Sucedía en las primeras páginas del nº 101 de la colección The X-Men (en España, La Patrulla-X). Jean Grey, la mujer-X conocida bajo el alias de la Chica Maravillosa, sacrificaba su vida al pilotar, bajo una terrible tormenta solar, el cohete que lleva a sus compañeros (puestos a salvo en las cabinas protectoras) de regreso a la Tierra. La nave se estrellaba en la bahía de Jamaica, frente a Nueva York, y los mutantes emergían de las aguas aterrados ante la aparente suerte de su amiga. De pronto, las aguas se conmovían y Jean Grey emergía de ellas como un torbellino de poder, enfundada en un uniforme misteriosamente nuevo, exclamando las míticas palabras: «¡Escuchadme, Patrulla-X! ¡Ya no soy la mujer que conocisteis! ¡Soy el fuego! ¡Soy la vida encarnada! ¡Ahora y para siempre… soy Fénix!». Desde ese número, y hasta el mítico 137 en que se resolvió el destino de la muchacha, la colección que la acogía fue creciendo en interés argumental, categoría artística y éxito económico, que acabaría convirtiéndola en la colección más vendida de toda la editorial Marvel. Los aficionados clásicos de la casa seguimos venerando los nombres de Chris Claremont (guionista), John Byrne (dibujante) —los dos últimos responsables en colaboración del argumento— y Terry Austin (entintador) como uno de los mejores equipos de la misma, y la Saga de Fénix Oscura como uno de los dos o tres momentos culminantes de la historia. Yo, de hecho, que la habré releído mil veces, no dudo en calificarla como la cumbre de Marvel.
Como todas las primeras heroínas del Universo Marvel, la Chica Maravillosa era el único elemento femenino de un grupo formado por varios hombres que se pasaban todo el tiempo mimándola y protegiéndola, pues la muchacha era el elemento más débil del equipo y lo normal es que los villanos, muy poco caballerosos ellos, intentaran aprovecharse de esta circunstancia. Su poder inicial era la telequinesia, la capacidad de mover objetos con el pensamiento, si bien lo normal era que, en cuanto hacía algún esfuerzo, cayera agotada. Los guionistas tuvieron el buen ojo de añadir a esta capacidad la de la telepatía, poder en cuyo uso sería entrenada por el mentor de la Patrulla-X, el profesor Charles Xavier, y que iría haciendo cada vez más relevante su presencia en el grupo. Hay que añadir que, como tenía por norma Stan Lee en estos primeros tiempos, enseguida se trazó eso que entonces se llamaba «interés romántico» entre Jean y el miembro más serio y atormentado del grupo, la mano derecha además del Profesor-X, esto es, Scott Summers, alias Cíclope. Tras muchos números en que ninguno de los dos se atrevía a dar el primer paso, su romance demostraría ser uno de los más longevos e indestructibles de la casa, sostenido incluso más allá de la «muerte».
En cualquier caso, y durante más de una década, Jean Grey fue un personaje importante pero poco carismático dentro de la Casa, integrante además de una colección, The X-Men, que aunque obtuvo su cuota de popularidad nunca estuvo entre las más vendidas de la editorial e incluso pasó varios años en el limbo, publicando reediciones de las primeras aventuras a la espera de una revitalización de la serie.
Como bien se sabe, esta llegó en 1975, adoptando la forma de una «Segunda Génesis». Es decir, renovando a los miembros del grupo con la excusa de una nueva generación de mutantes reunida por el Profesor-X, que permitió a la primera retirarse a una segunda línea, con la excepción de Cíclope, que permanecía como el líder en combate del grupo. A esta segunda generación pertenecen los más famosos Hombres-X popularizados por el cine: Lobezno, Tormenta, Pícara, Rondador Nocturno, etc. Al principio con tibieza, después con imparable fuerza, la colección —rebautizada definitivamente como The Uncanny X-Men— acabaría erigiéndose en el estandarte de un conjunto de series protagonizadas por los mutantes (los superhéroes del Universo Marvel dotados de poderes desde su nacimiento, y por tanto temidos por los humanos «normales»), que durante varias décadas se convertiría en el buque insignia de la Casa de las Ideas.
La Segunda Génesis había tenido lugar en un tebeo especial (allí llamado Giant-Size) fuera de numeración, escrito por el entonces director editorial, Len Wein. Tan pronto las aventuras de esta nueva Patrulla-X pasaron a su colección regular, a partir del nº 94 (agosto de 1975), se puso a su frente a un joven guionista británico llamado Chris Claremont, que permanecería en el puesto hasta 1991, y que por lo tanto sería el gran responsable de su edad de oro. El buen dibujante con el que inició esta trayectoria, Dave Cokrum, sin embargo dejó la colección al poco tiempo, siendo sustituido en el nº 108 (diciembre de 1977) por uno de los nombres míticos de la historia marvelita, John Byrne, el cual, asociado con el elegante entintador Terry Austin, crearía la imagen por excelencia del grupo. Byrne, un hombre inquieto que acabaría erigiéndose como autor completo, encargándose asimismo de sus propios guiones, no tardaría en aportar un buen número de ideas a las tramas, hasta el punto de acabar siendo acreditado como co-argumentista a partir del 114 (en cualquier caso, Claremont fue siempre responsable absoluto de los diálogos, que en su caso siempre fueron un elemento fundamental de caracterización). Este trío sería el responsable, por tanto, de esta fabulosa etapa, que concluiría pocos meses después de la finalización de la Saga de Fénix Oscura, en el nº 143, no sin antes ofrecer un último clímax con el doble episodio conocido como Días del futuro pasado, de cuya importancia da fe el hecho de haber dado pie a una de las mejores películas del ciclo cinematográfico de los X-Men.
Volvamos a Jean Grey. En un primer momento, y como sus compañeros de la primera generación (el Ángel, la Bestia y el Hombre de Hielo), también había abandonado el grupo. Sin embargo, su romance con Scott Summers hizo inevitable que volviera a aparecer en las páginas de The X-Men. Claremont decidió entonces reformularla como alguien mucho más poderoso —en los años 70, la editorial por fin había descubierto el feminismo y llenaba sus series de mujeres de enorme personalidad y poderes en consonancia—, potenciando los poderes que ya poseía hasta convertirla en toda una heroína cósmica. Aunque las explicaciones tardarían en llegar, lo que le había pasado a Jean Grey en esa desprotegida nave que pilotaba es que, en mitad de la tormenta solar, la muchacha se había unido a una primigenia fuerza estelar con la que establecería una relación simbiótica que acabaría poniendo a prueba su humanidad.
Ahora bien, es evidente que, en un principio, el mismo Claremont no tenía una idea concreta de hacia donde tirar. En primer lugar, eso sí, planteó una aventura de largo aliento que llevó a la Patrulla al espacio a combatir contra un loco megalómano, líder del imperio estelar Shi’ar, que en su búsqueda del poder absoluto está poniendo al universo al borde de la destrucción completa, al intentar hacer uso de una gema primordial, el Cristal M’Kraan, que encierra en su interior nada menos que una galaxia de neutrones. En el último momento, Fénix (bajo la forma energética del pájaro que le da nombre) se encarga de conjurar el peligro, haciendo una exhibición de poder que, es evidente, es propio de una diosa.
El problema que se planteó a continuación era inevitable: ¿qué hacer con un personaje tan poderoso que todos los demás mutantes palidecían a su vera? ¿Cómo evitar que la serie se conviertiera en Fénix y los Hombres-X…? En primer lugar, en las siguientes aventuras el nivel de poder de Fénix se manifestó bastante por debajo de lo exhibido: la explicación fue que ella misma, de modo subconsciente, había creado diversas barreras protectoras en el interior de su mente. Sin embargo, enseguida se decidió alejar a Jean Grey de la primera línea. En el curso de un enfrentamiento contra el archienemigo por excelencia del grupo, Magneto (nº 113), Fénix y el resto del grupo se separaban, dándose por muertos mutuamente. Claremont y Byrne se llevarían a la Patrulla a un periplo por el mundo entero que sirvió para consolidar uno de los grandes atractivos de la serie, el estupendo dibujo psicológico de los personajes, cada uno bien perfilado en su particularidad, complementarios todos entre sí. Mientras tanto, el tándem de creadores comenzó a idear por fin la saga que extraería todo el jugo del personaje, una saga lenta y minuciosamente elaborada en el curso de la cual Jean Grey iría cayendo poco a poco bajo el influjo de ese lado «oscuro» que supone la existencia dentro de ella de la tentadora fuerza cósmica. La Saga de Fénix Oscura echó a andar.
En primer lugar, era necesario el reencuentro con sus camaradas, y en especial con su amante. Y para efectuarlo, Claremont y Byrne idearon una pequeña minisaga que, sin exageración, figura entre mis preferencias solo un peldaño por debajo de la de Fénix Oscura (en realidad, y aunque no suele incluirse propiamente dentro de esta, no solo supone su prólogo sino, en realidad, su inicio). Se trata de la Saga de Proteo, que tiene lugar entre los números 125 y 128.
Su argumento es tan sencillo como sugestivo: consiste en someter al grupo al enfrentamiento contra el tal vez más poderoso mutante al que hasta ese momento han tenido que hacer frente (es decir, tienen que hacer honor al fin para el que fueron reunidos por el Profesor-X). Inicialmente, su peligrosidad radica en que, al modo de la especie colectiva popularizada por la película La invasión de los ladrones de cuerpos, tiene la capacidad de «ocupar» un cuerpo, destruyendo la personalidad de su huésped y adquiriendo tanto su forma como sus conocimientos. Eso sí, con sus poderes ansiosos de estímulo, agota rápidamente la energía del anfitrión y ha de pasar sucesivamente a otros (de ahí el nombre de Proteo). Ahora bien, a mitad de la aventura, los Hombres-X descubren que su poder es aún mayor: tiene la capacidad de manipular a su antojo la realidad. Proteo, y he aquí el hallazgo, en realidad es un presagio de Fénix Oscura: ambos comparten la voracidad inmisericorde (solo que ella devorará una estrella, matando a cuantos dependían de esta) y poseen absoluto dominio sobre la realidad (los dos pueden reformular a su antojo las moléculas y transformarlas en otra cosa). Incluso comparten vinculación sentimental con alguien del grupo (Proteo es hijo de Moira McTaggert, científica escocesa asociada a Charles Xavier en sus investigaciones sobre los mutantes). Proteo es el espejo degradado de lo que será Fénix Oscura.
La aventura es una obra maestra total y absoluta. En tanto la amenaza parece reducir a Proteo a la condición de «vampiro mental», destaca su atmósfera de terror (de terror británico, además) y la progresiva construcción de su tensión. En cuanto Proteo se revela en toda su capacidad y se plantea la batalla sin cuartel, el desarrollo de la misma es hipnótico, convenciendo verdaderamente de su cualidad bigger than life, hasta concluir en un memorable round final entre el depravado monstruo y el acorazado Coloso, que es quien lo aniquila (¿porque el metal es el anatema de Proteo… o porque lo es la inmaculada pureza del más inocente de los Hombres-X?).
Acción y reflexión se funden de modo espléndido. Claremont aprovecha cualquier resquicio para enriquecer la narración con el desarrollo psicológico de los personajes, sobre todo mediante el énfasis discursivo de diálogos y pensamientos. En particular, es memorable la demostración de liderazgo que realiza Cíclope en la pausa que efectúan los Hombres-X antes del enfrentamiento final en Edimburgo, al comprobar la maltrecha moral a que han quedado reducidos tras su primera pelea contra Proteo, provocando su rabia contra él mismo a modo de catarsis (sobre todo de Lobezno: una buena idea puesto que este siempre había cuestionado la jefatura de Summers). En cuanto a Byrne, en estos números termina por demostrar su capacidad para dibujar cualquier cosa. El poder de Proteo para alterar la realidad, es evidente, suponía toda una golosina en manos de un dibujante como él, y aquí brindó varios de los grandes momentos de la serie: buen ejemplo es esa viñeta en que el villano gira la gravedad 90 grados y Coloso cae horizontalmente hacia abajo (la viñeta, claro, es vertical, pero la gracia nace de la torsión entre los dos ejes).
A la vez, Claremont y Byrne ya habían empezado a trazar la evolución de Fénix: no solo sus niveles de poder parecen estar aumentando de nuevo, sino que tiene tendencia a hacer alarde cotidiano de ellos (soporta sin apenas ropa de abrigo el frío de las islas Hébridas, donde comienza la aventura, o cambia de vestuario cada vez que da un giro, «recolocando» telequinéticamente todas las moléculas de los tejidos). Más tarde, incluso, en un momento de intimidad con Scott, contiene sin esfuerzo los terribles rayos ópticos de este (el cual, como se sabe, está condenado a usar siempre unas gafas de cristal de cuarzo o el famoso visor de su traje de combate, del cual deriva su alias mitológico), para así poder darle el que, en rigor, es el primer beso libre de su relación, sin el menor estorbo, idea tan bella como elegíaca, puesto que ese momento de amor físico que ambos viven en lo alto de un risco, aislados del mundo entero, será el amargo preludio del definitivo final de su historia de amor.
Lo más preocupante, sin embargo, es que la muchacha comienza a vivir una serie recurrente de sueños o alucinaciones que parecen intensamente reales: Jean cree retroceder 200 años en el tiempo y encarnarse en una antepasada suya ligada sentimentalmente a un elegante caballero, con cuya contrapartida moderna se ha cruzado ya alguna vez, un tal Jason Wyngarde.
Por supuesto, la Patrulla-X está siendo víctima de un complot, minuciosamente preparado por el «círculo interno» de una antigua y venerable institución neoyorquina llamada el Club Fuego Infernal (inspirado en una célebre sociedad londinense del siglo XVIII cuya leyenda negra está asociada al satanismo y la perversión sexual), cuyos integrantes, asimismo mutantes, aspiran al poder por el poder. El plan se basa en el control que uno de ellos, el tal Wyngarde, está efectuando de Jean Grey, infiltrándose en sus pensamientos para hacerle creer que es la Reina Negra del club, bajo la ilusión dieciochesca. En realidad, Wyngarde es un viejo enemigo de la Patrulla-X (y de muy poca monta), Mente Maestra, mago de las ilusiones —es genial cómo Byrne nos alerta a los lectores mucho antes de que lo sepamos: la sombra que proyecta Wyngarde no es la del hombre joven y vigoroso que parece, sino de un tipo mucho menos elegante y de mayor edad—, el cual, gracias a las habilidades telepáticas de otra integrante del club, la Reina Blanca, está proyectando en la mente de Jean esas falsas vivencias con objeto de dominar su personalidad.
Wyngarde ignora que Jean Grey ya no es la Chica Maravillosa que él conoció en el pasado: ignora que es Fénix y que, por tanto, está jugando con fuego. En el curso de otra fenomenal aventura, el club captura en su sede neoyorquina a toda la Patrulla, que descubre con desaliento la traición de su amiga, devenida en Reina Negra. El sentido de la progresión de esta parte de la saga vuelve a ser impecable, incluida la aparición en la trama de dos antiguos Hombres-X, la Bestia y el Ángel, con completa coherencia: si la Chica Maravillosa de antaño va a vivir su más traumática experiencia, es dramáticamente necesario que la compartan con ella sus primeros compañeros del grupo y a la vez más viejos amigos (solo falta a la cita el Hombre de Hielo, siempre el Hombre-X menos relevante).
Claremont y Byrne, además, siguen desarrollando todas las posibilidades de los otros miembros de la Patrulla. En concreto, y en el seno de la incursión en el Club Fuego Infernal, es cuando por fin tiene su primer momento de gloria el que no tardará en convertirse en el más popular de los mutantes: Lobezno. La viñeta final del nº 132 es justamente mítica: después de haber sido quitado de escena con insultante facilidad, al ser arrojado a las alcantarillas de Nueva York (lo que le permite ser el único miembro del grupo en no caer prisionero del círculo interno del club), el mutante canadiense emerge de las aguas de las cloacas, con las garras de adamantium en ristre y mirando con rabia al mismo lector mientras exclama la famosa frase: «¡Vale, mamones, ya habéis tenido vuestra oportunidad! ¡Ahora me toca a mí!». Y en las primeras páginas del siguiente número, hace demostración gráfica de esa condición psicopática, que hasta el momento solo se había anunciado en los diálogos, liquidando con salvajismo a los sicarios del club que se cruzan en el camino por el expeditivo método de destriparlos con sus garras, escenas que hoy día sencillamente no se podrían haber dibujado.
La insensata manipulación mental de Mente Maestra provoca la definitiva ruptura de todo control en la maltrecha psique de Jean Grey. En el final de ese 133 tiene lugar por fin el momento más temido: Jean cede definitivamente a esa voraz fuerza cósmica que fulge en su interior. Byrne y Claremont planifican ese momento definitivo como el espejo exacto de ese otro en que, en las aguas de la bahía de Jamaica, nació Fénix: el mismo torbellino de energía (solo que en el aire y no en el agua), la misma viñeta vertical dominada por la presencia femenina en pleno estallido de poder y, sarcásticamente, justo las mismas palabras. Ha nacido Fénix Oscura.
Tras derrotar con insultante facilidad a sus ex compañeros, Fénix Oscura parte hacia las profundidades siderales y su primera acción, ya señalada, consiste en alimentar su hambre cósmica devorando una estrella, lo cual tiene como daño colateral el exterminio de la vida en el planeta asociado a la misma, un momento culminante que tendrá consecuencias para el final de la saga. La increíble exploración que Claremont y Byrne realizan del concepto de superhombre —más amplio que el de superhéroe, pues supone toda una reflexión sobre la dicotomía entre humanidad y divinidad, que es o debiera ser el tema central del género: Alan Moore es quien mejor lo ha entendido (Watchmen, Miracleman)— que deriva del personaje da pie, en los números 135 y 136 a páginas de una profundidad difíciles de igualar. Si ese «vuelo cósmico» de Fénix Oscura ya resulta memorable, aún más estremecedor es el episodio de su regreso a la Tierra, al hogar familiar (la inevitable tentación de la regresión al útero materno), primero para encontrarse con sus padres y su hermana —el lector no puede evitar una dolorosa punzada de empatía ante el desgarro que siente la semidiosa al leer en la mente (¡no puede evitarlo!) de estos el miedo que en ellos despierta su nueva aureola—, y luego para volver a enfrentarse a sus amigos, y en especial al hombre al que ha amado toda su vida, Scott Summers, que consigue remover la chispa de incertidumbre humana que queda en ella… antes de que su mentor, el Profesor-X intervenga para intentar acabar con su amenaza. En especial, Byrne y su imprescindible Terry Austin exhiben un sobrenatural dominio de la expresividad de Fénix Oscura: nunca una criatura de papel pareció más de carne y hueso.
La saga concluye con un número final, de doble extensión, el 137, titulado «El destino de Fénix», que equilibra con virtuosismo el intimismo con la espectacularidad. Su nudo argumental es el duelo entre la Patrulla-X y la guardia imperial Shi’ar por la vida de una Jean Grey que, en apariencia, ha revertido a la normalidad tras su enfrentamiento con Xavier, duelo que tiene lugar en uno de los escenarios más entrañables del Universo Marvel, la llamada Zona Azul de la luna. Por supuesto, la desaparición de Fénix Oscura era solo un espejismo, y el combate precipita de nuevo su emersión. Ahora bien, antes de que vuelva a apoderarse de ella, Jean Grey ya ha decidido que todo debe concluir: y delante de su amado Scott, se quita la vida con la ayuda de un formidable cañón láser que estaba enterrado bajo la superficie lunar. A modo de epílogo, ese perenne testigo de los avatares humanos que es el Vigilante (único habitante de la Zona Azul), pronuncia el bello epitafio que merecía la saga y su protagonista, ponderando el sacrificio de quien, pudiendo haber vivido como diosa, ha preferido morir… como un ser humano.
Este final, uno de los más conseguidos de la historia marvelita, impactó a toda una generación de lectores (que encima tuvimos el hándicap de seguir de modo muy precario la saga por la incertidumbre editorial de las publicaciones españolas de Marvel de esos años). La curiosidad es que, pareciendo el único final posible, en realidad se debió a una imposición del entonces director editorial, Jim Shooter, que obligó a Claremont y Byrne a reescribir el que ellos habían previsto, y en el que Jean Grey sobrevivía, perdiendo todas sus habilidades mutantes. Shooter alegó que no era admisible que un personaje que había eliminado sin pestañear a cinco mil millones de seres vivos saliera sin un castigo1. En cualquier caso, y aunque la intención evidentemente encierra un propósito moralista, permitió que la saga se cerrara con una maravillosa fuerza dramática.
El curso de la etapa Claremont-Byrne, y en especial la Saga de Fénix Oscura, brilla en la historia del tebeo de superhéroes, tantas veces acusado de superficialidad e infantilismo, por su pegajosa densidad moral, por la exploración psicológica de sus personajes, por la magnífica reflexión sobre el contraste entre el poder y la flaqueza del ser humano y por su genial sentido del crescendo dramático. Ahora bien, en último extremo, y como todas las grandes creaciones de la ficción, perdura por su fascinante sentido de la maravilla, por la urgente necesidad que sentimos, al acabar cada página, de darle la vuelta mientras nos preguntamos: ¿qué va a pasar ahora? Era el mágico interrogante que brotaba de labios del ingenuo abeto en el desgarrador cuento de Hans Christian Andersen, ese arbolillo fascinado por la capacidad fabuladora de los seres humanos, descubridor en su corta y triste existencia de que, al fin y al cabo, tal vez lo que nos quede al final de una vida es el recuerdo de las historias más emocionantes que nos han contado.
1 La soberbia revista Plot 2.0, cada uno de cuyos números es responsabilidad completa del experto en el género Ferrán Gallego (también editor de clásicos del cómic y rotulista de diversas colecciones del mainstream USA), acabaría desvelando, muchos años después de nuestras primeras lecturas, que la propia creación de la saga tuvo más entresijos de los trascendidos, no solo por las lógicas divergencias creativas entre Claremont y Byrne, sino porque el tándem había previsto inicialmente otra conclusión, más intimista y, a tenor de las notas que han sobrevivido del argumento original, de una notable fuerza elegíaca. Recomiendo vivamente la lectura de los números 1, 2 y, sobre todo, del maravilloso número 6, que relata con absorbente minuciosidad el trasfondo desconocido de la saga: ningún incondicional de ella debería perderse esta obra de investigación pergeñada por Gallego.