Las claves del ciclo Los libros I II III
El desquite de Sandokán (1907)
Se trata de la primera novela publicada por Salgari directamente en formato de libro, a cargo del nuevo editor Bemporad de Florencia, tras haber roto el escritor con el genovés Donath, que había sacado a la luz todos los anteriores. Por otra parte, informa Fernando Coun en su ya señalada página web sobre el ciclo que, según los especialistas, estamos ante la última historia del ciclo que puede ser atribuida por entero y sin ninguna duda al escritor veronés.
Como indicaba el final de A la conquista de un imperio, la trama gira de nuevo sobre la recuperación de un reino, solo que en este caso es el del mismo Sandokán. Es curioso que, después de tantísimos años lejos de él y con la sangre de los suyos clamando por la venganza, el Tigre de Malasia tarde tanto en fijar su mirada sobre la corona perdida en su juventud, pero Salgari no dedica ni un renglón a justificarlo, ni falta que hace. La constante invocación de Sandokán al edén perdido, a los familiares asesinados, basta para recuperar ese tono de terribilità que no falta en los mejores integrantes del ciclo.
Por cierto que el escritor vuelve a cambiar los datos facilitados previamente por él mismo. En primer lugar, pone en boca de su protagonista que fue quince años atrás cuando se produjo la usurpación, pero las cuentas del lector (repasando datos de anteriores novelas del ciclo) obligan a situar el hecho al menos otra década más allá en el pasado. En Los tigres de Mompracem, Yáñez, al referirle a Mariana la historia de su amado, daba el nombre de Muluder a dicho reino (que Bianca Maria Gerlich1 identifica con el moderno distrito, y ciudad, de Marudu, a partir del término utilizado por Salgari en la primera versión de la historia, la publicada por entregas, en ese caso Maludu). Sin embargo, su ansiado objetivo recibe ahora el nombre de Kin-Ballu, denominación que da tanto a una montaña como al vecino lago que es donde se halla la capital del reino. El topónimo Malludu (más o menos igual al anterior Maludu) se refiere ahora a la bahía donde desembarcan Sandokán y sus hombres en el comienzo de la historia.
Como señalaba brevemente en mi artículo sobre las claves del ciclo, para esta autora Salgari se inspiró en la existencia real de Syarif Osman, un soberano borneano despojado de su reino por una alianza entre el sultán de Varauni (nombre que Salgari da a Brunei) y los ingleses; es más, el sonoro nombre del Tigre de Malasia, siempre según Gerlich, procede del fiel consejero de aquel, llamado Sandakan (a quien estos curiosos datos interesen, Sandakan es el nombre actual de una importante población de la costa noreste de la isla). En cualquier caso, la conexión entre la ficción y la realidad importa muy poco en Salgari, más que como oportunidad para complacerse todavía más en el genio del escritor veronés.
Y es que El desquite de Sandokán no necesita justificación alguna. Estamos ante una de las mejores novelas de todo el ciclo, solo comparable a Los misterios de la jungla negra y a El Rey del Mar, a las que supera quizá en cohesión narrativa, si bien del último de los dos libros señalados toma buena parte de su pulso aventurero (en concreto de su primera mitad, cuyo argumento en la jungla recoge y mejora). La trama, como ya he dicho, posee un desarrollo cuya fluidez es inédita en el ciclo, sin digresiones ni vueltas atrás, lo cual hace que sea un verdadero placer seguir sus peripecias, convencido el lector por una vez que todas ellas son relevantes para alcanzar el final. La aventura, como siempre, comienza directamente con una acción: el asalto del Tigre a una kotta (un asentamiento fortificado) de los dayakos, con el objeto, ante todo, de capturar a un traidor, Nasumbata, que se había unido poco tiempo atrás a sus tigres y cuya precipitada marcha, sospecha Sandokán, ha sido para avisar a su enemigo el usurpador.
Enseguida llegan, procedentes de Assam, Yáñez, Tremal-Naik y Kammamuri con una aportación de los hombres de las montañas que ayudaran al portugués a recuperar este reino para su amada Surama en la novela justo anterior. En el barco del portugués llega también, sin que los héroes puedan sospecharlo, nada menos que el griego Teotokris, regresado de la muerte y, como buen heleno, con un deseo de venganza impetuoso y poco racional, teniendo en cuenta que habrá de aliarse con un puñado de salvajes para enfrentarse a sus enemigos. De hecho, el griego no tarda en volar el barco por los aires para encubrir su marcha con Nasumbata para ponerse al servicio del usurpador de Kin-Ballu.
La reaparición del griego, que hoy día tildaríamos sin más de concesión a la galería de cualquier producto burdamente comercial, sin embargo supone un acierto de Salgari. La razón estriba en que la presencia de Teotokris detrás de todas las emboscadas de los dayakos del usurpador, algunas en verdad diabólicas, lo transmuta en el Enemigo con mayúsculas que convertirá en verdadera odisea la empresa de los héroes. Cada nuevo peligro, cada diabólica trampa, lleva su sello como si su odio tuviera un poder sobrenatural para convertir cada rincón de la jungla en un infierno. Salgari no necesitará dar voz ni cuerpo a Teotokris en el resto de la historia para que su figura se halle presente a lo largo de toda ella, si bien se echará de menos, en el final, una confrontación directa con los protagonistas. Ahora bien, habría faltado Salgari a su credo si lo hubiera hecho, y tanto el griego como el usurpador y sus hijos perecerán, de lejos, sin darle esta satisfacción al lector ortodoxo.
La trama de la novela, por tanto, se limita a dar cuenta del avance, implacable pero lleno de peligros, de Sandokán, sus amigos, los assameses y malayos que componen su pequeño ejército y el refuerzo de una tribu autóctona de negritos (o sea, de pigmeos) cuya alianza se deberá al más humilde de los personajes centrales, a Kammamuri, el sirviente de Tremal-Naik. Inicialmente, este avance se produce a través del río que comunica con el interior, pero el primer ataque del griego acaba también con su embarcación fluvial, dando pie a una primera aventura, apasionante, en que los héroes se ven obligados a derivar mientras su barco va hundiéndose poco a poco y son hostigados por gaviales (los cocodrilos de Borneo). Desde ese momento, las asechanzas de Teotokris parecen poner contra las cuerdas una y otra vez a Sandokán y los suyos, pero de cada contratiempo saldrán indemnes, hasta presentarse a orillas del lago, apoderarse de la flota del usurpador y destruir su ciudad.
El paso de los héroes supone una sucesión de episodios y enemigos a cuál más conseguido: los enormes monos que les roban su caja de municiones; la estampida de búfalos, después repetida (y superada) por la de los rinocerontes; el asedio a que son sometidos en una cueva primero poblada por serpientes pitones, en la que, además, las paredes están cubiertas de azufre que el griego utiliza para intentar ahogarlos con gases venenosos; la aventura que une a Kammamuri y el jefe de los negritos, prisioneros primero y luego fugitivos perseguidos por los dayakos; la inundación de la llanura, con el lodazal convertido en una trampa mortal al sembrarla los terribles isleños de puntas de flecha envenenadas…
Ahora bien, con mayor fortuna que en ninguna otra novela, Salgari sazona la peripecia de un humor cómplice que distiende la acción en medio de la mayor emoción, sin trivializar nunca el peligro (esto no lo ha entendido el cine de aventuras moderno desde que Spielberg y Lucas lo reformularon con sus Indiana Jones) sino bien al contrario, ayudando a humanizar a quienes, en medio de los más angustiosos peligros, nunca se dejan arrastrar por la desesperación y convierten la broma en prueba de amistad. El desquite de Sandokán se devora con placer, sin una sola laguna en su ritmo, equilibrando de modo admirable el papel en la aventura de esos cuatro amigos que, tras tantos años de combatir hombro con hombro, y por mucho que uno de ellos alegue una deuda de sangre para movilizarlos en ese combate, saben bien que la lucha es la mera excusa para volver a estar juntos, para sentirse vivos, para contagiar al lector de su irresistible intrepidez.
La reconquista de Mompracem (1908)
Publicada directamente como libro por Bemporad. En España, ha sido a veces dividida en dos libros, bajo los títulos de La reconquista de Mompracem y Al asalto de Varauni.
Estamos ante el último título del ciclo publicado en vida de Salgari, si bien algunos especialistas parecen dudar de que el escritor fuera el responsable de todo el material. Como indica el título, por tercera vez consecutiva la trama versa sobre la reconquista de un reino: después de Assam (para Surama, la amada de Yáñez) y de Kin-Ballu (para el propio Sandokán), y como se sugería ya en el final de El desquite de Sandokán, le llega el turno a Mompracem, la isla que los dos tigres consideran realmente como el lugar al que pertenecen (extraña, pues, que no lo hayan intentado antes). Ahora bien, insólitamente Mompracem no aparece hasta el capítulo final y no es lo más singular del libro, sino el hecho de que el Tigre de Malasia no haga acto de presencia (y muy brevemente) hasta sus últimos capítulos. El protagonista absoluto de la trama, por tanto, es Yáñez, acompañado por Kammamuri, lo que termina de ratificar que, fuera de Los misterios de la jungla negra, la pareja «natural» del maharatto es el portugués.
Ignoro si se puede achacar a esa autoría compartida o a baja forma o a mera desidia, pero después del vibrante resultado del previo capítulo, nos encontramos ante el libro más flojo del ciclo. Y no porque lo que se cuente no posea el ritmo habitual o no alcance interés, sino porque todo el planteamiento en general y el desarrollo de la acción en particular están recorridos por un descuido excesivo. Por primera vez, las numerosas incongruencias e ingenuidades del texto parecen más bien fruto de la desidia que de la completa subordinación al placer narrativo. Salgari (y uno quisiera creer que no es Saslgari) se repite hasta la extenuación. Una vez más, Yáñez, haciéndose pasar por inglés, se infiltra en la corte de un gobernante al que engaña con facilidad pero que no tarda en ser advertido de su doble juego e inicia el suyo propio con el portugués. El escenario de la historia es el sultanato de Varauni (el actual Brunei), cuyo rajá bien sabemos por las continuas referencias en todo el ciclo que es uno de los más avezados enemigos de Sandokán, hasta el punto de haber estado implicado en el destronamiento de su familia en Kin-Ballu. Ahora bien, la caracterización de Salgari lo despoja de cualquier sensación de amenaza: es más bobo incluso que el rajá de Assam sin tener el contrapeso de ningún turbio favorito que lo maneje.
De hecho, uno de los peores elementos de la trama es el supuestamente ambiguo juego de fingimientos con que el rajá envuelve al portugués, dejándole entrever que sabe realmente quién es y luego aceptando ponerse totalmente en sus manos cuando Yáñez organiza determinadas excursiones a las que acude sin apenas protección. El humanitarismo de los piratas aquí resulta embarazoso. En el inicio de la historia, Yáñez asalta el barco inglés en que viaja el embajador al que pretende suplantar y, aun hundiéndolo, deja que los pasajeros y la tripulación suban a chalupas y se salven. Teniendo en cuenta que el plan de Yáñez exige pasar un tiempo en la corte del rajá, lo lógico habría sido deshacerse de tan incómodos testigos, que no tardan en aparecer en Varauni, obligando a Salgari a plantear enojosas escenas en que el portugués niega ser el ostentoso pirata que destruyó su barco y se intenta convencer al lector de que la argucia le sale más o menos bien. El escritor introduce además un personaje bastante prescindible para reforzar la versión del pirata: una dama holandesa, pasajera del mismo barco, que sin que se sepa por qué —ya que no hay espacio para la historia de amor que, de otro modo, habría sido normal: el portugués es fiel a su Surama—, se convierte en aliada y compañera incondicional de Yáñez, asumiendo todos sus peligros sin que parezca recibir nada a cambio más que la amistad de este.
La trama de la novela, por tanto, se resuelve de modo muy cansino, apenas estimulada por la personalidad del protagonista, si bien aquí también él parece un Yáñez de «segunda», más dubitativo que nunca, cometiendo notables errores de cálculo, confiándose demasiado (es algo que sucede en toda la saga pero aquí, debido a la endeblez general, resalta la incongruencia de que piratas en teoría tan inteligentes se comporten demasiadas veces como párvulos). La conspiración urdida por Yáñez es de risa y sale bien porque Salgari (o sus negros) se lo ponen fácil a sus personajes, haciendo aparecer aliados cuando los necesitan y caracterizando a los malos (los ingleses que, lógicamente, se toman a mal el hundimiento de su barco) como tontos de capirote incapaces de organizar ninguna emboscada mínimamente eficaz. Para colmo, el modo en que se recupera Mompracem es más bien chapucero (el rajá de Varauni firma, bajo extorsión, un papelito en que se la devuelve a Sandokán: no parece un mecanismo legal muy sólido ni que se vaya a respetar una vez el soberano vuelva a sentirse a salvo) y no parece que tenga mucho futuro tan pronto los aquí burlados ingleses y holandeses se reorganicen con todas sus fuerzas. Hablaba de desidia, e insisto en que me gustaría creer que el responsable de todo no fuera Salgari, pero no debemos «proteger» a un escritor por mucho que lo adoremos, y de momento el veronés es el responsable de esta pequeña tontería que es La reconquista de Mompracem.
El falso bracmán y La caída de un imperio (1911). El desquite de Yáñez (1913)
Los tres últimos libros de la saga de Sandokán ofrecen diversos problemas a los especialistas. De este conjunto solo se tienen documentos contables del pago del editor Bemporad al escritor veronés por una novela, titulada La caída de un imperio. Pueden formularse dos teorías. La primera es que Salgari entregó un solo libro que luego se dividiría en tres. Un dato a favor es que no hay ninguna independencia entre ellos puesto que cada uno es continuación del anterior y en el resto del ciclo no hay tal conexión entre ninguna de sus partes, pese a la recurrencia de elementos argumentales. La segunda teoría tiene en cuenta el hecho de que los dos primeros libros tienen una extensión de tan solo doce capítulos cada uno mientras que el tercero presenta veinticuatro. Esto podría hacer pensar que, en realidad, se trataría de dos libros, el primero de los cuales fue dividido en dos mientras que el segundo se publicó tal como era. Hablemos tanto de un único libro dividido en tres entregas o de dos libros con el primero dividido en dos partes, mis cábalas me llevan a pensar que es probable que el editor ensayara esta estrategia comercial para multiplicar los beneficios, pensando que el reciente suicidio de Salgari incrementaría el interés de los lectores. Por cierto que, en España, para rizar el rizo, el último de ellos también ha sido publicado en ocasiones en dos volúmenes, el primero con el título de En los junglares de la India y el último ya como El desquite de Yáñez.
La trama que los unifica es la conspiración que se urde contra Yáñez y su esposa, que los lleva a dar prácticamente por perdido su reino de Assam, obligándoles a pedir una vez más la ayuda de Sandokán. El Tigre de la Malasia llega en el tercer libro —esto provoca que, irónicamente, Yáñez y Tremal-Naik, con diez apariciones de once, sean los personajes con más apariciones en el ciclo— pero su presencia no decide la guerra ya que también él acaba en situación apurada, sitiado por hombres muy superiores en número, de tal modo que la campaña se resuelve por la llegada, como si fuera el séptimo de caballería, de la tribu de montañeses a la que pertenece Surama.
Trátese de uno, dos o tres libros, el capítulo final de las aventuras de Sandokán es a la vez memorable y paradigmático de las claves del ciclo y de la poética de Salgari. Ante todo, demuestra una vez más que Salgari se encuentra más cómodo narrando los momentos de incertidumbre, incluso de derrota de sus héroes, que sus triunfos, los cuales resuelve de modo precipitado, como si en el fondo no le interesaran mucho. Y aquí la derrota se palpa casi en cada página, puesto que las cosas no dejan de ir de mal en peor hasta el mismísimo final. La caída de un imperio (llamaré así al conjunto por comodidad) me recuerda mucho el inexpresable sentimiento que sentí, siendo niño, cuando vi en cine El Imperio contraataca (1980). En contraste con la exultante iluminación de La guerra de las galaxias (1977), donde todo acaba saliéndole bien a los protagonistas, en esta segunda parte sucedía justo al revés. Ante los incrédulos ojos del niño que fui la aventura también se desarrollaba en unos términos oscuros que parecía difícil enderezar porque el final se iba acercando. Y en efecto, el film concluía con el héroe Luke Skywalker huyendo a duras penas con la princesa Leia, con una mano perdida en combate con el villano Darth Vader y teniendo que asimilar la revelación de que este era su padre. Y peor aún, su amigo Han Solo, el personaje más atractivo de toda la película, desaparecía de escena a falta de media hora larga, congelado en un bloque de carbonita y un mercenario se lo llevaba quién sabe a dónde. Había que frotarse los ojos: fue la primera vez que sentí que la crónica de una derrota anunciada y su cristalización final podían ser más fascinantes que el triunfo más rotundo.
Esto es justo lo que sucede en La caída de un imperio, con la diferencia de que, al final, y casi a regañadientes, Salgari hace que sus personajes superen a sus enemigos (y aun así, la mejor despedida de escena es la del villano que se les enfrenta, en cuya boca se ponen frases casi dignas de Shakespeare). El escritor veronés construye primero un suspense magnífico en el primer libro, cuando la amenaza contra Yáñez y su esposa se va fraguando de modo cada vez más incontenible. Es una idea estupenda que esa amenaza alcance el reducto más íntimo de su palacio: las muertes sucesivas de varios primeros ministros, por culpa de alimentos envenenados, crea un suspense incontenible y el drama aumenta por cuanto la pareja acaba de ser padre de un pequeño (al que Salgari da el extravagante nombre de Soárez). Esta sensación de profunda vulnerabilidad se plasma mediante un recurso inesperado en un libro para niños y jóvenes, pero que posee una apasionante coherencia dramática. Se trata de la aparición de una crudeza inesperada en sus páginas, producto de la ira apenas contenida con que Yáñez reacciona a la palpable traición que está descubriendo entre las filas de sus soldados, que en el momento más apurado demostrarán que se han cambiado de bando.
Esta ira se dirige contra el hombre que dirige la conspiración mientras el verdadero líder se mantiene en la sombra, ese falso bracmán a que se refiere el título. Es memorable el durísimo interrogatorio a que es sometido por Kammamuri, que linda con la pura tortura, cuando menos psicológica (no le dan nada de comida y bebida, no la dejan dormir por la sucesión de estruendosos ruidos que hacen unos animales más bien fantásticos a los que se azuza para que no lo permitan). De entre todos los sicarios que pueblan el ciclo de Sandokán, este bracmán es sin duda uno de los más recordables: incluso sometido a las mayores privaciones, todavía tiene el poder de magnetizar a la raní Surama y convertirla en esclava. Casi no puede extrañar que, en un momento de suprema exasperación, Yáñez le vacíe un ojo de un formidable puñetazo.
Quien está detrás de la conspiración, por supuesto, no puede ser otro que el anterior rajá, Sindhia, aunque esté teóricamente loco y recluido en un manicomio de Calcuta. Para comprobar que está donde debe estar (y no está, claro), Yáñez envía a su fiel Kammamuri, que protagoniza un larguísimo y memorable excurso muy propio del escritor, por la increíble cantidad de peligros que ha de superar a lo largo de su viaje en tren hacia la ciudad, creando una formidable atmósfera digna de los mejores thrillers de Alfred Hitchcock. Especialmente memorable es el episodio en que sus enemigos incendian el vehículo ¡quemando a todos los demás pasajeros!, permaneciendo Kammamuri y Timul solos en el único vagón que ha quedado indemne, parado en medio de la jungla y asediado por varios tigres devoradores de hombres. Más tarde, de nuevo Salgari concede a Kammamuri otra larga digresión aventurera, cuando sus jefes lo envían hacia las montañas, en busca del pueblo de Surama, mientras ellos quedan atrás en muy apurada situación. Kammamuri será atrapado al final pero no importa puesto que los montañeses aparecen en el momento oportuno para rescatarlo primero a él y luego a sus amigos. Tanta atención puesta en el teóricamente menos importante personaje de los cuatro principales señala la ecuanimidad con que Salgari trataba a sus criaturas, sin preocuparle que el lector pudiera echar en falta más apariciones de los teóricos protagonistas.
Entre tanta emoción provocada por el ritmo sin tregua no debe ocultarse que el tercero de los libros adolece de ese descuido por desgracia también habitual en Salgari. Por ejemplo, en la marcha de Kammamuri hacia las montañas, que este realiza en compañía de un fiel soldado de Yáñez, de pronto, al ser hechos prisioneros por sus enemigos, aparece en escena un tercer camarada a su lado, de cuya presencia nada se nos había dicho. La explicación subsiguiente es delirante: «No hemos dicho de qué manera se encontraba también este junto a los prisioneros […] por no repetir una historia muy semejante a la contada. El lector la recordará y no se extrañará (??)». Por mucho que Salgari sea imprevisible, la única explicación que encuentro razonable es que el editor, al revisar el manuscrito, se encontrara de pronto con la inopinada aparición de este tercer guerrero y, al no poder preguntar al escritor de dónde rayos había surgido, intentara resolverlo con estas explicaciones chapuceras2.
En abril de 1911 Salgari se suicidó, dejando una nota amarga a sus editores, a los que responsabilizaba de haberse «enriquecido con su piel», explotándolo sin misericordia y dejándolo en una «continua semi-miseria». Sin duda, otros condicionantes influyeron en su decisión, sobre todo la enorme depresión que lo afectaba desde el internamiento de su esposa en un manicomio. El desesperado escritor señalaba en la carta, con macabro sarcasmo, que al menos esperaba que corrieran con los gastos de su funeral.
Es dudoso que escribiera La caduta de un impero pensando que así cerraba el ciclo que había sido el eje cardinal de su literatura. Un análisis psicológico de la historia podría justificar el aumento señalado de la crudeza en su propio desequilibrio personal, mas entraría en un terreno para el que no estoy preparado, a falta de poder leer algún estudio sobre el escritor que todavía no existe en español. Prefiero cerrar este artículo, despidiéndome por el momento de Salgari, subrayando la sencillez de la conclusión de la novela que, lo quisiera o no, clausuró para siempre (bueno, hasta que los editores encontraron a quienes las prolongaran, pero esto es otra historia) las aventuras de sus queridos personajes.
Es un final carente de la menor solemnidad. Sandokán se separa de Yáñez dejándolo de nuevo sólidamente sentado en el trono de Assam y prometiéndole volver si lo necesita de nuevo. No en vano señala que «estas aventuras me gustan mucho», y la aparente simpleza de esta frase se esfuerza en conmoverme porque debajo de ella encuentro una llamada de complicidad al lector por parte de un escritor que tal vez intuía que ya no iba a compartir muchas peripecias con él. El Tigre de la Malasia vuelve a su amada Mompracem donde se señala que le espera una mujer (ya conocida: la holandesa que se unía a los tigres en el libro anterior). ¿Traiciona Sandokán —traiciona Salgari— el amor sublime que juró sentir siempre por Mariana? Yo pienso que no, que el recuerdo de su amada seguirá apareciéndosele en noches de tormenta como aquella con la que tan fulgurantemente comenzara el ciclo, veintitantos años atrás. Sencillamente, Salgari, también obligadamente lejos de su esposa, estaba en la edad de la vida en que sabía bien lo necesario que es el refugio de unos brazos cálidos para quien solo conoce el esfuerzo ímprobo: Sandokán, la guerra; él, el combate diario contra la hoja de papel en blanco. Y aunque él no pudiera tenerlos no se lo negó al héroe de su alma: eso también es generosidad.
1 Ver nota 2 en mi primer artículo sobre el personaje: Sandokán, luz del sol que la fuerza me da.
2 En el último momento se me ocurre otra explicación: que teniendo en cuenta alguna que otra barrabasada previa de las ediciones españolas, tal como me ha referido Fernando Coun, el responsable del blog Traduciendo Sandokán, quepa achacar esta también a aquellas, aunque ahora parece más difícil.
BRAVO. GRACIAS.
¡A ti por leerlo!
Me emocioné por la forma en que terminaste esta entrada. Relacionar el final de la saga, con el trágico final de Salgari es muy acertado.
En cuanto al punto 2 que mencionás, la versión original en italiano tiene el mismo comentario en el capítulo 11: «Come si trovasse lí anche lui, non lo abbiamo detto sopra per non ripetere una storia troppo simile a quella raccontata. Il lettore se ne sarà accorto da sé e non si meraviglierà se troverà qui Timul e gli altri, compreso lo strano sacerdote.»
Entonces por una vez la edición española no es responsable del desaguisado sino que viene de fábrica… Gracias una vez más por la magnífica labor de tu blog, sin el cual me hubiera sido imposible desbrozar el laberinto salgariano para poder leer en orden y concierto la saga. Y por supuesto, por tus palabras sobre el final de mi artículo. Voy a darle un descanso al escritor y espero zambullirme pronto en otras novelas y sagas: Sandokán es solo la punta del iceberg de un universo narrativo casi sin fin.
Comparto totalmente
Que lindo lo que escribis!!! Yo solo lei los de ña parte 1 y 3. Estoy ahora buscando el resto. Bravo!!!
¡Espero que lo pases estupendamente con su lectura! Y muchas gracias por tus amables palabras.