He señalado ya varias veces que debo mi eterna gratitud a los dos autores que, en la infancia, me trabaron a la literatura. Fueron ellos y no otros, claro, porque yo fui de esos afortunados que tuvo un abuelo con biblioteca, y en ella (entre otras joyas, eso sí) ambos reinaban con profusión, hasta tal punto de que, al llegar a ese momento de la formación lectora en que nos abrimos a literatura más «moderna», me había leído, y no exagero, al menos tres cuartas partes de su obra, como se sabe muy amplia. Se trata del francés Julio Verne y de la inglesa Agatha Christie. Quién me iba a decir que eran (todavía lo son) los dos escritores más traducidos del mundo (la inglesa por encima del francés), publicados hoy tanto como ayer, incluso objeto recurrente de adaptaciones al cine y la televisión, infalible prueba del interés comercial que todavía concitan. Relegados durante mucho tiempo al poco honorable rango de literatura «popular», poco a poco Verne ha ido accediendo al de autor de prestigio, pero en el caso de Mrs. Christie el menosprecio sigue siendo la norma. Yo mismo confieso haberle sido desleal en cierta época en que también consideré que representaba una literatura caducada, pero el tiempo y las relecturas pronto me la devolvieron con placer. Hace mucho que dejé de creer que exista la literatura digna y, por tanto, la indigna; la seria y la que no lo es; la que merece la etiqueta de alta cultura y la que debe contentarse con la de mero entretenimiento, hablemos de Kafka o de Lovecraft, de Elias Canetti o de Stevenson: al final todos los libros, cualquiera que fuese la intención con que fueron escritos, se distinguen por su grado de calidad. Desde luego, no quiero que la nostalgia enturbie mi apreciación y parezca que defiendo a Agatha Christie como una escritora de primera magnitud, pero sí como una creadora de placeres nada culpables, dueña de un universo propio muy reconocible y, desde luego, perdurable, y ello porque esgrime la prueba más evidente: porque apetece volver una y otra vez a él.
Como en todas partes, Mrs. Christie fue un éxito editorial en nuestro país desde el primer momento. Según informa Juan José Montijano Ruiz en su libro, de muy reciente publicación, El universo de Agatha Christie (Diábolo), la primera casa en publicar a la novelista en España fue la barcelonesa Hymsa. Sin embargo, el nombre de la escritora está asociado entrañablemente a la Editorial Molino —nueva coincidencia: ¡como Julio Verne!—, desde su mítica Biblioteca Oro: el primer título incluido en su catálogo fue El asesinato de Rogelio Ackroyd, que constituyó el nº 12 de su famosa Serie Amarilla. Con el tiempo, Molino iría publicando el catálogo policiaco completo de la autora, bajo distintas cabeceras.
La última y más distinguible lo hizo a partir de los años 60 bajo el título de Selecciones de Biblioteca Oro. Su diseño era muy característico: formato de bolsillo, tapa en cartoné blanco, portada con el búho sobre dos libros (emblema de la casa) en su ángulo inferior izquierdo y las geniales ilustraciones de Tom Adams como seña de identidad. Adams, británico nacido en los EE. UU., había recibido en 1962 el encargo de ilustrar una edición de bolsillo de Se anuncia un asesinato: el impacto de su trabajo llevó a los editores a encomendarle las portadas de todos los restantes libros. Su estilo, muy reconocible, se basaba en la asociación, a modo de onírico collage, de toda clase de elementos asociados con las muertes sucedidas en su interior, con especial deleite por los macabros, dibujados de modo hiperrealista y por ello especialmente inquietante. El resultado es un conjunto de ilustraciones siniestramente elegantes que hoy constituyen un mito entre los aficionados. Todavía recuerdo el impacto que, siendo un niño, me provocó su cubierta para Un crimen «dormido», primera novela que me leí de la autora: un microscopio sobre cuya platina se extiende uno de esos tranquilos pueblecitos ingleses, pero cuya calle principal está surcada por un reguero de sangre que gotea sobre la lámpara situada a sus pies, sin olvidar que la mano que maneja el aparato… es la de un esqueleto.
Nacida en 1890 y muerta en 1976, Agatha Mary Clarissa Miller obtuvo el que sería el apellido por el que fue conocida en el arte al casarse con el teniente de artillería Archie Christie. La ruptura entre ambos fue sonada, pues entre medias tuvo lugar el más famoso suceso de la vida de la escritora: su desaparición durante tres semanas en abril de 1926, de la que no llegaría a dar explicación alguna, pero que parece ser que estuvo relacionada con el descubrimiento de la infidelidad de su marido. Ya divorciado de él, la autora conoció al arqueólogo Max Mallowan, en quien encontró eso que se llama el hombre de su vida, casándose con él en 1939, matrimonio que solo separó la muerte.
La carrera literaria de Agatha Christie había comenzado en 1920, con la publicación de El misterioso caso de Styles, novela que además supone la presentación de su más famoso personaje, el detective belga Hércules Poirot (en las más recientes ediciones se ha optado por dejar el nombre sin traducir, Hercule: según el experto Salvador Vázquez de Parga, la omisión de la s no es por razón idiomática, sino por elección irónica de la autora, de modo que nunca debiera haber sido castellanizado). La había escrito durante la guerra, en que realizó funciones de enfermera voluntaria, que le sirvieron para familiarizarse con esos venenos que tanto usan sus criminales y cuyos nombres, para el niño fascinado que leía a la escritora, poseían el aire de un siniestro conjuro mágico: estricnina, cianuro, atropina…
Entre ese año y el de su muerte en 1976 dio a la imprenta 66 novelas de misterio, 15 libros que incluyen más de 150 relatos, 17 obras de teatro (la más famosa de las cuales sería La ratonera, que ostenta el récord de representación ininterrumpida, desde su estreno en 1952 hasta nuestros días), más algunas novelas rosa, autobiografías, poemas, historias para niños… La novela que impuso definitivamente su nombre, y que en muchos escritos aparece como su obra maestra (hasta convertirse en un tópico: lo escriben quienes ni siquiera creo que se la hayan leído) es El asesinato de Rogelio Ackroyd, séptimo libro de su carrera, publicado en 1926. Como no quiero revelar en este artículo ningún final de la autora, no puedo extenderme sobre esta historia, pero baste señalar que su fama no se debe a que contenga elementos diferentes a los habituales (todo lo contrario: está situado en uno de esos pueblecitos tan típicos de la escritora y el misterio es una variente del clásico problema de «habitación cerrada»), sino al ingenio en torno a la identidad del asesino.
En buena medida, creo que a Agatha Christie le ha perjudicado el desprecio general que sufre el modelo de relato policiaco en que se especializó (hasta el punto de haber sellado, casi en exclusiva, sus reglas básicas), es decir, la novela-enigma, a veces también llamada novela-problema y, en inglés, whodunit (término que amalgama la pregunta que tan bien la define: who’s done it?, ¿quién lo ha hecho?). Desprecio del que hace ya tiempo que se libró el otro gran bloque del género, el conocido más propiamente como novela «negra» (es decir, las escritas por los Hammett, Chandler o los autores escandinavos tan de moda hoy día), seguramente porque los lectores con escrúpulos hacia la literatura entretenida pueden esgrimir ante su conciencia el contenido «social» de sus títulos (que, desde luego, no necesitan tampoco ninguna justificación para ser leídos).
Por supuesto, y como cualquier obra de ficción, las novelas de Agatha Christie están sobradamente revestidas de lo mismo que todas las demás: dibujan un panorama social a la vez que hablan de la complejidad del ser humano, porque no hay novelista que no se deba a su época y a su contexto personal. Desde luego, Christie habló de la clase social que mejor conocía, porque pertenecía a ella por nacimiento: la clase media-alta que incluye desde potentados rurales (sean aristócratas o no) a toda clase de rentistas, grupo este quizá el más numeroso en su obra (por ejemplo, lo es miss Marple). La autora, que llegó a padecer incomodidades económicas en su infancia debido a la ruina y fallecimiento de su padre, siempre tuvo claro cuál era la principal cohesión de ese grupo: el dinero, tantas veces móvil de sus criminales. En este sentido, una de las características más notables de su obra, y quizá de toda la literatura policiaca, es el escepticismo, cuando no profundo pesimismo, hacia la condición humana, desbordante en algunas de sus mejores obras, como la espléndida Diez negritos. Christie tuvo muy claro que la codicia, la envidia y el odio son las cualidades más arraigadas en el ser humano, y sobre ellas dibujó a sus personajes.
Otro estigma que sufre la literatura de Mrs. Christie es el de la carencia de estilo. Sin embargo, creo que esta afirmación se debe a la habitual confusión de que por estilo ha de entenderse un uso del lenguaje presuntamente muy elaborado, con vocabulario profuso y que, a ser posible, exija un «esfuerzo» de atención. El estilo es, para mí, la adecuación entre lo que se pretende contar y la forma elegida para hacerlo. Los más grandes, por supuesto, son aquellos que consiguen que su método sea válido para cualquier tipo de planteamiento (en cine, pongamos por ejemplo, un Fritz Lang o un Jacques Tourneur; en literatura, un Henry James o un Herman Melville).
Agatha Christie se movió, cierto es, dentro de un registro muy concreto, sin apenas apartarse de él. La novela-enigma, como todos los géneros, tiene sus reglas precisas. Bien consciente de lo fácil que es incurrir en la confusión o la complicación, la escritora tuvo bien claro que la mejor forma de relatar sus intrigas era mediante un uso diáfano del lenguaje. Ciertamente, en sus obras el principal recurso es el diálogo, pero este no se utiliza solo para ofrecer información, sino para caracterizar a los personajes. Suele señalarse que el dramatis personae de la novelista (en las antiguas ediciones españolas, no sé si procedente de las inglesas, se incluía una lista del reparto de cada libro para lectores olvidadizos) es simple y, sobre todo, plano. Sin embargo, una de las mejores cualidades de Mrs. Christie es el modo que sabe dotar a aquellos de unas pinceladas psicológicas sencillas pero sin duda muy eficaces.
Ahora bien, el punto fuerte de sus novelas, su gran atractivo, es la construcción de la atmósfera, eso que es fundamental en cualquier historia que gire en torno a parámetros activos (es decir, la ficción de género) para no convertirla en una mera sucesión de peripecias. En su caso, es evidente que la atmósfera se construía en torno a un par de elementos: el primero, el magnífico espesor que otorgaba a los escenarios, y que hace tan reconocible su universo, ya se ubique en uno de esos pequeños y «tranquilos» villorrios al estilo del St. Mary Mead de miss Marple, en algún lugar de descanso estival en la costa o en un escenario mucho más cosmopolita, incluso exótico (los que alguien de su posición económica y, además, casada con un arqueólogo, conoció a la perfección). El segundo proviene, lo digo ya, de la frecuentación de su lectura: la sensación de malignidad que parece flotar siempre en cualquiera de esos ambientes, lo que desde muy niño me llevó a pensar que forma parte de la esencia británica. ¿Cómo no pensar que si los crímenes se multiplican al paso por la vida de Poirot o de miss Marple algo tendrán ellos que ver, como si destilaran una malsana influencia que inspira el deseo de matar en quienes los rodean?
En este sentido, una de las piezas fundamentales sobre las que Christie construía la atmósfera de sus novelas es el peso del pasado. Habrá muy pocos escritores, no ya del género sino de la literatura en general, que hayan tenido la capacidad de otorgar semejante densidad al pasado, hasta el punto casi de convertirlo en una sustancia que invade el presente y lo condiciona por completo. En sus novelas, es incontable el número de crímenes y de asesinos cuya motivación tiene sus raíces en algo sucedido mucho tiempo atrás, del mismo modo que muchos títulos consisten en la investigación de un asesinato remoto, con las lógicas dificultades para encontrar testigos y pruebas (el mencionado Un crimen «dormido» es un ejemplo eminente). Los momentos en que Poirot o miss Marple consiguen hacer soltar los recuerdos de algún personaje poseen una capacidad de sugestión especial. En este sentido, el famoso final con el que concluyen tantas novelas de la autora (la reunión de sospechosos frente al investigador que va desgranando los detalles del caso hasta el súbito desvelamiento del culpable) no es sino un tributo a ese amor suyo por la reconstrucción minuciosa de lo que ya ha sido, como si en el fondo el presente no fuera sino un espejismo que se va deshaciendo entre nuestras manos, y que solo tiene sentido cuando ha pasado a formar parte del tejido del tiempo.
En el momento de iniciar su carrera literaria, el prototipo de detective estaba marcado, como es obvio, por el emblemático Sherlock Holmes. Agatha Christie se propuso crear un modelo completamente diferente, y a fe que lo consiguió. El primero, y central de su obra (protagonizó 33 novelas y más de 50 cuentos) fue Hércules Poirot, verdadero anti-Holmes en cuanto a su apariencia, puesto que Christie lo caracterizó para que pareciera, a ojos del mundo (sobre todo, de esos sospechosos en los que alienta cierto menosprecio para que así se confíen mejor), un tipo cuando menos pintoresco, incluso ridículo. De corta estatura, con la cabeza en forma de huevo presidida por un pomposo bigotito, atildado en exceso y con un acento extranjero que muchas veces él mismo exagera, Poirot siempre insistirá en ser todo lo contrario de un detective «físico», pues lo más importante en su profesión es el uso de su cerebro, de (en famosa expresión) sus células grises. Es curioso que, pese a esta divergencia, en un primer momento la escritora buscara cobijarse bajo el manto de Conan Doyle, situando a su lado como narrador a un tipo destinado a asombrarse continuamente de las dotes deductivas de su amigo: el capitán Hastings, un militar asimismo retirado de quien, sin embargo, prescindió a las pocas novelas, para recuperarlo solo ocasionalmente (por ejemplo, y muy acertadamente, en el título que concibió para cerrar la trayectoria de su detectiva, el magnífico Telón).
El segundo personaje célebre de la autora es todavía más original: la entrañable miss Marple es una solterona afable y de aspecto inofensivo, a la que muchos años de sana sociabilidad le han otorgado un especial conocimiento de eso que ella llama la naturaleza humana. Pánfila solo para los asesinos que creen imposible que alguien como ella pueda desenmascarar sus actos, miss Marple es otra magnífica creación, que posee un sello todavía más british, pues el escenario donde brilla su capacidad para descifrar psicologías es en las reuniones a la hora del té, las verbenas benéficas o los pequeños hotelitos costeros para el descanso de las clases ociosas.
Christie fue bien consciente de guardar con estas criaturas una relación muy íntima, y la prueba es que planificó cuál había de ser su última aparición en la vida y en las letras: Telón, para Poirot, y Un crimen «dormido», para miss Marple, fueron escritas a principios de los años 40 y guardadas en la caja fuerte de un banco hasta el momento en que su autora, sabiendo ya próximo su fin y, por tanto, la imposibilidad de seguir concibiendo nuevas historias (lo cual no deja de ser estremecedor) diera vía libre a su publicación.
En el caso de la segunda, aun estupenda, no es muy significativa esta circunstancia, pues su trama no difiere mucho de otras del personaje, pero Telón es una de las obras maestras de Christie y una obra de una complejidad metafísica verdaderamente notable. Júzguese si no su magnífico planteamiento: un Poirot muy envejecido (de hecho, morirá en el curso de la novela) vuelve a Styles, el escenario de su primer caso (no falta, por tanto, su viejo amigo Hastings como narrador en primera persona), para combatir a otro criminal. Un asesino que mata no personalmente sino por inducción, influyendo ladinamente en aquellos que creen tener un motivo que justifique pasar al asesinato. No solo la originalidad supera la media de una autora ya de por sí original, sino que resulta especialmente admirable: para aquellos que consideran insuficiente el dibujo psicológico de sus personajes, he aquí un criminal que mata porque conoce bien la psicología de las mentes vulnerables. El acendrado pesimismo de la autora ya estalla de modo atroz, si bien bañado en una atmósfera de inconsolable melancolía, a la medida de la decadencia física de su entrañable protagonista: el hombre que había desentrañado tantos crímenes aquí incluso acabará cometiendo uno, para mayor desolación.
Ahora bien, confieso que mi creación favorita de Agatha Christie es el matrimonio formado por Tommy y Tuppence Beresford, mucho menos conocido que los dos anteriores (aunque a principios de los 80 gozaron de cierta fama por una estupenda serie televisiva). Los ideó en 1922, en su segunda novela (publicada indistintamente como El adversario secreto o El misterioso señor Brown), y a ellos volvió en una colección de cuentos (Matrimonio de sabuesos) y tres novelas más (El misterio de Sans-Souci, El cuadro y La puerta del destino), la última de las cuales, de 1973, pese a ser la antepenúltima de las suyas publicadas, debe ser la postrera que redactó, pues después ya únicamente vieron la luz Telón y Un crimen «dormido». Puede saber a poco, pero al haberlos retomado de modo tan espaciado y poco prolífico, hace todavía más valiosas sus novelas, que además ofrecen la evolución de toda una vida en común, desde la rabiosa juventud de la primera novela a la madurez, al borde de la ancianidad, de las últimas. De todas ellas, El cuadro es especialmente notable: una novela criminal sin crímenes, pero que permite a la autora ofrecer una de esas atmósferas de malignidad en las que el pasado casi parece tocarse e invadirlo todo. Inolvidable.
De todas sus novelas, Diez negritos merece especialmente la fama que posee por el atractivo argumento, por el magnífico desarrollo y por el genial sentido de lo enigmático que posee. El planteamiento es difícilmente mejorable: diez individuos muy dispares son reunidos en una isla (donde quedarán aislados un par de días) por un misterioso anfitrión que no parece estar presente; después de la cena, una grabación denuncia que todos ellos cometieron algún crimen que, por una razón u otra, les permitió quedar lejos del alcance de la justicia. Sin embargo, a lo largo de las horas siguientes, esa omisión va a ser reparada, y en efecto, las muertes comienzan a producirse en cascada, ante la impotencia de las víctimas, las cuales enseguida advierten que el asesino solo puede ser uno de ellos. La tensión entre las convenciones sociales que inducen a mantener unas formas y el atávico instinto de supervivencia que aflora enseguida (si bien de modo diferente: entre las reacciones de algunos de los personajes asimismo figuran la resignación fatalista o el estupor que los deja inermes) convierte Diez negritos en una parábola hobbesiana, que se devora con fascinación y que llegado a cierto punto provoca la más completa sorpresa, cuando por un momento diríase que el caso no va a tener explicación. Y cuando esta llega, sin duda es memorable.
Ahora bien, si yo tuviera que elegir una novela como paradigma del genio de su autora, escogería Cinco cerditos. Publicada en 1943, en un momento especialmente fértil, casi parece un compendio de todos los elementos característicos de su obra, incluso el detalle de que su título esté extraído de una canción infantil que luego actuará a modo de leit-motiv de la narración (como Diez negritos o Tres ratones ciegos). Se trata de una novela de Poirot, a quien se le presenta una joven cuya madre, 16 años atrás, fue condenada por el asesinato de su padre y murió poco después en la cárcel. La muchacha, convencida de su inocencia (antes de morir, aquella le escribió una carta en la que así se lo aseguraba), quiere que el detective investigue de nuevo el caso y dé con la verdad, pese al tiempo transcurrido, pues siguen con vidas las cinco personas que se encontraban en la casa de la víctima y de la presunta culpable, de tal modo que, si la hija tiene razón, una de estas debe ser el verdadero asesino.
En este caso, Agatha Christie extrema la ausencia de «acción» de su obra, para deparar casi un ejercicio de pura abstracción que hace que, en esta novela-enigma, el enigma parezca un problema de la mente antes que un hecho real. Para una escritora además tan supuestamente desaliñada y monocorde, su estructura es cartesiana. La obra se divide casi matemáticamente en varias partes que van aportando elementos distintos (el planteamiento del problema, el encuentro de Poirot primero con los profesionales —abogados, fiscales, policías— que se encargaron del caso y que después no volverán a aparecer, las sucesivas entrevistas con los cinco testigos, las cinco reconstrucciones que el detective consigue que le escriban y una «pregunta final» para cada uno de ellos, para culminar con el habitual corolario de la reunión de sospechosos. Más que nunca, además, la solución está al alcance del mismo lector, con el que la autora plantea un juego de lógica que subraya su falta de inclinación por las complicaciones innecesarias, a modo de quintaesencial depuración de su obra.
En Cinco cerditos brillan especialmente todos los elementos y cualidades de la escritora: la introspección psicológica (y no solo en los sospechosos: son especialmente sabrosas las entrevistas con los funcionarios de la justicia, imprescindibles además para dibujar la complejidad del caso); la perfecta delimitación del escenario, hasta el punto de que el mismo lector podría moverse por él; el trazo de los diálogos, ágiles y precisos; las siempre sutiles intervenciones de Poirot; el cuidado puesto en los detalles, de tal modo que bien puede decirse que la escritora, siempre honrada, no incluye ninguno que no acabe teniendo su importancia…
Más que nunca, como he dicho, se trata de una historia que gira en torno a la reconstrucción del pasado por medio de los testimonios (posiblemente alterados tanto por el tiempo y la subjetividad como, en un caso, por la intencionalidad) de sus protagonistas, y sin embargo es mérito que, por una vez, el presente (la evolución de esos cinco personajes desde el momento del asesinato) sea fundamental. Por una vez, es cierto, la densidad viene fundamentada por lo que los cinco «cerditos» son ahora, cuando menos en el plano dramático, y de ahí que las páginas más memorables sean justo las finales, cuando el verdadero culpable (sobre el que, por ausencia de verdaderas pruebas materiales debido al tiempo transcurrido, hay dudas de que pueda ser llevado ante la justicia) realiza una estremecedora declaración ante Poirot donde justifica su acto. La belleza fatalista y la fuerza con que se inviste así al personaje asesino otorgan una notable hondura a una novela que justifica la revisión que merece su autora.
Siempre he creído que las novelas de cubierta blanca de Agatha Christie de Molino y los libros de la colección Reno (con o sin sobrecubierta, dependiendo de su estado) no han venido de ninguna librería o kiosko. Simplemente existen en las estanterías en cualquier vivienda que tenga más de 35 años..
Respecto a Christie, tuve la peculiar suerte de leerla ya como lectora (de)formada, por lo que Diez negritos o Asesinato en el Oriente express los aprecie de una manera muy distinta a la que podría haber si podemosdo en la adolescencia. Puede que los pecados y la culpabilidad oculta de sus personajes puedan resultar inocentes en comparación con los horrores que desvela Lisbeth Salander, pero también reflejan una sociedad y una situación que su autora conocía,sin necesidad de insistir en su carácter «social» ni en erigirse como una obra de estilo.
Acerca de esa «familiaridad» es curioso porque la atención que en el artículo le he dedicado a las portadas de Tom Adams para las Selecciones de Biblioteca Oro es muy reciente: toda la vida las había contemplado sin especial atención, porque eran de «toda la vida». Ese largo recorrido con la novelista ha hecho que, en distintas épocas, haya apreciado en ella cosas distintas: al principio, claro, el puro caso criminal; con el tiempo, la atmósfera y esa sustancia «british» que tanto me gusta. Quién sabe si cuando se ancianito será como le pasaba a mi abuelo: que le relajaban como la compañía de un viejo amigo. De hecho, él tenía tanto ediciones modernas como antiguas, prueba de esa vieja amistad.
El artículo me evoca esas tardes de verano perezosas, que pasé en el porche de la casa de mis abuelos, devorando los libros de Ágata Christie. dejándome llevar por la sorpresa del final inesperado, intentando anticiparme al final apostando por un posible culpable, y equivocándome siempre!! Es una maravillosa sensación, perdida como el sabor de las magdalenas de Proust, que ningún autor de novela policíaca moderna, por buenos que sean (algunos lo son y mucho) me conseguirá hacer revivir.
Todas las que has mencionado son increíbles, por añadir alguna, Cianuro espumoso, me cautivó la manera de contar el argumento, sobre los puntos de vista subjetivos que cada uno de los posibles sospechosos vertía sobre el asesinato a esclarecer, y luego, en una segunda lectura, magistral ver cómo te cuenta el punto de inflexión que te daría la solución de quién es el asesino, y al mismo tiempo escamoteándotelo en las propias narices.
Para terminar, sólo decir que además de la codicia, la pasión amorosa dentro de un menage a trois es otro de los leit-motiv frecuente en estas novelas (cinco cerditos, hacia cero) Quizá fuese una forma de ajustar cuentas literariamente con su azarosa vida matrimonial.
Me encanta leer tus artículos, reposados y con profundidad. En este Internet de lo 250 caracteres, es una delicia encontrar esta página.
Un saludo.
¡Me siente completamente identificado con tu evocación proustiana! Yo también devoré las novelas de Agatha Christie en la casa de mis abuelos, en mi caso sentado cómodamente en el balcón que se alzaba sobre la calle, sintiéndome partícipe de dos universos a la vez: el real, al que bastaba para conectarme con asomar la cabeza y mirar a la calle, y ese ficticiio (pero asimismo tan vívido) que me llevaba a esa Inglaterra rural, o cualquiera de sus proyecciones, lleno de crímenes sofisticados.
Dentro de una bibliografía tan amplia (y en general, tan regular) cada uno de quienes veneramos a Christie tenemos nuestros predilectos. A los ya citados en mi artículo podría añadir «Pleamares de la vida», «Se anuncia un asesinato» o «La señora McGinty ha muerto»… y quedarían todavía muchos más que podría haber escrito.
Por último, muchas gracias por tus elogios. En especial, me emociona encontrar lectores a los que no desanime la extensión de los artículos: yo también creo (fuera de notables excepciones) las buenas ficciones requieren espacio y explicaciones, del mismo modo que un buen vino (y perdón por la presuntuosa comparación) no debe beberse de un solo trago. Un abrazo y espero que sigas paseando por este lugar.
¿Conoces este episodio de la vida de Agatha Christie?:
https://elojodela-aguja.blogspot.com/2016/02/el-dia-que-agatha-christie-salvo-la.html
No, no conocía este curioso episodio. Y desde luego, leyendo los nombres de esa impresionante lista de artistas e intelectuales, que Pablo VI tomara una decisión en función de Agatha Christie, como mínimo, resulta entrañable para quienes estimamos a esta escritora.