Malpertuis o la prisión de los dioses (II)

I               II

Una de las muchas portadas de esta novela inmortal que es MalpertuisA medida que he ido haciéndome mayor, cada vez he ido alejándome más de aquellos artistas amigos de dar continuas explicaciones de sus intenciones, debilidad que delata tanto inseguridad personal en las propias capacidades expresivas como menosprecio hacia las facultades intuitivas de sus receptores. En la literatura fantástica, especialmente, convencido de que la atmósfera es la clave de cuatro quintas partes del relato, este elemento me parece especialmente imprescindible. Jean Ray sintió un enorme amor por ese fascinante concepto del género que podríamos definir como horror inexplicable, que se comprende sobradamente desde el mismo término. Lo demostró en sus estupendos relatos, y especialmente en Malpertuis. En concreto, la segunda parte de las aventuras del joven Grandsire posee la sustancia de un sueño en el que resulta imposible saber cuándo se está despierto y cuándo dormido, y posiblemente encierra las páginas más bellas del relato. A salvo momentáneamente en diversos refugios (una casa en la playa junto a su vieja criada, Élodie; una taberna donde encuentra la comprensión y cariño de una joven criada llamada Bets), Jean-Jacques es perseguido de todos modos por las sombras de su pasada aventura, sintiendo la llamada implacable de Malpertuis, a donde finalmente acaba regresando. Allí es atrapado por el siniestro taxidermista Philarethe y está a punto de convertirse en una de sus «obras», episodio que deteriora definitivamente su cordura. La última parte del relato transcurre en el monasterio de los Hermanos Blancos (cuyo abad es el postrer portavoz de la historia), donde tiene lugar la lucha final por el alma del desdichado Grandsire, en fecha tan simbólica como la Noche de la Candelaria (el 2 de febrero), fiesta asociada a la purificación del cuerpo y del alma.

Teniendo en cuenta lo que he señalado, es una lástima que el autor, en esta parte final (por medio del personaje del padre Doucedame el Joven), decida consagrar unas cuantas páginas a contar de modo más pormenorizado de lo deseable la explicación de los hechos a los que hemos asistido con el corazón encogido, incluida la exacta identificación divina de cada uno de los personajes. Es una lástima que Ray no cumpliera hasta el final el adagio pronunciado en determinado momento (y esto es irónico) por el mismo padre Doucedame («Insensato el que tiene la ilusión de explicarse»), que de otro modo podría haberse erigido en el perfecto leitmotiv de la novela.

[Para no incurrir sin aviso en lo mismo, advierto de que en las próximas líneas yo mismo participo de idéntico vicio: el lector que no haya leído aún el libro puede saltarse los párrafos siguientes hasta el momento en que analizo la película.]

Vulcano encadena a Prometeo, por FrontierRay acaba estableciendo la correcta identidad divina de cada uno de los personajes atrapados en Malpertuis. Así, Lampernisse resultará ser un lastimoso desecho del que una vez fue el orgulloso titán Prometeo, cuyo siempre fracasado intento de mantener encendidas las luces en la casona supone tanto una cruel parodia de su más reseñable hazaña (llevar el fuego sagrado a los hombres) como una metáfora del famoso castigo al que fue condenado (el águila que devora eternamente su hígado) y que Jean-Jacques descubrirá que sigue ejecutándose en las tenebrosas angosturas de Malpertuis. Las hermanas Cormelon son las Furias, también llamadas las Euménides, los espíritus incansables de la venganza, como bien delató ese nombre de Alecto. Los Griboin son maltrechos vestigios de la pareja formada por Hefestos y Afrodita, del mismo modo que el efébico Mathias Krook es una débil chispa de Apolo, del que solo conserva la embobada belleza y la bonita voz para el canto. Incluso la vieja Groulle resultará ser una marchita Juno.

Ahora bien, si todos los anteriores, con un nivel de patetismo mayor o menor, apenas son una mínima sombra de lo que fueron, Ray reserva todavía las debidas fuerzas a dos de las criaturas sobrenaturales que sin duda suponen los personajes más memorables de todo el relato.

El primero es Eisengott (literalmente, en alemán, «dios de hierro»), ese misterioso anciano cuyo papel en la trama resulta muy borroso durante buena parte de la novela y que, sin embargo, tiene un rol esencial en la resolución del drama. Investido siempre con los atributos de la senectud más noble (imponente altura, digna severidad, luenga barba plateada), Eisengott acaba revelándose, como también era lícito sospecharlo, como el mismo Zeus, un Zeus no impotente pero sí muy lejos de su omnipotencia original, que al menos nunca fue un muñeco en las manos de Cassave pero que aceptó acompañar, como última muestra de responsable solidaridad, a las pobres criaturas sobre las que un día reinó.

El otro personaje, sin duda el más fuerte, el más terrible pero, insospechadamente, el que aparece revestido de mayor grandiosidad (no en vano, Cassave la encontró todavía rebosante de poder en su magnífica belleza —Jean Ray recoge, con inteligencia, la variante más tardía del mito, que descarta su inicial aspecto monstruoso—) es el de Medusa (Euríale, como se sabe, es el nombre que portaba una de sus hermanas gorgonas).

Una de las portadas, entre delirantes y cutres, de la entrañable serie Harry Dickson de la editorial JúcarEs muy curioso descubrir el interés de Ray por este ser, puesto que uno de los relatos que dedicó a su serie de Harry Jackson lleva por título La resurrección de la Gorgona, de 1937 (publicado en España en 1972 dentro de la serie que la desaparecida editorial Júcar le dedicó al personaje). En él, el protagonista se enfrenta a una extraña femme fatale que deja a su paso un misterioso reguero de cadáveres petrificados. Se llama Euríale Ellis, es griega y posee una embrujadora belleza. Con el avance de la investigación, se descubrirá que es la esposa de un lord inglés y que es toda una autoridad en saberes ocultos, lo cual bien puede sugerir un precedente del tío Cassave. Es más, entre los ingredientes urdidos por Ray figura una variante del cuento de Charles Belden, The Wax Works (1933), popularizado por versiones cinematográficas como la muy famosa Los crímenes del museo de cera (1953): los villanos camuflan sus crímenes haciendo pasar los cadáveres como estatuas. Ahora bien, en el decepcionante final, Ray otorga una explicación «científica» a las petrificaciones provocadas por esta primera Euríale: es el efecto de una sustancia química de origen marino en combinación con la «fascinación» que produce un gigantesco pulpo del mar Egeo, de cuya especie posee un ejemplar que siempre lleva consigo (del mismo modo que Perseo llevaba la cabeza de la Gorgona, lo cual es una idea tan delirante como ingeniosa). El cuento, por tanto, contiene en potencia varios de los elementos que luego darán lugar a Malpertuis, comenzando por la sugestión que despierta el personaje del título, al que luego, con las debidas modificaciones, trasvasará a su novela, manteniendo incluso el mismo nombre.

En la novela, Euríale fascina precisamente porque siempre parece al margen de cuanto sucede a su alrededor, siempre silenciosa y ensimismada (¿como si estuviera petrificada?), siendo por ello impresionantes los contados momentos en que el fulgor verde revive en sus ojos letales. El personaje supone la mejor portavoz de la espléndida idea que justifica el horror que se desata definitivamente en torno a los antiguos olímpicos. De modo sutil, sin condescender nunca a los pormenores, Ray sugiere que, tras la muerte del hombre que los aprisionó, Cassave, el paso del tiempo va atenuando los hechizos que los controlan, de tal modo que poco a poco se abate sobre ellos la regresión, pereciendo definitivamente los débiles y volviendo los más fuertes a su esencia particular. El punto de inflexión que desata la tragedia vendrá desencadenado por el amor sacrílego que siente uno de ellos, precisamente Medusa, por un mortal, Jean-Jacques. Un amor posesivo, claro, que provoca los primeros estallidos y que está a punto de costar la muerte, por celos, del joven en Nochebuena.

En el clímax final que tiene lugar en el monasterio de los Padres Blancos, se produce una auténtica batalla entre las implacables Euménides, dispuestas a destruir al joven Grandsire por su transgresión, y la propia Medusa, que triunfa sobre las Furias pero (como es inevitable en toda tragedia griega) acaba siendo el instrumento final de la muerte de su amado: la breve mirada que se cruzan provoca, sin que la impotente Euríale pueda evitarlo, la conversión en mármol del muchacho. La última imagen inolvidable de la novela le pertenece a este formidable personaje: Medusa se sienta tristemente junto a la tumba de su pobre enamorado, con una venda negra sobre los ojos, la cabellera roja restallando con fulgor en el atardecer.

cartel-de-la-version-cinematografica-de-malpertuis-por-harry-kumelMalpertuis cuenta con una adaptación cinematográfica, escasamente conocida pero que en determinados círculos cinéfilos posee reputación, también, de película de culto, aunque en esta ocasión me parezca una fama sobredimensionada. Su director, el belga Harry Kümel, había firmado ese mismo año otro título dentro del cine fantástico, El rojo en los labios, extraña y decadente versión del mito de la condesa Bathory, por entonces muy tratado por el cine europeo, lo cual denota un interés por el género que, sin embargo no tuvo continuidad. La película que nos ocupa se presentó a diversos festivales, e incluso ganó en Sitges el premio al mejor guion, pero su repercusión comercial fue escasa, ingresando pronto dentro del conjunto de múltiples títulos «malditos» de que consta el género. Su revisión nos enfrenta ante un film muy irregular, con indudables aciertos en el terreno de la atmósfera y la escenografía, pero muy discretamente realizado, que desperdicia las inmensas posibilidades del libro original.

Las críticas al film deben comenzar por el mismo trabajo de adaptación que realiza el veterano Jean Ferry, guionista que había trabajado con cineastas como Henri-Georges Clouzot o Luis Buñuel. Por razones presupuestarias o por economía narrativa, Ferry centra su libreto en las peripecias del joven Grandsire (aquí llamado Jan, a secas). De hecho, solo toma su primera mitad (es decir, justo hasta el estallido que tiene lugar en Nochebuena —seis de los doce capítulos—) más el episodio del capítulo 8 en que el joven es atrapado por el taxidermista. Como es natural, Ferry debe organizar un nuevo arranque y decidir una nueva conclusión, y aquí es donde se encuentran los mayores reproches que se pueden hacer a la trama.

El inicio, sin embargo, parte de una idea sugerente. El joven Jan es aquí un marinero que acaba de atracar en el puerto de su ciudad natal, de modo que decide visitar a su hermana Nancy. Sin embargo, no solo no encuentra su casa al borde de un canal (en su lugar hay una nueva construcción), sino que, al creer distinguir a su hermana caminando a lo lejos, se lanza en su persecución, iniciando así su particular odisea. Kümel sabe extraer un notable partido atmosférico del escenario por donde Jan intenta, inútilmente, alcanzar a Nancy: un dédalo de bellas calles desiertas (la película se rodó en la misma Gante natal del autor) en las que la muchacha siempre parece estar a poca distancia del joven aunque este nunca llega a alcanzarla. Acechado al mismo tiempo por dos personajes en quienes el lector del libro reconoce al tío Dideloo y al dependiente Krook, Jan acaba siendo víctima de una trampa de estos y despierta, ahora sí, en Malpertuis al lado de su hermana.

A partir de aquí, el guion sigue con fidelidad los mencionados seis capítulos del libro, al precio de tener que pasar por alto la contradicción de que el personaje renuncie a su pasado marinero para permanecer en una casa que, al principio, ha señalado que le resulta odiosa. La galería de personajes también es similar, salvo en algún caso, a la del libro, y de ellos se hacen cargo actores cotizados en la época. El intérprete de Jan es Mathieu Carrière, actor alemán de aspecto angelical (alto, delgado, rubio, con ojos azules y ademán dulce), cuya inexpresividad resulta adecuada para la interpretación de un personaje que se caracteriza por la perplejidad con que se va conduciendo a lo largo de una intriga que siempre lo supera por completo. El excelente actor francés Michel Bouquet otorga al tío Dideloo un aire untuosamente lascivo y siniestro que es el que se corresponde con su retrato en el libro. La diva gala de la canción Sylvie Vartan encarna a Bets, la muchacha que acogía al protagonista en la segunda parte de su relato y que ya no es angelical, por supuesto, tal vez por no encajar con el gesto agresivo de la estrella. Sin embargo, el mayor reclamo dentro del reparto lo supone la presencia de Orson Welles, cuya imagen, en principio, se aviene con el retorcido carisma del tío Cassave: ahora bien, como otras veces, esta asignación tiene el problema de que el actor «devora» al personaje para añadirlo a la galería de grandes genios retorcidos que compone su carrera (y que acaban siendo todos demasiado parecidos).

Orson Welles como el tío Cassave en Malpertuis

El film carece del sentido impresionista que Jean Ray otorga a su narración, optando por un exceso de clarificación que incurre más de la cuenta en el puro subrayado, en especial al remarcar la naturaleza sexual de la historia, que en el escritor es más sutil y, por ello, sugerente. En función de esto, la película ofrece una de sus ideas más enfáticas (que a ratos funciona y a ratos fastidia) en la decisión de que la actriz inglesa Susan Hampshire interprete los tres personajes femeninos fundamentales del entorno de Jan: su hermana Nancy, su prometida Euríale y la mujer que despierta su sexualidad, Alice Cormelon (en el primer caso, con cabellos rubios; en el segundo, con una cabellera roja y un maquillaje de conseguido aspecto escultórico; en el tercero, pelo lacio y castaño). De hecho, incluso la relación entre los dos hermanos se reviste inicialmente de cierta turbiedad incestuosa: el modo en que se besan y abrazan cuando Jan despierta en la casa parece más propio de dos amantes largo tiempo separados que de dos hermanos.

Indudablemente, lo mejor del film estriba en el excelente sentido atmosférico que se otorga a la escenografía. La Malpertuis cinematográfica está a la altura de lo que permitía la novela: es también un espacio laberíntico, de límites indefinidos, cuyas escaleras siempre despiertan una malsana inquietud, con los pasillos iluminados por lámparas de gas que otorgan un aire notablemente decadente al escenario. El guion ofrece una de sus mejores ideas al hacer que el testamento del tío Cassave no solo obligue a todos los personajes a vivir juntos en la casa, sino que los impida salir de ella en momento alguno. En el aspecto visual, esto se traduce en que la casa nunca se muestre por fuera —salvo un breve plano de la fachada de la tienda de colores—, incrementando la claustrofobia del espacio. Cuando la escena recurre a los exteriores (el jardín muerto, la antigua abadía de los padres barbusquinos), estos producen la misma inquietud que los interiores.

Como si los autores del film pensaran que los espectadores conocen bien la premisa de Ray, los indicios de la identidad divina de los huéspedes de Malpertuis prácticamente se indican desde el principio, a ratos de modo grosero: así, los en la novela silenciosos Griboin aquí no paran de hablar, señalando en los diálogos lo bajo que han caído para ser quienes fueron (incluso él la llama a ella en determinado momento «mi adorada Venus»). Ferry convierte, asimismo, a los Dideloo en dioses: él es Hermes (ingeniosa decisión, que se ajusta bien a su condición de servil correveidile de Cassave); ella, Hécate. A cambio, se pierde la asociación entre Eisengott y Zeus: aunque el anciano sigue teniendo relevancia, ya no se explica bien el motivo. Por cierto, quien aquí explica los secretos de Malpertuis y la identidad de sus huéspedes será la misma Euríale, después de salvar a su amado de las manos asesinas de Philarethe.

Ahora bien, la conclusión resulta lamentable y —traicionando a Ray— convencional a más no poder, pues sigue una de las más nefastas modas de la época: un final en bucle en el que, inicialmente, nada parece haber sucedido hasta que el cierre de la película sitúa al protagonista, de nuevo, en la misma situación de partida. Este epílogo transcurre en la época coetánea (un burdo inserto del Concorde no deja lugar a dudas) y nos cuenta que toda la historia contemplada hasta entonces no ha sido sino el producto febril del joven Jan, interno en un sanatorio psiquSusan Hampshire en Malpertuisiátrico, que ha consignado en un diario. Como es natural, todos aquellos con quienes Jan se cruza en esta parte final (en teoría, se ha curado y su esposa viene a devolverlo al hogar) tienen el rostro de los habitantes de Malpertuis, pues su mente alucinada los había hecho protagonistas de su delirio: del médico que lo sana (Eisengott) a su ayudante (el tío Dideloo), pasando por la enfermera (Bets) y la esposa que viene a recogerlo (Nancy-Euríale-Alice). Si ya es poco afortunada la idea, peor es el giro final: completamente feliz al poder volver a su vida «normal», Jan no advierte que su esposa lo está conduciendo a un ala abandonada del hospital, y al cruzar la última puerta, el muchacho descubre, horrorizado, el decadente pasillo donde se multiplican las lámparas de gas. Al darse media vuelta, solo encuentra la pared: Malpertuis ha vuelto a atraparlo…

Una novela espléndida y sugestiva convertida en una película irregular y demasiado superficial, pero que posee la virtud de obligar a buscar la fuente literaria y a saciar el cúmulo de expectativas que se quedan en mero apunte dentro de la adaptación. Y como siempre en las relaciones entre literatura y cine, una misma creación expresada bajo dos lenguajes diferentes, pero complementarios: cuando uno relee, con pasión, las magníficas páginas escritas por Ray, no puede evitar que los pasillos y escaleras de la mansión sean los que aparecen en la película, inquietantes, misteriosos, deletéreos. Un espacio por el que pasear cuantas veces queramos.

FICHA DE LA PELÍCULA

Título: Malpertuis / Malpertuis. Año: 1971

Dirección: Harry Kümel. Guion: Jean Ferry, según la novela de Jean Ray. Fotografía: Gerry Fisher. Música: Georges Delerue. Reparto: Mathieu Carrière (Jan), Susan Hampshire (Nancy / Euríale / Alice), Michel Bouquet (Dideloo), Orson Welles (Cassave), Jean-Pierre Cassel (Lampernisse), Sylvie Vartan (Bets). Dur.: 125 min.

Acerca de Jose Miguel García de Fórmica-Corsi

Soy profesor de historia en el IES Jacaranda (Churriana, Málaga).
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3 respuestas a Malpertuis o la prisión de los dioses (II)

  1. Renaissance dijo:

    Pese a lo irregular de su estilo, algo que nos fijamos según maduramos como lectores, lo que me ha sorprendido de Ray es la modernidad de sus relatos, al menos cuando empecé a leerlo: especialmente su uso de la mitología, clásica o popular, como algo que aparece como a punto de extinguirse y solo conserva cierta influencia. También me desconcertó el encontrarmea Euryale en un relato de Harry Dickson, pensando entonces «entonces ..¿Esto de los universos compartidos existía antes de las sagas cinematográficas modernas? «. Después empecé a sospechar que en realidad había reciclado el nombre en el fragor de una escritura rápida.
    Precisamente ahora estoy leyendo alguna novela de Harry Dickson (que no releyendo. Hay tantas que por suerte tengo para lo que me queda de vida). Reencontrar las deducciones por ciencia infusa, los disfraces dignos de Mortadelo y una ingente cantidad de sectas y contrabandista operando en los subsuelos siempre es un placer.

  2. Renaissance dijo:

    Envié un panegírico sobre el desenlace de Malpertuis, su relación con Harry Dickson y como continúo volviendo de cuando en cuando con el detective (ésta semana, La habitación 113), y se ha perdido como lágrimas bajo la lluvia…en fin podría decir muchas cosas del hombre que me descubrió el fantastique.
    También, que mucha gente considera que las portadas de Júcar deberían estar en un museo…de los horrores. A mí me encantaban. Fotomontajes torpes, dibujos a bolígrafo sobre una fotografía, y en los últimos números, una simple estampa de una modelo setentera. Tan extrañas, anacrónicas y a veces absurdas como las novelas del personaje.

    • No sé si el panegírico perdido es el primero de los dos comentarios que acabo de poner (lo tenía pendiente…), aunque creo que no mencionas el final de «Malpertuis». Desde luego, me encanta esa reivindicación de los Harry Dickson de Júcar. Sus portadas, desde luego, tenían una personalidad tan indefinible como identificable a la primera. Todavía hoy reconozco a la primera, en las librerías de ocasión, ese canto estrechito de color marrón que enseguida me lleva a ellos: aun así, creo que solo he encontrado en mi vida siete u ocho títulos. Por cierto que la editorial madrileña La Biblioteca del Laberinto, especializada en literatura pulp, publicó hace años varios volúmenes de Dickson, pero no los de Ray sino los de autores anteriores, que seguían la edición alemana donde nació (a partir de variaciones piratas sobre Sherlock Holmes). Lo interesante es que en el primer prólogo viene una lista de todas las novelas de Dickson/Ray y su equivalencia con la edición de Júcar.

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