La novela Frankenstein-Karloff Frankenstein-Hammer I II
Medio siglo después de que Universal estrenara el celéberrimo film El doctor Frankenstein (1931), de James Whale, que crearía la todavía hoy más poderosa imagen del mito creado por Mary Shelley, y más de una década después de que el mismo estudio cerrara su ciclo de monstruos por puro agotamiento, una modesta productora británica llamada Hammer Films tomó el relevo en la renovación del género de terror gótico, mediante una reformulación completa que hace que hoy sean perfectamente diferenciables ambos acercamientos, amén de que una característica nada secundaria los distinga a la primera: el americano es en blanco y negro; el inglés, en color. La Hammer había tanteado ya el cine fantástico a través de la ciencia-ficción, pero habría de encontrar su lugar en el sol (artístico y comercial) cuando sus rectores decidieron realizar una nueva versión de la novela original, con el nombre de La maldición de Frankenstein (1957). El éxito animaría al estudio inglés a revisar de modo contundente todos los demás mitos clásicos: el conde Drácula, la momia, el hombre lobo, el doctor Jekyll y Mr. Hyde, el fantasma de la ópera o los zombis. Como había hecho antes la Universal, la buena acogida de las primeras propuestas llevó a la Hammer a plantear varias series en torno a sus personajes más populares, ante todo Frankenstein y Drácula, para lo que contaría también con una pareja de actores icónicos, los inmortales Peter Cushing y Christopher Lee. De los siete films que integran el ciclo, los cinco mejores componen el que yo considero el más grande ciclo terrorífico de todos los tiempos, tanto por su calidad como por la coherencia con que desarrolló el personaje presentado en el primero de aquellos (el cual, como ahora explicaré, ya suponía una variante muy sugerente sobre el creado por la autora original). Y en buena media esta fuerza se explica por el hombre que dirigió esos cinco films, Terence Fisher, uno de los más grandes directores que haya dado nunca el género.
Por explicar en breve lo que ahora iré desarrollando, el cambio fundamental del ciclo Hammer fue que Victor Frankenstein, al contrario que en el libro de Mary Shelley, haga honor hasta al final al propio sobrenombre que se le da en el título: es el moderno Prometeo, el hombre que iluminará con sus actos a todos los demás hombres. Y lo hará sin echarse atrás, sin renunciar a sus responsabilidades como creador, sin sentir la menor nostalgia por recuperar las edénicas convenciones sociales y familiares en las que busca refugio después de creer que ha fracasado en su empeño de crear el ser perfecto. El Frankenstein de la Hammer no: un fracaso no le desalienta, sino que acto seguido se lanza a intentarlo de nuevo, explorando otras vías. Eso sí, los guionistas realizaron una importante modificación con respecto a Shelley: de acuerdo con el profundo escepticismo que recorre el ciclo, la única forma en que este Frankenstein podrá seguir siendo inasequible al desaliento, es amplificando su complejo de Dios, haciendo que no sienta el menor remordimiento por las consecuencias de sus actos, que por lo común son violentas, incluso criminales.
El Victor Frankenstein encarnado por Peter Cushing no es un hombre benévolo: es alguien que se considera situado más allá de las convenciones morales. El fin justifica los medios, ciertamente, aunque esa obtusa humanidad que se verá beneficiada de sus descubrimientos todavía no esté preparada para aceptarlo. Eso sí, como ya he señalado, lo apasionante es el modo en que el dibujo del personaje fue fluctuando a lo largo del ciclo. En el primer film no duda en recurrir al crimen más abyecto para conseguir sus fines, comenzando por el mejor «material» para su criatura. A partir de ahí, en cada film lo contemplaríamos bajo una luz parcialmente diferente, aunque siempre complementaria. Un momento shock, sin duda, es que, en determinado momento, Frankenstein se convierte en su propio monstruo: su cerebro es trasplantado a otro cuerpo, previamente preparado por él en caso de contingencia, y además con un rostro idéntico (la vanidad del genio, supongo). Pero sobre todo, el elemento más coherente es cómo el tiempo (y la sucesión de fracasos) se va reflejando de film en film, con sus correspondientes matices de cansancio, amargura y, poco a poco, deshumanización, hasta llegar a ese tristísimo final con que cierra la saga, que nos muestra a un Frankenstein ya anciano, ilusamente aferrado a la idea de que el nuevo fracaso no importa puesto que le queda por delante todo el tiempo del mundo para dar, por fin, con el triunfo.
Por otra parte, el mismo concepto de Criatura fue variando de film en film. En el primero, y con los rasgos de Christopher Lee, la Hammer fue fiel al arquetipo de ser ensamblado a partir de despojos procedentes de distintos cuerpos y por tanto de aspecto monstruoso (como lo serán, claro, sus actos: es un puro instinto), si bien con un maquillaje radicalmente diferente al famoso de Boris Karloff. En cambio, en el segundo film se prefirió un monstruo sin las clásicas cicatrices y suturas, incluso apuesto (otra cosa es que al final la monstruosidad se abrirá inevitable camino). La siguiente variación nos presentó una criatura femenina, bellísima además, puesto que sobre ella únicamente se ha realizado una transferencia de cerebros. En los últimos dos títulos se prosiguió esta misma senda, pero para realizar apasionantes reflexiones sobre la identidad personal, con la triste (y lógica) conclusión de que, por mucho que nos digamos que aquella reside en nuestro interior, somos también una apariencia exterior, y sin una no tiene sentido la otra.
El título inaugural, La maldición de Frankenstein (1957), contiene a todos los grandes nombres que fueron responsables de poner en marcha, equilibrando sus respectivos talentos de modo en verdad memorable, el horror Hammer hoy tan reverenciado: los ya mencionados Fisher y Cushing-Lee; el productor Anthony Hinds (que, con el seudónimo de John Elder, no tardaría en ser uno de los principales escritores de la casa, por ejemplo de varios capítulos del presente ciclo); el guionista Jimmy Sangster para dar un nuevo aire a los viejos monstruos de la Universal; el director de fotografía Jack Asher con ese gusto por las tonalidades lívidas; el músico James Bernard para crear el sonido Hammer con esos inconfundibles sones de cuerda y percusión, casi desagradables; el montador James Needs para otorgar su impresionante ritmo a las películas; y el director artístico Bernard Robinson para dar vida a unos escenarios inolvidables (no ha habido laboratorios como los que diseñó, film tras film, para el doctor Frankenstein).
Ahora bien, de todos ellos, tanto en este film como en los siguientes, debe destacarse a sus dos principales responsables, porque fueron quienes más veces repitieron y por su importancia en el resultado final. Uno es el director Fisher y el otro, el actor Cushing.
Terence Fisher pertenece a la estirpe gloriosa de directores que se expresaban a través de la puesta en escena, es decir, de la forma de contar las historias mediante la narración visual. Hombres que aceptaban su pertenencia a un engranaje industrial y que entendieron que la libertad y el arte se encontraba en su capacidad para elegir el modo en que el producto que tenían en sus manos alcanzaba la forma definitiva. Narradores que, con mayor o menor margen para la iniciativa personal a la hora de elegir proyectos, supieron expresar su mundo propio a través del compromiso con sus imágenes: con la forma de componer un encuadre, de elegir un plano, de mover la cámara, de deparar la atmósfera necesaria para, trataran de lo que trataran sus historias, conseguir la suspensión de la incredulidad. Fisher entendió, ante todo, que el terror no depende de unos argumentos que incluyan monstruos o malignidades de diverso tipo, sino de una forma de organizar el espacio y de mover a sus criaturas por él: de crear un lenguaje fantástico. Y ningún director del género lo ha igualado en esto.
En cuanto a Peter Cushing, resulta difícil encontrar un actor especializado en un género que haya demostrado mayor versatilidad a la hora de componer sus personajes (cada uno de sus seis Frankenstein propone algo distinto con respecto a los demás) como de transmitir la convicción necesaria para dotarlos de la credibilidad necesaria. José María Latorre, el más apasionado admirador del intérprete, como tan bien transmitió en sus escritos, señaló en su día que Cushing pertenecía a la estirpe de los actores que interpretan con todo el cuerpo. Y no encuentro a nadie como él capaz de hacer suyo el decorado o los objetos entre los que se mueve, algo fundamental en sus personajes más conocidos (Frankenstein, Van Helsing) por la importancia de aquellos. Por ejemplo, la manera en que se mueve, contempla o hace uso de ese espacio frankensteiniano por excelencia que es el laboratorio, hasta tal punto de que llega a hacernos pensar que en verdad sabe manejar todos sus objetos.
Como ya había sucedido en la Universal, el guion, bien consciente de la modestia del presupuesto, reduce las incidencias de la novela y concentra la acción en el entorno suizo del protagonista. La misma estructura narrativa es sencilla: un largo flash back relatado por Frankenstein, el cual, encerrado en su celda en espera de que llegue la mañana y sea ejecutado en la guillotina, intenta convencer a un sacerdote de que los crímenes de que se le acusan los hizo el ser que creara en secreto. Lógicamente, también se prescinde por completo del monstruo inteligente de Mary Shelley e incluso se limita su entendimiento aún más que en la versión Karloff. La criatura es aquí poco menos que un ser animalizado, que se guía por el puro instinto violento y que, por ello, provoca la muerte allí donde aparece. Es más, su apariencia carece de la estilización del maquillaje de Jack Pierce. He leído en algún sitio que esto fue una limitación impuesta por la Universal, de modo que Phil Leakey, privado de cualquier referencia, lo que hizo fue apostar por una caracterización realista: el rostro de la criatura es un horrible amasijo de cicatrices (es genial el primer plano con que Fisher nos lo revela, justo en el momento en que se despoja del último pliegue de la venda que lo cubría), de tal modo que la carencia de un aspecto mínimamente humano, por no hablar de sus actos, anula cualquier posible empatía. Christopher Lee aporta al personaje su fenomenal sentido de la mímica, renunciando incluso a la gestualidad (mínima, pero considerable) de Karloff. Su monstruo, repito, esta vez es verdaderamente monstruoso.
La principal apuesta de Sangster para desviarse de la Universal fue devolver el centro dramático de la historia al creador y no al monstruo, situando el eje sobre la condición prometeica del personaje, en su propósito de desvelar las leyes de la naturaleza y su secreto principal, el secreto de la vida. Y como ya he señalado, lo hizo convirtiéndolo en un individuo que no se detiene ante ningún obstáculo, legal o moral, para cumplir sus fines: igual que su criatura tendrá las mejores manos (las de un escultor recientemente fallecido, que compra directamente en la morgue), su cerebro habrá de ser excepcional, para lo que no duda en invitar a un sabio eminente a su propia casa y matarlo arrojándolo desde una altura. En este primer capítulo también manifiesta un clasismo que después se abandonará (lo cual es lógico: una vez perdido el buen nombre, esto deja de tener importancia), como muestra el modo en que utiliza a su criada como desahogo sexual (aun cuando su prometida ya está alojada en la casa) y luego, cuando esta, que ha quedado embarazada, le amenaza, no dudará en entregársela a su monstruo.
Peter Cushing realiza una interpretación excepcional: la fría superioridad con que observa a sus semejantes (los cuales, está claro, son meros factores de su experimento) y la abierta pasión con que afronta cualquier obstáculo componen un personaje de memorable atractivo. Su completa falta de escrúpulo impide sentir simpatía por él, pero sus antagonistas, representantes del buen orden, menos aún la merecen. El elemento visible de estos es Paul Krempe, primero tutor y luego colaborador de sus experimentos hasta que la suciedad que estos implican lo hacen echarse a un lado y tratar de convencerle para que abandone. Krempe será quien, indirectamente, sea responsable del fracaso del personaje (al forcejear con Victor por el cerebro que este ha conseguido, lo daña) y luego quien no dude en negar, en el final de la película, la existencia siquiera de la Criatura, como le pide su antiguo amigo, para justificar los crímenes de que se le acusan (pretensión ingenua: con monstruo o sin él, sus desmanes directos bastan para la condena a la guillotina que se cierne sobre él). Y el motivo no será precisamente noble: se asegura, así, quedarse la posesión de la prometida de Victor, Elizabeth, de la que está enamorado.
El éxito no solo desencadenaría la especialización de la Hammer en el terror sino que también generaría un ciclo. Lo formarían seis películas más, cuatro a cargo del propio Fisher, y dos ajenas (no por casualidad, inferiores). Quien no repetiría más sería, claro, Christopher Lee.
La primera secuela, The Revenge of Frankenstein (1958), se ejecutó de modo rápido mas, inesperadamente, constituyó un enorme fracaso comercial —no se estrenó en España: en sus emisiones televisivas el título se tradujo correctamente como La venganza de Frankenstein—, que paró el ciclo durante seis años, e incluso cuando fue reanudado lo hizo sin Fisher y modificando las coordenadas trazadas por Sangster, como enseguida veremos. Es posible que, carente del factor sorpresa de la primera película, el espectador advirtiera ahora la falta de concesiones del planteamiento de Sangster (una vez más a cargo del libreto) en su ceñuda mirada sobre las convenciones bienpensantes que el protagonista no duda en transgredir. De hecho, el guion de Sangster es seguramente el mejor que surgió de sus manos, puesto que su acercamiento al mito carece de cualquier limitación o sujeción, y no solo resulta considerablemente original sino que, además, sabe dirigir su mirada en diversas direcciones que enriquecen la primera película, como ya he avanzado líneas arriba. En primer lugar, hay una notable variedad con respecto al título previo (y, en general, con respecto al mito) y es que, al menos inicialmente, la nueva criatura no es un amasijo de partes de diverso origen sino un ser dotado incluso de una atractiva apariencia viril: el monstruo es bello; por ende, ya no es monstruoso. En segundo lugar, el inesperado giro final de la trama conduce a un hallazgo del todo inesperado (que no efectista, pues resulta coherente con todo lo anterior), y es que Frankenstein, apaleado hasta la muerte, había previsto esta posibilidad y se había fabricado previamente un cuerpo incluso con el mismo rostro, al cual trasladar su cerebro. Dicho de otro modo: Frankenstein y su monstruo se acaban confundiendo literalmente: serán lo mismo.
La historia no duda en conectar directamente con el film anterior: en subrayar su condición de secuela. Para ello, se necesita explicar por qué se contraviene el final en apariencia totalmente cerrado de aquel. El recurso es hacer que Frankenstein haya convencido a su carcelero, el cojo y deforme Karl, de que él puede utilizar su arte para darle otro cuerpo: este, a su vez, soborna al verdugo y el resultado es que el sacerdote que tan olímpicamente desdeñaba creer al barón se convierte ahora en la víctima (de hecho, es el mismo actor). El fugitivo, con su ayudante, se instala en una ciudad asimismo centroeuropea, adoptando el apellido de Stein: en un año, ha conseguido gran éxito con la consulta en la que atiende las enfermedades imaginarias de las damas de la alta sociedad, pero a la vez dirige un pabellón para enfermos pobres. Uno de sus colegas, el joven doctor Kleve (Francis Matthews, visto en otros Hammer films), descubre su identidad, mas su exigencia para callar es únicamente convertirse en su ayudante: es una proyección especular del mismo Frankenstein, por tanto, solo que sin su arrogancia ni su vesania.
El dibujo del protagonista carece de la complacencia en la vileza de su primera aparición. Es más, incluso es evidente que, ante el espectador, se reviste de ciertas características positivas, aunque sea por contraste con la mezquindad de esos colegas que, primero, se han negado a admitirlo en el colegio médico de la localidad y, después, al ver su éxito profesional (es decir, al descubrir que les está quitando parte de la clientela), intentan, ahora sí, conducirlo a su redil. Del mismo modo, el propósito que anima esta vez su creación es corregir la triste burla a que la naturaleza ha sometido al pobre Karl: trasladar lo mejor de este, su cerebro, a un cuerpo nuevo que ahora, además, ya no es monstruoso. Ahora bien, a poco que se piense, Frankenstein sigue siendo el mismo desalmado, o cuando menos, el mismo ser prometeico que no admite ningún obstáculo para sus fines. Así, el pabellón para enfermos pobres en realidad es una tapadera gracias a la cual puede conseguir el «material» necesario para sus experimentos sin tener que enredarse, como antes, en situaciones de riesgo. Por ello, no duda en amputar a uno de los internos su brazo (alegando que está a punto de gangrenarse), conocedor de que se trata de la herramiento de trabajo de un hábil carterista (irónica variante de lo que hacía en La maldición, cuando se hacía con las manos de un escultor: solo que, en este caso, su dueño ya estaba muerto). Ese brazo, distinguido por el tatuaje que lo adorna, está destinado a formar parte del ser que lo duplica a él mismo, como he indicado líneas arriba. Es decir, en este caso, Frankenstein se lo reserva para sí mismo.
De modo mucho más afortunado que en el primer capítulo (donde, por momentos, el destino aciago que impedía al protagonista triunfar en su propósito estaba un tanto forzado para servir de apólogo moral), The Revenge of Frankenstein dibuja de modo tristemente imborrable el componente de fatalismo indisociable del mito creado por Mary Shelley, entroncando así una vez más con la novela. El deforme Karl sueña con la segunda oportunidad: se queda embobado contemplando el cuerpo que le está reservado (en espléndido plano en contrapicado que subraya así la muy superior importancia que para él tienen esas formas viriles, en contraposición con las lastimosas que le pertenecen). Y aunque la operación saldrá bien, por desgracia Karl (y Frankenstein) están condenados al fracaso. El deseo de Karl de sepultar para siempre su pasado lo lleva (por culpa de unas desafortunadas palabras del ayudante del doctor, que le hace sospechar que se convertirá en un fenómeno a exhibir) a regresar al laboratorio donde ha renacido para quemar su cuerpo y evitar así que nadie pueda relacionarlos. Sin embargo, el ruido que hace atraerá al brutal guardián, que no dudará en golpearlo, además en la cabeza. Y previamente el guion nos había hecho saber que los previos experimentos de Frankenstein con animales habían revelado que, en caso de que el cuerpo nuevo sufra algún daño, se producirá una regresión cuyo primer signo será el canibalismo.
En el caso de Karl, la nobleza de rasgos que presta a su nueva encarnación el actor Michael Gwynn (por cierto, inolvidable) acabará degradándose desde el momento en que recibe esa paliza: la deformidad que poseía su antiguo cuerpo se reproduce en el nuevo mediante un horrendo tic; la antigua pierna renga vuelve a fallarle; la salivación descontrolada anticipa la necesidad de la carne, que habrá de conseguir al precio de asesinar a inocentes… El monstruo, por tanto, pugna por salir al exterior y lo conseguirá, lamentablemente. Antes de morir, y delante de numerosos testigos (los de esa buena sociedad que ahora ya tendrá la excusa para expulsarlo de su seno), Karl pronuncia el verdadero nombre del doctor. Solo que el «castigo» se lo proporcionarán los pacientes del pabellón de enfermos pobres, lo que tiene mucho tanto de asumir, violentamente, el rechazo de los burguese (el mensaje es muy crítico: al final, las masas oprimidas intentan imitar a los de arriba, y no precisamente para reproducir virtudes sino defectos: ¿una visión marxista del terror?) como de justicia poética, pues ahora comprenden el interés de su aparente benefactor en ellos. Ahora bien, el lúcido y experimentado Frankenstein se había reservado una puerta de huida, con ese doble que había preparado. Eso sí, el último hallazgo dramático es que, al conseguir operar con éxito completo al propio maestro, el doctor Kleve llegará allí donde este no llegó: él es el verdadero Prometeo. The Revenge of Frankenstein es, en mi opinión, la obra maestra del ciclo, solo un paso por delante de El cerebro de Frankenstein.
Como ya se ha indicado, el estudio retomó al personaje en 1964, con The Evil of Frankenstein. Lo hizo a modo de borrón y cuenta nueva, prescindiendo no ya de cualquier continuidad sino variando por completo el planteamiento e incluso el dibujo del personaje. La realización se entregó a Freddie Francis, un extraordinario director de fotografía —su aportación a la genial ¡Suspense! (1961), cima del cine fantástico de todos los tiempos, es imponderable— que, sin embargo, decepcionó en su pase a la realización, trabajo para el cual se especializó en cine de terror, para la Hammer y para otros estudios. El guion, por su parte, lo asumió el también productor Anthony Hinds, bajo el alias que utilizaba para dicha labor, John Elder. Hinds/Elder se haría cargo de muchos títulos importantes de la productora durante los 60, en general con el mismo resultado: unas buenas ideas de partida desarrolladas de modo simple e incluso torpe, de ahí que su calidad acabara dependiendo del director que las utilizara. En este caso, ni uno ni otro destaca en absoluto.
Como señalan siempre los especialistas, The Evil of Frankenstein supone un inesperado retorno a los parámetros acrisolados por la Universal, solo que en color. El signo más superficial es que el maquillaje de la Criatura tiene reminiscencias del de Boris Karloff, en la indumentaria negra, las botas con plataforma y, sobre todo, el diseño rectangular del cráneo (con gracia, Roberto Cueto señala que la frente «parece una caja de fusibles incrustada en la cabeza»1). Pero también diversos elementos: el monstruo (a cuya creación asistimos en un flash back que es lo mejor de la cinta) es redescubierto congelado en el glaciar, como sucedía en Frankenstein y el Hombre Lobo, de 1943, uno de los productos de la decadencia de la productora americana; se retoma la importancia de la electricidad (apenas contemplada en los títulos anteriores) en el proceso de la creación; y en especial, el guion concede una importancia inusitada a las fuerzas vivas y a los habitantes de la ciudad pseudo-germánica donde se concentra la ciudad, Carstaad, supuesta cuna de Frankenstein, por desgracia con el mismo pintoresquismo burlesco que ya era un defecto capital en la Universal.
El barón carece aquí de las connotaciones nietzsche-anas del díptico de Fisher y, pese a algún contra-producente arranque de furia, no manifiesta la ya conocida falta de escrúpulos en el uso de la violencia, incluso de la vileza. De hecho, lo más interesante del planteamiento radica en presentar a Frankenstein (tras un prólogo en que, una vez más, debe escapar del escenario donde ha erigido un nuevo laboratorio y ha reiniciado sus prácticas) cansado de toda una vida de decepciones por culpa de los prejuicios de quienes le rodean. Por ello, y pese a las advertencias que le hace el joven discípulo que lo acompaña, decide regresar a su castillo natal, aun cuando tiempo atrás fuera expulsado de allí a raíz de su primer experimento (reflejado en el señalado flash-back) y sea de esperar que se le vuelva a perseguir. Sin embargo, el ansiado regreso al útero materno, al hogar familiar, es el único alimento espiritual que le queda al desdichado científico. Y es de reconocer que el momento más inspirado de la realización de Francis es el movimiento de cámara que, desde el punto de vista del barón, recorre el ansiado interior del castillo, registrando al tiempo el alborozo del reencuentro y la consternación ante el saqueo sufrido en su ausencia. Ese movimiento se encadenará con brillantez al recuerdo de aquella primera experiencia de su dueño.
El resto es lamentable, sobre todo porque el barón deja de ser aquí el personaje cuyas acciones conducen la trama. Elder prefiere hacer uso de un recurso estúpido: el monstruo revive mas permanece en estado vegetativo (fue herido de bala en el cerebro), y Frankenstein decide hacer uso de las habilidades del hipnotizador a quien ha visto actuar en la feria local. El sujeto en cuestión aprovechará su dominio del monstruo para enviarlo a robar y ajustarle a las cuentas a las autoridades locales que lo han expulsado de Carstaad, desencadenando sus crímenes (la idea, de paso, está copiada de otro de los títulos del ciclo de la Universal, en concreto, de The Ghost of Frankenstein, de 1942). El final, claro, muestra a los lugareños dirigiéndose al castillo para destruir a creador y criatura, mas previamente estos se han enzarzado en un enfrentamiento —otra secuencia bien rodada— que concluye con la voladura del laboratorio. Y para no ser pesado, ya no diré de qué film Universal se toma semejante conclusión…
1 En su reseña del film aparecida en el Dossier Hammer publicado en el nº 334 (mayo de 2004) de la revista Dirigido por…
FICHA DE LAS PELÍCULAS
Título: La maldición de Frankenstein / The Curse of Frankenstein. Año: 1957.
Dirección: Terence Fisher. Guión: Jimmy Sangster, según la novela de Mary Shelley. Fotografía: Jack Asher. Música: James Bernard. Reparto: Peter Cushing (Victor Frankenstein), Hazel Court (Elizabeth), Robert Urqhuart (Paul Krempe), Christopher Lee (El monstruo) . Dur.: 82 min.
Título: The Revenge of Frankenstein. Año: 1958.
Dirección: Terence Fisher. Guión: Jimmy Sangster; diálogos adicionales de Hunford Janes. Fotografía: Jack Asher. Música: Leonard Salzedo. Reparto: Peter Cushing (Victor Stein / Frankenstein), Francis Matthews (Dr. Hans Kleve), Eunice Gayson (Margaret Conrad), Michael Gwynn (El monstruo). Dur.: 90 min.
Título: Evil of Frankenstein. Año: 1964.
Dirección: Freddie Francis. Guión: John Elder. Fotografía: John Wilcox. Música: John Banks. Reparto: Peter Cushing (Victor Frankenstein), Sandor Elès (Hans), Peter Woodthorpe (Zoltan, el hipnotizador), Duncan Lamont (El jefe de policía). Dur.: 84 min.
Por haber visto una gran parte de las peliculas de la Hammer en tv2 cuando decidieron hacer un ciclo, o por mayor cercanía al dúo compuesto en la mayor parte de estas por Lee y Cushing, me quedo de lejos con esta productora en lugar de las clásicas de la Universal, y Frankenstein no es una excepción.
De la primera entrega, me sorprendió sobre todo el científico interpretado por Cushing, con toda su superioridad respecto a su entorno y amoralidad (que no inmoralidad según su perspectiva), siendo más bien la historia de un villano y no de la criatura creada por este. Hace unos años, cuando la vi en la adolescencia, también me llamó la atención el haber optado por diseñar a un Prometeo con aspecto de cadaver reconstruido, en lugar de la imagen icónica que había permanecido en la cultura popular…y bueno, teniendo en cuenta el tiempo que ha pasado, creo que debería revisitar una vez más estas cintas, a las que también llegué a aborrecer un poco debido a la interminable serie de Drácula (aunque, y aquí habla un poco la nostalgia, no sé si deberíamos incluir en el canon de Frankenstein el doblaje cómico de Peter Cushing que El Informal convirtió en chiste habitual).
Por culpa de ese gag de El Informal no puedo ver esa escena de La maldición de Frankenstein sin partirme de risa jajaja! De las dos series, por mucho que Drácula sea mi personaje de terror favorito, me parece bastante inferior a la de Frankenstein, ya que fue decayendo de modo tremendo, hasta que llegó un punto en que se acumularon las películas sin saber qué hacer con el personaje (las dos últimas, situadas en el siglo XX, son espantosas). En cambio, Frankenstein mantuvo el nivel, y la última sigue siendo buena. Además, la inventiva argumental nunca decayó e incluso se tuvo el buen sentido de proponer variaciones sobre el tipo de Criatura, desde las horribles a las «normales» e incluso bellas. Nunca me canso de volver al ciclo una y otra vez, aunque creo que nunca me había parado a verlas todas en unos pocos días.