Llevado por mi afición a comparar distintas versiones de una misma historia, quiero comentar dos películas de fantasía mitológica que abordan uno de los más atractivos mitos griegos, el de Perseo. La primera versión, Furia de titanes, es de 1981; la segunda, con el mismo título, de 2010. Ambas representan, además, dos modos muy distintos de concebir la fantasía, en las antípodas uno del otro. Ninguna de las dos películas, adelanto, es una maravilla, si bien prefiero con mucho la primera versión: esta Furia de titanes es una película consciente de su condición ya de anacronismo viviente —la asumida ingenuidad de sus trucos nada podían hacer ya frente al realismo de los nuevos efectos especiales—, pero aun así intenta, de modo endeble pero con encomiable convicción, volver a plantear una aventura al modo clásico. Furia de titanes 2010 se pavonea como el nuevo rico que intenta lucir su traje a la última —los efectos de CGI o Imágenes Generadas por Ordenador— que cree que lo dota de lujosa prestancia pero que no hace sino desnudar su pobreza de ideas. Los efectos especiales de la primera no engañan a nadie con su condición de ilusión artesanal; los de la segunda intentan apabullar creyendo que pueden dar vida a cualquier cosa, y no solo no lo consiguen (no es Avatar, precisamente), sino que confunde el ingenio con la aparatosidad y la elefantiasis. La primera mueve a la simpatía; la segunda, en apariencia inocua, acaba encerrando una alarmante lectura ideológica que quiere colarse, de modo inicuo, entre los renglones de su presunto canto a la fantasía.
Ambas películas pertenecen al género de aventuras mitológicas de inspiración clásica. En concreto, el mito que abordan es el de Perseo. Recordémoslo en líneas generales antes de pasar a hablar de los dos films. Esta historia pertenece a una serie de mitos que versan sobre una profecía que advierte a un monarca acerca del infausto destino que sufrirá a manos de un descendiente suyo: es el mismo caso de Edipo, en el ámbito griego, o de Rómulo y Remo, en el romano. La profecía, en este caso, amenaza a Acrisio, rey de Argos, acerca del hijo que engendrará su hija Dánae. Para impedir que nadie se acerque a ella, Acrisio la encierra en una habitación completamente cerrada (salvo el mínimo espacio para introducir los alimentos). Sin embargo, algún poderoso dios, en este caso nada menos que Zeus, burlará la prohibición con la facilidad que le otorgan sus cualidades sobrenaturales. Así, el padre de los dioses toma la insólita forma de una lluvia de oro que se materializa en el interior del cubículo para fecundar a Dánae.
Nacido Perseo, y en vez de asegurarse personalmente de que tanto madre como hijo mueren de una maldita vez, Acrisio los encierra en un arca y los abandona a merced del mar. Por supuesto, se salvan y alcanzan la pacífica isla de Sérifos, donde Perseo crece y se convierte en un robusto joven, que enseguida iniciará su periplo heroico. Su más famosa aventura lo lleva al confín del mundo en busca de la cabeza de la gorgona Medusa, monstruo femenino cuyos cabellos eran serpientes y cuya mirada petrificaba. Ayudado por valiosas armas enviadas por los dioses, Perseo sale con bien de la empresa y consigue su objetivo. En su camino de regreso pasa por Etiopía y libera a la bella princesa Andrómeda, encadenada a una roca como sacrificio de su pueblo para aplicar la ira de Poseidón. Perseo utiliza la cabeza de la Gorgona para petrificar al monstruo marino que se disponía a devorarla y se la lleva consigo. Por supuesto, el mito concluye con la muerte de Acrisio a manos de su nieto, si bien de modo accidental: y es que, en la mitología griega, el destino siempre es inexorable.
Furia de titanes (1981, Desmond Davis)
Furia de titanes fue la última aventura fabulosa propuesta por Ray Harryhausen, el más conocido de los grandes magos de los efectos especiales artesanales, un hombre reverenciado por los cinéfilos por el encanto del método que usó en la práctica totalidad de sus películas, el stop motion o animación paso a paso (él rebautizó esta técnica como dynamation). Como se sabe, ésta consiste en situar sus pequeñas criaturas en miniatura frente a una cámara e ir filmando cada pequeña variación de su posición, lo cual luego, pasada la película a velocidad normal e integrada con las imágenes rodadas con escenarios y actores reales, proporcionará la ilusión de interacción y movimiento pretendidos.
Harryhausen siempre señaló que la película que inspiró su especialización futura fue King Kong (1933) y en concreto el trabajo con la técnica del stop motion que este famoso film luce, obra de otro mago, Willis O’Brien, que con el tiempo se convertiría en su maestro. Su carrera se inicia en los años 40, si bien su nombre cobra realce por vez primera a partir de la animación del dinosaurio protagonista de la olvidada película El monstruo de tiempos remotos (1953, Eugene Lourie). Poco después encontró en el productor Charles Schneer al socio ideal para poder desarrollar bajo pleno control toda su poética. A partir de la entrañable Simbad y la princesa (1957, Nathan Juran), el dúo se asoció para llevar a la pantalla una serie de aventuras que se dividieron, más o menos a partes iguales, entre la fantasía oriental (el ciclo de Simbad), las adaptaciones de clásicos de la literatura juvenil (Verne, Wells) o las historias basadas en la mitología griega. El gran éxito del tándem en esta última vertiente fue Jasón y los argonautas (1964, Don Chaffey), cuyas más famosas imágenes todavía hoy están entre las que el aficionado más fácilmente evoca de la magia del stop motion, como el combate de los héroes contra el ejército de esqueletos.
Furia de titanes fue la última película del dúo, y por tanto el canto del cisne del tipo de cine que habían desarrollado. En su momento, lo he dicho antes, ya era un film anacrónico: en los años previos se habían estrenado con gran éxito películas como La guerra de las galaxias (1977) —que, eso sí, contiene una escena que homenajea a Harryhausen y su técnica favorita: la partida de ajedrez con monstruitos que juegan Chewbacca y los dos robots a bordo del Halcón Milenario— o Alien, el octavo pasajero (1979). En especial, fue demoledor el estreno de esta última, que no era sino una monster movie, es decir, una película que, con sus diferencias, en el fondo jugaba en el mismo campo que Harryhausen: las historias con monstruos. La animación del alien de la sangre ácida barrió para siempre el stop motion, que desde entonces quedaría reducido al cine de animación sin interacción con actores reales, por ejemplo en películas tan conocidas como Pesadilla antes de Navidad y La novia cadáver, bajo los auspicios de Tim Burton.
El autor, sin duda, sabía que su cine estaba ya de retirada, pero aun así no se resignó a renunciar al trabajo de su vida. Por ello, Furia de titanes, claramente, es una película sorprendida a destiempo, en tierra fronteriza, y que delata la gran inseguridad con que fue concebida. No en vano contiene una clara concesión a las fantasías tipo Star Wars: el pequeño robot con forma de búho llamado Bubo, que es claramente una versión de R2 D2, y que incluso se expresa en una jerga electrónica muy similar, que solo entiende su amo.
Pero, fundamentalmente, la incertidumbre, la inquietud, el agotamiento, se notan en el recurso al pasado, a aquello que para Harryhausen y Schneer ofrecía más confianza: Furia de titanes, en el fondo, es una variante del gran éxito Jasón y los argonautas, no en vano el guionista de la segunda, Beverley Cross, también co-escribió el libreto de la primera. La historia, cambiando lo justo, se puede decir que es la misma: un héroe (allí Jasón, aquí Perseo) se lanza a un periplo singular que exige el enfrentamiento con terribles seres mientras los dioses, que vigilan sus andanzas desde el Olimpo, toman partido unos a favor y otros en su contra. El gran hallazgo del film de 1963 reaparece aquí, por tanto: las imágenes del Olimpo y de sus moradores, quienes disponen el destino de los habitantes del mundo terrestre por medio de unas figuritas que los representan y que sitúan sobre un tablero con forma de teatro. Es una magnífica forma de sintetizar lo que en el fondo son los mitos griegos: un juego despiadado en el que unos seres todopoderosos, los dioses, tratan como muñecos a los desvalidos humanos. Aun de modo naif y nada trágico, esta idea, por tanto, expresa muy bien el fatalismo determinista que en el fondo supone la mitología griega.
Con desparpajo, eso sí, la película no duda en mezclar referencias fabulosas. El monstruo que al inicio del film, por encargo de Zeus a Poseidón, destruye Argos (y de paso a su malvado rey), es el Kraken, un monstruo que se toma prestado de la mitología nórdica. Igualmente, el guión de Cross modifica el mito original haciendo que, desde el principio, la aventura fabulosa de Perseo en pos de la Gorgona tenga como objetivo salvar a Andrómeda de la nueva intervención del Kraken. Para ello, inventa un pretexto que otorga a la historia cierto aroma de los Mil y Una Noches: una maldición ha caído sobre el reino de Jopa, y es que todo aquel que pretende a la princesa ha de escuchar de sus labios un acertijo que debe resolver so pena de morir de modo terrible en la hoguera. Utilizando las armas que le ha enviado su padre, más el concurso del caballo alado Pegaso (que ha capturado y domado para la ocasión), el héroe descubrirá que la princesa viaja todas las noches, en estado hipnótico, al tenebroso cubil de su antiguo prometido, Cálibos, hijo de la diosa Tetis, un príncipe convertido en espantoso engendro por Zeus debido a su malvado proceder, y que así se venga del rechazo de la muchacha tan pronto vio su nueva fealdad. (El momento en que se muestra esa transformación es de lo mejor de la película: Zeus coge el muñeco que muestra a Cálibos todavía hermoso y lo coloca en el tablero; la cámara se desplaza hasta mostrar tan sólo su sombra, y de pronto esa sombra se deforma horriblemente; cuando se vuelve a mostrar el muñeco ya se ha convertido en el ser espantoso que conocemos en el film.) Aun así, el aparente éxito de Perseo se ve conturbado cuando la misma Tetis interviene para vengar a su hijo y lanza una nueva maldición contra Andrómeda, anunciando su obligado sacrificio al Kraken, lo cual motivará el viaje del héroe en busca de lo único que puede derrotar al monstruo: la cabeza petrificadora de la Gorgona.
Cualquiera al que le gusten las aventuras mitológicas sin duda se frotará con esta recensión. Por desgracia, el atractivo del film descansa casi por completo en el mero enunciado de su argumento, pues luego la película lo desaprovecha bastante con una realización sin el menor brío (de un realizador de carrera ante todo televisiva, Desmond Davis) y una apariencia visual más bien desvaída, a lo que hay que añadir el protagonismo de un efebo insufrible, el tal Harry Hamlin, luego famoso por la serie La ley de Los Angeles. Con todo, Furia de titanes todavía encierra el aliento, aun disminuido, del viejo cine de aventuras clásico, con su ingenuidad básica —pero sin su sentido lírico, por lo que desaprovecha la que pudo ser su gran baza, el aire trágico que envuelve al personaje de Cálibos, cuya apariencia es inolvidable—, su sentido de la maravilla y la ausencia de cualquier pretenciosidad. Y por supuesto, todavía encierra varios estupendos momentos gracias a la labor del gran Harryhausen, en especial el enfrentamiento entre Perseo y Medusa (cuyo prólogo, además, es el combate con el can Cerbero, que guarda la puerta del templo de la Gorgona), resuelto en una secuencia justamente célebre por su tono tenebroso y por la magnífica animación del monstruo, que es una de las cumbres de su autor.
Furia de titanes (2010, Louis Leterrier)
Furia de titanes, de Desmond Davis, como he dicho, no es gran cosa. Pero aun así, cabe calificarla de obra maestra ante Furia de titanes, de Louis Leterrier, horrendo artefacto que ni es aventurero ni es mitológico, sino que supone la degradación de ambos conceptos. Es una película que simboliza muy bien lo que hoy es la corriente menos ambiciosa del mainstream de Hollywood, que considera que su espectador medio es un pobre bobo al que se deja fácilmente boquiabierto con unos efectos digitales sin imaginación pero que presumen de hiperrealistas. De ahí que se ensamblen unos cuantos tópicos como argumento, se diseñe una galería de personajes cuyos diálogos son insufribles, se los encomiende a actores «guapos» y se disponga la acción como si fuera una atracción de feria o, peor aún, un videojuego en el que cada episodio actúa como nivel o «pantallita» que hay que superar.
El guión sigue abiertamente el libreto escrito por Beverley Cross para el film de 1981. Así, se conservan personajes completamente inventados como Cálibos —aunque aquí hace que éste sea, en realidad, el mismísimo Acrisio, por tanto ahora cornudo y encima apaleado por Zeus—; se repite, aun sin atreverse a aprovecharlo del todo, el hallazgo de los dioses como manipuladores de un tablero donde los humanos se juegan su destino; y en general, se mantiene el mismo desarrollo argumental. Un mal chiste (los nuevos guionistas supongo que lo llamarán «homenaje») sanciona esta relación, pero sólo sirve como burdo menosprecio por parte de quien no tiene razones para creerse superior: cuando Perseo está eligiendo armas en los almacenes de Argos, encuentra en un arcón nada menos que al mismísimo Bubo, el robot-búho, sólo que un soldado se lo quita de las manos con un chistecito denigratorio para una creación que, vale, no era lo más afortunado de esa película, pero que poseía mil veces más encanto que cualquier engendro digital de este film. Eso sí, de paso, los guionistas aumentan el eclecticismo original de Beverley Cross —todo vale en el nombre del moderno espectáculo digital—, haciendo aparecer a unos seres medio demoniacos, aunque benévolos, llamados djinns, y que más o menos se inspiran en los genios de las leyendas árabes. Para compensar, se incluye algún que otro detalle «realista», como enterrar a los muertos con dos monedas sobre los ojos: el óbolo para Caronte.
Pero donde la película pretende ser absolutamente original es donde incurre en la más completa idiotez. La odisea de Perseo esta vez no es una mera aventura particular sino que sirve como portavoz para un enfrentamiento a gran escala entre dioses y humanos, de los cuales el primero se convierte en su defensor. ¿Y el motivo de ese enfrentamiento? Pues que los humanos han decidido negar a los dioses. Así dicho, puede parecer incluso una osada reflexión sobre la conquista de la independencia intelectual a través del rechazo del concepto de Dios, de la conquista del ateísmo, vaya. Pero no: es una negativa literal, que se hace bien entrando en un juego de provocaciones directas, bien declarando literalmente la guerra a los dioses, lo cual da pie a una de las imágenes más imbéciles que he visto nunca en una película —porque, a poco que se piense, es de locos—: ¡los humanos atacan el mismísimo Olimpo! ¿Se imagina alguien a las ovejas declarándole la guerra a los lobos y asediando sus madrigueras?
La idiotez de ese planteamiento estriba en que no nos movemos en el terreno de lo ideológico, sino de lo literal: estamos en un mundo en que los dioses existen realmente. Luego, ¿cómo va pensar un ser humano, siquiera por un momento, que puede retar a esos seres todopoderosos y salir con bien en el empeño? El protagonista, incluso, se empeña en negar su mitad divina (su condición de hijo de Zeus), resistiéndose a aceptar no solo las ofertas de Zeus de ir con él al Olimpo sino las varias armas que éste le regala para hacer frente a los poderosos enemigos que surgen a su paso. Este antipático Perseo se empeña en que puede hacer todo como mero humano. ¿Estamos locos? Repito: ¡que la premisa central de esta y cualquier película mitológica es que los dioses (y por tanto, los monstruos) existen! Al negarse a aceptar esas ventajas, Perseo lo único que consigue es hacer más difícil su empresa y permitir que sus compañeros mueran con más facilidad. Menuda humanidad la de este tipo.
Como es lógico en este mal tebeo digital, el guión propone un archivillano (Cálibos era un monstruo demasiado modesto para tan grandilocuente argumento). Que no es otro que el dios de los infiernos, Hades —interpretado por un Ralph Fiennes que en desdichada hora se avino a estropear su prestigio, haciendo el ridículo mientras deja que los efectos digitales retoquen su interpretación—, casi en un plan a lo Sauron. Hades manipula a Zeus para que actúe con mano dura contra la soberbia de los humanos, pero en realidad aspira a derrocarlo del trono olímpico. Para ello, el guión introduce la única idea que podía haber sido aprovechable: en realidad, la fe de los humanos en los dioses supone para estos algo así como la energía espiritual que alimenta su poder, sugiriendo cierta cualidad simbiótica en la creencia religiosa. De ahí lo maquiavélico del contenido ideológico final que rezuma esta Furia de titanes: la derrota de Hades frente a Zeus se produce porque el desafío de Perseo simboliza la resistencia del hombre a dejarse arrastrar por los credos malos, sabiendo distinguir al final, pese a sus dudas y reticencias, cuál es el bueno. La presunta reivindicación de la independencia mental del hombre frente a la creencia religiosa acaba desembocando, de modo avieso, en justo lo contrario: necesitamos la religión, porque sin ella estamos perdidos. Eso sí, reconozco que este reaccionario mensaje no es meditado, sino provocado por la simplicidad intelectual de los creadores de esta película.
Todo, o casi, en esta película es ridículo. Las cansinas afirmaciones del enfadadillo Perseo cuando sus acompañantes le piden que use las armas de Zeus: «¡Puedo hacer esto como hombre!». La elefantiasis habitual en el cine del «nuevo rico», que se traduce en el efecto de multiplicación con respecto al original: los escorpiones gigantes no son tres sino el doble y además el doble de grandes; la Medusa no sólo es letal con su mirada sino que además maniobra con una velocidad que hace casi imposible hacerle frente; no sólo aparece Pegaso sino una manada entera de caballos voladores; y el Kraken, modesto con Harryhausen, aquí es un interminable monstruo de incontables tentáculos. Todo tiene que multiplicarse, y buen ejemplo es la secuencia final: los guionistas creen que no basta con la larguísima irrupción del Kraken ante las murallas de Argos, que de paso destroce media ciudad ante de aceptar el sacrificio de Andrómeda, que Hades también aparezca por allí, que Perseo, a lomos de Pegaso, corra contra el reloj para llegar a tiempo… sino que, cuando por fin llega el héroe, hacen que los demonios alados de Hades le arrebaten el saco con la cabeza de Medusa para que tenga lugar una vertiginosa persecución sobre las alturas de la polis.
Encima, estamos ante una película muy fea, con un sentido del color lamentable. Incluso los efectos de CGI resultan muy pobres, con recursos insoportables como los destellos que acompañan las escenas del Olimpo (no se puede mirar a Liam Neeson/Zeus sin sentir que está a punto de darnos un ataque de epilepsia). De la película apenas salvo la secuencia que tiene lugar en el tenebroso cubil de Medusa, una especie de templo rupestre, medio devastado, que conecta directamente con el fuego del Averno (estupendos los efectos de petrificación de los compañeros de Perseo), aunque no consigue superar el encanto del momento paralelo del film de 1981. Ah, existe una secuela de esta película, que no he tenido valor de ver, pero que en España provoca una chusca reflexión. El original se titula Clash of Titans (Colisión de titanes), pero los distribuidores de 1981 prefirieron cambiar el primer término por el de «furia». La secuela, bien traducida esta vez, se titula Ira de titanes, con lo cual me queda la duda: ¿qué es más intensa, la furia o la ira? Por tanto, ¿el hosco Perseo que interpreta el mazacote de Sam Worthington se enfada ahora más o menos?
FICHAS DE LAS PELÍCULAS
Título: Furia de titanes / Clash of the Titans. Año: 1981.
Dirección: Desmond Davis. Guión: Beverley Cross. Fotografía: Ted Moore. Música: Laurence Rosenthal. Reparto: Harry Hamlin (Perseo), Laurence Olivier (Zeus), Judi Bowker (Andrómeda), Burgess Meredith (Amón), Maggie Smith (Tetis). Dur.: 118 min.
Título: Furia de titanes / Clash of the Titans. Año: 2010.
Dirección: Louis Leterrier. Guión: Travis Beacham, Phil Hay y Matt Manfredi. Fotografía: Peter Menzies jr. Música: Ramin Djawadi. Reparto: Sam Worthington (Perseo), Liam Neeson (Zeus), Ralph Fiennes (Perseo), Gemma Arterton (Io), Mads Mikkelsen (Draco). Dur.: 90 min.
A Furia de Titanes, o bien se la trata de forma objetiva, teniendo en cuenta sus detalles y defectos en relación a la época, o bien se la recuerda como la disfrutamos muchos (y todavía disfruto si la pillo en la tele): una película de fantasía mitológica, en unos años donde el stop motion todavía era una opción y no algo relegado a la artesanía y donde a muchos críos el buhito Bubo les hizo gracia.
La versión de 2010, ahora, no hay por donde cogerla: puede que con Furia de Titanes pueda un poco el factor nostalgia, pero esta nueva filmación se queda en un intento de blockbuster y de aprovechar el dichoso 3d con el que intentaron ganar público en el cine…Y sí, el cambio de villano no tiene perdón de dios. La mitología grecorromana está llena de zonas grises, y el elegir como antagonista a una deidad solo por tratarse del dios de los infiernos no demuestra mucho esfuerzo por parte de los guionistas.
Yo vi «Furia de titanes» en cine y por eso le tengo gran cariño: Cálibos siempre me impresionó bastante, y la imagen del buitre que viene a recoger a Andrómeda por la noche, y no digamos la escena de la Gorgona. La otra versión es infumable (ay, pero a mis alumnos les encanta y cuando intento ponerles imágenes de la otra no aguantan: la ven muy «falsa»…). Y qué pena de Ralph Fiennes…