Vértigo en París, durante la II Guerra Mundial

La gran olvidaVértigoda de la película Vértigo es, precisamente, la novela en que se basa. Normalmente, cuando un gran autor adapta un libro, suele afirmarse con fervor (y sin que sea «obligatorio» haberlo leído) que el susodicho ha llevado la obra a su propio terreno, y así se ha escrito sobre multitud de obras y novelistas. Sin embargo, a la novela De entre los muertos ni siquiera le ha cabido semejante «honor»: lo normal, con relativas excepciones, ha sido hacer caso omiso de ella1. Entiendo que, al menos en nuestro país, se debe a la dificultad en poder confrontar la película con el original. Me refiero en la actualidad, pues sus autores, los franceses Pierre Boileau y Thomas Narcejac, formaron una pareja especializada en relatos policiacos muy popular en su época, como prueba el elevado número de adaptaciones al cine de sus libros. En España hay una edición relativamente reciente, publicada bajo el título del film, Vértigo, por Nebular en el año 2002 (traducción de Jandro Murillo), con un magnífico apéndice a cargo de Roberto Cueto.

En todo caso, siempre se menciona la anécdota de que sus autores la escribieron con vistas a que Hitchcock se fijara en ella, sabedores de que ya había intentado comprar su previa La que no existía, finalmente llevada a la pantalla por Henri-Georges Clouzot en Las diabólicas (1955). Según esta noticia, propagada por el mismísimo François Truffaut en su famoso libro-entrevista al Mago del Suspense, los escritores franceses habrían hecho un trabajo a la medida del director inglés, reproduciendo sus obsesiones habituales. Aun desconociendo cualquier otro trabajo del dúo, me parece una explicación poco consistente y demasiado «fácil» para quien crea estar preservando así la absoluta autoría de Hitchcock. En primer lugar, cuando menos la otra película basada en novelas suyas, Las diabólicas, ya contiene numerosos rasgos luego exhibidos en Vértigo que hacen pensar que se deben al único vínculo común de ambos films: los autores. Y en segundo lugar, la lectura de De entre los muertos demuestra demasiada personalidad como para creer en una mera mímesis de temas ajenos a los franceses.

Por ello, tristemente, es como si Boileau-Narcejac hubieran pasado a ser una mera carcasa vacía, una marca registrada algo molesta porque obliga a reconocer que la que pasa por ser la mayor confesión personal del tortuoso Alfred Hitchcock… tiene un componente que, en mayor o menor medida, no le pertenece.

Edición española de la novelaPues bien, De entre los muertos existe, y su lectura arroja una conclusión asombrosa: no sólo es un libro espléndido, sino que en él ya se encuentra la práctica totalidad de los elementos más significativos de su adaptación cinematográfica, no ya en el plano argumental (que es mucho, claro) sino en el psicológico, en el fetichista, en el obsesivo. Si Vértigo es, ante todo, la historia de una fascinación que degenera en morbosa obsesión fetichista y necrófila, justo eso es lo que es De entre los muertos. No es menoscabo hacia Hitchcock (un autor por el siento gran devoción, del mismo modo que Vértigo es para mí su obra maestra) el reconocerlo.

En todo caso, es de admirar el proceso de identificación que el director inglés sintió ante la historia urdida por los dos franceses, puesto que es evidente que Vértigo es tanto una adaptación razonablemente fiel como una reinterpretación de la misma que, respetando sus claves internas, consigue hacer que éstas, armónicamente, confluyan con las propias claves del cine de su autor. Por eso puede decirse que Vértigo es una película intensamente personal al tiempo que una genial adaptación (no hace falta adaptar a Henry James o a Balzac o a cualquier autor respetable para merecer tal consideración) y una memorable traslación al lenguaje cinematográfico, por medio del uso de la puesta en escena, la atmósfera visual y sonora, el montaje y la interpretación. Todo ello es cierto, pero también lo es que sin De entre los muertos no hubiera existido, y sólo por eso la novela ya merece un respeto, sobre todo cuando resulta tan sugerente: ver la película y leer el libro (supongo que es difícil que se haga al contrario: en todo caso no se hará lo segundo) supone una experiencia apasionantemente complementaria.

A grandes rasgos, la trama de De entre los muertos es la misma, sólo que los personajes, inevitablemente, son franceses y francesa también es la ambientación. El protagonista, aquí llamado Flavières, es un policía retirado después de una traumática (y humillante, se insiste en esto más que en el film) experiencia en la que un compañero murió por causa de su vértigo, sólo que aquí ha vuelto a la profesión cuya carrera estudió: Derecho. Un antiguo compañero de estudios, Gévigne, le pide que siga discretamente a su esposa, Madeleine (¡sí, al menos el mismo nombre se repite de la película a la novela… digo, al revés!), pues en los últimos tiempos está advirtiendo en ella unos síntomas alarmantes: de modo recurrente, adopta una actitud ausente, se dedica a vagar hora tras hora sin rumbo. En conclusión: empieza a creerse la reencarnación de una antepasada (de su bisabuela, en realidad, Pauline Lagerlac, que se suicidó justo a la misma edad que ella tiene ahora). Flavières se encarga de seguirla, progresivamente atraído tanto por la peculiaridad de la historia como por el atractivo de Madeleine Gévigne, y acaba sacándola del río cuando ésta se arroja a sus aguas, en un intento de suicidio. A partir de este momento, y enamorado locamente de ella, se convierte en su asiduo acompañante, al mismo tiempo que intenta arrancarla de su obsesión. Mas sin resultado: un día ella lo lleva hasta una pequeña iglesia rural, sube a lo alto de su campanario y se arroja desde él, ante la impotencia de un Flavières cuyo vértigo le impide alcanzarla…

Toda la envolvente primera mitad del Vértigo de Hitchcock, por lo tanto, se encuentra aquí de un modo razonablemente idéntico, sólo que sin música de Bernard Herrmann (aunque uno puede ponérsela en el aparato de música y acompañar así su lectura) y sin las empinadas calles de San Francisco. El resto sí: la fascinación que el protagonista acaba sintiendo por Madeleine, los paseos por un cementerio hasta la tumba de Pauline Lagerlac (Carlotta Valdez en el film), por museos donde la joven parece convertida en una pintura más, sólo que viviente (el Louvre, en este caso), una inmersión si no en la bahía de San Francisco sí en el Sena y, de modo especial, la importancia que en el enamoramiento de Flavières posee el halo fantastique que parece envolver la obsesión de la bella amada.

Obsesión falsa, ya lo sabemos. Pero la que sí es muy real es la obsesión del protagonista, que aquí aparece descrito como un individuo mucho más misantrópico que el Scottie original. Si en Vértigo el espectador avisado intuye que el traumático episodio que lo ha alejado de la policía no es sino el símbolo de una vida vacía y al borde del abismo, mucho antes de que la acrofobia la cambiara radicalmente, Boileau-Narcejac utilizan (de modo lógico) la mayor capacidad de la palabra escrita para penetrar dentro de su personaje y así contar cómo, desde su misma infancia, éste se ha sentido apartado de los demás, incapaz de trabar lazos afectivos con nadie, especialmente con las mujeres. Flavières es un individuo ensimismado, para quien de pronto Madeleine supone el inesperado fulminante que remueve dentro de su interior su desesperada necesidad de amor, un amor que no puede volcar en nadie vulgar (pues es evidente que el personaje está imbuido de una abierta conciencia de su sensibilidad superior) y que, de este modo, sublima en la bella y misteriosa esposa de Gévigne.

MadeleineDe modo inevitable, ese amor tardío y absoluto se manifiesta a través de determinados rasgos: la evocación culta (Flavières llama a Madeleine su Eurídice, sin sospechar todavía el presagio que encierra la elección de ese sobrenombre), el fetichismo (las ropas y objetos de Madeleine, entre ellos un encendedor que él le regala, y que luego serán fundamentales para concentrar el sentido amoroso con que intentará resucitar a aquella en la vulgar Renée) y la oscilación entre el odio que empieza a sentir por el hombre al que considera completamente indigno de ella —no duda en resaltar la poca correspondencia que hay entre los atractivos de una y otro, por no hablar de la mezquindad moral que enseguida le atribuye, por su condición de especulador beneficiado por la guerra— y el desprecio que también siente por sí mismo, en cuanto que, es evidente, está traicionando una confianza recibida en intimidad.

Hay una llamativa diferencia con respecto a la película: en la novela no existe ningún personaje como Midge, la amiga de Scottie, enamorada en silencio de él, a quien encarna Barbara Bel Geddes. Es significativo, pues, en primer lugar, quiere decir que Flavières no tiene un solo amigo en el mundo; y en segundo lugar, se le niega la capacidad de recibir amor, lo cual subraya el escaso atractivo que en el libro tiene el personaje. Sin James Stewart para suavizar lo más oscuro del mismo, Flavières no es sino un misántropo al que no consigue redimir ni siquiera el intenso sufrimiento que muestra conforme avanza la historia (esto sí es idéntico entre él y Scottie). Es más: en la película, Scottie recibe el amor de dos mujeres (el soterrado de Midge y el abierto de Judy), pero en el libro ni siquiera podemos estar seguros de que Renée lo haya amado alguna vez, ni cuando era Madeleine ni cuando intenta negar por todos los medios que alguna vez lo fue.

Por otro lado, hay otra diferencia fundamental con respecto al guión de la película, que remarca precisamente la ausencia de la nobleza que sí tenía el Scottie de Stewart. Después de perder a Madeleine, Flavières huye del lugar del suicidio y oculta, ante Gévigne, que esa tarde estaba con su esposa. Tiempo después sabrá que, claro, Gévigne fue considerado sospechoso de haberla matado, y más cuando era ella la que poseía el dinero del matrimonio. Esta mezquina decisión de Flavières —pues si huye no es por el vértigo emocional que le produce la pérdida de Madeleine, o no sólo, sino por su incapacidad para hacer frente a un segundo enjuiciamiento público por la misma afección física: recuérdese el magnífico partido que sacaba Hitchcock a la escena de la encuesta, con ese estupendo personaje del coroner cuyas palabras de reproche a Scottie son otros tantos clavos que martillea sobre su ataúd— dota al crimen de la verdadera Madeleine de una sugerencia añadida para el lector que conoce la historia: la inevitable simpatía que de pronto se proyecta sobre otro personaje en principio despreciable cual es el maquiavélico Gévigne, que de pronto se encuentra atrapado por su propia (y admirable) red de mentiras.

Afiche del filmHay que señalar ya el rasgo fundamental del libro, fundamental en cuanto que es el que aporta la atmósfera dramática y moral necesaria para personalizar la historia que narra. Y es su ubicación en los convulsos días de la Segunda Guerra Mundial, y significativamente en los más complicados para Francia. La primera parte, durante la cual Flavières se enamora de Madeleine y la pierde, tiene lugar durante las semanas previas a la invasión alemana (la época llamada la «guerra de mentira»), y concluye justamente en los días en que ésta tiene lugar. El contraste emocional no puede ser más impactante: las circunstancias más dramáticas carecen del menor valor para Flavières en unos momentos en que se siente, más que nunca en toda su existencia, completamente al margen del mundo y de la vida, primero porque está construyendo un universo privado en el que nadie salvo Madeleine tiene cabida, y después porque la inesperada destrucción de ese universo lo hace vagar como un fantasma sin importarle nada de lo que sucede a su alrededor.

Después del hiato entre la primera y la segunda parte, la acción se reanuda en los días justo posteriores a la Liberación, en ese duro invierno de 1944-1945 que mostró a los franceses, pasada la euforia inicial, que la sordidez moral y la incertidumbre vital no se habían marchado con los nazis. En ese mundo de buscavidas y supervivientes se produce el reencuentro entre Flavières y la mujer que le recuerda a Madeleine, que tiene que ser Madeleine. La joven es una más de entre esos supervivientes que se aferran a cualquier frágil tabla que flote en el mar de miserias y despojos. La encuentra convertida en amante de uno de tantos individuos enriquecidos por el mercado negro, justo en el momento en que éste, aburrido de ella, estaba a punto de abandonarla. Madeleine (que ahora se llama Renée Sourange) acepta el cambio de hombre, no porque se enamore de él, como señalaba antes, sino porque no le queda más remedio.

[El lector interesado en descubrir por sí mismo la conclusión de la novela hará bien en dejar de leer aquí]

En estos días grises no de posguerra sino de post-ocupación tiene lugar el nada sublime acto final de la pasión obsesiva de Flavières hacia Madeleine. Significativamente, y si en la película Scottie no descubría hasta el final la identificación entre ambas mujeres —otra cosa es que Hitchcock nos lo cuente mucho antes del final, pues no era el misterio lo que le interesaba de la historia—, Flavières no se deja engañar en ningún momento. Renée es Madeleine, si bien hay momentos en que se convence de que la muchacha (que lo niega hasta que ya no puede más) está fingiendo y otros en que todavía se deja arrastrar por la ilusión de la mente escindida de su amada: si antes se creía Pauline Lagerlac, ahora se cree Renée Sourange. En cualquier caso, nada hay de elegante en la tortuosa posesión que Flavières va efectuando sobre la muchacha, a quien trata sin la menor consideración ni piedad, y sobre la que efectúa el mismo proceso fetichista familiar a los amantes de la película: intentar que la apariencia, físicamente mucho más vulgar, de Renée vaya cediendo ante la reconstrucción de la añorada Madeleine.

El final, por ello, es mil veces más sórdido en el libro que el original, contagiado tanto por la ruindad moral de la época como por la oscuridad que Flavières lleva consigo a todas partes: después de la confesión de Renée, que para él resulta mucho más horrible de lo que había creído (pues desmorona de modo definitivo el elegante andamiaje sobre el que construyó a su Madeleine), la estrangula, incapaz de soportar que, en efecto, Renée sea Renée y no la mujer de fantasmal misterio y evanescente sustancia de la que se enamoró. Nada de fatalista repetición de actos en el mismo campanario, nada de espectral aparición de la monja, nada de catártica curación del vértigo ante el abismo (en todos los sentidos) que se abre ante él con la muerte (ahora definitiva) de su amada. Sólo un caso más de crónica negra en la Francia sin horizontes de la Liberación.

1 Una dignísima excepción siempre la ha constituido el eximio Carlos Aguilar, quien no ha dejado de alabar, cada vez que ha podido, la genialidad del dúo de escritores, y que, en su breve ficha de su imprescindible Guía del Cine, en acto de estricta justicia, señala que es un «film inquietante y torturado, que funde obsesiones características de la literatura de Boileau y Narcejac (autores de la extraordinaria novela original) con el envolvente sello de Hitchcock».

Acerca de Jose Miguel García de Fórmica-Corsi

Soy profesor de historia en el IES Jacaranda (Churriana, Málaga).
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8 respuestas a Vértigo en París, durante la II Guerra Mundial

  1. hugo4president dijo:

    Verdaderamente interesante toda la informacion recopilada en este blog, mostrando aspectos para muchos desconocidos hasta la fecha, por cierto, a partir de octubre creo que podremos disfrutar de este gran clasico en bluray, por lo que haremos una compra por tercera vez al menos de este titulo (vhs,dvd,br).
    Enhorabuena por el blog,eXcelsior!

    • johncobble dijo:

      Veo que con «Vértigo» seguimos caminos paralelos en la adquisición de formatos. Y pensar que la primera vez la vi sin el VistaVisión (y en formato beta, qué tiempos). Gracias por tu apoyo: la red nos reencuentra en la distancia. Y Excelsior siempre, por supuesto!!

  2. benariasg dijo:

    Interesantísima crítica, johncobble, ahora que se reconoce a esta joya como la mejor película de la historia (y si alguna ha de ocupar ese puesto, por qué no ella…) No conocia las diferencias con la novela, sobre todo en el final.

    • johncobble dijo:

      Desde luego, leer la novela también indica el magnífico trabajo de adaptación, así como las notables ideas que se introdujeron en el guión (por ejemplo, el personaje de Midge, la amiga de Scottie, que cada vez me resulta más interesante cuando reviso la película). Sobre todo, la novela es un estímulo para replantearse cosas de esta película, que sin duda se merece ese puesto en el escalafón crítico (como «Centauros del desierto», «Carta de una desconocida», «¡Suspense!»…).

  3. ALTAICA dijo:

    Como ya se indica en los comentarios anteriores, más que interesante el seguimiento novela vs película. Por tanto, nos descubres que la maravilla del maestro inglés no existiría sin la sobresaliente novela de los franceses, sin la música de Bernard Herrmann (puede ser uno de los casos más paradigmáticos en la historia del cine) y mi amada Novak, a la que un director de mi tierra, Juan José Porto, le dedicara casi una película. Siempre que la vuelvo a ver no puede dejar de pensar que, aunque sea por solo una vez, ella no se caiga de la torre. Por cierto, hace unos días estuve en Cantabria y de las cosas que vi, fue un bosque de cerca de mil secuoyas que fueron plantados en los años 40 como experimento y allí se quedaron. Es mágico, extraño, denso, húmedo y casi fantasmagórico en su silencio y oscuridad. Cómo no, me recordó la escena donde ella y él visitan el bosque. Procuraré hacerme con la novela y verificar su interés. Saludos.

    • Una de las cuestiones que más me interesa de las relaciones entre cine y literatura es lo injusto que es, muchas veces, que el primero se beneficie de la menor accesibilidad de la segunda. «Vértigo» de Hitchcock es, cierto, una obra sublime y mejor sin duda alguna que la novela. Pero después de leerla echo de menos que alguno de los estudiosos de la película no la mencione: cierto es que es una obra difícil de encontrar, pero no imposible, y es evidente que Hitchcock la tuvo que estimar, porque buena parte de su trasfondo obsesivo está sacado de ella. Claro que lo que añadió él (y James Stewart, y Kim Novak, y Bernard Hermann…) no es poca cosa.

      He estado en Cantabria, fugazmente, este verano yo también, pero mis intereses siempre son más urbanos y no tuve noticias de ese árbol de secuoyas. Buena excusa para volver a esa tierra tan hermosa…

  4. ALTAICA dijo:

    Ya había estado de pasada cuando estuve en Asturias, una excursión de un día en la que visité San Vicente del Barquera, Santillana del Mar y fugazmente Santander. En éste, he estado 8 días en una localidad muy pequeña llamada Toñanes. El bosque está en la zona de Cabezón de la Sal y es de facilísimo acceso. Yo también soy más urbanita, pero estando en Cantabria es imposible no indagar por algunos lugares boscosos, acantilados o desfiladeros. Lo que es imprescindible es llevarse el coche, como en mi caso, o alquilar uno, pues hay que perderse sí o sí por mil rincones remotos donde la sorpresa está garantizada. ¿Has llegado a ver por dentro las primitivas cabañas de los pasiegos? Llegué a subir a la parte de arriba y ver como dormían en «camas» de paja increíbles. O como una playa remota tiene una extensión notable de arena blanca y en cuestión de dos horas se cubre por completo y tú mismo tienes que ir volviendo con el propio mar. Eso sí, hay que estar allí muy, muy temprano, pues ya a las 8 de la mañana esa playa no existe. Mi tierra andaluza es hermosa, pero algunos zonas del norte son maravillosas.

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