La Trilogía de la Caballería Centauros del desierto
Como enamorado de las relaciones entre cine y literatura (lo que siempre intento reflejar en mi blog), deploro uno de los lugares comunes de la crítica, la cinefilia y la mitomanía en general: la atribución de todos los méritos relacionados con la historia de una película al que es considerado su «único» creador, el director. En todo caso, y para mayor humillación del posible autor de un escrito que es la fuente del guion, se suele decir que el director ha sabido llevar ese material «a su propio terreno» —tópico nauseabundo que suele delatar, sin más, la mera ignorancia: quien escribe esto no se ha tomado la menor molestia en cotejar el original—, y lo peor de todo es que el cineasta obsequiado con semejante elogio ni lo necesita ni, seguramente, lo comparte. Pongo un ejemplo, sobre el que me llamó la atención un crítico tan poco amigo de etiquetas como Carlos Aguilar: la obra maestra de Alfred Hitchcock Vértigo, parte de una novela olvidada (De entre los muertos, del tándem de escritores franceses Boileau-Narcejac) en la que ya se encuentra la torturada sensibilidad que exhibe la película, siendo en todo caso de admirar cómo el director inglés encontró en ella un material que conectaba íntimamente con sus propias obsesiones y, con el adecuado punto de reelaboración sin el cual toda adaptación literaria es mero vampirismo, la convirtió en un bello poema visual (ver mi antiguo articulo). En las líneas siguientes voy a tratar la relación entre otro cineasta genial, el gran John Ford, y un conjunto de excelentes relatos que dieron origen a su famosa Trilogía de la Caballería, como enseguida se reconoce al leerlos. En justicia, añado antes que nada, la lectura que Ford hace de esos cuentos (al menos en dos de los tres films) consigue un resultado superior al material de partida, pero la misma justicia exige señalar las grandes virtudes que contienen aquellos, y por tanto reivindicar al hombre que los escribió, James Warner Bellah.
En concreto, son cinco relatos que pueden encontrarse en un único volumen de la editorial Valdemar titulado Un tronar de tambores y otras historias de la caballería americana, publicado dentro de la admirable colección «Frontera», dedicada al western, bajo la dirección de Alfredo Lara (dueño de la madrileña librería Opar, paraíso del amante de la literatura de género), responsable también de la excelente introducción que acompaña al texto de Bellah. Junto a ella, añado un libro excelente que me ha sido fundamental para elaborar estas líneas: Jinetes en el cielo, de ese apasionado pero a la vez inteligente cinéfilo que es Eduardo Torres-Dulce, dedicado íntegramente a la trilogía fordiana, y en el cual se detalla y reivindica oportunamente la aportación de las fuentes literarias.
Los relatos y su correspondiente film son los siguientes: Masacre con respecto a Fort Apache (1948); Comando, La gran cacería y Partida de guerra con respecto a La legión invencible (1949); y Misión inexistente con respecto a Río Grande (1950). El título del volumen es el del más extenso de sus relatos, hasta el punto de tratarse de una novela corta, y que no es sino una novelización del guion original del propio escritor para un olvidado western de 1961, titulado por nuestros lares Fort Comanche, por tanto con el mismo ambiente de caballería. Una novelización que, a todo esto, posee una gran entidad literaria: nadie notaría su origen de no conocerlo, sobre todo en comparación con los relatos.
James Warner Bellah (1899-1976), nacido en Nueva York, fue militar por tradición familiar (muchos de sus personajes habrían de reflejar esta misma condición, que como sabemos precisamente a través del cine y la literatura, puede ser a la vez un orgullo y una maldición). Participó en la Primera Guerra Mundial como voluntario en las fuerzas aéreas canadienses y después, en la Segunda, combatió en el sudeste asiático, concluyendo la contienda con el grado de coronel. En los años 30 ya había ejercido como periodista y practicado ocasionalmente a la literatura. Esta sería la actividad a que se consagraría a su regreso a la vida civil. Su contacto con John Ford sería fundamental, no solo como autor adaptado sino como guionista. Para él escribiría nada menos que El sargento negro y, sobre todo, El hombre que mató a Liberty Valance, esta última a partir de un maravilloso relato de otra autora ignorada normalmente por los cinéfilos amantes de la película, Dorothy M. Johnson), pero también trabajaría en otras producciones, normalmente dentro del western.
En su famosa película La diligencia (1939), el film del que se dice que sacó al western del cine barato y demostró que podía valer para hacer cine con pretensiones artísticas, Ford hacía aparecer a la caballería al final de su historia, cuando salvaba a los pasajeros del vehículo titular de perecer a manos de los indios. Desde entonces, pasó a ser uno de los tópicos del género: la aparición providencial del Séptimo de Caballería en el último momento. Con el paso de los años, a Ford, un hombre muy interesado por la historia de su país, dentro de la cual la expansión al Oeste —en cumplimiento del famoso Destino Manifiesto de la nación— supone uno de sus elementos emblemáticos, comenzó a divagar acerca de esos hombres anónimos que tantos servicios fundamentales habían prestado al avance de la civilización. (No en vano, la frase final de La legión invencible supone un homenaje a este concepto: después de enumerar las ingratas condiciones de vida de los soldados, el diálogo concluye diciendo: «sin embargo, allá donde iban, estaban los Estados Unidos».) Ford comenzó a hacerse preguntas acerca del tipo de hombres que engrosaban las filas de la caballería, cómo serían los fuertes donde se acantonaban, en qué consistiría la vida en los mismos, los ritos que unirían a sus habitantes… Sería entonces cuando caerían en sus manos los relatos de Bellah sobre el tema, publicados todos ellos en la revista Saturday Evening Post.
Sabido es que la Trilogía de la Caballería ha tenido durante mucho tiempo fama de cine reaccionario, incluso fascista, por su supuesta apología del ejército y su desacreditación de la figura del indio. En ambas cuestiones puede hablarse de diferencias entre los cuentos y las películas. Bellah asume la perspectiva del militar que conoce bien la institución que retrata y, por ello, otorga prevalencia a la condición de aquel como profesional: la relación entre superiores y subordinados, el conocimiento del terreno y de las características de los enemigos (sobre todo si son tan astutos e incluso sutiles como los indios), las dificultades de una vida que exige estar en perpetua alerta. A Ford el ejército le interesa en cuanto comunidad formada por hombres que eligen vivir en las condiciones más agrestes pero que, por ello, establecen entre ellos una vinculación más fuerte que en la mayoría de conjuntos profesionales humanos.
De ahí la atención que el director irlandés presta a los ritos de esa comunidad: a sus bailes, cenas, conversaciones en el porche… o borracheras compartidas, que unen aún más a los camaradas, siempre con el entrañable Victor McLaglen encarnando al veterano sargento que maneja con la misma facilidad el whisky y a los jóvenes reclutas. Y de ahí también la necesidad de la mujer en estas historias, inexistente en los cuentos de Bellah pero imprescindible en los films de Ford, pues supone la presencia que vincula al soldado con la necesidad de regresar al calor del fuerte, y de otorgar a este la necesaria calidez femenina que debe tener todo hogar… porque si no, fuera de las horas de servicio, el fuerte no sería más que una cantina. Los personajes encarnados por Maureen O’Hara, Joanne Dru o Shirley Temple, por tanto, no son meras concesiones de Hollywood al público femenino, y la prueba es que las escenas que protagonizan, sin ser, desde luego, las más activas de cada historia, no solo no sobran ni ralentizan la película, sino que les otorgan una densidad muy especial.
Es significativo, por volver a la comparativa entre cuentos y películas, que en el libro editado por Valdemar las mujeres solo aparezcan en Un tronar de tambores. Cabe hacer, sin embargo, dos matizaciones: recuérdese que primero fue un guion, de ahí que quepa pensar que Bellah se viera condicionado por los productores para incluir una historia de amor; y que el resultado de la misma es desolador, hasta tal punto que los hombres de la película acaban llegando a la conclusión de que el estado ideal del soldado no puede ser sino la soltería.
En concreto, la caballería le sirve a Ford, cineasta profundamente romántico, para expresar el amor que siempre tuvo por ese ambiguo y fascinante concepto que puede resumirse en la expresión hombre de la frontera (y al que responden sus más inolvidables personajes, sobre todo los encarnados por John Wayne). Los soldados, con contadas excepciones, son ante todo un conjunto de desclasados, de desarraigados, de individuos que han llegado allí huyendo de algo (por ejemplo, de la derrota durante la guerra: véase la emotiva escena, en La legión invencible, del funeral al soldado muerto bajo el anónimo nombre de Smith, que en realidad fuera un general del Sur que prefirió no volver a su tierra perdida, y al que el capitán Brittles, el protagonista del film, como signo del mayor respeto, permite que lo entierren envuelto en su propia bandera confederada).
En cuanto a la visión que ofrece del indio, para Bellah encarna al Enemigo de modo tan absoluto que linda la pura abstracción. A estas alturas, no hay que esconder que el escritor mereció muy duros calificativos de algunos de los que lo conocieron bien a él o a su obra: su propio hijo no dudó en tacharlo de fascista, racista y notorio intolerante. Así, en la novelización Un tronar de tambores pone en boca del sabio comandante del fuerte, dirigidas a sus oficiales, frases como «Sientan siempre por ellos [los indios] un odio racional» o «el indio es un animal salvaje y nocivo». Ahora bien, no solo coincido con la afirmación que Alfredo Lara escribe en la introducción del libro acerca de que no parece inviable disfrutar como escritor de alguien a quien jamás aceptaríamos como organizador de la sociedad, sino que, de mi cosecha, añado una cuestión en la que suelo insistir siempre: que cada historia debe ser fiel a su propia coherencia dramática. Y en el contexto que Bellah elige para sus relatos —un mundo fronterizo en el que se sobrevive antes que se vive, y por cuya posesión contienden, sin apenas compasión, dos conceptos totalmente distintos del mundo y de la civilización, correspondiendo el punto de vista que orquesta el relato a uno de ellos, que por tanto lo describe según sus normas y busca concitar la simpatía hacia sí mismo— resulta plenamente convincente ese dibujo del indio como criatura antónima de la humanidad: el Oeste que defiende la caballería es un mundo donde todo es hostil, y donde el mínimo descuido presagia la muerte, y del modo más doloroso posible.
En la Trilogía, en cambio, el indio recibe un dibujo mucho más diverso. En Fort Apache, se remarca su condición de víctima de la depredación blanca, de noble guerrero que lucha solo porque no se le deja otra salida. En La legión invencible se distingue entre dos tipos de indios: el guerrero joven y belicoso, ansioso de tomarse revancha de los blancos, y el jefe anciano que lamenta que ya no se escuchen sus consejos sobre lo único que trae la guerra: la muerte y la desdicha (en la bonita escena del diálogo entre el capitán Brittles y Pony que Camina). Por último, en Río Grande, y como indica Torres-Dulce, diríase que Ford se contagia del belicismo de Bellah porque aquí su visión del indio es la unidimensional del arquetipo negativo. Eso sí, nunca está de más recordar la consideración mutua que se tuvieron el director irlandés y los genuinos indígenas a quienes trató, la tribu navaja que vivía en el Monument Valley donde transcurren sus mejores westerns (entre ellos, los dos primeros de la Trilogía), para quienes exigió dignas condiciones laborales en las numerosas ocasiones en que los empleó (resulta entrañable comprobar cómo, de film a film, se repiten los rostros, graves y pétreos, de quienes debían de ser sus jefes), y que a su vez lo adoptaron bajo el nombre de Natani Nez (Jefe Alto).
Como he señalado, Fort Apache (1948) convierte el relato Masacre, de 20 páginas, en un film de dos horas largas de metraje. El núcleo de la trama está extraído de aquel: un militar sin experiencia ninguna en el Oeste, el comandante Owen Thursday, nada más llegar al puesto que le ha sido encomendado (en el relato es Fort Starke, el escenario habitual de Bellah), pese a las recomendaciones de sus oficiales, decide emprender una ofensiva contra los indios que acaba empujando a sus hombres a una auténtica matanza. Como se sabe, el episodio está modelado a partir de un hecho histórico real, que el cine se ha encargado de contar en varias ocasiones: la derrota del coronel George Armstrong Custer, ante una coalición de indios liderados por el jefe sioux Caballo Loco, en Little Big Horn, en la cual pereció la flor y nata del famoso Séptimo de Caballería.
El relato está narrado desde la perspectiva de uno de los oficiales de Thursday, el teniente Cohill, que no se mantiene en la película, pero que sí aparecerá en La legión invencible, puesto que se trata de un personaje recurrente en los relatos del ciclo de Bellah. El guion firmado por Frank S. Nugent lo transformará en el rol que interpreta John Wayne, el capitán Kirby York, avezado hombre del Oeste y experto conocedor de los apaches, entre los cuales su palabra es respetada (lo cual aprovechará Thursday, de modo innoble, para atraer a los apaches a territorio estadounidense desde el México a donde habían huido: en el film, su jefe es nada menos que el histórico Cochise). Eso sí, el gesto de York de salvar la reputación de Thursday, permitiendo que sobre él florezca una leyenda de heroísmo —y que permite a Wayne demostrar por qué fue uno de los actores que mejor supo expresarse a través de la mirada, que es la que se encarga de desmentir, para el espectador, la falsedad de sus palabras—, ya procede del relato.
Eso sí, hay una importante diferencia. El ceñudo ex militar Bellah niega al incompetente comandante el heroísmo final que el siempre romántico Ford le concede: mientras que el de este, reconociendo por fin su error, y pudiendo salvarse, decide acudir a morir con sus sitiados hombres, el Thursday literario se suicida. En ambos casos, su oficial encubre la verdad. Cohill le quita el revólver delator de sus manos, justificándose a sus propios ojos con que «un regimiento tiene un honor que ningún hombre puede usurpar». Así pues, su gesto se debe al respeto debido a los compañeros que han muerto, el cual no debe ser ensuciado por la arrogante insensatez de su comandante. Ahora bien, Ford (a través de su portavoz, Kirby York) convierte el gesto del subordinado en un canto elegíaco por el alma de esos soldados anónimos cuyo valor es el que permite la existencia de los Thursdays de este mundo: permitiendo que este se convierta en un (falso) héroe, lo que hace York es rendir el homenaje a quienes verdaderamente importan, sublimando así ese símbolo de la caballería como comunidad de hombres unidos por una solidaridad de almas antes que de clase.
Para su siguiente film, La legión invencible (1949), Ford compró dos relatos de Bellah, Comando y Partida de guerra, aunque (como deja bien claro su inclusión en el volumen de Valdemar) también aprovecha elementos de un tercero, La gran cacería. El protagonista de los dos primeros relatos es el capitán Nathan Brittles, el personaje que interpretará John Wayne en su adaptación. La película, recuérdese, narra los últimos días de servicio de este oficial, destinado en el lejano Fort Starke. Ford vincula su película con la anterior Fort Apache, al remarcar en la narración con que se abre la película que se acaba de producir la derrota del general Custer (ahora ya de modo abierto), lo cual ha puesto en pie de guerra a todas las tribus indias del Oeste. El núcleo del guion está extraído de Partida de guerra, el cuento que narra la crónica no de los últimos días de servicio de Brittles, sino tan solo de su último día, y en él reside la brillante idea (y que parece muy poco propia de unas historias y unos autores con esa fama de reaccionarios) de abortar la contienda antes de que llegue siquiera a estallar, al atacar por sorpresa el campamento indio y poner en estampida sus preciosos caballos, sin los cuales a los pieles rojas solo les queda la humillación de regresar a pie a sus reservas.
Si John Wayne realiza una de las grandes interpretaciones de su carrera con tal personaje, es necesario señalar que el Brittles del cuento resulta imborrable, gracias a la sobria pero emotiva descripción que James Warner Bellah hace de ese hombre ya mayor para el que hace muchos años que no existe otra cosa que el servicio. Ford no hizo uso de un elemento fundamental del relato: si Brittles no ha ascendido más allá del grado de capitán, pese a su valía, es porque la muerte de su esposa y su hija lo condujo a una oscura caída en el alcohol, que lo llevó ante un consejo de guerra, librándose por poco de la licencia deshonrosa. En el film, eso sí, estos personajes desaparecidos dan pie a la maravillosa escena, bajo un crepúsculo inolvidablemente escarlata, en que el capitán acude a regar las plantas de esas tumbas y a hablar con su mujer, como debe llevar haciendo muchos años (Ford extrajo esta idea de una película previa, El joven Lincoln). Por cierto, que en el cuento Comando es donde está escrita esa estupenda frase que acaba constituyendo el leit-motiv que simboliza la ecuánime dureza con que el sabio Brittles adiestra a sus jóvenes oficiales: «No se disculpe nunca. Es signo de debilidad».
Por último, Misión inexistente es la base argumental de Río Grande (1950), el título de la Trilogía que a mí me parece notoriamente inferior a los otros dos. De él se extrae el núcleo central del argumento fílmico: expulsado de West Point por suspender un examen de matemáticas, el único hijo del veterano coronel Massarene se enrola en la caballería y es destinado al fuerte del padre, lo cual pone a ambos ante una delicada situación. Y es que Massarene no ha visto a su hijo desde que era pequeño: su esposa no soportó la vida militar y volvió al este con el hijo, al cual sin embargo la sombra de la profesión militar del padre se ha esforzado en perseguir (cuestiones, como se ve, muy propias de la concepción que tuvo Bellah del ejército y sus condicionantes). Eso sí, en el relato falta, cómo no, aquello que hace más revelante de la película: la presencia de la esposa del protagonista, que se reencuentra con este para exigirle el regreso del hijo. Recuérdese que Río Grande supuso el primer encuentro entre John Wayne y Maureen O’Hara, y sus escenas en común son lo más recordado del film.
La película, en mi opinión, adolece de un notable desequilibrio en su propósito de compaginar el conflicto de los protagonistas con la exposición del microcosmos militar, de tal modo que el rico coro habitual de secundarios está más desdibujado de lo normal, por mucho que se repitan actores, tipos e incluso personajes (empezando por el protagonista: Wayne retoma al Kirby York de Fort Apache, con más años). En cambio, el cuento es un puro Bellah, tanto en la trama (una vez más, se centra en la descripción de una partida de guerra contra los indios) como en la estructura narrativa (los actos del comandante juzgados bajo la perspectiva de uno de sus oficiales, el habitual manejo impresionista del tempo). Un cuento excelente.
En estos relatos, por tanto, James Warner Bellah demuestra ser un narrador con raza, un hombre capaz de armar magníficas situaciones a partir de pequeños apuntes, con el gusto adecuado por los detalles que siempre tienen los buenos creadores, y una excelente capacidad para manejar el punto de vista, de tal modo que los mejores personajes siempre se muestran bajo la mirada del subordinado que los observa. En las películas (en las dos primeras de la Trilogía), como en muchas otras de su espléndida filmografía, John Ford se erige como uno de los mayores artistas que ha dado el séptimo arte, capaz de conjugar de modo admirable la tensión con la distensión, de fascinar con la envoltura visual de cualquiera de sus planos y de construir inolvidables universos humanos a partir de los rasgos más sencillos de la persona. ¿El artesano y el genio? No quiero incurrir yo también en el lugar común que denunciaba al principio de este artículo, pero en cualquier caso supone una sugestiva experiencia descubrir que esas historias y personajes tan amados en las películas del cineasta irlandés reviven, con la mayor dignidad, en la letra impresa donde este los encontró… y se los apropió.
Esto es algo que publiqué en mi blog sobre la otra caballería. No tiene nada que ver con tu post, que está muy bueno, pero puede que te interese. En: http://micolchaderetazos.blogspot.com/2017/11/maldicion-sobre-los-mal-pensados-hace.html
¡Gracias por el enlace, Franklin! Especialmente interesante para mí porque, de hecho, mi carrera es la de historia medieval, aunque como profesor de secundaria apenas lo practico porque aquí en los programas de estudio se solventa con tres temillas en segundo de la ESO (trece años). Por tanto, leo menos sobre historia medieval que sobre moderna y sobre todo contemporánea, que ya se da con intensidad. Aun así, de vez en cuando me puede la nostalgia y me doy unos tutes «medievales», e incluso en el blog tengo una categoría titulada «Edad Media soñada» a la que le tengo especial cariño.
Un abrazo y felices fiestas 🙂 !