Al polémico Jean-Luc Godard se le debe una afortunada reflexión: señalar que toda película es, en el fondo, un documental sobre sus actores. Más allá de la mitomanía, que es una enfermedad cinéfila que se cura con el tiempo, no deja de ser una de las verdades más obvias sobre las que se organiza el cine: en la construcción de un personaje opera, tanto o más que lo que de él nos cuenta una historia, el poso interior que cada espectador posee sobre el actor que lo interpreta, no pudiendo disociar al uno del otro. Dicho así, es evidente que la afirmación de Godard se puede extender a la carrera entera de un intérprete: toda ella es una expresión documental de su vida, a disposición del apasionado por el cine. Hay carreras, además, que por su «concentración» (es decir, que no son excesivamente dilatadas en número de películas y que revelan una notable coherencia en la elección de los personajes por parte de sus protagonistas) se prestan especialmente a este seguimiento documental. Para mí, un caso emblemático y especialmente querido es el de Audrey Hepburn, maravillosa actriz cuya filmografía puede reducirse a 16 películas y una más a modo de epílogo: las comprendidas entre Vacaciones en Roma (1953) y Sola en la oscuridad (1967), más el añadido del film que rodó después de nueve años de ausencia de las pantallas, Robin y Marian (1976). Es decir, descuento las pocas películas que hizo antes de convertirse en una estrella y las dos o tres que rodó ya fuera de época y más bien a modo de colaboración. En esas 17 películas, Hepburn moduló un tipo de personaje caracterizado por una tierna combinación de dulce fragilidad e indómito carácter, al par que adornado por un desarmante contraste entre sofisticación y sencillez, a lo largo de una memorable galería que supo trascender el tópico «romántico» con el que pareció que iba a encasillarse en sus inicios (su talento, de todos modos, convirtió el tópico en arquetipo, algo que he defendido muchas veces que no es lo mismo) para abrirse a un complejo abanico de roles entre los que es difícil elegir un papel emblemático, aunque tiene varios: de la inolvidable Holly Golightly de Desayuno con diamantes a la jovencita madurada por el conflicto que la engulle de Guerra y paz, pasando por su vulnerable y a la vez firme ciega de Sola en la oscuridad o su melancólica pero todavía aguerrida lady Marian de la película de Richard Lester.
Su filmografía, por tanto, abunda en películas espléndidas, de tal modo que cada uno de sus admiradores tiene amplio campo donde escoger sus favoritas. Las mías están entre la injustamente menospreciada Sabrina y la memorable adaptación de Tolstoi dirigida por King Vidor. Sin embargo, hoy me apetece hablar de dos títulos que, con sus imperfecciones, me resultan literalmente encantadores, y que están unidos por dos elementos: el mismo director, Stanley Donen, y el paseo que su protagonista se da por territorio francés. Añadamos a ello que se rodaron en los años 60, la década sin duda más chic, en la cual Donen, en esos tiempos inciertos en que los supervivientes del Hollywood clásico se debieron de sentir inseguros ante el increíble cambio que el cine había dado en poco tiempo (él tuvo la suerte de ser más joven y, por tanto, más adaptable), gustó en arriesgarse, en ocasiones sin red, en su propósito de demostrar que era tan «moderno» como el que más. (Siempre he temido revisar ese título pop que es Arabesco, de 1966, y que tanto me divirtió hace incontables años…) Por cierto, que Donen, Hepburn y Francia ya se habían «encontrado» en un film de la década anterior, Una cara con ángel (1957), con el refuerzo inmensurable del gran Fred Astaire, pero es un título que hace mucho que no he revisado.
Se trata de dos películas en principio muy distintas. La primera, Charada (1963), es un thriller con aires de comedia sofisticada que juega con una indiscutible filiación hitchcockiana, empezando por el protagonismo masculino del gran Cary Grant. La segunda, Dos en la carretera (1967), en apariencia es más profunda por tratar de un «tema» trascendente (el análisis de la institución matrimonial, que en los años 60 dejó de ser el incuestionable pilar social que había sido hasta entonces), y durante mucho tiempo gozó de un prestigio extraordinario, que luego ha sido un tanto cuestionado, seguramente sin que mereciera ni ser elevada al séptimo cielo ni ser menospreciada por el evidente desfase, es indudable, que desprende hoy día: sus méritos, indiscutibles en cualquier caso, hay que encontrarlos en otro lado, que tiene mucho que ver, claro, con su actriz protagonista.
Charada (1963)
Posiblemente se le puedan encontrar a Charada muchos defectos, comenzando por su caprichosa trama o ese excesivo énfasis en resultar «moderna» que tanto preocupó al Donen de su época. Pero acaba importando muy poco. ¿Cómo va a importar con un Cary Grant en ese estado de gracia del actor que se sabe en la madurez y capaz de hacer creíble todo —y Grant, desde sus años más jóvenes, se especializó en hacer creíble todo…— y con una Audrey Hepburn también en su plenitud? Grant y Hepburn, Hepburn y Grant, se bastan para conducirnos doquiera que quieren y dejar en el ánimo la más deliciosa, la más charmant de las sensaciones. Charada parte de una muy difícil conjunción de propósitos: uno, y como ya he señalado, recrear un film de intriga en la evidente senda, Grant mediante, de Alfred Hitchcock; dos, proponer una sophisticated comedy al estilo del Hollywood clásico por medio del encuentro/oposición entre su adorable pareja protagonista; y tres, realizar un canto al París más emblemático (también podría decirse tópico). La excusa consiste en la serie de peligros sin tregua que amenazan a una joven viuda norteamericana, Regina Lambert (Hepburn), desde el momento en que descubre que su recién asesinado esposo era un completo desconocido para ella. La amenaza se concreta en la presencia de un siniestro trío de antiguos compañeros de guerra del muerto, con quienes compartía el secreto de un botín robado al mismísimo ejército de los EE. UU, y cuyo paradero estos creen que la viuda conoce.
En su confrontación con este trío (uno de los cuales debe ser el asesino del esposo y de cuantos se interponen entre él y el dinero), Regina recibe la ayuda de un cuarto hombre (Grant) que, sin embargo, resulta que esconde tantos secretos y falsas identidades que, alternativamente, parece tanto un amigo como otro de los acechadores: que es el hombre que la salva de todo peligro tanto como asimismo podría ser el asesino implacable que en el fondo no quiere sino arrancarle el escondite del botín y luego matarla. Este papel permite a Grant una deliciosa distorsión del personaje que había encarnado en su más emblemática colaboración con Hitchcock, Con la muerte en los talones (1959), puesto que esta vez no es el desconcertado objeto de toda clase de peligros sino, quizá, la pieza central de los mismos. Si en el film del británico su vida se veía puesta del revés cuando se le confundía con alguien que no es (y que ni siquiera existe), aquí encarna a un hombre de múltiples caras, que cada media hora, más o menos, y del modo más divertido, va cambiando de nombre y de ocupación.
En rigor, esa trama es más bien insostenible, entre otras razones por el evidente carácter grotesco de los tres acechadores de Regina, a quienes encarnan, en evidente registro paródico, un James Coburn a punto de acceder al estrellato, un George Kennedy que compone el más insoportable de los tres granujas y un Ned Glass que, por el contrario, y aunque sea el más desconocido del trío, es quien ejecuta el único medianamente inquietante. A estos tres hay que añadir un cuarto personaje, el responsable de la embajada estadounidense encargado del caso, que acaba resultando el más hitchcockiano de todos, y al que encarna un Walter Matthau que está a la altura de los dos protagonistas, y al que basta con salir en pocas escenas para efectuar una muy sabrosa composición.
En cualquier caso, y como ya he señalado, no importa lo escasamente creíble que sea esa trama criminal pues Charada vale en lo que vale el perpetuo gozo en que nos sumerge la interacción entre unos Hepburn y Grant embarcados en un chispeante duelo de ingenios, bien punteado por unos diálogos que, de modo muy moderno (aunque aquí con acierto), juegan a reírse de las mutuas personalidades cinematográficas de los dos oponentes, sobre todo, claro, de la de un Cary Grant que siempre estuvo presto para estos menesteres: ¿podría alguien que no fuera él salir bien parado de ese momento en que se ducha completamente vestido ante la sorprendida Regina… y todos los espectadores, seamos hombres o mujeres, no podemos sino compartir plenamente la risa franca de la actriz? Y es que es evidente que Regina se deja enredar con placer por Peter/Carson/Alexander/Adam, pese a que sepa casi desde el primer momento que es un hombre peligroso. Y es que la clave está en la pregunta que ella le hace a él: «¿Sabes lo que tienes de malo? Nada».
Dos en la carretera (1966)
Aunque no puede ocultar que su intento de análisis sobre la institución matrimonial ha envejecido bastante (por no decir que acaba siendo bastante complaciente…), basta con sumergirse unos minutos en la contemplación de Dos en la carretera para caer otra vez rendido ante la que es la gran virtud de la película y la que la redime de todos sus defectos: el encanto. Ya lo dijo Stevenson: con encanto, cualquier historia da igual que sea mejor o peor, pues será recordada con inmenso agrado. Y eso es lo que le sucede a esta película desde que empieza a sonar la composición de Henry Mancini (al tiempo bella e indolente, juguetona y melancólica, la mejor pieza que salió jamás de sus manos): que esbozamos una sonrisa en el rostro, nos arrellanamos cómodamente en el asiento y nos dejamos llevar por esa cadencia particular que supone viajar por las bonitas carreteras secundarias de la campiña francesa en compañía de Audrey Hepburn y Albert Finney. Pues antes que nada, Dos en la carretera son esos dos: no solo no puede imaginarse esta historia sin ellos, sino que sin ellos esta historia no existiría y no solo por el evidente absolutismo de su protagonismo, sino por la increíble personalidad con que destellan en la pantalla.
Lo decía en la introducción de este artículo. En su personaje de Joanna, Audrey Hepburn pudo lucir de modo eminente esa misteriosa combinación entre firmeza y fragilidad, esa sensibilidad a flor de piel que en cualquier momento parece a punto de estallar, esa capacidad para revestir la ingenuidad de una considerable lucidez, o la lucidez de un punto ingenuo que rinde a cualquiera. Pero lo mismo puede decirse de Albert Finney, una de las mejores revelaciones del Free Cinema con que el cine británico se unió a los Nuevos Cines que florecieron como setas en esa rupturista década de los 60. En su caso, el gesto de dureza infantil que se sabe a punto de disolverse en un arranque de extrema vulnerabilidad, la capacidad para envolver la ironía de arrogancia y la arrogancia de ironía, la expresividad de los grandes para decir mucho con poco, para parecer sobrio en el momento de obligado histrionismo… y al revés.
Entre ambos actores había cierta discordancia de edad que no puede dejar de notarse: Finney era siete años más joven que Hepburn y en una historia de este tipo no es un factor a desdeñar. Y también cierta discordancia de imagen: son dos actores a los que, en principio, cuesta trabajo imaginar en la misma película (del Hollywood todavía clásico en que reinó Audrey al cine inglés «comprometido» del que provenía Finney), pero que consiguen hacer de esto la base de sus personajes y, sobre todo, de su relación.
Y es que Joanna y Mark resultan tan diferentes como los actores que los encarnan: el narcisismo de él, la ostentosa vacuidad y el adorable aire de infantilismo con que baña su indiscutible imagen viril, versus la sencillez de ella, su odio por el ruido y la furia, su serena prestancia. ¿Cómo no sentirse atraídos si son tan distintos y tan complementarios, no en vano el tópico romántico de que «los opuestos se atraen» tiene aquí una de sus más firmes confirmaciones? Esa mutua necesidad dentro de su diferencia, esa sensación de que, siempre, quien lleva las riendas de la relación es el personaje más estable de Joanna, encontró la imagen perfecta en ese afortunado running gag ideado por el guionista Frederic Raphael: Mark registrando afanosamente todas sus pertenencias en busca de su pasaporte, que por supuesto se encuentra en las manos seguras de Joanna.
La fama de Dos en la carretera estriba, claro, en la decisión de Donen y Raphael de contar el devenir del matrimonio Wallace mediante una afortunada articulación narrativa: el montaje acronológico de los viajes que la pareja realiza, en el curso de distintos veranos, por las carreteras francesas. Este recurso, es obvio, siempre encierra el fantasma de la artificiosidad, las ganas de llamar la atención con la «dificultad» narrativa (que se lo digan a Alejandro González Iñárritu o Won Kar-Wai). Pero aquí encuentra, posiblemente, la mejor de sus plasmaciones en cine, con todo y que, no puede evitarse, llegue a cansar un poco y, con ello, aparezca ese fantasma de la mera vacuidad brillante.
Joanna y Mark se conocen en Francia, siendo unos jovenzuelos sin más recurso que viajar a pie o hacer auto-stop —la crónica de esas primeras andanzas sin duda compone el segmento más conseguido de la película—, y vuelven una y otra vez, con un coche modesto que se descompone a pedazos, viajando con una pareja de insoportables amigos americanos (con su aun más insoportable niña educada a la moderna: ay ay, nada nuevo hay bajo el sol… aunque queramos creerlo), con su propia hija o ya con un coche de último modelo, evolución toda esta que va indicando el aumento progresivo de su nivel de vida. De hecho, diríase que lo más importante de sus vidas sucede entre las carreteras francesas: en ellas se conocen, se aman, se pelean, se reconcilian, encuentran al mecenas francés que cambiará sus vidas e, incluso, es donde su matrimonio entra en crisis y está a punto de romperse definitivamente. Donen va alternando esos distintos veranos mediante brillantes efectos de montaje, muchas veces haciendo que la transición temporal se efectúe dentro del mismo plano, cuando el vehículo que relacionamos con un viaje concreto sale del encuadre para dejar ver a la pareja, de nuevo impulsada en el tiempo, ya sea para reanudar una crónica anterior o para enlazar con una posterior.
Donen y Raphael, eso sí, dejan bien claro cuál es el «presente» desde el cual la pareja echa la vista atrás para recapitular su relación: el momento en que Mark Wallace se ha convertido en eso que se llama arquitecto de moda, gracias sobre todo al patrocinio del millonario francés con el que se tropezaron uno de esos veranos, y al que ha construido una espectacular casa en un paraje costero que, antes, era virgen. Esa casa, precisamente, es la mejor metáfora de la progresiva erosión en la relación de los Wallace, símbolo de la tentación de Mark por la vida al mismo tiempo fácil (es decir, rodeada de lujos) y absorbida por el trabajo (ahora, cada vez que hacen un alto en el camino, en vez de disfrutar como antes, se ve obligado a retocar una y mil veces sus planos o a estar pendiente del teléfono: y eso que no existían los móviles…). Y es simbólica porque ese bello lugar de la costa lo descubrió la pareja en el primer viaje cuando era un paraíso en el que no figuraba un solo trozo de cemento y es el mismo Mark el que ha acabado violándolo con la construcción de la casa.
Como análisis del Matrimonio (con mayúsculas), Dos en la carretera hace tiempo que cumplió su fecha de caducidad, sobre todo porque es menos dura y más blanda de lo que parece. Determinados recursos acaben siendo cansinos (como la repetición de diálogos en distintos momentos: «¿Quiénes están en un bar juntos y sin hablarse?», dice uno u otra. «Un matrimonio», es la respuesta), el metraje se hace excesivo, con las consiguientes bajadas de ritmo, sobre todo a partir de la segunda mitad de la película y las respectivas secuencias de las infidelidades de la pareja resulten muy molestas (el galancito francés de Hepburn no tiene perdón de Dios…). Pero sobre todo, se incurre en la complacencia hacia sus protagonistas: ¿cómo resistirse, pensarían Donen y Raphael, a dejar que tipos tan encantadores no salgan finalmente con bien de sus problemillas de pareja?.
Sin embargo, da igual, porque en esta película pesa menos lo racional que lo sensorial, que lo sentimental. Por mucho que existan todos esos defectos, repito, es sonar la música de Mancini y comenzar los soberbios títulos de créditos (ideados a partir de señales y elementos del tráfico) de Maurice Binder… y la magia vuelve a recobrarse. Basta con volver a ver a Audrey Hepburn imitar con los brazos el movimiento de aspas de una señal de tráfico para presentarse ante Mark y descubrir, con él, que esa chica esmirriada y poco ostentosa ya ha penetrado hondo en su (nuestro) corazón; o escuchar el cruce de palabras, bromas y pullas que se cruzan para saborear lo que es la complicidad entre una pareja; o disfrutar una y otra vez el entrañable final de la historia, cuando, una vez más, en la frontera, ante el policía impaciente, Mark busca frenético su pasaporte y… ¿adivinan quién lo tiene? Vuelvo a Stevenson: es lo que tiene el encanto; con él se perdona todo, sin él hay que ganárselo.
FICHAS DE LAS PELÍCULAS
Título: Charada / Charade. Año: 1963.
Dirección: Stanley Donen. Guión: Peter Stone; historia de Peter Stone y Marc Behm. Fotografía: Charles Lang. Música: Henry Mancini. Reparto: Cary Grant (Peter Joshua), Audrey Hepburn (Regina Lampert), Walter Matthau (Bartholomew), James Coburn (Panthollow), George Kennedy (Scobie). Dur.: 113 min.
Título: Dos en la carretera / Two for the Road. Año: 1967.
Dirección: Stanley Donen. Guión: Frederick Raphael. Fotografía: Christopher Challis. Música: Henry Mancini. Reparto: Audrey Hepburn (Joanna Wallace), Albert Finney (Mark Wallace). Dur.: 111 min.