El director Stanley Kubrick fue a despedirse del cine con una película cuyo título original, Eyes Wide Shut, se dejó sin traducir en las pantallas españolas. El cineasta no llegó a ver el estreno de este trabajo, pues murió a poco de haber concluido su rodaje, de tal modo que fue presentado como su testamento cinematográfico. Como la mayor parte de las obras más conocidas de su filmografía (y aunque el título está modificado con respecto al original), la película suponía una adaptación de una novela previa, lo que al menos sirvió para devolver a la actualidad al escritor escogido. Se trataba de Arthur Schnitzler, uno de esos eximios representantes de la intelectualidad judía austriaca que, en ese primer tercio del siglo XX que el nazismo se encargó de clausurar, ayudó a otorgar a las letras de su país una justificada edad de oro, con nombres como Stefan Zweig, Karl Kraus, Sigmund Freud o Joseph Roth. Las relaciones entre el libro, titulado Relato soñado, y la película se prestan de modo especialmente significativo para efectuar una de estas comparaciones entre original y adaptación que tanto me gustan —y que, en la crítica de cine, por desgracia, abunda tan poco, de tal modo que los méritos de muchas obras bien conocidas acaban pareciendo responsabilidad completa del medio de más fácil consumo, el cine. En este caso, hablamos de una adaptación considerablemente fiel, puesto que Kubrick y su guionista Frederic Raphael trasladan la práctica totalidad de las incidencias del libro a la pantalla, con la salvedad de sustituir la Viena original por la Nueva York coetánea. Por ello, encuentro pocos ejemplos mejores para comprobar cómo, incluso en casos de semejante fidelidad, y cuando hablamos de autores con personalidad, cada una de las versiones desarrolla una independencia expresiva que es la que, al final, permite hablar de buenos o malos resultados. Lo adelanto ya: la novela me parece magnífica pero la película, aun conteniendo momentos espléndidos, resulta finalmente decepcionante.
Recuerdo que, en el momento de su estreno, la película fue recibida con división de opiniones, por mucho que Stanley Kubrick gozara (y todavía lo hace) de la reputación de ser un genio del cine. En particular, la revista Dirigido por…, sin duda la más importante de la crítica española durante varias décadas, en su número 282, de septiembre de 1999, tuvo la buena idea de publicar dos reseñas, una a favor (a cargo de Tomás Fernández Valentí, uno de los mejores colaboradores de la misma, todavía hoy firma eminente de la misma) y la otra, relativamente en contra (escrita por José Enrique Monterde). Ambas magníficas a la vez que complementarias, pues ofrecen sus razones mediante excelente argumentos, al par que tienen muy en cuenta, como no podía ser menos, el relato original. Es más, añado, es todo un disfrute leer una crítica (en este caso la de Fernández Valentí), con cuyas conclusiones uno no está de acuerdo, pero que, ciertamente, por la excelente argumentación, induce a revisar y confrontar las propias impresiones.
El título puede llamar a engaño: Relato soñado es una novela carente de la menor pretensión onírica, si bien los sueños son importantes en su recorrido, en especial uno de la esposa del protagonista que casi diríase un manual para aspirantes a psicoanálisis. No en vano, su autor, Arthur Schnitzler, nacido y muerto en Viena, cuya vida transcurrió entre 1862 y 1931, de formación médica, declaró en cierta ocasión ser el «alma gemela psíquica» de Freud. Este mismo, en una carta que le envió en mayo de 1922, le confesó que lo consideraba una especie de doble, pues había encontrado en sus obras sus mismas teorías, solo que revestidas bajo una sustancia poética. Diríase que Relato soñado, publicada tres años después, en 1925, parece escrita por el autor para corresponderse perfectamente con dicha afirmación, no en vano su lectura nos deja con la sensación de estar ante una novela en clave cuyos protagonistas, mediante actos que en principio parecen puramente azarosos, acaban sacando a la luz la neurosis encerrada en su interior.
Su acción no abarca más allá de cuarenta y ocho horas pero, a lo largo de ellas, su protagonista —un médico de vida tranquila y acomodada, Fridolin, felizmente casado, o así lo cree él, con una esposa adorable, Albertine, y padre de una niña pequeña que parece colmarles de dicha— siente que se tambalean los pilares en los que creía sustentar esa existencia armónica. Dos conversaciones, cada una situada en una noche consecutiva, destruyen esta confianza, si bien cada una se produce en circunstancias muy diferentes. La primera tiene lugar justo en el inicio del relato: los dos esposos, tras haber dormido a su pequeña mediante la típica lectura de un cuento, comentan el baile de disfraces al que asistieron el día anterior, y recuerdan con cariñosa ironía los pequeños flirteos que ambos tuvieron durante el mismo. Ahora bien, la progresiva desinhibición con que hablan sobre las «ocasiones perdidas» termina llevando a una confesión sorprendente por parte de Albertine, en la que reconoce haber tenido una tentación juvenil que, de haberse dejado arrastrar por ella, la habría separado para siempre del camino que acabó conduciéndolo a Fridolin.
Bajo la sombra de esa nueva mirada que le ha revelado su esposa, Fridolin protagonizará en las horas siguientes diversos episodios con varias mujeres, cada una de las cuales supone una tentación diferente, culminados por una aventura nocturna cuya resolución concluye con una ominosa humillación. Sin embargo, peor será lo que le espera en casa, esa segunda conversación que en realidad es el relato del sueño en que ha sorprendido a su mujer (¿tal vez el auténtico sentido del título original?), un sueño ya no sensual sino directamente sexual y malsano, que dibuja ante Fridolin definitivamente una mujer muy diferente de la que él creía.
Con toda la razón, Tomás Fernández Valentí señala que el relato, y también la película, es una diatriba contra la institución matrimonial, «entendida como la más sibilina trampa que puede tender la sociedad al individuo». Demostrando haber entendido a la perfección el sentido del original, Kubrick y su guionista Raphael incluyen una reflexión de labios del seductor con quien baila la esposa del médico (en una de las pocas secuencias inventadas expresamente para la película, que se sitúa al principio de la misma), según la cual una de las razones por las que se inventó el matrimonio es para que las mujeres pudieran perder la virginidad y así luego ya poder encubrir sus aventuras sexuales con los hombres a los que realmente desean. Aunque la afirmación tiene por objeto incitar a la mujer a engañar a su esposo, más bien parece referirse a la época en que se desarrolla el relato, donde la libertad femenina era todavía muy inferior a la del hombre en el terreno sexual. Para más pistas, y pese a la ubicación en el Nueva York coetáneo, el guion convierte a este hombre en húngaro, en habitante de esa Mitteleuropa habsbúrgica donde se desarrolló la mayor parte de la vida de Schnitzler.
El eje central del relato gira, como he señalado, en torno al episodio que Fridolin inicialmente espera que suponga una aventura libertina (su introducción clandestina en una muy exclusiva orgía, cuyos participantes llevan todos disfraces eclesiásticos y donde las mujeres se pasean abiertamente desnudas) que, sin embargo, acaba revistiéndose de connotaciones muy siniestras una vez es descubierto con suma facilidad. Atónito, Fridolin se encuentra con que los individuos enmascarados que dirigen el evento parecen dispuestos a hacer pagar cara su intromisión, y que la mujer cuyo sinuoso cuerpo le ha vuelto loco durante esos breves minutos se ofrece a «rescatarlo» (sin que él alcance a comprender el sentido de la frase). En las horas posteriores —significativamente, después de escuchar el sueño de labios de su esposa—, Fridolin indagará el trasfondo de esas amenazas, descubriendo que, tal vez, tanto el amigo que le facilitó el acceso al lugar prohibido como la mujer que lo salvó pueden haber padecido consecuencias infaustas por sus acciones.
La profunda inquietud que despierta Relato soñado radica, en buena medida, en que (al contrario que lo que después hará Kubrick) el autor no necesita dar a su pequeña ficción un aire de gran trascendencia por medio de la solemnidad formal. El hilo conductor del relato, lo que genera su formidable atmósfera de desasosiego (moral, existencial) fluye a partir del desconcierto de Fridolin, en el fondo un pobre diablo cuya seguridad (en sí mismo, en su vida familiar, en su posición social) se revela muy frágil. Schnitzler hace que cada uno de los episodios que vive el protagonista durante esa noche fundamental vaya fracturando su tranquilidad con implacable progresión lógica, y ello sin intentar darle en ningún momento el aire de pesadilla gótica o de fábula angustiosa a que parecía prestarse. Bien al contrario, Schnitzler tiene el buen sentido de no intentar enfatizar la anormalidad de las situaciones (más bien: de la percepción que Fridolin tiene de las situaciones). Y sin embargo, el resultado es el mismo: la destrucción de la normalidad, ese mito sobre el que se descansa el equilibrio mental del ser humano.
A la hora de realizar la adaptación del relato, para convertirlo en Eyes Wide Shut, Stanley Kubrick (que llevaba alejado doce años de los platós, desde La chaqueta metálica), reclamó la colaboración de Frederic Raphael, escritor y periodista estadounidense que, a mediados de los años 60, había conseguido relevancia como guionista por tres libretos consecutivos para tres películas de prestigio: dos realizadas por John Schlesinger (Darling, de 1965, que le valió un Oscar en la categoría de guion original, y Lejos del mundanal ruido, de 1967, donde adaptaba a Thomas Hardy) y una por Stanley Donen, la famosa Dos en la carretera (1966). Señala con razón Fernández Valentí en su artículo ya varias veces citado que Kubrick lo contrató, muy probablemente, gracias a esta película, una reflexión sobre la institución matrimonial y sus fragilidades, un tema por tanto vinculado al planteamiento del libro que había de adaptar.
La primera prevención que despierta Eyes Wide Shut es que su duración supera las dos horas y media de metraje, cuando la novela (en su edición de Acantilado, con traducción de Miguel Sáenz) no pasa de las 130 páginas, y con una tipografía de tamaño generoso. Como el guion respeta de modo escrupuloso el original literario, reflejando puntualmente cada una de sus peripecias, es evidente que asimismo añade cosas que no vienen en él. En concreto, Kubrick y Raphael añaden dos segmentos nuevos, justo aquellos dos en que interviene como intérprete el director Sydney Pollack (convincente en esta faceta, por otra parte).
Uno es la ilustración de esa fiesta que en el libro solo es una referencia en la conversación de los Fridolin (que aquí pasan a llamarse William y Alice Harford). Esta invención supone todo un acierto, puesto que establece una sugerente relación con la orgía en la que luego se introducirá Harford. De hecho, podría decirse que la segunda fiesta vendría a suponer la satisfacción de los deseos y sueños más turbulentamente sexuales que, en la primera, y como es natural, se ven contenidos por la necesidad de las apariencias. Esto no quiere decir que en ese reducto, digamos, «público» (frente al otro, clandestino), no sea escenario de algún desbocamiento sexual, puesto que oportunidades hay para ello, como bien sabrán los Harford, tentados cada uno por esos encuentros que ya conocemos del relato. El protagonista, además, será reclamado por su anfitrión para que atienda a la joven con la que estaba practicando sexo en el lujoso cuarto de baño de la casa, y que ha sufrido algún tipo de colapso por la combinación de alcohol y drogas. Es una lástima que, a posteriori, Kubrick haga que esa mujer a quien Harford ya contempla desnuda resulte ser la que lo salve en la segunda fiesta, innecesario subrayado simétrico que desvirtúa un tanto este inicio.
Teniendo en cuenta la importancia liminar de los dos personajes centrales, era evidente que un elemento fundamental para la credibilidad de la historia había de ser la elección de la pareja protagonista. Impulsado por un propósito especular más a añadir a los ya planteados por la propia historia, por comprensible malicia o por pura astucia comercial, Kubrick eligió para interpretar a los Harford al entonces feliz matrimonio formado por Tom Cruise y Nicole Kidman. El resultado, sin embargo, no es, no podía ser, afortunado.
Ante todo, es evidente que al siempre limitado Tom Cruise le supera la sensibilidad que requería su personaje: es incapaz de expresar su desconcierto emocional, su perplejidad existencial, más que poniendo una serie de expresiones al borde de la mera bobería. En cambio, Nicole Kidman está bastante mejor, aunque tampoco realiza una interpretación completamente satisfactoria: por ejemplo, en su supuesta escena «fuerte», aquella en que estalla contra su marido ante la jactanciosa condescendencia con que él da por sentado su amor y fidelidad, exagera el estado de sobreexcitación que le provoca la marihuana que está fumando (por otra parte, es otro de los errores del guion: en el original, Albertine no necesita de ningún estimulante para realizar su confesión, que está contada de modo mucho más íntimo y sereno —y por ello más demoledor: el tono de enfado mitiga mucho el impacto de la revelación). Por cierto, que Kubrick, en una elección indigna de un director tan supuestamente profundo, cometerá el error de hacer que Harford se vea perseguido durante el resto de la historia, a modo de flash, por la imagen, tan desagradable para él, de su esposa retozando con el apuesto hombre que ella le confiesa que le tentó tan fuertemente, todo ello en un esteticista blanco y negro.
Donde sí está soberbia Kidman es en toda la parte inicial en la fiesta de los Ziegler: si bajo los efectos del porro exagera, bajo los del alcohol está ciertamente convincente. Su forma de bailar en brazos de ese seductor de comedia de salón que es el húngaro que intenta beneficiársela con sus melifluas artimañas, otorga al flirteo un evidente toque malsano, y ayuda (mucho más que esa posterior «confesión») a dibujar esa represión interna que se esconde en su corazón. Este momento se ve correspondido con el inmediatamente posterior, ya en casa, cuando la pareja inicia un encuentro sexual frente al espejo —la memorable imagen de Kidman contoneándose suavemente ante su propia imagen, bajo los sones de la canción de Chris Isaak Baby Dis A Bad Bad Thing, fue utilizada como excitante tráiler del film— y en el rostro de ella, mientras su marido la acaricia apasionadamente, asoma por un momento un gesto de absoluto distanciamiento, que por ello resulta impactante.
Por mucho que la parte inicial de la película sea excelente (¿tal vez porque es la única en que, por ser original, no tiene que competir con la sólida dramaturgia del relato?) y que abunde en imágenes sugestivas, lo cierto es que Eyes Wide Shut no termina de funcionar, aunque es probable que para quien no conozca la novela oculte mejor sus defectos (y no me considero un fundamentalista defensor de esa estupidez que dicta que «el libro siempre es mejor»). No: si Eyes Wide Shut no se convierte en la obra maestra que exigía su excelente planteamiento es por culpa exclusivamente de los defectos que, en mi opinión, estropean en general la filmografía enormemente sobrevalorada de su autor.
Mi conocimiento de la obra de Stanley Kubrick me lleva a catalogarlo como un buen director de secuencias, pero no de películas. Me explico. Es evidente (no creo que pueda negarlo ni el mayor de sus detractores) que el cineasta neoyorquino tenía un dominio técnico verdaderamente envidiable. Fragmento a fragmento, los mejores instantes de sus películas son espléndidos, pues hay un sentido del encuadre y del movimiento de cámara, normalmente basado en una considerable elaboración. Sin embargo, el visionado de sus películas revela que, por debajo de esa perfección técnica, se encuentra peligrosamente cerca el vacío más absoluto.
Tras un excelente tercio inicial, la película comienza a venirse abajo a partir de la secuencia en la tienda de disfraces. El propósito con que Kubrick la concibe es bueno (presagiar la pesadilla en que está a punto de sumirse Harford), pero se malogra por el énfasis con que se pretende convencernos de su tono inquietante: el aspecto excesivamente amenazador del dueño de la tienda (encarnado por el serbio Rade Serbedzija, por entonces villano de múltiples nacionalidades en distintos bodrios) o el hincapié en caracterizar a su hija adolescente como una lolita viciosa y con cara de ángel (lo cual, claro, sirve para la clásica autorreferencia personal).
Ahora bien, donde ya se hunde es en la puesta en escena de su parte culminante, la tantas veces mencionada aventura de Harford en la casa donde se celebra la sofisticada orgía. En la novela, Schnitzler acierta en su modo de identificar al lector con el estado de ánimo sobreexcitado de Fridolin, cuyos sentidos se ven ofuscados primero por el deseo de conseguir la revancha sobre Alice con una genuina fantasía sexual, y después por el tremendo enardecimiento que le provoca esa mujer desnuda que trata de advertirle de un peligro que él cree, al principio, parte del juego erótico.
Sin embargo, en manos de Kubrick, su intento de ofrecer un momento de suprema sofisticación erótica, apoyado en una estética pretendidamente decadente, se encuentra al borde del ridículo. El cineasta comete un gravísimo error: mientras que Schnitzler situaba al lector en el corazón mismo de las sensaciones que vive Fridolin, él opta por interponer una distancia entre Harford y el espectador: al convertirnos en testigos sin compromiso, la artificiosidad del episodio se revela en toda su desnudez (valga la fácil metáfora). Además, el gélido cultismo de la «coreografía» erótica —la vacua presentación de la orgía como si fuera una ceremonia esotérica, o un blasfemo rito religioso— arrebata a las imágenes, precisamente, todo erotismo. Se podrá argumentar que, precisamente, esto es lo que pretendía el director, pero de ser así no veo qué se gana a cambio: la secuencia acaba deviniendo mera pretenciosidad kitsch.
Desde ahí, el film ya no remonta nunca. Por un lado, todas las peripecias nocturnas del doctor Harford acaban recordando demasiado (Monterde lo menciona en su crítica) un magnífico y poco recordado trabajo de Martin Scorsese, ¡Jo, qué noche! (1985). No en vano, en ambos, un individuo cuya vida se presume anodina (aunque en Scorsese es un soltero) y que, por diversa razón en cada caso, decide asomarse a la noche neoyorquina en busca de excitación femenina, se ve progresivamente arrastrado hacia un abismo que antes no podía intuir y que adquiere la forma de una serie de estaciones de paso femeninas. Eso sí, Eyes Wide Shut se halla muy lejos de emular siquiera el conseguido tono de angustia existencial que desprende aquella obra. Por otro lado, el guion subraya el inevitable aspecto paranoico también presente en la novela (la obsesión persecutoria que el protagonista siente ante el que parece omnímodo poder de esa sociedad de enmascarados) conduciéndolo al fácil terreno de las películas sobre conspiraciones —colándose ahora el aire de otro film, pero mucho peor, también con Cruise en el reparto enfrentado a una situación excepcional: La tapadera (1993), irónicamente, o no tanto, dirigido por el aquí actor Sydney Pollack—, como esa escena, absolutamente prescindible, en que Harford descubre que está siendo seguido por un tipo más bien siniestro.
[Quien no conozca los finales del relato o de la película debe dejar de leer aquí]
Hablaba de dos invenciones con respecto a la historia original. La segunda tiene lugar en la parte final, cuando el doctor Harford regresa a la mansión de la fiesta inicial, convocado por su anfitrión, el cual se encargará de darle explicaciones acerca de la aventura que ha vivido, puesto que él estaba entre esos enmascarados. Explicaciones que, huelga señalar, a mí me parecen no solo innecesarias sino del todo inconvenientes, puesto que trivializan la sugestiva indeterminación del relato: la falta de cualquier certeza sobre esa aventura nocturna aumenta la fragilidad del dibujo de ese infeliz que, en el fondo, es Fridolin. Recuérdese que Schnitzler ni siquiera confirma (como sí sucede aquí) que la mujer sobre cuya muerte encuentra noticia el espantado protagonista en el periódico sea la misma que lo salvó la noche anterior. En ambas versiones, el médico acude a la morgue para comprobar con sus propios ojos si reconoce en el cadáver el cuerpo desnudo que antes le excitara vivo (es una circunstancia que apuntala el cúmulo de momentos turbios que tiene la novela), pero en el relato no tiene finalmente ánimo para hacerlo y en la película sí.
El libro concluye con el llanto final de Fridolin en brazos de su esposa, confesando toda su odisea, conclusión respetada por Kubrick y Raphael. Y a la pregunta que enseguida hace el pobre Fridolin acerca de qué van a hacer ahora, libro y película ofrecen dos respuestas diferentes pero complementarias, ambas estupendas a su manera. Schnitzler abandona al matrimonio en apariencia reconciliado pero sin la menor garantía de que esa caja de Pandora abierta entre ellos vaya a poder ser cerrada, pues la aparición de la pequeña en la última frase del libro, que podía interpretarse como la garantía de la recuperación de su felicidad, también esconde la sombra del fracaso: no en vano, y puesto que también ella abría el relato, podría decirse que esa estructura cíclica no puede ser buen presagio. Kubrick sitúa a la pareja asimismo junto a su hija, pero significativamente apenas prestando atención a la pequeña, mientras hacen la compra de Navidad, preocupados por el amargo resquemor que los domina. En este sentido, la respuesta de Alice a la pregunta de William no puede ser más directa: «Follar». Si el sexo es lo que inició esas horas de incertidumbre entre ambos, en el sexo es donde deberá estar la esperanza del futuro.
FICHA DE LA PELÍCULA
Título: Eyes Wide Shut / Eyes Wide Shut. Año: 1999
Dirección: Stanley Kubrick. Guion: Stanley Kubrick y Frederic Raphael; relato de Arthur Schnitzler. Fotografía: Larry Smith. Música: Jocelyn Pook. Reparto: Tom Cruise (William Harford), Nicole Kidman (Alice Harford), Sydney Pollack (Ziegler), Vinessa Shaw (La prostituta). Dur.: 159 min.
Muy buenas tardes.
Sin quitar una coma a la crítica de «Eyes Wide Shut», sería bueno ahondar un poco más en Stanley Kubrick y el simbolismo que destaca en sus películas.
En esta misma desde el comienzo de la misma, vemos la estrella Ishtar -claro como no mezclado con el ambiente navideño-. Ishtar era la diosa de Babilonia de la sexualidad a la cual se le rendía culto con rituales sexuales y orgías. Durante la fiesta, Alice -¿Alicia en el país de las maravillas?- conoce a Sandor Szavost este le hace un comentario sobre «Ars Amatoria» -El Arte de Amar-; Sandor coge el vaso de ella y bebe/toma -esto está sacado del libro citado- lo de tomar del otro significa subliminalmente decir «Quiero intercambiar fluidos contigo…». Mientras tanto Bill está charlando con dos preciosas jóvenes que le proponen ir donde «el arco iris termina».
Como dije anteriormente, Alice/Alicia, un ama de casa bien posicionada y aburrida la cual encuentra «El Pais de las Maravillas». La fiesta de la alta sociedad en la casa del potentado y acaudalado Víctor Ziegler nos parece indicar que detrás de esta clase de fiestas, mas bien de la fachada las «cosas realmente ocurren» y se puede esconder algo sombrío.
En cuanto a los arcos iris, redundantes en todo el film; empieza cuando van a comprar los trajes a la tienda que se llama «Raimbow». Casi siempre que Bill entra a cualquier sala, ahí están las luces con todo el colorido. El único lugar que no tiene luz es el palacio Somerton, curiosamente sonde se realiza el ritual de la sociedad secreta, oscuro lo opuesto al arco iris, luz y colorido, vida… Aquí es donde se aplica la frase que le proponen a Bill las chicas ir donde «el arco iris termina» un lugar oscuro, reservado y donde todos usan las máscaras venecianas para llevar a cabo las más bajas pasiones…
A fuer de ser sincero, cuando se estrenó dicha película, ya me pareció un poquito rara; en un principio sin pies ni cabeza. Pero luego posteriormente empecé a leer sobre Kubrick y… aquí estamos. Lo del «Resplandor» lo dejaré para otra ocasión -cuando lo leí me quedé boquiabierto-.
Saludos y un abrazo.
Desde luego, Kubrick era un cineasta obsesionado con introducir en sus películas todo esa panoplia de referencias (simbólicas, personales…) que responden a su ambición (para unos, loable; para otros, pedante) de que sus películas sean escrutadas, en el futuro, una y otra vez, puesto que, es evidente, que en una primera visión, sobre todo si hablamos del momento del estreno, difícilmente pueden ser captadas ni siquiera por los incondicionales del director. Recuerdo, hace años, la lectura de un artículo sobre «El resplandor» que iba desgranando uno por uno todos estos detalles que a mí, la verdad, me consolaban poco del aburrimiento que me despertó esta película (hace muchos años que no la he vuelto a ver y esto, para mí, es garantía de que no debo ser tajante con ningún juicio, no sea que luego me lleve una sorpresa).
Por tanto, plantea un juego intelectual en el que gustará entrar en función de la valoración que uno tenga de este hombre. En mi caso, aun reconociendo la capacidad de este hombre para crear imágenes sugestivas, y que en todas sus películas, aun aquellas que nada me han gustado, se esconde siempre algún momento de cine estupendo, no termina de convencerme lo suficiente. En cualquier caso, repito, tengo pendiente un ciclo intensivo en el que repase las películas ya conocidas y rescate las que, por una razón u otra, todavía no he visto («Teléfono rojo…», «Barry Lyndon» y casi toda «La chaqueta metálica»…).
Un abrazo y gracias por tu exhaustivo comentario.