La ciencia-ficción de H. G. Wells
Para no faltar a la cita semanal con este blog, mientras eso que se llama “deberes profesionales” me impide renovar artículos, rescato esta vieja entrada (la tercera que publiqué, en agosto de 2012), adecuadamente revisada, sobre la entrañable creación de H. G. Wells y su mejor adaptación cinematográfica.
La máquina del tiempo (1895, H. G. Wells)
En el curso de dos semanas de arduo trabajo del año 1895, el joven aspirante a escritor H. G. Wells, a partir de un relato previo, dio forma definitiva al que hoy es uno de los mitos fundamentales de la imaginación humana: la máquina del tiempo. Su intención era ambiciosa, y sin embargo gran parte del encanto que mantiene la novela es el tono ingenuo y modesto que emana de sus páginas. Wells, un literato formado a sí mismo, de origen humilde y que pasó por trabajos de muy modesta extracción antes de convertirse en hombre de letras, tenía cerca de treinta años. En La máquina del tiempo confluyen dos de sus inquietudes de aquella época: las preocupaciones sociales y el interés por la ciencia. La primera la mantuvo toda su vida. La segunda permitió una deslumbrante serie de novelas que le han otorgado la inmortalidad, pero que remitió después de ese asombroso flujo inicial para dar paso a otro tipo de escritos que ya son más bien pasto de especialistas que del público en general. Entre sus admiradores destaca Jorge Luis Borges, de hecho el gran defensor «culto» del autor británico, que siempre habló con entusiasmo del primer Wells, al que dedicó un ensayo contenido en su Otras inquisiciones.
Wells estructura la historia, de modo inteligente, alternando dos puntos de vista. Por un lado, el del amigo del Viajero que se encuentra entre los oyentes de su historia. Por otro, el del propio Viajero narrando las peripecias de su viaje. El primero escucha, perplejo y fascinado, sin caer en el burdo y vanidoso escepticismo con que todos sus compañeros saludan las palabras del protagonista. Éste llega sin más pruebas que un par de flores ya medio marchitas que guarda en su bolsillo y que le entregó una de las habitantes del futuro al que llegó y a la que salvó la vida, flores que el amigo se ve incapaz de clasificar en la escala botánica corriente. Este personaje abre y cierra la novela, pues tras la incrédula acogida de su relato por parte de sus amigos, el Viajero vuelve a partir en su máquina (armado con una cámara fotográfica para obtener pruebas para los descreídos) y se nos dirá que no ha vuelto a reaparecer, pese a que han transcurrido al menos tres años desde la primera crónica.
En cuanto al protagonista, ¿quién es, a qué se dedica, qué vínculos tiene con su época? No se nos llega a dar ninguna explicación. Si bien en posteriores adaptaciones de su novela, el guionista de turno directamente lo identificó con el propio autor, en el libro carece de nombre y es llamado sencillamente el Viajero a Través del Tiempo —en la algo pomposa pero entrañable transcripción del original Time Traveller por parte de Nellie Manso de Zúñiga, responsable de la traducción de la añosa edición publicada por Anaya en la inolvidable y extinta colección Tus Libros (con magníficas ilustraciones de Miguel A. Rodríguez, como la de la portada que puede verse encabezando el artículo). En la conversación que se desarrolla en los dos primeros capítulos con sus amigos e invitados acerca de la posibilidad de la máquina, queda claro que posee unos conocimientos científicos (si bien nada excepcionales: las reflexiones sobre las dimensiones del espacio y del tiempo están al alcance de cualquiera), pero no se indica profesión alguna. El Viajero parece más bien un diletante acomodado y científico aficionado al que anima un ardoroso propósito de reforma social. Esto último es fundamental, pues su deseo de atravesar la molesta barrera de la cuarta dimensión no es para indagar en los balbuceos del hombre en el curso del tiempo ni para saciar ninguna curiosidad sobre relevantes figuras de la historia y el arte ni para dejarse mecer en algún momento preferido del pasado —sospecho es lo que yo haría en tal caso—, sino para marchar al futuro en busca de una sociedad que haya dado respuesta, por fin, a las necesidades del ser humano.
De hecho (y al contrario que en sus adaptaciones al cine), la historia no pierde el tiempo con paradas en el camino para poder brindar algún sugestivo intermedio especulativo: el viaje nos lleva directamente nada menos que al año 802.701 (siempre me ha encantado el evocador ritmo numérico). Y es que Wells (¿el Viajero?) no pretende sino proponer lo que hoy llamaríamos una fantasía antiutópica, la descripción de un mundo horrible que, bajo la apariencia de una Edad de Oro en la que el ser humano, por fin, tiene todas sus necesidades satisfechas sin necesidad de trabajar (ni, por tanto, de explotar a nadie), se esconde un terrible, incluso abominable secreto. Esa sociedad está aún más estratificada que la que el mismo Viajero deja en el ocaso del siglo XIX: está dividida en dos razas, una dominante y de aspecto monstruoso (los Morlocks), que vive bajo tierra y produce todo cuanto necesita la segunda, a un tremendo precio; la otra, los Eloi, de aspecto todavía dulcemente humano (de ahí que el Viajero, pese a despreciarla, no pueda evitar simpatizar con ella), que en realidad es el ganado que los otros crían para su sustento, sin que parezcan capaces de hacer nada para eludir su condición de criaturas sin más futuro que la mesa de los Morlocks.
Tradicionalmente se ha considerado al creador de El hombre invisible como un autor menor, de notable imaginación pero de escasas cualidades verdaderamente literarias. Pues bien, Wells fue un magnífico escritor y no sólo porque tuviera una gran imaginación, que es indudable, sino también por el talento eminente con que dio forma a sus imaginativas fantasías. La máquina del tiempo, obra prácticamente primeriza, recuérdese, habría sido olvidada pronto de limitarse a hacer acta de nacimiento de un icono de la fantasía y a describir una sociedad antiutópica que, la verdad, no destaca precisamente por su originalidad. Bien al contrario, si su historia sigue siendo un clásico inmarchitable es por la inolvidable atmósfera de melancolía que emana de sus páginas.
Aunque el Viajero es un juez severo de cuanto observa, aunque constantemente está proponiendo teorías sociales e históricas que, también de continuo, debe ir desechando sobre la marcha ante el paulatino descubrimiento de la verdad (que, claro, en gran parte quedará en la niebla del tiempo), su personaje acaba revelándose, por encima de cualquier otra condición, como un poeta capaz de transmitir una poderosa sensación de pérdida y evocación capaz de implicar al lector, de modo estremecedor, en sus propias vivencias. Wells se descubre como un magnífico cronista de la decadencia, en la forma de describir esas misteriosas construcciones que el tiempo ha ido arruinando, de representar una naturaleza cuya exuberante feracidad implica la renuncia del hombre a dominarla o de llevarnos al mismo ocaso de la Tierra, en una playa donde el sol parece en un perpetuo crepúsculo, y donde ya no hay rastro de la humanidad y los animales diríanse vueltos de épocas imposiblemente pretéritas.
Todo el libro está invadido por una suave pero indiscutible aura de pesimismo. No sólo porque el protagonista debe afrontar la idea, casi intolerable para él, de que el futuro y el progreso, desde luego, no son sinónimos, sino también porque descubre la fragilidad de eso que llamamos ser humano. En ese sentido, hay que diferenciar: por mucho que Wells no pueda evitar sacar al pesimista que lleva dentro, no por ello se convierte en un conformista. Lo demuestra su personaje y lo demostró él mismo en su propia vida, en la cual el compromiso político y social fue tan importante. Lo que hace cercano a su protagonista, por lo tanto, es la intensa emotividad que desprende, su forma de descubrir que él, tan racional, también esconde a un ser con instintos duramente reprimidos —y que, con el cambio de su escenario cotidiano, afloran con facilidad: no duda en reconocer la sed de sangre que le despiertan los Morlocks. La lección es clara: el conocimiento no basta si no es temperado por la devoción a la humanidad. El Viajero inicia su periplo para saber y acaba anonadado por su principal descubrimiento: nuestra enorme vulnerabilidad, no ya física sino emocional y cultural.
La bella conclusión de la novela es que, al final, en el borde del tiempo, el Viajero se acaba descubriendo no como un buscador del sistema social más justo y perfecto, sino de la empatía, la comprensión, la ternura: de la humanidad, en suma.
En este sentido, resulta encantadora la delicadeza con que describe el personaje de Weena, la joven Eloi que se convierte en su compañera inseparable. Si no puede hablarse de una historia de amor explícita (como harán luego todas las adaptaciones cinematográficas), Wells sí consigue establecer una delicada corriente de atracción del protagonista hacia la joven (por mucho que no lo confiese abiertamente). Por ello, la súbita pérdida de la muchacha la noche en que son atacados por los Morlocks y él prende fuego al bosque provoca una enorme desolación. Por ello, resulta tan imborrable la frase final de la novela, en que el amigo del Viajero, triste porque los años transcurridos desde que éste se marchó ya son demasiados como para pensar que algún día retornará, al reflexionar sobre ese futuro ingrato al que presumiblemente ha vuelto, se encuentra al menos «para consuelo mío, dos extrañas flores blancas —encogidas ahora, ennegrecidas, aplastadas y frágiles— para atestiguar que aun cuando la inteligencia y la fuerza habían desaparecido, la gratitud y una mutua ternura aún se alojaban en el corazón del hombre».
La máquina del tiempo, pues, lo que acaba proponiendo por encima de su contenido político-social es una bonita reflexión sobre el triste destino del hombre a perderlo todo, sea cual sea su época y condición, pues esa es la característica principal de la humanidad: su falta de perdurabilidad. Sólo el recuerdo es lo que nos hace inmortales; la memoria, por tanto, es la verdadera máquina del tiempo.
El tiempo en sus manos (1960, George Pal)
Wells fue adaptado muy pronto al cine: de hecho, en casi todas las fuentes sobre cine su novela Los primeros hombres en la luna figura como inspiradora del pionero Viaje a la luna (1902, Georges Méliès). Sin embargo, de todas sus novelas famosas (y menos famosas), la que nos ocupa tardó bastante en interesar a los productores, tal vez porque su historia implicaba una importante inversión en efectos especiales. Hay acreditada una versión para la televisión británica en 1949, pero la primera adaptación cinematográfica lleva la firma del húngaro George Pal, que en España fue rebautizada, de forma para mí entrañable, como El tiempo en sus manos.
Pal, un nombre hoy excesivamente olvidado, fue uno de los primeros magos de los efectos especiales, sobre todo en el campo de la llamada stop-motion o animación paso a paso, cuyo cultivador más apreciado hoy día es el gran Ray Harryhausen, que precisamente tuvo uno de sus primeros empleos en el equipo de aquél. En los años 50 Pal, primero como productor y después como director de sus propios proyectos, se convirtió en uno de los más notables practicantes del cine de ciencia-ficción (o fantástico en general), con títulos en su momentos tan populares como Cuando los mundos chocan (1951, Rudolph Maté), La guerra de los mundos (1953, Byron Haskin) o un maravilloso melodrama titulado Cuando ruge la marabunta (1954, también dirigida por Haskin), donde brilla con luz propia la animación de la espectacular invasión de hormigas recogida por el título.
En El tiempo en sus manos, George Pal convierte el limpio y melancólico pesimismo del original en una fantasía blanca que, bajo las formas del cine de aventuras fantásticas para toda la familia, no sólo no es indigno de la novela de partida sino que incluso la complementa de modo excelente. Ambas narraciones parten de un mismo principio: la modestia de una mirada sencilla, incluso ingenua, que acaba sellando una narración pura, en la que destaca por encima de todo el gozo de contar. Aunque Pal baña su cinta de un notable dinamismo, en el fondo también asume, de modo coherente, el nostálgico lirismo de Wells. ¿Cómo abordar el tema del viaje en el tiempo sin dejarse llevar por el sentimiento de pérdida de lo que se dejó atrás, tanto como por el de curiosidad por lo que ha de venir?
El cineasta lo entiende bien desde el principio, ofreciendo un prolegómeno a la aventura —la reunión durante la cual George, inventor y firme convencido en el progreso pacífico de la humanidad, reúne a cuatro amigos para hacerles conocer su reciente invento de la máquina del tiempo— que tiene la virtud de saber ofrecer un ancla no ya para el protagonista sino para el espectador, que nos ata firmemente en la corriente del tiempo. Situado el último día del siglo XIX, ese prólogo posee la atmósfera de un muy british relato navideño, es decir, situado en una época en que lo fantástico parece filtrarse mejor en la vida, y más si es contado junto a una chimenea que derrama calor en una estancia añosa y confortable que protege del frío exterior. Ese espacio donde George (Wells) reúne a sus cuatro escépticos amigos, con sus paneles de madera y sus múltiples relojes, crea una sensación de extraordinaria intimidad, en la que se nos permite penetrar como si cada uno de nosotros fuera un quinto invitado.
Rod Taylor, un actor eficiente pero rara vez memorable, aquí se encontró ante el papel de su vida, componiendo un Viajero del Tiempo que sabe expresar al mismo tiempo entusiasmo y tristeza, curiosidad intelectual y desengaño emocional, y sobre todo, y en todo momento, convicción por lo que piensa y siente. ¿Cómo no dudar de que, en efecto, ha creado una máquina del tiempo y nos convence de que lo acompañemos no al pasado, que nada le puede enseñar, sino al futuro, a un tiempo en que ya no haya guerras? Pues esa ambientación en los últimos días de 1899 tiene también el sentido de señalar que Inglaterra vive días de guerra, por su enfrentamiento con los bóers en Sudáfrica, y la guerra se empeñará en perseguir al protagonista en cada una de sus paradas (que son en 1917, en 1940 y en otra fecha futura al 1960 en que se ubica el film y donde Londres acaba literalmente destruida) antes de tomar carrerilla hacia el lejanísimo futuro.
El tiempo en sus manos adopta los trazos del cine for all the family que tanto gustaba en el Hollywood antañón, componiendo una aventura «doméstica» en la que, por ejemplo, su protagonista se adentra en la corriente del tiempo vistiendo… un elegante batín. El mismo diseño de la máquina resulta bastante improbable para cruzar el tiempo pero resulta entrañable, y se nota que el mismo Pal estaba encantado con él por los mimosos movimientos de cámara con que acaricia su presentación en la película. El viaje en el tiempo compone una secuencia estupenda, no sólo porque permite a Pal lucir sus habilidades para los efectos especiales naïves (las plantas haciendo brotar sus frutos a toda velocidad, el caracol que echa una carrera), sino por las buenas ideas visuales que encierra, la más afortunada de las cuales es mostrar el paso del tiempo a través del cambio de la moda en el maniquí del escaparate de la tienda de modas que George tiene ante su laboratorio.
Por el contrario, el núcleo de la aventura en el 802.701 ofrece varios puntos discutibles. El primero es que la caracterización de los Eloi, con sus vestidos pastel y sus pelucones rubios para hombres y mujeres, no puede ser calificada sino como horterada kitsch. Con ellos también aparece la insustancial e inexpresiva Yvette Mimieux, cuya interpretación, en efecto, hace pensar si la actriz no sería, ella misma, una Eloi y no alguien por quien merezca la pena renunciar definitivamente a la propia época. Mejor es el diseño de los Morlocks, aunque se nota demasiado que esa piel paliducha no es sino un traje mal disimulado. La secuencia en que George desciende al mundo subterráneo para rescatar a Weena dura demasiado y sus escenas de acción no están filmadas de modo convincente (es impagable el momento en que el joven Eloi descubre que su puño sirve para golpear), pero los decorados son sugestivos y Pal tiene un nuevo chispazo de ingenio, con esa forma de colorear los planos subjetivos que muestran el deslumbramiento de esos hombres-topo que son los Morlocks ante las cerillas que enciende el protagonista.
En cualquier caso, el regreso de George al pasado permite recuperar la cálida intimidad del inicio, ahora ya definitivamente impregnada de una notable melancolía, pues, antes incluso de que George se separe de sus siempre incrédulos amigos, cada una de sus palabras, cada uno de sus planos, posee un agradable sabor elegíaco. Al final, la gran paradoja de El tiempo en sus manos es que, después de tantas aventuras, a donde desea regresar el espectador en la máquina del tiempo es a ese rincón del Londres del cambio de siglo, a dejarnos calentar por esa chimenea, en ese salón, atendidos por esa anciana ama de llaves, y no al remoto 802.701 a procurar un nuevo amanecer en la humanidad.
El artículo original, más largo, incluía asimismo reseñas de dos versiones posteriores: Los pasajeros del tiempo (1979), pastiche wellsiano que enfrentaba al autor con Jack el Destripador en el San Francisco coetáneo; y un remake dirigido curiosamente por el mismo nieto de Wells, La máquina del tiempo (2003), que aun limitado encierra algún interés. El lector interesado puede leerlas en la parte final del siguiente enlace:
La máquina del tiempo y sus versiones en el cine
FICHA DE LA PELÍCULA
Título: El tiempo en sus manos / The Time Machine. Año: 1960
Director y productor: George Pal. Guión: David Duncan. Fotografía: Paul Vogel. Música: Russell García. Reparto: Rod Taylor (Herbert George Wells), Yvette Mimieux (Weena), Alan Young (Filby Sr. y Jr.), Sebastian Cabot, Tom Helmore, Whit Bissell (Invitados). Dur.: 103 min.