deseo por ellas y al miedo, tan freudiano, a la dominación y a la manipulación, que el escritor vienés llamó el temor a la castración) y al peligro subsiguiente a lo desconocido (concretado en ese escenario urbano, enorme y desconocido, por lo común tan poblado de gente como el mismo protagonista pero que se transforma por la noche están cuando se queda vacío y oscuro).
La fábula misógina y la paranoia urbana se unen, así, de modo turbador, en un relato que incluso aparece revestido de una sutil impregnación mítica, tanto por la construcción a modo de aventura odiseica y la progresiva atmósfera de fatalidad que envuelve al protagonista, como por diversos elementos (la conversión de Paul en estatua, o sea, su petrificación, por parte de la última de las mujeres que se pone en su camino, y que acaba resultando una verdadera Gorgona). Es más, hasta sería lícito interpretar que la odisea que vive Paul es, en buena medida, una pesadilla interior producto de su miedo solipsista a la comunicación con los demás. Una pesadilla que, mientras sucede, parece totalmente real, hasta el punto de que, recién despiertos, todavía parece escapar de nuestro interior e invadir el mundo exterior y presuntamente «normal». Tal vez ese sea el sentido del magnífico final: liberado de su encierro de escayola a las puertas de su oficina, Paul entra en ella con toda naturalidad, pese al desastrado aspecto que presenta después de semejante nochecita, y se dirige a su puesto de trabajo sin que nadie parezca reparar en él…
Su siguiente película figura, también, entre los títulos olvidados de su carrera, quizá por su condición de algo que, en términos de la crítica de «autor», goza de mala fama: una secuela, y además de un clásico indiscutible del cine estadounidense, especialmente amado por los cinéfilos, El buscavidas (1961), de Robert Rossen. Su punto de partida es la continuación que de su historia escribió el mismo novelista que la concibió, Walter Tevis, y que la publicó 25 años después (el primer libro es de 1959; el segundo, de 1984). El ya otoñal Paul Newman —que consideraba, lógicamente, el personaje de Eddie Felson el Rápido (Relámpago Eddie en la afortunada traducción de la versión doblada del estreno español, que siempre he preferido) como uno de sus papeles emblemáticos— cogió la novela y fue con ella en busca de Scorsese, convencido, como antes Griffin Dunne, de que no había mejor realizador para llevarla a la pantalla.
El resultado es El color del dinero (1985), otro excelente trabajo del autor, ante todo porque, utilizando las mismas claves visuales y dramáticas del film de Rossen, consigue retomar, y completar de modo magníficamente armónico, el retrato del personaje original, todo ello además mediante un trabajo de realización diferente (como es natural: Scorsese nunca ha sido un poeta de la imagen y, por ello, era absurdo intentar reinterpretar la bella poesía del fracaso que impregna el inolvidable original), pero con una personalidad propia y adecuada a las necesidades del planteamiento.
Además, el éxito se consigue a partir de una decisión muy arriegada: en términos argumentales, y al menos durante dos tercios del relato, el film parece no tanto una secuela como un remake encubierto, pues adopta la misma estructura narrativa. Es decir, también propone la misma estructura itinerante del trío formado por el maduro «inversor», el joven e inmaduro genio del billar y la más lúcida novia de este, que recorren bares de carretera y salas de pool estafando a los incautos aficionados al juego que toman primero al muchacho por un palurdo fácil de engañar. En realidad, lo que hace El color del juego es establecer un juego de espejos entre ese Felson maduro y desengañado, que ve en el joven Vince Lauria a un reflejo de sí mismo y al que, en principio, no duda en explotar del mismo modo que hicieron con él 25 años atrás (por medio de Bert, el personaje encarnado entonces por el gran George C. Scott El buscavidas), prostituyendo el talento natural de aquel como hicieron con él.
Es decir, por mucho que Eddie carezca de la vileza de Bert (por ejemplo, él no intenta el menor acercamiento sexual a Carmen, la atractiva novia de Vince, sino todo lo contrario), su intención es la misma. Peor aún, si el original ya mostraba a Eddie metido desde el principio en ese mundo del engaño, aquí se nos presenta a Vince como un chaval sencillo (es más: escasamente inteligente) que solo desea demostrar que es el mejor siempre, de tal modo que acaba estropeando los proyectos de Eddie, si bien al final acabará endosándole su propia medicina a su mentor: un completo caso de corrupción moral, por tanto.
Ahora bien, El color del dinero no cuenta esta vez la historia del joven jugador sino la del maduro y antiguo maestro del billar, de su proceso de regeneración: una nueva vuelta de tuerca a ese tema tan querido de la literatura, el cine y, en el fondo, la mitología popular americana que es el de la segunda oportunidad. Regeneración que, no puede ser de otro modo, llega después de que Eddie, que en apariencia no parecía poder caer más bajo, sufra en sus carnes la última humillación. Y es que el contacto con Vince y el mundo del billar, tras tantos años de obligatorio alejamiento, despierta en él la necesidad de tener otra vez en sus manos un taco y demostrar quién fue. Por un lado, esto iniciará su despertar, al desmarcarse de la joven pareja y marchar al campeonato de Billar 9 que se celebra en Atlantic City, pero por otra parte lo hará especialmente vulnerable a manos de jóvenes buscavidas como él. Engañado primero (la noche en que, después de tanto tiempo, por fin vuelve a jugar al billar) por un hustler encarnado por un novel Forest Whitaker, el Bird de Eastwood, después lo será por el mismo Vince, al que cree vencer en legítima lid en una de las eliminatorias del campeonato, solo para que este le confiese, poco después, que se ha dejado ganar sencillamente porque había apostado contra sí mismo, siguiendo las lecciones del mismo Felson.
La puesta en escena del director se centra en la traducción visual de ese elemento dramático sobre el que giran las relaciones de los personajes: el Talento (y su perversión). A la medida del exhibicionismo indisociable de todo buen jugador de billar, al que gusta lucir sobremanera su habilidad —y Vince es especialmente jactancioso—, Scorsese seduce por la brillantez con que filma las partidas: barridos de cámara sobre el tapete, travellings que giran en torno a la mesa siguiendo las evoluciones de los jugadores como si fuera uno más, panorámicas sobre el conjunto… Estamos, por tanto, ante una de esas ocasiones que esa debilidad del cineasta por la el virtuosismo técnico se ajusta a la dramaturgia planteada, con lo cual no se convierte en un estéril fin en sí mismo sino que es legítima expresión de un concepto moral.
Evidentemente, entre las virtudes del film se encuentra la excelente interpretación de un Newman cuya evolución interpretativa, asimismo, simboliza muy bien la propia evolución interior de su personaje: el joven actor con debilidad por el histrionismo más artificioso deviene intérprete madurado en la sobriedad. (Con su espantosa y pueril interpretación, su compañero Tom Cruise supone una parodia involuntaria de aquel Newman.) Es decir, el intérprete supo renunciar, con el tiempo, a la exageración externa en beneficio de la contención sutil y, por ello, más auténticamente expresiva, del mismo rasgo prototípico de sus mejores papeles: la extrema vulnerabilidad de unos personajes condenados a la derrota. Hay que recordar que, en sus años jóvenes, el interés radicaba en el irónico contraste entre esa implacable condición de perdedor y el insolente atractivo exterior que parecía señalarlo como un elegido por la fortuna.
En la madurez, el físico todavía digno de Newman (pocos actores bellos consiguieron envejecer mejor que él) pero ya en evidente decadencia supo impregnarse de una incontenible melancolía que dio lugar a sus mejores papeles de derrotados que ahora sí consiguen levantar la cabeza: en Veredicto final (1982), de Sidney Lumet, y aquí. Es por ello que el final de la película es magnífico: después de conseguir que Vince acepte el reto de una partida de verdad, la imagen se congela en el personaje después de dar el primer golpe y gritar de modo exultante «Ya estoy de vuelta», sin necesidad de que sepamos quién de los dos ganará: no era lo importante.
FICHAS DE LAS PELÍCULAS
Título: El rey de la comedia / The King of Comedy. Año: 1982
Dirección: Martin Scorsese. Guion: Paul D. Zimmerman. Fotografía: Fred Schuler. Música: Robbie Robertson. Reparto: Robert DeNiro (Rupert Pupkin), Jerry Lewis (Jerry Langford), Sandra Bernhardt (Masha). Dur.: 109 min.
Título: ¡Jo, qué noche! / After Hours. Año: 1985
Dirección: Martin Scorsese. Guion: Joseph Minion. Fotografía: Michael Ballhaus. Música: Howard Shore. Reparto: Griffin Dunne (Paul Hackett), Rosanna Arquette (Marcy), Teri Garr (Julie), John Heard (El barman), Linda Fiorentino (La escultora). Dur.: 97 min.
Título: El color del dinero / The Color of Money. Año: 1986
Dirección: Martin Scorsese. Guion: Richard Price; novela de Walter Tevis. Fotografía: Michael Ballhaus. Música: Robbie Robertson. Reparto: Paul Newman (Eddie Felson), Tom Cruise (Vince Lauria), Mary Elizabeth Mastrantonio (Carmen), Helen Shaver (Janelle). Dur.: 119 min.
Magnífica entrada. Siempre me interesaron más los primeros trabajos de este cineasta que ulteriores y encumbradas películas por público y crítica que jamás entenderé o, tal vez, sí, teniendo en cuenta que el efectismo, los sistemáticos golpes de efecto, violencia recreada, esperpentos de sonrrojantes arquetipos, algunas licencias formales, ordinaria utilización de la banda sonora y canciones son recursos muy del gusto del cinéfilo de nuevo o no tan nuevo cuño. En cualquier caso y a salvo un puñado escaso de películas, lejos de ser el gran director que nunca fue. Ya sé, en esto estoy solo y me ha supuesto más de un encontrnazo. Un saludo
De hecho, la revisión seguida de sus trabajos de los 80 (los tenía muy lejanos…) ha mejorado la opinión que tenía sobre Scorsese. Esas películas revelan unas capacidades que luego se amaneraron tan pronto como el director dio el salto a grandes presupuestos. Aun así, ayer sufrí un golpe de «realidad»: revisé «Toro Salvaje», que suele ser aclamada como la o una de las obras maestras del autor, y que por figurar justo poco antes de las películas que comento esperaba que estuviera a su altura (si bien el recuerdo lejano de mi único visionado no era bueno). Por desgracia, me parece que anticipa lo que viene después: desaforadas pretensiones artísticas, metraje excesivo, artificio interpretativo (lo siento, pero el esfuerzo que hace DeNiro a mí no me devuelve a Jake LaMotta sino a DeNiro con kilos de más y prótesis de nariz), falta de estructura narrativa…
Totalmente de acuerdo. Ciertamente me cuesta y mucho asumir la unanimidad de opinión sebre este director. Supuestas cumbres como Casino, Infiltrados o Uno de los nuestros me parecen insostenibles bajo un análisis serio. Obviamente seré yo el equivocado. Shutter…, Gans.., El lobo …, son directamente basura carísima. Pero Taxi…me patece esplendida, y sus primeros trabajos interesantes. No observo el genio que todos ven. Insisto en mi incapacidad.
Quiero diferenciar al Scorsese director y al Scorsese cinéfilo y mecenas del cine. Yo no estoy muy seguro de mi afición por el director Scorsese. Siempre se queda a medio camino entre la genialidad y la banalidad, sin contar la grandilocuencia y lo que usted llama «el subrayado». No me gustan sus actores-fetiche,decir especialmente De Niro. Debo decir no obstante que admiro y respeto al Scorsese cinéfilo e historiador: ahí sí que nos damos la mano. Y si me tocan la fibra patriótica debo romper lanzas por él cuando supe que en su instituto o iniciativa de preservación de películas se encontraba «Araya», de Margot Benacerraf (Venezuela 1959). Al decir de la revista Clímax(*), » el 15 de mayo: la ganadora de la Palma de Oro como Mejor película fue Orfeu Negro de Marcel Camus. François Truffaut fue premiado como Mejor director por Los 400 golpes, cinta que fue merecedora además del Premio OCIC. Nazarin de Luis Buñuel mereció el Premio Internacional. Y Araya, de la caraqueña Margot Benacerraf, resultó aclamada por los especialistas que le otorgaron el Gran Premio de la Crítica Internacional (Fipresci), ex-aequo con Hiroshima mon amour (Alain Resnais), y el Premio de la Comisión Superior Técnica, “por el estilo fotográfico de las imágenes que realza la calidad del ambiente sonoro”.
Pues bien, la galardonada pero desconocida película de Margot Benacerraf fue incluída por Scorsese entre los films que por su valor cinematográfico debía ser restaurado y preservado y gracias a él y a su iniciativa y patrocinio, en definitiva, su amor por el cine, mis descendientes y compatriotas del futuro podrán ver el documento, narrado originalmente en francés por Laurent Terzieff y ahora, con la copia restaurada y debidamente doblada, en español por José Ignacio Cabrujas.
Al César lo que es del César.
(*) https://www.google.com/search?q=araya+pelicula&oq=araya&aqs=chrome.1.69i57j0l7.7536j1j8&sourceid=chrome&ie=UTF-8
Comparto tu valoración por el Scorsese preocupado por la preservación de películas y por la divulgación de joyas cinéfilas: por ejemplo, la revalorización de Michael Powell y Emeric Pressburger le debe mucho a él. Como director, ciertamente es un cineasta muy discutible, y ahora mismo no lo tengo en muy alto aprecio, tras «soportar» pacientemente «El irlandés», una de las películas más inverosímiles que he visto en mucho tiempo (y con una duración que colma la paciencia del más estoico). Eso sí, hasta ahora, cada vez que parecía que ya no tenía nada que contar, de pronto alguna película interesante se ha empeñado en desmentirnos. Las que comento en este artículo, eso sí, son de las mejores que tiene, y han superado la prueba de la revisión en distintas épocas de mi vida.
No conocía este film al que te refieres, «Araya», de modo que gracias por la información.