Los seres humanos nos distinguimos por una serie de características que son únicas en cada uno de nosotros: unos rasgos faciales, un timbre de voz, unas huellas digitales, una forma de escribir. Otro elemento que nos personaliza es el nombre, ese término que, sin duda de modo simple, nos engloba. ¿Radica en todos ellos nuestra identidad? Podríamos afirmar que esos rasgos, incluso el nombre, son arbitrarios: nos pertenecen, cierto; nos constituyen, pero podrían haber sido de otro modo y seguiríamos siendo nosotros. La cuestión, claro, es: ¿a qué nos referimos cuando queremos decir nosotros? ¿Dónde descansa nuestra identidad? No pretendo (no sabría cómo hacerlo) retomar la larga discusión filosófica sobre el ser y la esencia, o sobre las sustancias y los nombres. Lo que quiero es señalar cómo la historia de las ficciones ha abordado ese complejo tema que es el problema de la identidad. Ellas, más que la realidad, me han enseñado que la clave está en dos elementos, el pasado y la personalidad, los rasgos verdaderamente necesarios que nos hacen únicos e irrepetibles. A su lado, hasta el nombre vendría a ser una circunstancia menor, menos definible. ¿O no…? ¿Acaso, en nuestra obsesión por lo trivial, no acabamos tomando la parte por el todo —el nombre por lo que realmente implica el nombre—, y hacemos descansar en él la base de nuestra identidad? Haciendo honor al espíritu de esta sección que llamo «Debilidades personales», hoy quiero hablar sobre dos películas, en absoluto prestigiosas, una de ellas incluso reconozco que discreta, pero que siempre han tenido la virtud de llegarme muy hondo en su pequeña, y modesta, aportación a este problema universal.
Las dos, cómo no, son estadounidenses. Las dos, por diferentes que sean su ambientación y desarrollo, abordan el caso de dos personas que reclaman la identidad de alguien que ha estado ausente de su familia y su ámbito cotidiano durante muchos años, de tal modo que es cuestionable la veracidad de su reclamación. Y las dos, cada una a su modo, permiten una bonita reflexión sobre la identidad asociada al nombre que portamos.
La primera fue muy popular en su día: se trata de Anastasia (1956), cuyo título ya indica que se basa en la famosa leyenda de que la hija pequeña del último zar de todas las Rusias se salvó de su muerte a manos de los bolcheviques. La segunda se titula Sommersby (1993), y en su momento fue el clásico film de temporada que recibe cierta repercusión por estar protagonizado por estrellas de moda, y que en un par de semanas ya está amortizado y olvidado. En su caso, es un remake de un film francés algo anterior, El regreso de Martin Guerre (1982), que adapta a su vez una nouvelle de la escritora inglesa Janet Lewis ideada a partir de un hecho real: un soldado francés del siglo XVI regresó a su hogar tras muchos años de ausencia y, cuando ya parecía haberse reintegrado a su existencia anterior, vino a ser acusado de un crimen que acabó poniendo en cuestión que fuera la persona cuya identidad había ocupado durante todo ese tiempo.
Anastasia (1956)
Como bien se sabe, el asesinato de la familia Romanov a cargo de comisarios bolcheviques en Ekaterimburgo la noche del 16 al 17 de agosto de 1918 tuvo un curioso corolario en la crónica sensacionalista con el surgimiento del rumor de que Anastasia, la más joven de las princesas reales (17 años en el momento del fusilamiento), había conseguido sobrevivir y llegar a occidente de modo incógnito. Fueron varias las impostoras que intentaron hacerse pasar por ella, siendo el caso más conocido el de una mujer llamada Anna Anderson, que consiguió atraer cierto número de partidarios. Tras la caída del comunismo y el hallazgo de la fosa donde estaban enterrados los Romanov, la comparación entre el ADN de los cadáveres con el de Anna demostró sin lugar a dudas que no era quien decía ser. Sin embargo, a esas alturas su historia ya se había popularizado grandemente por medio primero del periodismo y la literatura, y después por el teatro y el cine. Hay unas cuantas versiones de la supuesta supervivencia de Anastasia, pero la más famosa sigue siendo la que rodó la 20th Century-Fox en 1956, con gran lujo de medios, y con el atractivo extra de constituir el comeback de Ingrid Bergman a Hollywood tras su escandaloso periplo italiano en compañía de Roberto Rossellini, papel que selló su reconciliación con la pacata sociedad estadounidense bajo el símbolo del Oscar a la Mejor Interpretación Femenina. Por otro lado (los mitómanos encontrarán en ello un ejemplo de justicia poética), la película fue dirigida por un realizador de origen ruso, Anatole Litvak, que en su juventud fuera testigo de la Revolución.
El motor argumental de la película no puede ser más interesante, porque desde el principio gira en torno a la ambigua relación entre farsa y realidad. Tres rusos exiliados en París (cuyo líder es el enérgico ex general Bunin, ahora regente de un restaurante donde se ofrece «ambiente» de la madre patria), que han estado aprovechándose de la buena voluntad de incautos compatriotas para sacarles dinero con el subterfugio de que estaban tras la pista de la princesa Anastasia, deben ahora ofrecer resultados, bajo la amenaza de ser denunciados por estafa. La noche en que celebran la Pascua ortodoxa, por fin, encuentran a una mujer, Anna Koreff, de gran parecido con la original, una pobre vagabunda con la memoria perdida que ha pasado por varios manicomios, dejando escapar en alguno de ellos la pretensión de su identidad regia. Con tan desmadejada materia prima, Bunin y sus camaradas comienzan su «adiestramiento».
Desde el primer momento, Anastasia juega con la evidente posibilidad de que la vagabunda sea la verdadera princesa: la misma noche del encuentro algunos indicios resultan, como mínimo ambiguos (las cicatrices de antiguos balazos, una en la sien, que podría justificar su amnesia; su miedo instintivo a los sótanos: en uno de ellos fueron ejecutados los Romanov; el rápido reconocimiento, al serle mostradas fotografías de la familia, del nombre de su yate…). Entrenada de modo acelerado por los estafadores, la primera prueba de fuego es ser presentada a la sociedad parisina de los exiliados, cuyo escollo principal lo representa el antiguo chambelán real. Este, frío y escéptico en un primer momento, sin embargo se siente estremecer cuando, de improviso, cree advertir un gesto instintivo que solo puede pertenecer a alguien de su categoría: la autoritaria reconvención a uno de los asistentes, al verlo encender un cigarrillo, por haberse atrevido a hacerlo en su presencia sin solicitar su permiso.
¿Crónica, por tanto, de un reencuentro, el de la desdichada y amnésica Anna Koreff con su verdadero ser, la princesa Anastasia, por obra y gracia de la oportuna intervención del destino, que la pone en el camino de esos estafadores? ¿Historia de una farsa que tiene la virtud de encontrar a una mujer de vida desdichada que, por verse reflejada en su personaje, acaba interpretándolo del modo más entregado posible? El interés de Anastasia radica en saber equilibrar estas diferentes dimensiones con inteligencia y con notable elegancia, con la ayuda de unos actores excelentes, un director que acierta al fundir a los torturados personajes con la exquisita escenografía y un guion que sabe dosificar diversas escenas fuertes a lo largo de su desarrollo.
En cuanto a los actores, es de reconocer que Ingrid Bergman se entrega con notable pasión al personaje, al que añade un nuevo nivel de sugerencia en el dibujo de ese anhelo de que su representación convenza por completo a sus destinatarios (en este caso, ese público estadounidense al que «abandonó» para irse con Rossellini). A su lado, el siempre despreciado Yul Brynner, en el papel de Bunin, sabe ser al mismo tiempo sobrio y eléctrico, convenciendo plenamente en un papel que, en apariencia, se subordina en intensidad al de la protagonista. El feeling entre ambos intérpretes, en principio tan distintos, es completo, e incluso justifica la relación de amor que, inevitablemente, acaba surgiendo entre ellos, aun cuando sea lo más convencional de la película.
Asimismo, están excelentes los secundarios, por ejemplo la veterana Helen Hayes, que borda el papel de la emperatriz viuda Maria, la abuela de Anastasia, la persona de la que depende el definitivo reconocimiento de la vagabunda, una anciana demasiadas veces abatida por las falsas esperanzas y que, en sus años finales, solo desea vivir sin sobresaltos… pero en cuyo interior todavía se alimenta la llama de un último consuelo. La escena del encuentro entre los dos personajes femeninos no cabe duda de que resulta la más conseguida de toda la película, por su magnífica progresión dramática, la notable densidad de los diálogos y la lícita emoción que acaba despertando en el espectador cuando, por fin, la emperatriz viuda cree reconocer en esa mujer doliente el signo que solo la auténtica Anastasia podía conocer.
Sommersby (1993)
El episodio que supone el origen de la historia se traslada desde Francia y las guerras del siglo XVI al sur de los Estados Unidos, justo tras la conclusión de su contienda civil, a un pueblecito devastado y empobrecido llamado Vine Hill. A él regresa Jack Sommersby, propietario acomodado antes de la guerra, cautivo en un campo de prisioneros del Norte durante casi todo el conflicto, y que ahora retorna a su hogar (donde dejó mujer y un hijo) dispuesto a levantar la ruina no solo de su casa sino de todos sus convecinos. Sus antiguos amigos y conocidos lo reciben con júbilo, y su esposa Laurel descarta la relación que mantenía con otros de los habitantes del pueblo, Orin (que ha sido su apoyo durante los últimos años), para acogerlo en su casa y en su lecho matrimonial, por mucho que se hubieran separado en circunstancias más bien tensas. Enseguida, Sommersby revela que llega con algo que faltaba en el pueblo: con esperanza. No tarda en proponer a sus vecinos que cambien el tradicional cultivo del algodón (para el que la tierra ha quedado inútil) por el más arriesgado pero fructífero del tabaco. Y ofrece venderles una parte de sus tierras a cambio de su trabajo común y de la entrega de cuanto tengan de valor para poder marchar al Sur y comprar las valiosas, y por tanto caras, semillas del nuevo producto.
Ahora bien, ¿es ese hombre quien dice ser? Diversos elementos no tardan en sembrar pequeñas dudas: la horma del pie que conserva el zapatero del pueblo ya no coincide con la de Jack; el recién llegado tiene ahora una cultura y un amor por la lectura que antes nunca manifestó; alega una herida en la mano que le impide, por ejemplo, y de modo muy conveniente, escribir o firmar como siempre había hecho; racista notorio antes de partir a la guerra, ahora sin embargo acepta que los negros del pueblo (sus antiguos esclavos) participen, como propietarios de pleno derecho, en la empresa común, lo que le vale una visita nocturna de unos encapuchados del Ku-Klux-Klan, uno de los cuales le pregunta si no fue alguna vez maestro de escuela en otro pueblo…
La película comienza con un hombre que está enterrando a otro bajo un buen montón de piedras. Acto seguido, el individuo se lava las manos en un riachuelo y también la cara, y entonces es cuando la cámara enseña su rostro por vez primera. De acuerdo con lo que más tarde sabremos (pero que enseguida se podrá sospechar), ese acto parece sugerir un bautizo que simboliza la usurpación de una nueva identidad por parte de ese hombre, un acto turbio, como también lo sugiere el ocultamiento inicial del rostro. En cualquier caso, es un buen inicio para una película que se va a construir en torno al problema de la identidad. Solo que el planteamiento no va a girar en torno a la verdad de que esa persona sea o no quien dice ser, sino de la forma de reconstruir una identidad por parte de quien abomina de la que tenía.
Y es que ese tal Sommersby, aceptado primero y luego querido y respetado cuando consigue devolver a sus conciudadanos la confianza en el propio esfuerzo, verá truncados sus esfuerzos al ser súbitamente detenido bajo la acusación de haber asesinado a un hombre. Conducido a la capital del condado, los testimonios serán abrumadores: poco antes de volver a Vine Hill, Sommersby pasó por allí, bebió y se enredó en una partida de póker en la que intentó hacer trampas y mató sin contemplaciones al hombre que lo acusó. Ante su mujer, que se ha enamorado locamente de él —se ha acabado sabiendo que, antes de la guerra, la maltrataba y habían roto toda relación—, que incluso acaba de tener otra hija con él, el protagonista declara con toda sinceridad que es inocente. ¿Cómo resolver tan insoluble problema? Orin, el pretendiente desdeñado, le ofrece a Laurel una posibilidad: a cambio de que todo vuelva a ser como antes de su aparición, él conoce a un tipo (el encapuchado del Klan) que sabe quién es en realidad el hombre que dice ser Sommersby: Horace Townsend, un pícaro y estafador que, haciéndose pasar por maestro y con la excusa de construir una nueva escuela, se marchó un día con todos los ahorros de los vecinos de aquel pueblo, sin volver a aparecer jamás. Laurel acepta la oferta de Orin y el testigo sube al estrado para hacer su declaración, que resulta del todo convincente. Ahora bien, la sorpresa entonces será que el supuesto Townsend se reafirma tajantemente en su identidad de Jack Sommersby, aunque sabe (se lo deja bien claro el perplejo juez) que esto supone su sentencia de muerte…
Como puede verse, se trata de un planteamiento apasionante. El hombre que se presenta en Vine Hill aceptará morir como Jack Sommersby, porque cifra su dignidad en ese nombre, símbolo de su regeneración moral. El hombre que morirá por ser Jack Sommersby —y que tal vez se presentó en Vine Hill con el mismo propósito de estafa, no en vano en el film se crea un suspense con su retraso en volver al pueblo con las semillas de tabaco— lo hace porque, si regresa a su identidad de Townsend, los papeles mediante los cuales ha vendido sus tierras a sus vecinos (y por tanto, la promesa de un futuro próspero) carecerán de valor, del mismo modo que su hija recién nacida se convertirá en una bastarda y el nombre de la misma Laurel se verá arrastrado por el barro. «Sin un nombre, no creo que tenga vida», es la admirable (y emotiva) declaración con que el protagonista le responderá a ese juez que le está preguntando si tiene claro que la identidad de Sommersby lleva aparejada la pena de muerte.
Sommersby, por tanto, plantea el clásico tema de la segunda oportunidad sobre el que se han construido tantas buenas películas del cine de Hollywood. El protagonista descubre lo que es el orgullo de ser tratado con honor por la comunidad que lo admite, pero también descubre el poder del amor por esa mujer, Laurel, que sin duda debió saber muy pronto que no era su verdadero marido.
Ahora, es cierto que Sommersby no alcanza la honda categoría dramática que demandaba su excelente historia, principalmente porque Jon Amiel, el hombre encargado de poner en imágenes (en sensaciones, en sentimientos) la película, es un profesional sin la menor intuición artística, incapaz de ir más allá de la mera reproducción del guion. Fuera de ese buen arranque, ya comentado, el resto de la película se caracteriza por la ausencia del necesario lirismo, por la confusión entre sensibilidad y sensiblería, por la equivocada creencia en que la cámara puede situarse en cualquier lugar para transmitir un sentido del drama. Duele pensar en la obra maestra absoluta que habría conseguido, por ejemplo, en el Hollywood clásico, un director como el gran Jacques Tourneur.
Y es una pena, porque el actor protagonista, Richard Gere, casi siempre un intérprete narcisista y limitado, consigue hacerse de modo estupendo con el personaje y transmitir al espectador la empatía que exigía su magnífico papel (a su lado, la sobrevalorada Jodie Foster, aun correcta, no llega a funcionar del mismo modo, sobre todo porque le falta la vulnerable sensualidad que se intuye en esa mujer capaz de aceptar a un farsante porque le proporciona ternura). En especial, Gere lleva sobre sus espaldas todo el peso de la historia en la parte final, demostrando que entiende a la perfección el compromiso moral que requería su personaje. La resolución del juicio se beneficia de la secular facilidad de Hollywood para este tipo de secuencias, pero además brilla sobremanera a la hora de resolver el conflicto: el impostor ha de convencer a Laurel (la principal testigo de cargo contra él de que nunca ha sido Sommersby), y por tanto al juez, de que no puede ser ningún otro que Jack Sommersby.
Tanto Anastasia como Sommersby, por tanto, parten de historias similares pero se dirigen hacia direcciones diferentes. En la primera, la protagonista aspira a recuperar un nombre, porque este supone recobrar la vida que perdió; en la segunda, el personaje central quiere hacerse otro nombre, porque el suyo verdadero —y por tanto, sus circunstancias— le producen repugnancia. Ahora bien, con la reacción final de cada personaje (Anna renunciará a ser Anastasia, para vivir libremente con Bunin, el hombre que ha renovado su interés por la vida; Townsend morirá como Sommersby, porque sabe que el nombre que reivindica no es una cáscara vacía, sino el símbolo de su reformulación moral), ambos acaban coincidiendo en lo fundamental. Y es que lo que al final cuenta para definirnos, por encima de unos rasgos físicos y de un nombre, es el perpetuo derecho a que sean nuestros actos los que nos representen y no los símbolos arbitrarios. La recuperación de la confianza personal a través del amor, en un caso, y de la dignidad personal, en el otro. Solo por esta bonita enseñanza, Anastasia y Sommersby constituyen dos películas perdurables.
FICHAS DE LAS PELÍCULAS
Títulos: Anastasia / Anastasia. Año: 1956
Dirección: Anatole Litvak. Guion: Arthur Laurents; obra de Marcelle Maurette, adaptada por Guy Bolton. Fotografía: Jack Hildyard. Música: Franz Waxman. Reparto: Ingrid Bergman (Anna), Yul Brynner (Bunin), Helen Hayes (La emperatriz viuda), Felix Aylmer (El chambelán). Dur.: 105 min.
Títulos: Sommersby / Sommersby. Año: 1993
Dirección: Jon Amiel. Guion: Nicholas Meyer y Sarah Kernochan, según el guion de Daniel Vigne y Jean-Claude Carrière para la película El retorno de Martin Guerre. Fotografía: Philippe Rousselot. Música: Danny Elfman. Reparto: Richard Gere (Sommersby), Jodie Foster (Laurel), Bill Pullman (Orin), James Earl Jones (El juez). Dur.: 114 min.
Mis recuerdos de infancia me dicen que Anastasia tuvo una buena acogida entre el público de la época para luego caer en el olvido. Será que su director, Anatole Litvak, no gozó nunca de la estima de los críticos llamemos «influyentes», más pendientes en todo momento de moderneces varias. Pero si Litvak hizo algunas películas un tanto indigestas, por decirlo suavemente, a lo largo de su trayectoria tiene un puñado de films de notable interés (reconozco que tengo debilidad por una película tan irregular y extraña como La noche de los generales). Uno de ellos es esta Anastasia, un elegante y suntuoso melodrama, con un esmerado cuidado por el encuadre, un guión modélico y brillantes interpretaciones. Entre ellas, por supuesto, la de Yul Brinner, un actor infravalorado de gran fuerza y magnetismo, sobre el que se han vertido no pocos tópicos y ha tenido que cargar siempre con el sambenito de su «exotismo».
Es posible, Ángel, que a «Anastasia» le haya pasado un poco como a otras películas de la época, como «El cisne» o la trilogía Sissi, menospreciados por ser asociadas a un tipo de cine de «revista del corazón» por abordar la vida de reyes, príncipes y aristócratas en general. En cualquier caso, no solo es mejor que las mencionadas sino además, como bien señalas, una película con múltiples virtudes, y muy bien dirigida por Litvak (yo también aprecio bastante, aun con sus irregularidades, «La noche de los generales»). En cuanto a Brynner, reconozco que yo también lo he mirado por encima del hombro durante mucho tiempo, pero repaso sus interpretaciones y siempre ganan. Hace poco vi de él un western poco conocido, pero muy interesante, titulado «Invitación a un pistolero», donde está sensacional.