Diez actores de cabecera

Uno de los papeles más famosos de Gary Cooper, el de Solo ante el peligro

Siempre me han gustado las listas. De películas favoritas, de libros predilectos, de superhéroes favoritos, de nombres de lugar más curiosos. Es un juego, no una necesidad, ni mucho menos un intento de sellar una ortodoxia. Lo bueno de hacer una lista es que nunca es igual a la que uno hará la siguiente vez, y la comparación con la que se hizo mucho tiempo atrás no puede ser más reveladora. Revela, claro, que en el curso del tiempo cambiamos como lectores, como espectadores, como personas. Hoy propongo una lista de diez actores que considero de cabecera. Sus miembros han ido madurando en mi memoria a lo largo de una vida viendo películas y no es sorpresa que todos, sin excepción, pertenezcan al cine hablado en inglés: ocho norteamericanos y dos británicos, aunque de estos uno solo se dedicó casi en exclusiva al cine de las islas. Es evidente que a Hollywood pertenece el mayor número de películas que pueblan mis sueños cinéfilos. Sus representantes no son los mejores del mundo entero, aclaro: son los que más amo. También podrían estar perfectamente el sueco Max Von Sydow, el japonés Toshiro Mifune, el francés Lino Ventura o el español Fernando Fernán Gómez. En cualquier caso, repasando a los diez actores elegidos, compruebo que en ellos coinciden tres cualidades (en algunos destaca una en especial, en otros —no mejores ni peores— se combinan las tres) que a mí me parece que forjan el mejor cine y las mejores actuaciones: la autenticidad, la versatilidad y la ambigüedad.

Y solo una última cosa más, antes de pasar a la lista. La reciente inclusión en el blog de toda una entrada dedicada al gran Charlton Heston, me ha permitido hacer un hueco a otro, que de otro modo a él le estaría reservado.

Dana AndrewsLos azares del orden alfabético sitúan a la cabeza de la lista a Dana Andrews. Es probable que sea el nombre menos conocido de ella, y desde luego el menos mítico, el menos prestigioso. Pero para mí es imprescindible como prototipo de un modelo de actor para un cine que me fascina, el de directores amigos de lo ambiguo, de lo turbio que anida tras las apariencias, de la sugerencia antes que el subrayado. El rostro, en principio pétreo y poco expresivo, de Andrews, podía pasar por el de un galán tosco de serie B (y es verdad que hizo mucha serie B). Pero bajo esa aparente unidimensionalidad se escondía una notable capacidad para sugerir, bajo el gesto sobrio, el nervio latente, la amenaza de lo que bulle inquieto, quién sabe si para desmentir la aparente nobleza del policía que busca a Laura, del escritor que pretende combatir la superchería de un supuesto brujo por un mero sentimiento de superioridad intelectual que llegará a pagar caro o del periodista que quiere denunciar la pena de muerte presentándose como un falso culpable. Fritz Lang, Otto Preminger o Jacques Tourneur no se equivocaron: Dana Andrews, con el que repitieron más de una vez, era el hombre que necesitaban, como prueban obras maestras como Laura (1944) y Al borde del peligro (1950) de Preminger, o La noche del demonio (1956), de Tourneur.

Montgomery CliftNingún actor ha poseído mirada más limpia que la de Montgomery Clift. Ningún actor me parece que malogró más tristemente unas impresionantes cualidades interpretativas. Por desapego (dejó el cine en su mejor momento, entre 1953 y 1957 para dedicarse al teatro), por tragedia (un accidente lo malhirió gravemente y alteró su fisonomía, dejándole desde entonces un rictus de amargura imposible de disimular), por debilidad (ya se sabe que sus últimos años fueron muy tristes, entregados al alcohol y las drogas). No importa. El puñado de memorables películas —casi se cuentan con una mano— y de interpretaciones estupendas (no le conozco una sola mala) bastan para acreditar a un actor que si fue bueno encarnando personajes nobles (Río Rojo o Yo confieso), fue superior dejándose caer en las sutiles redes de la ambigüedad, encarnando no a malvados pero sí a personajes cuya ambición o debilidad provoca la infelicidad a su alrededor. En particular, siempre lo recordaré por haber «corregido» nada menos que a Henry James: sin duda, su papel de cazafortunas en La heredera (adaptación del Washington Square jamesiano), de 1949, posee un encanto ambiguo que no existe en el original, donde es un canalla desde el primer momento y no provoca en ningún momento la duda que en el film de Wyler: ¿será lo que parece ser, un cazador de dotes sin escrúpulos, o un hombre que de verdad ha podido enamorarse de la poco atractiva heredera protagonista?

Gary Cooper en Solo ante el peligroGary Cooper, creo, es el símbolo incontestable de lo que fue la star por excelencia de Hollywood, esto es, una estrella con tal carisma que más que crear personajes lo que hacía era adaptar estos a su propia personalidad, pero también un actor capaz de traspasar la pantalla con su hondura y sinceridad. Su carrera fue muy longeva, y encima su muerte se produjo casi al mismo tiempo que el tipo de cine que encarnaba, lo cual nos ahorró verlo (pasó también con Clark Gable, por ejemplo, estrella sin embargo de menor fuste) en productos de decadencia. Coop —su llaneza invita a tratarlo con esta familiaridad, discúlpenme— encarnó además, y sin la menor ambigüedad, al héroe noble y sin tacha por excelencia tan propio de Hollywood. Su mérito es que este rol, en sus manos, nunca resultó cargante sino necesario: cuando arroja al suelo su estrella de sheriff, en el famoso final de Solo ante el peligro (1952), todos realizamos, con él, idéntico gesto en nuestro interior, como indicación del supremo desprecio que nos merecen aquellos ciudadanos de pro que siempre quieren ir con el viento a favor. Cooper brilló en todo género que pisó, pero fue sublime en el western (añado, por ejemplo, El jardín del diablo o Veracruz) y en el melodrama, en el que es protagonista de una película que creo que sigue encabezando mi lista de films predilectos, El manantial (1949, King Vidor). Su papel de arquitecto visionario que simboliza el individualismo insobornable como único medio de ser útil a la comunidad, de tan absoluto en su convicción personal, hubiera resultado, a la fuerza, antipático en cualquier otro intérprete menos él. Es el más grande en mis afectos, sin duda, y lo que lamento es que la muerte lo sorprendió cuando sus últimos papeles empezaban a descubrir que también era capaz de convencer en personajes ya menos nobles, algo más turbios, como su médico de oscuro pasado de El árbol del ahorcado (1959).

Peter Cushing, el mejor Sherlock Holmes del cineEl inmortal Peter Cushing es otro actor que no sabía estar mal, un genio en un tipo de papeles que acaba fundiendo al intérprete con el personaje. Su inclusión es obligada para quien, como yo, ama tanto el cine de terror, sobre todo en su vertiente gótica. Cushing, junto a su colega Christopher Lee (quien podría haber figurado perfectamente en esta lista, también), fue el gran símbolo del esplendor de dicho género en el mundo entero entre mediados de los 50 y el final de los 60, icono del mejor estudio que se dedicó al mismo, la británica Hammer Films. Como los buenos actores ingleses —lo dijo hace mucho tiempo el gran crítico José María Latorre, el mejor defensor de la Hammer en tiempos en que pocos la defendían—, Cushing fue un intérprete capaz de otorgar su convicción a cualquier tipo de papel, gracias a una prodigiosa capacidad para interpretar con todo su cuerpo. Un cirujano, bajo sus rasgos, lo es no porque lo indiquen los diálogos sino porque lo vemos tomar el instrumental como un profesional de verdad. Y recuérdese que su papel más famoso fue el del cirujano más genial (y perverso) que haya existido, el doctor Frankenstein, que interpretó en una memorable serie de seis películas, en cinco de ellas dirigido por el gran Terence Fisher. Pero también fue Van Helsing, el cazador de vampiros, Sherlock Holmes —para mí, el mejor del cine— o el egiptólogo que combate a la milenaria momia. Como casi todos los actores que componen esta lista, supo en especial servir a personajes cuando menos turbios, por no decir que directamente malvados; pero incluso al interpretar al héroe de la función (Van Helsing, por ejemplo, el enemigo de Drácula), Cushing le transmitía cierto rictus de puritanismo que permite admirarlo pero no quererlo. Y no puedo olvidar que el primer papel en que lo temí, fue el del Gran Moff Tarkin, el terrible comandante de la letal Estrella de la Muerte en La guerra de las galaxias (1977), el film de cabecera de mi infancia.

Burt LancasterSiempre he admirado especialmente a Burt Lancaster, por cuanto su carrera supone un formidable compromiso de superación especial. Un actor que, en sus principios, parecía destinado a poco más que ser una presencia fotogénica, uno de tantos iconos de la virilidad, acabó poco a poco primero manifestando unas notables inquietudes artísticas (muy pronto se dedicó a producir películas de gran ambición) y luego una inesperada versatilidad interpretativa. Que el boxeador brutote de Forajidos (1946), su debut, acabara convirtiéndose en el elegante príncipe Salina de El gatopardo (1963) podría ser uno de los grandes misterios del cine, pero solo tiene un secreto: constancia y confianza. Y talento, claro. Lancaster supo ser el epítome de la sobriedad (su personaje de juez nazi en Vencedores o vencidos, de 1961) y de la extraversión (el predicador ambulante de El fuego y la palabra, de 1960). En un mismo año, 1954, para el mismo director, Robert Aldrich, y en el mismo género, el western, fue el hierático indio de Apache y el histriónico pistolero de Veracruz, espléndido en ambas ocasiones. Como Robert Mitchum, de quien hablo más adelante, supo envejecer muy bien, dignificando cuanto film tocaba. En especial, guardo gran cariño de su profesionalidad. Su cuerpo bien entrenado (procedía del circo, recuérdese) le había permitido siempre grandes alardes físicos (sus sonrientes aventureros de El halcón y la flecha, de 1950, o El temible burlón, de 1952), pero es que incluso ya con unos cuantos años de más todavía se sentía capaz de prescindir del doble y rodar él mismo escenas de gran exposición: ese momento de El tren (1965), en que se lanza por una peligrosa ladera sin trampa ni engaño, siempre consigue emocionarme.

James MasonEl otro actor británico de la lista, James Mason, encierra incluso en mayor medida que Cushing —por el encasillamiento de éste— la cualidad de saberlo capaz de interpretar cualquier personaje. Hombres vulgares o de genio, elegantes o proletarios, trágicos o tragicómicos, nobles o perversos, arrogantes o vencidos, Mason supo hacer de todo y siempre de modo estupendo, ya fuera a un lado o al otro del Atlántico. La extraña voz de Mason, con esos toques entre cínicos y decadentes, le permitió, en especial, lucirse en la composición de personajes que distan mucho de ser de una pieza, que incluso son abiertamente malvados… pero cuyo sentido de la ironía nos obliga a no evitar cierto desengaño cuando son derrotados. Es así en su personaje de espía de Operación Cicerón (1952), del gran Mankiewicz (ah de esas carcajadas con que saluda su derrota), o, sobre todo, en su inolvidable Ruperto de Hentzau en El prisionero de Zenda (1952): creo que nunca como aquí se habrá aplaudido más que el villano del cuento se escape de su «justo» castigo, pues esa huida no supone sino promesa de nuevos y futuros gozos cuando vuelva a combatir de nuevo a la virtud.

Robert Mitchum en La noche del cazadorEstoy seguro de que Robert Mitchum fue la estrella de Hollywood a la que menos le importó su condición de tal. Esa es la impresión que uno siente ante su imagen en cine: un hombretón en quien se adivina una enorme personalidad pero que se deja deslizar sin excesivo afán por la vida. Esa indolencia, en sus primeros años para la modesta productora RKO, se cubrió de un sugestivo aire de fatalismo romántico que lo convirtió en un juguete del destino, más de una vez bajo la forma de una mujer fatal, en grandes películas como Pursued (1947, Raoul Walsh) o Retorno al pasado (1947, Jacques Tourneur). Sin embargo, pese a la aparente limitación que (en otros) hubiera podido suponer un físico muy concreto, Mitchum demostró desde el principio ser una de las estrellas más versátiles de Hollywood. Y de las que eran capaces de asumir más riesgos: cómo, si no, se avino a aceptar un personaje como el del predicador psicopático de la genial La noche del cazador (1955, Charles Laughton), encima en un registro de desatado histrionismo, al borde de la parodia, pero sin caer nunca en ella, que es de ver para creer. Un ogro genial para el cuento de hadas más siniestro que ha dado el cine: lógico, en su día fue un fracaso. En cualquier caso, su carrera no se resintió y le permitió cubrir hasta bien entrados los 70 un buen número de papeles protagonistas que el actor siempre resolvió de modo espléndido, con una imborrable, y cada vez más cansada, sobriedad, como en su thriller de madurez Yakuza (1975). Ahora bien, si tuviera que quedarme con una interpretación, me decanto por la más inesperada y conmovedora de cuantas encierra su brillante carrera: él, uno de los emblemas de la virilidad en el cine, bordó el papel del marido, inútilmente manso, tan noble como vulgar, engañado por La hija de Ryan (1970), la obra maestra de David Lean.

Robert RyanJunto al de Dana Andrews, el nombre de Robert Ryan también manifiesta (incluso más) su diferencia dentro del panteón estelar de Hollywood. Ryan fue un actor excepcional, cuya imagen se resiste al encuadramiento: supo ser villano sin remisión y héroe (con tacha), protagonista indiscutido y secundario de relumbrón, pasearse por el western y el cine negro, y siempre dejando la huella del actor al que, cuando uno lo ve, obliga a preguntarse por qué no posee mayor renombre. Alto y de rostro anguloso, con una expresión de la que uno no puede fiarse (ni en su papel más noble), al tiempo torturada y ensimismada, perversa o circunspecta, Ryan no nació para encarnar a seres de una sola dimensión. Mi papel favorito de él lo rodó a las órdenes de Nicholas Ray, en una película poco conocida de su filmografía pero que es maravillosa: On Dangerous Ground, vista en televisión como La casa en las sombras (1951). En ella encarnó a un policía ya al borde de la completa degradación personal, arrastrado al abismo de la violencia, por culpa de la impureza que siente en la noche de la gran ciudad que patrulla incansable —sin duda, los creadores del Travis Bickle de Taxi Driver, Paul Schrader y Martin Scorsese, conocían bien esta película—, que encuentra una inesperada oportunidad de redención al ser enviado, como castigo por sus superiores, a una misión rural entre desolados paisajes nevados (el perfecto reverso, físico y simbólico, del escenario del que procede) a la caza de un joven perturbado de cuya hermana, una muchacha ciega, se enamorará.

James Stewart, el más versátilA James Stewart le corresponde, sin duda, el puesto cimero como la estrella más versátil que dio Hollywood. Pues nadie como él se resiste mejor al encasillamiento. Nadie como él fue el actor favorito de tantos genios (Frank Capra, Alfred Hitchcock, Anthony Mann, John Ford) ni, encima, puede presumir de al menos una gran película con otros directores de excepción, de Otto Preminger (Anatomía de un asesinato, de 1959) a Ernst Lubitsch (El bazar de las sorpresas, de 1940). Y esa versatilidad, en buena medida, parte de un físico que, claro, no se corresponde con el clásico galán tipo a lo Gary Cooper pero que le permitió escapar del reducto de los secundarios o, como pudo haber sucedido, de los actores especializados en la comedia. En el inicio de su carrera se valió de su combinación de nobleza e ingenuidad para representar el clásico y sano americano medio. Sus papeles con Frank Capra lo elevaron al estrellato, y con este director culminó la primera parte de su carrera, en la fabulosa ¡Qué bello es vivir! (1946). Entonces, sucedió el prodigio. Primero Hitchcock, pero sobre todo Anthony Mann en una espléndida serie de westerns, supieron ver que, tras esa expresión socarrona, tras esa apariencia ingenua, latía también una furiosa pulsión de violencia. Pocos actores como Stewart supieron transmitir tan bien la rabia a duras penas contenida que separa la templanza del estallido o de la satisfacción de una obsesión a duras penas encerrada. La grandeza del actor, y lo que dota de esa maravillosa ambigüedad —cuántas veces repito esta cualidad, como ven— a sus personajes es que, incluso en sus momentos más rabiosos, todavía recordamos al Stewart noble y simpático, lo cual crea una sensación muy curiosa en el espectador. La cumbre de su carrera, sin embargo, se la proporcionó Hitchcock otorgándole el papel del trágico y manipulado enamorado de Vértigo (1958), a lo que el actor respondió con una actuación por completo diferente a lo que podía esperarse de una estrella de Hollywood, tan moderna como sutil, que produce una tristeza tan honda que pervive muchos días después de concluida la película.

John Wayne, el westerner por excelenciaJohn Wayne, en Hollywood, representó idéntico modelo que Gary Cooper: el héroe noble por excelencia, en especial como westerner. Ah, pero con una diferencia: la nobleza químicamente pura de Coop tiene poco que ver con la mucho más impura amalgama que delataba a Wayne. Tal vez fuera por una corpulencia que, sin duda, lo apartaba de la galanura que uno espera en un héroe, o por esos ojillos entrecerrados capaces de albergar un resentimiento notable (que se lo digan a Montgomery Clift en Río Rojo). Wayne, especializado en el western —fuera de él, justo es decirlo, y salvo en las películas que rodó para su padre espiritual, John Ford, como El hombre tranquilo (1952), siempre pareció un pez fuera del agua—, bordó siempre el tipo individualista, al que gusta guardar distancia con respecto a eso que nos empeñamos en llamar «civilización», con dificultades para conseguir a una mujer con la que compartir su vida (en sus tres papeles más memorables —Río Rojo, Centauros del desierto (1956) y El hombre que mató a Liberty Valance (1962)—, la pierde o es para otro). Y sin embargo, es precisamente esa cualidad trágica de sus grandes personajes, ese destino que parece condenarlo a la derrota o, cuando menos, a una victoria que es más descanso que triunfo, lo que lo humaniza más que a nadie. Pues lo aseguro: ninguno de los grandes de Hollywood se ha esforzado en emocionarme tanto como él. De Tom Doniphon, el hombre que de verdad mató a Liberty Valance, a Ethan Edwards, ese vengador que al final sabe temperar su venganza y que queda al otro lado de esa puerta que se cierra ante nosotros en el último plano de Centauros del desierto, la galería de personajes emotivos de John Wayne es imborrable.

Cierro este comentario y advierto que hay muchos otros nombres que puse otras veces en la lista, o que podrían haber estado también en ésta: Richard Widmark, buen héroe y mejor villano, o Gregory Peck, el inolvidable Atticus Finch de Matar a un ruiseñor, o el señalado Christopher Lee, el mejor Drácula de la historia, o Cary Grant, o Jack Lemmon, u otros actores tan injustamente subvalorados como Ray Milland o Tyrone Power. Y quedan pendientes más listas: las actrices, o los grandes secundarios, o los actores no anglosajones. Más listas, y por tanto, más motivos para recordar en público los gozos privados.

Acerca de Jose Miguel García de Fórmica-Corsi

Soy profesor de historia en el IES Jacaranda (Churriana, Málaga).
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4 respuestas a Diez actores de cabecera

  1. Renaissance dijo:

    Los fans de Peter Cushing deberíamos clasificarnos entre los que dijeron al verlo en una película distinta «Eh, es el almirante Tarkin» y los que dijeron «Eh, es Van Helsing». También es de los que me sorprende encontrar en una lista porque, pese a sus dotes interpretativas, ha sido también muy todoterreno, y lo mismo llegó a aparecer en un blockbuster como Star Wars que en unas cuantas películas de la Amicus. Bueno, y fue el Doctor Who en su versión en cine y hasta participó en una versión de 1984 para la televisión que me gustaría ver (más que nada, porque me resulta chocante imaginar a un actor de rasgos bastante aristocráticos en un papel como el de Winston Smith).

    • La verdad es que esta lista puede dividirse en: Peter Cushing y el resto, porque no pegan salvo en mis preferencias. Es el único que no trabajó en Hollywood (bueno, en sus primeros años sí, pero muy muy secundario… si hasta sale en una del Gordo y el Flaco) y se especializó más que ninguno. A mí Tarkin me parecía aterrador, con esa cara chupada, casi de calavera. Y luego, también pequeño, lo vi luchando contra Drácula y no terminaba de creerme que fuera el bueno. La versión de «1984» creo que rula por internet, y tiene fama, pero es verdad que conociendo el personaje no parece encajar en la tipología de Cushing…

  2. felipe jimenez dijo:

    Peter Cushing hizo de Sherlock Holmes en una magnífica serie británica, que en España se vió a principios de los 70. (Como curiosidad puedo decir que la ponían los viernes,justo antes del un,dos,tres). Recuerdo especialmente «El perro de los Basquerville». Para mí ha sido el mejor Holmes, y al personaje le pongo su cara siempre.

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