El prisionero de Zenda o el hombre que pudo ser rey

Rutilante cartel de El prisionero de Zenda

El cine de aventuras, para mí, siempre ha tenido como piedra angular una fecha, el año de 1952. Es el año de dos clásicos especialmente amados, unidos entre sí por diversos vínculo, hasta el punto de que casi puede creerse que se concibieron como un díptico complementario: El prisionero de Zenda y Scaramouche. Se trata de sendas producciones de la Metro Goldwyn Mayer, rodadas en entrañable Technicolor y con gran lujo de medios, protagonizadas las dos por un Stewart Granger que compone dos papeles caracterizados por el encubrimiento de su personalidad bajo un disfraz, enfrentado a dos villanos de enorme peso carismático, contra quienes, en la conclusión de cada película, mantiene un genial duelo a espada. Por último (pero no menos importante, y nunca mejor dicho), las dos poseen un maravilloso doblaje (y una no menos espléndida traducción), a cargo del irrepetible equipo de talentos que José María Ovies reunió en los estudios de la Metro de Barcelona, que es fundamental para arrastrar ambas historias al terreno del cuento de hadas. No digo que no haya otros años tan fértiles ni películas del género de igual calidad, pero estas dos hace demasiado tiempo que han echado raíces en mi corazón. Las adoro porque ambas pertenecen a un tipo de fábula aventurera ya perdido, capaz de combinar un irreprimible aire de romanticismo gentil con el sentido del humor y la ironía adecuados para ahuyentar toda tentación de cursilería o solemnidad. Un tipo de aventura que creía en sí misma, contara lo que contase, sin necesidad de recurrir a la cobarde desmitificación o, peor aún, a la autoparodia. Rodolfo Rassendyll y Andrés Moreau, el falso rey y el falso bufón, ya conocen lo suficientemente bien su naturaleza como para no tomarse a sí mismos excesivamente en serio, pero sí saben reconocer la seriedad de lo que hacen. Ahí está la clave. Y como de Scaramouche ya hablé en otra entrada del blog, paso a hacer lo propio con la segunda película.

La historia es bien conocida. A pocas horas para su coronación, el futuro Rodolfo V, rey del pequeño país centroeuropeo de Ruritania, es puesto fuera de combate por sicarios a las órdenes de su hermanastro, el príncipe Miguel (alias el Negro), que sabe muy bien que su ausencia en dicha ceremonia será interpretada por su pueblo como prueba definitiva de su incapacidad y carácter disoluto, y favorecerá sus planes de hacerse con la corona. Ahora bien, por un verdadero azar del destino, un ignoto y lejano pariente del monarca, un inglés «corriente» (como él se define) llamado Rodolfo Rassendyll, acababa de conocer a este y a sus principales colaboradores, asombrando a todos por ser un completo sosias del monarca. Como es natural, Rassendyll aceptará suplantarlo por el tiempo necesario para desbaratar la conspiración, no tardando en descubrir que el enemigo más peligroso no es tanto Miguel como su mano derecha, el maquiavélico Ruperto de Hentzau, quien ha conseguido hacerse con el verdadero rey y aprisionarlo en el castillo de Zenda (de ahí el título). Pero lo que Rassendyll no podía prever es que acabaría enamorándose perdidamente de la princesa Flavia, designada por la tradición para el papel de reina, la cual, ignorante de la suplantación pero evidentemente sorprendida del cambio observado en quien antes era un mero bobo engreído, también le rinde su corazón.

El prisionero de Zenda, novela de Anthony HopeEl creador de El prisionero de Zenda fue un escritor británico hoy olvidado, en mayor medida que otros de igual condición, en beneficio de su creación, Anthony Hope (1863-1833), quien lo dio a la imprenta en 1894, con arrollador éxito. No es extraño que, enseguida, compusiera otros dos títulos del ciclo. El primero, qué moderno, es una precuela titulada The Heart of Princess Osra (1896), compuesta por cuentos y situada siglo y medio antes de la época de la primera, que toma como protagonista a una de las antepasadas de Rassendyll. El último capítulo de la trilogía, Rupert of Hentzau (1898), cuyo título ya deja bien claro que sí es una secuela, vuelve a unir a todos los personajes principales en una nueva intriga en Ruritania. Con el tiempo, la primera novela sería trasplantada a las tablas y después al cine, el medio que le daría su popularidad definitiva, con cinco versiones (tres mudas, de 1913, 1915 y 1922, esta última también de gran éxito en su día, y dos sonoras, de 1937 y 1952) más diversas parodias y homenajes.

Por cierto que el éxito del libro daría lugar a una variante del género conocida como «novela ruritania», cuya condición fundamental es situar la aventura de que se trate en el escenario de algún pequeño y ficticio país de opereta situado en Centroeuropa o en Europa Oriental. Enclaves arquetípicamente ruritanos son, por ejemplo, las siempre enemigas Borduria y Sildavia de Tintín o Latveria, el reino gobernado (o sojuzgado) por el Doctor Muerte de los tebeos de Los 4 Fantásticos.

No dudo de que mi impresión sobre el libro, leído por vez primera pocos días antes de la redacción de estas líneas, se haya visto mediatizada por las incontables veces en que he disfrutado sus versiones cinematográficos. Por ello, no voy a extenderme mucho, más que para decir que el libro adolece de todos los defectos que esquivan las películas: el exceso de sublimidad de sentimientos no es compensado ni por el brillo irónico ni por la atmósfera de cuento de hadas; los personajes resultan envarados y no espontáneos; el escenario parece de puro cartón-piedra; el meandro sentimental es pura cursilería sin más; y la fluidez narrativa no existe: un acierto de las películas es la reducción de la trama a poco más de unos días, mientras que en la novela se extienden a lo largo de varios meses.

Eso sí, debe tenerse en cuenta que las dos versiones sonoras parten de la versión para las tablas realizada por el experto Edward Rose en año tan próximo a la publicación original como el de 1896, y es muy probable que esa síntesis proceda ya de la adaptación escénica.

El prisionero de Zenda, version 1937El prisionero de Zenda, versión Metro, como ya he dicho, es la quinta adaptación cinematográfica de la historia de Hope. El cine, lo he defendido siempre, incluso en los casos de mayor autonomía por parte de un creador mayoritario, es una labor de equipo que concita múltiples talentos. La película de 1952, siendo como era de un estudio que daba poco margen para la autonomía artística, no solo lo es en mayor medida, sino que parte de una circunstancia verdaderamente fundamental: se trata de un remake de la primera versión sonora (producida en 1937 por el gran David O. Selznick y dirigida por John Cromwell) del que no solo hereda el mismo guion y la misma música… sino que la planificación de las escenas es en muchas ocasiones la misma. Quien contemple ambas versiones una detrás de otra, por su orden cronológico, o sencillamente las escrute con atención en su ordenador, no podrá sino compulsar esta afirmación. Es evidente que el nuevo director, Richard Thorpe, utilizó para su trabajo el original «guion técnico», que consigna encuadres y movimientos de cámara. Pero no se crea que estamos ante una copia hueca: la repetición no es clónica, proponiéndose variantes en unos casos complementarias y en otros mejores (aun así, debe reconocerse: hay muchos momentos calcados). De cualquier modo, he aquí un ejemplo claro de cómo dos películas en rigor considerablemente similares no son iguales por razones de reparto, color, atmósfera y tono.

Debo por ello comentar, aun brevemente, la versión Selznick, que además es una magnífica película cuyo mayor defecto… es que exista la versión Metro. Sus responsables privilegia ante todo el componente de fantasía romántica de la historia, con la ayuda de una excelente fotografía en blanco y negro de James Wong Howe y de la belleza plástica de su escenografía, beneficiándose además de un reparto magnífico que encabeza un actor injustamente olvidado, el gran Ronald Colman (aunque resulta un tanto mayor para el doble papel protagonista), y en el que destaca un intérprete por el que siento especial cariño, aun cuando haya sido bastante ninguneado en el recuerdo cinéfilo, Douglas Fairbanks jr, hijo del mayor mito del género aventurero hasta ese momento, que compone un Ruperto de Hentzau de irresistible insolencia.

Romanticismo gentil, en El prisionero de Zenda¿Por qué considero que es mejor la segunda versión, o cuando menos, por qué le tengo un cariño tan especial? Podría pensarse que es porque es la primera que yo vi, pero no es así: en una añeja primera sesión de sábado había tenido previa ocasión de contemplar (y admirar) la película de Selznick. Sin embargo, a partir del momento en que tuve ocasión de ver la de la Metro, y por grandes que sean los valores de la primera, no ha podido competir con el remake.

La razón fundamental estriba, sencillamente, en la desbordante vitalidad que transmite la versión de 1952, que dota a todas y cada una de las escenas de la película de la contagiosa sensación de que el mismo espectador es un participante activo de la misma intriga: que está presente en la cena que concluye con el aturdimiento del rey, en el jardín donde Rassendyll está a punto de quebrantar su juramento y decirle a la princesa Flavia quién es realmente, en el pequeño pabellón donde Hentzau planea su primera emboscada para sorprender al impostor o en el castillo de Zenda, luchando contra el villano como si fuéramos el mismo héroe (antiheroico) que ha suplantado al rey.

En buena medida, esa vitalidad está unida al uso de ese restallante Technicolor: por bella que fuera la fotografía en blanco y negro del original, en este caso ese colorido, a estas alturas por completo irreal, arrastra la historia a los terrenos del cuento de hadas en admirable equilibrio con la impronta ética del cine de espadachines. Del mismo modo, hay elementos que son muy superiores en la versión Metro, destacando por encima de todos el duelo final entre Rassendyll y Hentzau, que tiene el prodigio de hacer presente cualquier rincón del decorado. Además, y pese a que en los planos más lejanos son evidentes los dobles, los actores Granger y Mason participan en mucho mayor medida que los anteriores (la edad de Colman condicionaba mucho la secuencia equivalente). Particularmente, solo encuentro otro duelo a espada que supere el de esta película, y es precisamente el de Scaramouche.

Foto publicitaria de James Mason y Stewart Granger, personificando el mitico duelo de El prisionero de ZendaEl reparto de El prisionero de Zenda es sencillamente inmejorable: no se imagina uno solo de los papeles en actores diferentes de los reunidos. Por supuesto, el peso de la acción descansa sobre los hombros de Stewart Granger, ese inmortal aventurero de sienes plateadas que para muchos es el actor emblemático del género. Siguiendo ese juego de espejos con Scaramouche, Granger encarna a un hombre que si acaba metido de cabeza en un cúmulo de peripecias a cuál más arriesgada no es por inclinación personal, sino por un golpe del destino. El disfraz es el rasgo básico de sus dos personajes, gracias al cual pueden desenvolverse en la doble intriga política y sentimental a que se ven empujados y donde se las tendrán que ver con un enemigo carismático con el que se enfrentará en todos los terrenos: es todo un acierto de Granger que, frente al fascinante cinismo de Ruperto de Hentzau (un genial James Mason), sepa oponer un sentido de la ironía que, sin perder nunca la nobleza, consiga no ceder al rival ni siquiera el campo del ingenio.

En este sentido, no encuentro mejor escena para expresarlo que la que supone justamente el prolegómeno del duelo, y que tiene lugar en la entrada de la celda donde Rassendyll acaba de dejar a salvo al verdadero rey, momento en el que aparece Hentzau apuntándole con un revólver. Intentando ganar tiempo, el inglés busca aprovechar el cinismo con el que su rival, un rato antes, le había intentado tentar con la oferta de una alianza mutua para librarse de sus respectivos rivales y mantener el reino en sus manos. Entonces, Rassendyll le pide a este un cigarrillo y, acto seguido, exclama: «¡La mitad de mi reino… por una cerilla!». Huelga decir que si la escena se sostiene (es decir, si Hentzau no hace enseguida lo lógico, que sería deshacerse sin más preámbulo de tan denodado rival) es porque el canalla no deja de sentir cierto feeling hacia el inglés entrometido y una indudable admiración por su valor y sus recursos: es lo que él habría podido ser de no dejarse arrastrar por la corrupción personal. Y si Rassendyll consigue salir con bien de tan apurada situación, para así poder iniciar el definitivo duelo a espada, es porque enseguida utilizará esa caja de cerillas como proyectil para conseguir que Hentzau suelte la pistola.

Genial James Mason como Ruperto de HentzauEl duelo de ingenio y carisma de Granger y Mason es otro de esos elementos que prefiero a la versión de 1937 (por bien que estuvieran, repito, Colman y Fairbanks jr). Por supuesto, Mason, uno de los actores más grandes que ha dado el cine, dueño de una ductilidad impresionante, capaz literalmente de interpretar cualquier papel pero especialmente dotado para los personajes que ponen su inteligencia al servicio de sus cínicos intereses (Operación Cicerón, Con la muerte en los talones), brilla en cualquier escena en la que interviene. Por ello, y por mucho que el jefe de la conspiración sea el príncipe Miguel el Negro, desde el primer momento intuimos que es alguien que no admite otras órdenes que las que le dicta su propio egoísmo, hasta el punto incluso de no dudar en arriesgarlo todo por lo más insensato: obtener las caricias de Antoinette de Mauban, la amante de su jefe.

La segunda confrontación de actores en que se basa el atractivo del film es la que tiene lugar, como es natural, entre los dos enamorados por fatalidad, Rassendyll y la princesa Flavia, o lo que es lo mismo, Granger una vez más y Deborah Kerr. Debe recordarse que ya ambos habían sido emparejados en otro clásico del género dentro de la Metro, Las minas del rey Salomón (1950). Pero si aquí su interacción era tan envarada como el propio film, en El prisionero de Zenda los dos actores, por medio de un juego de miradas que es inolvidable, consiguen convencer plenamente de ese amor vertiginoso e irresistible que surge entre ellos tan pronto se ven, y que está condenado (por el honor de los dos) a la separación. Pocas veces, además, la actriz estuvo tan bella como elegante, digna de ese emblema de la dignidad que es el norte de su vida.

Robert Douglas y Jane Greer, Michael el Negro y AntoinetteTambién espléndido está el resto del reparto. Robert Douglas carga con el incómodo papel de ese príncipe conspirador que termina siendo eclipsado por su principal (y muy traicionero) cómplice, pero revela una vileza personal notable, no en vano fue especialista en grandes villano (su mejor papel siempre fue el del diabólico antagonista de Gary Cooper en El manantial). Un rasgo de ingenio que diferencia a su Miguel el Negro del encarnado por el también grande Raymond Massey en 1937 es el añadido de una cojera que lo obliga a caminar siempre apoyado en el bastón (con mayor lentitud, incluso torpeza, por tanto) y lo hace aún más siniestro. Se consigue así transmitir la idea de que su maldad, al contrario que la de Hentzau, es menos activa, más soterrada por tanto, basada más en el fingimiento, de ahí que se diferencien muy bien los dos personajes malvados: Hentzau será un villano total, incluso un traidor, pero desde luego carece del menor sentido de la simulación.

Bellísima está Jane Greer en ese personaje más bien desconcertante que es Antoinette de Mauban, la amante de Miguel, que no termina de estar bien perfilado, pese a su importancia en la intriga. Memorable está Louis Calhern encarnando la lealtad a la institución monárquica por encima de la indignidad de su ocupante transitorio: es muy bella la delicadeza con la que deposita la cabeza del desvanecido rey Rodolfo sobre su propia chaqueta, para hurtarle la dureza de la piedra. Y Robert Coote hace entrañable el personaje de Fritz von Tarlenheim, cuya principal característica no es sino la de ser un camarada leal, al que no corresponde tomar ninguna iniciativa, pero que se suma con arrojo a cualquiera que le propongan sus superiores.

«El destino no siempre hace reyes a los hombres adecuados», le dirá el abnegado Fritz al despedir al turista inglés devenido unos días en monarca. «¿Es el amor lo único que importa?», exclama Flavia, rehaciéndose de la fugaz tentación de seguir a su amado a Inglaterra, para añadir: «El honor también obliga a una mujer». ¡Oh, solemnidad!, puede pensarse al leer estas frases. Pero El prisionero de Zenda demuestra que la idea más alejada de nosotros puede resultar auténtica si quienes nos lo cuentan lo hacen con convicción. Y en cualquier caso, siempre nos quedará el menos solemne, el menos pomposo, el menos sublime de los granujas del mundo, Ruperto de Hentzau, él sí decidido enemigo de todas esas pamplinas, que no cree en nada salvo en sí mismo y en la satisfacción de sus placeres más acuciantes. De ahí que pocos finales en que se salve el villano nos resulten más gratos que el de esta película, cuando al descubrir que las fuerzas del rey están entrando en el castillo, y pese a tener a Rassendyll ya medio derrotado, con gesto de insolente bravuconería acepta que ha perdido la partida (de momento…), abre un ventanal y se arroja a las aguas del foso (en un plano antológico), pues sólo un tonto cree que la derrota de hoy no pueda ser el triunfo de mañana.

Granger y Kerr, Rassendyll y Flavia

Posdata sobre el doblaje. Debido a la importancia fundamental de las voces en mi valoración de esta película, y como ya he hecho otras veces (la mayor parte, no por casualidad, con el mismo equipo de la Metro), voy a comentar brevemente el doblaje. Rafael Luis Calvo fue, tal vez, el responsable de la primera asociación popular entre una voz y un actor, al estilo posterior de Ramón Langa-Bruce Willis o Constantino Romero-Clint Eastwood. En su caso, fue Clark Gable (actor al que, irónicamente, siempre menospreció). Dotado de eso que antes se llamaba voz viril, es decir, profunda y firme, Calvo supo conferir a Gable primero y a Granger después una notable socarronería, fundamental en la caracterización del personaje, de tal modo que diríase que, verdaderamente, aquellos «siempre» hablaron en español. A Deborah Kerr le puso voz la gran estrella femenina del estudio, Elvira Jofre, con esa inimitable combinación de dulzura y energía que fue su sello particular (y de múltiples heroínas, de Elizabeth Taylor a Greer Garson). En años futuros ese timbre sería considerado «anticuado» y perdería su condición estelar, pero pocas voces como ella las asociamos tanto a ese momento en que el doblaje español parecía impregnado de una magia especial.

José María Ovies, director del doblaje, dotó a Mason de los increíbles matices que poseía su muy sonora voz (antes de poder identificarlo, yo lo distinguía como la «voz de genio»: fue el mejor Groucho Marx de las versiones españolas), equilibrando el formidable cinismo gestual con la inimitable insolencia vocal. Ramón Martori, espléndido secundario, dobla aquí como en muchas otras ocasiones a Louis Calhern. Su voz bien templada, con un punto decadente, aporta al personaje del incondicional coronel Sapt esa solemnidad implacable en su servicio al deber, capaz sin embargo también de la más fina ironía: al ver los efectos del vino drogado, primero en su rey y luego en la criada venal a la que ha obligado a beberlo, no duda en exclamar «¡Notable cosecha la del 68!». No debe olvidarse a Rafael Navarro (uno de los más bellos timbres del doblaje clásico: Charlton Heston fue Moisés y Ben-Hur con él) realzando al villano Robert Douglas, al para mí único Víctor Ramírez dotando de especial personalidad a un personaje en principio poco significativo como Robert Coote/Fritz, o a María Victoria Durá aportando su especial serenidad al personaje de la «otra» que interpreta Jane Greer. Voces todas irrepetibles: por mucho que hoy soy un rotundo defensor de la versión original subtitulada, hay películas que no puedo concebir sino en español.

prisoner-of-zenda-1952-opening-credits

FICHA DE LA PELÍCULA

Título: El prisionero de Zenda / The Prisoner of Zenda. Año: 1952

Director: Richard Thorpe. Guión: John L. Balderston y Noel Langley; adaptación de Wells Root, sobre la versión teatral de la novela de Anthony Hope realizada por Edward Rose; diálogos adicionales de Donald Ogden Stiers. Fotografía: Joseph Ruttenberg. Música: Franz Waxman. Reparto: Stewart Granger (Rodolfo Rassendyll / Rodolfo V), Deborah Kerr (Princesa Flavia), James Mason (Ruperto de Hentzau), Louis Calhern (Coronel Sapt), Robert Douglas (Miguel el negro), Jane Greer (Antoinette de Mauban), Robert Coote (Fritz von Tarlenheim). Dur.: 96 min.

Acerca de Jose Miguel García de Fórmica-Corsi

Soy profesor de historia en el IES Jacaranda (Churriana, Málaga).
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4 respuestas a El prisionero de Zenda o el hombre que pudo ser rey

  1. Has tocado en este artículo una de mis debilidades cinematográficas y hasta literarias. La película de Thorpe era un clásico doméstico en mi infancia, y ya en mi adolescencia tuve ocasión de compararla con la novela (en la versión adaptada de Auriga primero, en la completa de Anaya-Tus Libros después), y finalmente con la versión de los años 30.
    En el caso de la novela, es cierto que las escenas amorosas quizá demoraban demasiado la trama, pero la concisión de la película al presentar directamente a Rassendyll en la aduana de Ruritania, o rescatar al rey a la primera, hubiera resultado demasiado abrupta en la novela, al igual que despedirse al final sin más y perderse en el horizonte. Que el relato estuviese contado en primera persona, por cierto, hacía al final aún más acuciante la necesidad de una continuación en la que se enfrentaran definitivamente el héroe Rudolf y el villano Rupert. De hecho, nos daba una pena horrible no saber de ninguna edición española de «Rupert de Hentzau»; aún recuerdo el grito de alegría con que la descubrimos mi hermana y yo, revolviendo una noche entre un montón de libritos heredados de la «Enciclopedia Pulga», colección juvenil de los años 50.
    En cuanto a la versión de 1937, creo que fue la primera vez, para mi sorpresa, que vi una película de guion calcado de otra (mas tarde descubrí el mismo caso con «Mujercitas» y «Tú y yo»). Era una versión en la que me agradaban vestuario y decorados, pues los de 1952 me parecían un tanto minimalistas (sería por crear, como dices, ese aire de ensueño para la historia); también prefería a su Fritz, nada menos que David Niven, porque Robert Coote me pareció siempre sosote.
    El duelo es espléndido. Su tensión dramática está en que el primer objetivo de Rassendyll no es eliminar a Hentzau, sino franquear cuanto antes el puente levadizo, lo que convierte las acciones del héroe en una angustiosa carrera por acercarse al patio, en la que su enemigo se interpone continuamente. Comparándola una vez más con la del 37, queda bastante claro como había cambiado la manera de entender la acción: los personajes de la primera versión son «gentlemen» haciendo esgrima de salón, y los simpáticos rivales de la segunda eran atletas, no solo por los actores escogidos y su coreografia, sino por el ceñido vestuario. La única pena (si se conoce la novela) es que las acrobacias de la segunda sacrificaron la ingeniosa manera de la que Rodolfo se salvaba de los sicarios de Miguel el Negro gracias al inusual empleo de una mesita de té.

    • «El prisionero de Zenda» es un placer que da gusto por compartir. En el caso de la novela, la versión de Tus Libros la tenía hace tiempo (pero en una de esas ediciones feíllas que sacaron para kiosco) y ha sido ahora, cuando he vuelto a revisar la peli del 52 que por fin he decidido a saldar mi deuda con ella. Como digo en el comentario, no me ha gustado mucho, aunque también es verdad que leerla justo después de disfrutar de tan excelsa adaptación era bastante poco justo para Anthony Hope. Desde luego, esa síntesis genial de la película es lógico que no exista en el libro: de hecho, uno de los encantos que tiene leer por primera vez un libro después de ver su adaptación es recrearse en la extensión de la versión literaria.

      En cuanto a la versión del 37, ciertamente es magnífica. Yo fue la primera vez que descubrí la historia… pero nada más descubrir la del 52 le fui radicalmente infiel, y hasta ahora. Es un placer hasta cierto punto «culpable» porque, como hemos dicho, muchas veces no es un remake sino una copia pura y dura… y sin embargo, en la memoria se empeñan en ser diferentes, con la ayuda del color y los actores. Como tú, prefiero a Niven, aunque a mí Robert Coote me parece un secundario entrañable, y a Mary Astor sobre Jane Greer (al demonio de maldad de «Retorno al pasado» es que no la veo en otro papel que no sea el de mega femme fatale). Y lo más curioso es que mi personaje favorito en ambas versiones sea Hentzau, genial con Mason pero también soberbio con Fairbanks jr, un actor al que yo particularmente le tengo mucho cariño.

      Por cierto, supongo que sabes que hace pocos meses publiqué en este mismo blog un comentario sobre la película «hermana» de esta, o sea, la sublime «Scaramouche».

      ¡Un abrazo!

      • Por supuesto que leí tu entrada sobre «Scaramouche», pero ahí, qué añadir… Recordaré tan solo la mejor frase sobre la esgrima dicha en el cine: La espada es como un pájaro: si lo sostienes con demasiada fuerza, lo ahogas; con demasiada delicadeza, vuela.
        También, qué casualidad, vi hace poco en Youtube la versión de Rex Ingram de «El prisionero de Zenda», muda. Simpática. Donde nuevamente la estrella es el actor que hace de Hentzau (¡con monóculo!), Ramón Novarro, tres años antes de interpretar a Ben Hur…

  2. Tengo las versiones mudas tanto de «Scaramouche» como de «El prisionero de Zenda», de modo que algún día me haré una sesión doble.

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