El moderno Prometeo: Frankenstein en la Hammer (II)

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Cartel de Frankenstein created womanEn general, los incondicionales del ciclo concuerdan en que el título más singular, más apasionantemente diferente de los demás, es el cuarto capítulo, que recibió el llamativo título de Frankenstein Created Woman (1966), el cual, intencionadamente o no, recuerda el de la famosa película que lanzó a Brigitte Bardot a la fama, Y Dios creó la mujer (1955). En su momento fracasó comercialmente, y no llegó a estrenarse en España. Terence Fisher volvió a ocuparse de la dirección, después de su sustitución por Freddie Francis en el tercer capítulo, y el guion volvió a escribirlo John Elder (o sea, el productor Anthony Hinds). Cabe hablar en primer lugar de esas singularidades que distinguen el film. Y la primera es que, en este caso, no hay monstruo puesto que la Criatura es una bellísima mujer (encarnada por Susan Denberg, contratada ante todo por el reportaje sexy que había protagonizado en la revista Play Boy: un reclamo comercial, pues). La segunda, que su creación no responde al modelo canónico de ensamblaje de piezas procedentes de distintos cadáveres. En este caso, el objeto de estudio de Frankenstein es la transmigración de almas, como indica la primera y magnífica escena en que el barón aparece, regresando a la vida tras haber permanecido una hora entera en estado de congelación en una cámara frigorífica. Es decir, ha estado muerto ese periodo de tiempo y sin embargo su alma perduró durante todo ese intervalo. Por cierto que la sugerencia de la escena radica en que el recipiente en que yace Peter Cushing es una caja rectangular que recuerda claramente a un ataúd, y el modo en que resucita recuerda, inevitablemente, el despertar de un vampiro, encarnado además por el cazador de vampiros por excelencia de la Hammer. Una idea genial, bien representativa del conjunto de magníficos elementos que encierra la película.

No hay rastro de continuidad, ni con los dos primeros títulos de Fisher ni con la previa The Evil of Frankenstein, que iba por libre, salvo que se interprete como vínculo de continuidad con este último film (el guionista es el mismo, no se olvide) el que Frankenstein tenga las manos quemadas (el final de aquel concluía con un incendio) y, por ello, deba recurrir a un ayudante para que realice las operaciones bajo su guía. El nuevo colaborador, el doctor Hertz, no es ya un joven ávido de conocimientos como en las dos previas películas, sino un médico anciano y un tanto atontolinado, que apenas capta todas las consecuencias de las teorías y experimentos de Frankenstein pero le secunda con ciega admiración. Lo interpreta el veterano Thorley Walters, que le aporta una notable humanidad, la cual, claro, contrastará con la fría determinación del barón, que si aquí no comete ningún desmán o delito, se presenta en aún mayor medida como alguien a quien no preocupa otra cosa que sus actividades científicas: en este sentido, hasta el Frankenstein de The Revenge mostraba de cuando en cuando algún sentimiento. Ahora bien, de modo admirable, el desarrollo de la historia lo obligará a enfrentarse con las consecuencias éticas de su nuevo experimento, cuya trágica conclusión demuestra que es capaz de sentir remordimientos, tal y como manifiesta el inolvidable gesto final de Peter Cushing al comprobar el destino final de su Criatura.

Imagen promocional, no incluida en la pelicula, de Peter Cushing y Susan DenbergOtra singularidad es que el barón es casi una figura secundaria de la película: es más bien el ser que proporciona la cobertura necesaria para la venganza de ultratumba de los dos jóvenes personajes que ocupan el primer plano de la historia. Se trata de dos marginados, Hans (Robert Morris), señalado por todos por ser hijo de un hombre ejecutado en la guillotina (como se ve en la escena de apertura) bajo el ofensivo remoquete que dice que de tal palo, tal astilla; y Christina, la hija del tabernero local, una muchacha con la parte izquierda del cuerpo dañada (el rostro deforme, el brazo y la pierna anquilosada), que por ello es objeto de burla por parte de tres petimetres de buena familia. Estos serán quienes acaben precipitando la desgracia de la pareja cuando matan al padre de ella y el muchacho es culpado del crimen, en buena medida por negarse a revelar, para no comprometer su reputación, que esa noche la pasó en la habitación de Christina. Una idea admirable, que no sé si atribuir a Elder o a Fisher, es el peso visual de esa guillotina que simboliza el destino fatal (no solo de Hans sino de todos los personajes centrales, incluidos Christina y Frankenstein) y que aparece en numerosos planos, sin subrayarse nunca su presencia. En concreto, la mejor secuencia de la película es la de la ejecución de Hans, que se produce justo cuando la muchacha regresa en la diligencia de la ausencia que, desdichadamente, ha coincidido con el juicio, por lo que ella no ha tenido ocasión de declarar a favor de su amado. Y acto seguido, se suicidará arrojándose a un río.

La muerte simultánea de ambos jóvenes será aprovechada por Frankenstein para poner en práctica sus teorías, trasplantando el alma de Hans al cuerpo de la muchacha, además de borrar (por mediación del doctor Herz, se entiende) todo rastro de su deformidad facial y corporal. Esto da pie —aparte del ya comentado hecho de que el Monstruo sea, aquí, el más deseable de todo el ciclo— a la malsana sugerencia de que un cuerpo de mujer esconda un alma masculina. La muchacha despertará sin saber quién es pero no tardará en emprender la venganza contra los tres auténticos asesinos, haciendo uso de sus ahora notables encantos. ¿Es, por tanto, un hombre, Hans, encerrado en el cuerpo de Christina, quien utiliza estas nuevas armas femeninas contra esos tres tipos que solo ven a una mujer seductora que se les ofrece? ¿O es Christina, sugestionada de algún modo por esa parte masculina que también hay dentro de ella?

Es una lástima que el tercio final en que tiene lugar la venganza tenga mucho de formulario. Hasta ese momento, Frankenstein Created Woman, antes que un film de terror (o de ciencia-ficción, como señalan acertadamente muchos comentaristas), era un tristísimo drama sobre dos desclasados condenados al destino fatal. El desarrollo de la trama exigía ahora una profundización en el tema de la identidad y, sin embargo, no queda otra opción que asistir a las distintas variantes en que se ejecuta la venganza sobre los tres burguesitos. Es más, Elder comete un error grave al hacer que Christina desentierre la cabeza de Hans y la lleve consigo, incluso hable con ella: es tanto un subrayado indigno como un elemento que cuestiona la ambigüedad acerca de que dentro de ella habite él (no necesitaría hablar con su propia cabeza, en tal caso). De ahí que no quede más que asistir a la reacción de Frankenstein al descubrir el inesperado giro que ha tomado su experimento, intentando impedir el último crimen. Pero cuando, por fin, abandona su distante ensimismamiento ya es tarde, y solo le restará asistir, con impotencia, al segundo suicidio de Christina, también arrojándose a las aguas del olvido. Pese a todo, esos deméritos no reducen la fuerza disolvente del planteamiento ni la formidable atmósfera mortuoria de la película. Y de cara al mito, contiene un plano genial: aquel, durante el juicio, en que Frankenstein hojea, con displicente desagrado, esa Biblia —el libro del ser del que se ha autoproclamado rival— ante la que ha tenido que prestar juramento.

Cartel original de El cerebro de Frankenstein

El siguiente capítulo, El cerebro de Frankenstein (1969), dirigido también por Terence Fisher, es uno de los films capitales de la Hammer. El barón reaparece en toda su plenitud maléfica, capaz ya de todo, sin admitir que esté quebrantando nada más que las convenciones morales de esa sociedad burguesa que no comprende el progreso. Aunque ya no hay continuidad, se entiende que es un individuo cansado de toda una vida de victorias parciales, de fracasos totales y de errar de un lugar para otro, eternamente vilipendiado. Nada, por tanto, va a detenerlo ahora, y en esto incluso llega más lejos que el joven Victor de La maldición de Frankenstein: el Victor maduro es un ser por completo degradado. En su primera aparición en pantalla, ni siquiera se atreve a mostrar su propio rostro y escoge una máscara que le da un rostro en verdad horrendo, purulento y lleno de llagas, con el cual comete, de entrada, un sangriento asesinato. El momento en que se despoja de la máscara es genial: las facciones suaves y distinguidas de Cushing no pueden ocultar que, por una vez, el hábito hace al monje, la horrible máscara simbolizaba la putridez interior de quien se ocultaba tras ella.

Veronica Carlson y Simon Ward, los amantes desdichados de El cerebro de FrankensteinDescubierto de nuevo, en la nueva ciudad a donde llega se aloja en la pensión de una joven, Anna (Veronica Carlson, una de las más atractivas Hammer girls) que emplea todos sus recursos para pagar el sanatorio donde tiene a su madre enferma, ayudada por su prometido, médico en el manicomio local, el cual le proporciona medicamentos para vender en el mercado negro y conseguir un suplemento económico. Frankenstein lo descubrirá y chantajeará sin piedad a la joven pareja para que lo ayuden a conseguir sus fines. Es más, en determinado momento incluso violará a Anna, escena muy polémica en su día porque les fue impuesta a los responsables del film (a Terence Fisher y a los dos intérpretes implicados), pero que en absoluto es incoherente con la agria mirada con que se observa a Frankenstein: hay que recordar que en La maldición de Frankenstein no desdeñaba los placeres sensuales, si bien entonces aprovechando su posición de amo con la criada de la casa.

La última esperanza de este nómada es su colega el doctor Brandt, que ha descubierto cómo mantener vivo un cerebro fuera de su cuerpo original, a la espera de encontrar el depositario definitivo: el teóricamente enco-miable propósito de esta investigación (al que Frankenstein se aferra ilusoriamente, pero que ya nadie puede creer) es que, de este modo, los mejores representantes de la humanidad, a los que la decadencia del cuerpo sorprende en la plenitud de la mente, tendrán garantizada la pervivencia. Ahora Brandt, incapaz de resistir la execración universal que sus teorías despertaron entre colegas y extraños, está internado en un manicomio (el mismo en que trabaja el prometido de Anna). Frankenstein lo rescatará, descubrirá que su mal es físico y que necesita otro cuerpo, por lo que inserta su cerebro en el de uno de los doctores que lo cuidaban. El visionario Brandt descubrirá entonces que la identidad (para uno mismo y, fundamental, para los demás: para su querida esposa) no se encuentra solo en la mente sino en la totalidad: el cuerpo y el alma son uno solo. Por tanto, condenado a ser nadie, solo un propósito le va a animar, la venganza. Ya lo dice el título original del film, Frankenstein debe ser destruido. Como una fiera venenosa.

El baron y su criatura, en El cerebro de FrankensteinSe sabe que el rodaje del film estuvo plagado de problemas. El estudio, sorprendido en un momento en que el terror gótico comenzaba a ser cuestionado y creyendo que la solución estaba en el aumento de la violencia y del sexo, interfirió cuanto pudo (por ejemplo, imponiendo la mencionada violación). El guion, firmado por un hombre, Bert Batt, que no reincidiría en esta labor (hizo una larga carrera como ayudante de dirección) se iba rehaciendo casi de día en día. Misteriosamente, el resultado final es uno de los más compensados del estudio: cada pieza contribuye al progreso de la acción o al mejor dibujo de los personajes e incluso funciona magníficamente la estructura narrativa mediante la cual el centro dramático cambia alternativamente de unos a otros sin merma de interés, incluyendo el segmento habitualmente más denostado, la investigación policial que dirige el inspector encarnado por Thorley Walters (el doctor Herz del previo Frankenstein). Por ejemplo, en la parte final el protagonista pasa a ser el desgraciado doctor Brandt (magnífico Freddie Jones) y una tristeza inmisericorde se apodera de las imágenes. Las escenas de Brandt con su esposa demuestran la capacidad de Terence Fisher más allá de su capacidad para el terror. Y como es natural, todo acabará muy mal: Frankenstein, llevándose a sus dos acólitos, tendrá que volver a escapar; Anna, asustada ante el inesperado despertar de Brandt, lo acuchilla en el estómago con un bisturí, haciendo inútil el trabajo del barón (el cual, en un arranque de rabia, le clava el instrumento en el mismo lugar); y el final será un aquelarre de llamas preparado por Brandt para poner fin a su vida y a la de su «creador».

En esta película se encuentra mi interpretación favorita de Peter Cushing en el personaje. Es increíble asistir al modo en que maneja como quiere a aquellos a quienes considera sus inferiores: a los compañeros de pensión que se han permitido comentar con desagrado las actividades que hicieron famoso a Frankenstein («No sabía que ustedes eran doctores», es el inicio del parlamento mediante el que los fulmina) y a esa pareja de enamorados cuyo intenso sufrimiento no conseguirá inspirar la solidaridad del espectador. Rubios y blandos, de aspecto anodinamente angelical, no podrán escapar a su propia mediocridad y no solo no opondrán obstáculo alguno a la humillante degradación a que los somete Frankenstein sino que también se dejarán arrastrar al asesinato: es para admirar el destello triunfal en los ojos de Cushing al comprobar cómo el joven médico apuñala al vigilante nocturno que lo ha sorprendido robando material médico.

Todo arde alrededor de Frankenstein

En cuanto a Fisher, igualmente memorable es su trabajo. Valga como ejemplo el increíble inicio, que muestra los pasos acechantes por una calle oscura de un individuo al que sólo se encuadra de cintura para abajo, que porta una ominosa sombrerera, y que acecha a su víctima hasta cortarle la cabeza con una hoz (el último plano resulta subjetivo, y es genial ese cabeceo del encuadre, pues corresponde al punto de vista del hombre que acaba de perder su testa). Y no digamos la fuerza extraordinaria del final, el combate entre esos dos científicos que comparten el hecho de no estar ya en el cuerpo con que nacieron (recordemos The Revenge…), solo que uno, Brandt, admite la monstruosidad de la circunstancia y desea acabar con todo, y el otro todavía tiene el propósito de perdurar. La imagen de Brandt cargando sobre sus hombros a Frankenstein y arrojándolo entre las llamas que inundan la casa posee una fuerza imborrable.

Cartel de El horror de FrankensteinLa señalada crisis de ideas llevó al estudio a intentar reformular el mito, lo que hoy llamaríamos un reboot, por medio de El horror de Frankenstein (1970). Para ello, se eligió a un actor mucho más joven de lo que era Cushing en el momento de emprender el ciclo, Ralph Bates, un intérprete que cuenta con muchos partidarios entre los amantes de la Hammer, pero que a mí nunca me ha llegado a convencer del todo. La dirección se confió nada menos que a Jimmy Sangster, es decir, el hombre que renovó el terror gótico para la casa desde el puesto de guionista, que debutaba así en la dirección y que, en su nuevo cometido, demostró carecer de talento para el otro. Sangster, co-firmante también del libreto, siguió en líneas generales el escrito para La maldición, pero inundándolo todo de una ironía presuntamente sarcástica que impide tomarse en serio a los personajes (y que tampoco posee la debida eficacia humorística). Prueba de la incapacidad de Sangster es que una y otra vez hace que cada escena concluya con un diálogo irónico (normalmente expresado por el cínico barón) y el encadenado muestre una escena en la que se le da la vuelta al contenido de la frase. El punto teóricamente más atractivo de la película es el dibujo de Victor Frankenstein como un cínico irremediable que hace guiar su conducta, en todo momento, según sus apetencias, ya sean sexuales, científicas o criminales, cometiendo de paso un asesinato tras otro (hasta cinco de su propia mano) o enviando a su criatura a ejecutar alguno más. En fin, el monstruo no es aquí el amasijo de miembros habitual sino una criatura esbelta y de rostro armonioso (el de Dave Prowse, futuro Darth Vader), lo que da pie a la única frase afortunada del film: la niña que lo mata casi sin darse cuenta comenta a los adultos que la inquieren que «era un monstruo muy bonito».

El cierre del ciclo se filmó tres años más tarde, con el título de Frankenstein and the Monster from Hell (1973), por supuesto también inédito en España hasta sus primeras emisiones en televisión y en festivales especializados. Aunque yo no creo en los testamentos cinematográficos, bien puedo considerar este caso una excepción. Es la última realización de Terence Fisher (la penúltima había sido El cerebro de Frankenstein) y, aunque es evidente que no estaba en plena forma, con él desaparecía una forma de entender el lenguaje del cine fantástico. También es el último guion de John Elder para la casa (y antepenúltimo de su trayectoria). Y por supuesto, es el canto del cisne del gótico al estilo Hammer, por mucho que, más de quince años después de nacer con el primer film del ciclo Frankenstein, también sea un ejemplo claro de su evolución, hacia lo bueno (el prodigioso juego dramático que extrae de un personaje tan emblemático, cuando parecía ya imposible decir nada nuevo) y hacia lo malo (la inevitable deriva hacia la brutalización).

Cartel inglés de Frankenstein and the Monster From HellEs posible que Elder entregara aquí su mejor libreto, por mucho que, al estilo Frankenstein, aproveche piezas de las otras películas (unas propias, otras ajenas). Así, por ejemplo, de The Revenge of Frankenstein se toma la idea de situar al barón controlando una institución supuestamente sanitaria (esta vez es un manicomio) a cuyos pacientes, como siempre, contempla como posible material quirúrgico. De la anterior, El cerebro de Frankenstein recupera el momento en que la criatura despierta y el cerebro (o sea, la personalidad) que lo anima descubre con horror que ya no está en su cuerpo. Es más, incluso lo supera, ya que en un instante posterior el ser abre la tumba donde yace su propio cadáver y se contempla a sí mismo (es un hallazgo que el contraplano de la Criatura lo encuadre al revés, remarcando así la profunda rareza del momento). Elder también incluye el personaje del joven médico fascinado por los experimentos de Frankenstein (existente en el segundo y el tercero de los films del ciclo; incluso en el cuarto, Frankenstein Created Woman, solo que, en el seno de planteamiento tan particular, se le conviertía en anciano). Pues bien, la novedad es que el arranque de la historia se centra en este, aquí llamado Simon Helder (Shane Briant, joven valor de la Casa que se quedó en el camino, y cuyo gesto desdeñoso resulta algo cargante). Así, veremos a Helder emulando a su admirado Frankenstein, cuyos libros posee con reverencia, comprando cadáveres y acumulando órganos, hasta que es descubierto y confinado, por el horrorizado magistrado que lo juzga, en el manicomio. Lo que ignoran todos es que el barón, que también fue confinado en él muchos años atrás y que en teoría ha muerto, en realidad es quien dirige la institución, al tener bajo su completo control a su lúbrico director.

Desde su primera aparición, el espectador intuye algo diferente en Peter Cushing, es decir, en Frankenstein. Más delgado que nunca, con las mejillas incluso cadavéricas —debo recordar que mi primer encuentro con este actor fue encarnando al villanesco Grand Moff Tarkin en La guerra de las galaxias (1977) y ese fue el rasgo que más me impresionó de él—, portando una peluca que resulta demasiado ostentosa, el personaje resulta antipático como nunca lo había sido antes, incluso en sus momentos más viles. Su cuerpo denota un cansancio que no es tanto el que se corresponde con los 60 años del actor, como con el de alguien que por fin advierte que el tiempo se le acaba y no ha conseguido el triunfo que perseguía desde su juventud (ahora bien, en determinado momento revela que, cuando es necesario, sigue siendo el Frankenstein/Cushing fibroso y ágil de siempre: en la escena en que se sube a una mesa y salta sobre la gigantesca Criatura para sedarlo). Un símbolo de su decadencia es que no puede operar personalmente pues sus manos están atrozmente quemadas: ¿Elder sigue la continuidad con respecto al final de El cerebro de Frankenstein o con los títulos anteriores, escritos por él mismo al contrario que el anterior? El nuevo discípulo, arrebatado de alegría por servir a su lado, supone un nuevo estímulo con sus elogios (después de su aparente éxito, lo bautiza como el Creador del Hombre), mas todo volverá a ser estéril.

Shane Briant, Madeline Smith y Peter Cushing en Frankenstein and the Monster From HellOtro ejemplo del callejón sin salida es que ha acabado Frankenstein es que su nueva Criatura será la de aspecto más atroz de todo el ciclo. Dave Prowse vuelve a encarnarla, mas ya no es el «monstruo muy bonito» de El horror sino un ser cuyo apariencia se describe como la de un Neandertal, un amasijo de carne y pelo cuyo rostro provoca un terrible pavor. El barón le insertará las manos de un interno que tallaba delicadas figuritas y el cerebro del profesor Durendel, el más genial de los pacientes: como sucedía con el doctor Brandt de El cerebro, descubrirá tarde que la identidad es un concepto global del ser humano. Esas manos finas son incapaces de plañir una sola cuerda del violín con que Durendel conseguía sus únicos momentos de placer del mundo. Bien al contrario, el cuerpo huésped, proveniente de un individuo especialmente violento que se complacía en clavar cristales a sus víctimas, comenzará a dominar al cerebro y a destruir el sueño del barón. Y la reacción de este es más abyecta que nunca, al decidir (ante el horror de Helder) que conseguirá al hombre perfecto apareando a su horrenda Criatura con la bellísima interna a la que todos llaman el Ángel (y Madeline Smith merece el apodo), que antes de Helder hacía de sus manos. No lo conseguirá, claro, porque el destino de su nuevo engendro, una vez más, será la destrucción.

Frankenstein and the Monster from Hell ha sido definida como el film más nihilista del ciclo. La siniestra ambientación, en efecto, parece contagiarse al ánimo del espectador; no digamos ya a unos personajes que, más que nunca, parecen deambular como espectros, bajo la égida de ese individuo que ya no puede ser definido sino como un muerto en vida, como un zombi. Finaliza de este modo el sueño de igualar a Dios (irónicamente, mas sin denotar la menor autocrítica, ante un paciente que se cree Dios, el barón había dicho: «No es el único hombre que cree serlo») de ese adelantado del progreso que olvidó lo que el joven doctor Helder aprende ahora por las bravas, que no se puede separar la ciencia de la humanidad. El final de la película, por ello, no puede ser más significativo y más desolador: después de ver cómo los propios pacientes se lanzaban sobre la Criatura y la destrozaban literalmente (porque creían que amenazaba al Ángel), el barón sonríe a su discípulo y, mientras comienza a barrer los restos de destrucción que se acumulan en el laboratorio, afirma con gesto soñador, ajeno totalmente a la realidad, que sencillamente tendrá que volver a comenzar de nuevo pues tiene por delante todo el tiempo del mundo…

Dave Prowse, el mas horrible monstruo de Frankenstein

FICHA DE LAS PELÍCULAS

Título: Frankenstein Created Woman. Año: 1967.

Dirección: Terence Fisher. Guión: John Elder. Fotografía: Arthur Grant. Música: James Bernard. Reparto: Peter Cushing (Victor Frankenstein), Thorley Walters (Dr. Herz), Susan Denberg (Christina), Robert Morris (Hans). Dur.: 86 min.

Título: El cerebro de Frankenstein / Frankenstein Must Be Destroyed. Año: 1969.

Dirección: Terence Fisher. Guión: Bert Batt; historia de Bert Batt y Anthony Nelson-Keys. Fotografía: Arthur Grant. Música: James Bernard. Reparto: Peter Cushing (Frankenstein), Veronica Carlson (Anna), Simon Ward (Karl), Freddie Jones (Dr. Richter / Dr. Brandt). Dur.: 97 min.

Título: El horror de Frankenstein / The Horror of Frankenstein. Año: 1970.

Dirección: Jimmy Sangster. Guión: Jeremy Burnham y Jimmy Sangster. Fotografía: Moray Grant. Música: Malcolm Williamson. Reparto: Ralph Bates (Victor Frankenstein), Veronica Carlson (Elizabeth), Kate O’Mara (Alys). Dur.: 95 min.

Título: Frankenstein and the Monster from Hell. Año: 1973.

Dirección: Freddie Francis. Guión: John Elder. Fotografía: Brian Probyn. Música: John Banks. Reparto: Peter Cushing (Victor Frankenstein), Shane Briant (Dr. Helder), Madeline Smith (El Ángel). Dur.: 95 min.

Acerca de Jose Miguel García de Fórmica-Corsi

Soy profesor de historia en el IES Jacaranda (Churriana, Málaga).
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2 respuestas a El moderno Prometeo: Frankenstein en la Hammer (II)

  1. Renaissance dijo:

    Aunque se hable de ciclo, la idea de continuidad en la Hammer sí que es un poco relativa: no son tanto secuelas, o una progresión temporal inevitable, como el que se trate de historias protagonizadas por un mismo personaje, de modo que el público puede verlas de forma practicamente independiente (poco importa no haber visto ese primer Frankenstein de la Hammer cuando todos sabemos quien es el científico interpretado por Peter Cushing).Y que con el paso de los años el modelo gótico fuera cediendo el paso hacia situaciones más escabrosas. Aunque lo que parece habitual en la mayoría, y especialmente las películas más tardías, es la sosez de los personajes protagonistas y las parejas enamoradas: recuerdo a practicamente todos los villanos, desde Frankenstein hasta Dracula, pasando por el Mokata de The Devil Rides out, pero de los héroes no tengo más memoria que alguna cabellera rubia y una levita pasando por ahí.
    Con la figura de Cushing, seguramente también por haber visto más películas de la última etapa, me pasa algo parecido: estoy más familiarizada con un rostro un tanto cadavérico, en el que es imposible no apartar la vista de su mirada inquisitiva, que de su versión más juvenil.

    • Cierto, cada película puede verse de modo independiente a las demás. Como mucho, la relación de dependencia se da entre la primera y la segunda, y más que nada porque tenían que explicar cómo un tipo que va camino de la guillotina vuelve a dar guerra. No es como el Universo Cinematográfico Marvel, en que cada vez que estrenan una peli hay que ver, como mínimo, la anterior del personaje (a mí me ha pasado ahora con el Dr. Strange) para asegurarte de que no te pierdes nada, porque el grado de interrelación ya es enorme.

      Los jovenzuelos del ciclo solían ser pardillos que, o bien admiraban incondicionalmente al barón o eran utilizados sin piedad por este.Y sí, el rostro afiladísimo del Cushing ya mayor me provocaba escalofríos desde el Grand Moff Tarkin de «La guerra de las galaxias». De ahí mi indignación ante su recreación digital para «Rogue One», porque me parece una parodia de ese personaje que, lo confieso, hoy día me impresiona más como símbolo de la maldad pura que el Vader del capítulo IV (que además, por contradictorio que hoy parezca, obedecía sus órdenes: hay categorías, claro, y un encapuchado negro, por mucho que se haga el interesante al respirar, no tiene nada que hacer ante quien fue el barón Frankenstein, Van Helsing y Sherlock Holmes…).

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