Zaragoza. Galdós no pierde el tiempo en los detalles: baste señalar que Zaragoza comienza con Gabriel ya fugado de la cuerda de presos (donde concluían sus andanzas en el episodio anterior) y entrando en la capital aragonesa, justo en vísperas de que dé comienzo el segundo sitio de la ciudad. No hay espacio aquí para la intriga folletinesca, por tanto, e incluso cabe señalar que Gabriel, fuera de su condición de narrador, se desdibuja en su condición individual. Sin embargo, el planteamiento de la novela es más complejo de lo que parece, porque lo que hace nuestro protagonista es ser testigo de un episodio que casi puede considerarse especular con respecto a su propia peripecia sentimental. Gabriel traba amistad con un joven infeliz, Agustín Montoria, que también vive una historia de amor obstaculizada tanto por la enemistad familiar como por el peso de los acontecimientos. Una historia, además, que concluirá de modo trágico, mientras a su vez la ciudad cae en manos del invasor en medio de un dantesco panorama de bombas y de fuego, de casas destruidas y de vidas segadas, que constituye seguramente el más soberbio reflejo de la dureza de la guerra, más que nunca una hidra en la que el heroísmo acaba convirtiéndose en vana palabrería que en nada consuela el hundimiento de la posible felicidad para quienes se han visto arrastrados por aquella.
Agustín es el hijo de don José de Montoria, un labrador acomodado cuyo acendrado sentido del honor tiene resabios de hidalguía, tal que lo ha convertido en el norte de su vida, por lo que la lucha contra el enemigo se convierte en deber ante el que no cabe sino el sacrificio personal y familiar. Montoria, ciertamente, posee esos rasgos clásicos o tópicos que el mito popular asocia al aragonés, al maño: la tozudez cerril, el sentido del honor, la honradez extrema. Frente a él, Galdós contrapone un personaje trazado con insólita ramplonería, el del prestamista Candiola, cuyo dibujo físico y moral es el propio del judío de las recreaciones antisemitas (de hecho, se dirá que tiene un origen mallorquín —donde la comunidad judía, los chuecas, era muy importante— aunque él negará esa mancha). Candiola tiene una hija angelical, Mariquilla, que es la amada de don Agustín. La situación, con resabios del Romeo y Julieta, está servida: los dos padres se detestan mutuamente, por ser figuras contrapuestas y un desdichado incidente (Montoria maltrata físicamente a Candiola cuando, como presidente de la Junta de Abastos, acude a su casa a requisarle víveres y se deja llevar por la rabia cuando el otro se los niega) termina por enfrentarlos abiertamente.
La situación parece parvularia y, sin embargo, Galdós lo salva todo con la pasmosa convicción con que la dibuja y, sobre todo, por el acierto de fundir esta desdichada historia con la febril, y por momentos alucinatoria, atmósfera mortuoria que la enmarca. Y aunque la tragedia de la ciudad parece empequeñecer la tragedia personal de Agustín y Mariquilla (cuyo amor finaliza cuando Candiola, por traidor, es condenado a muerte y, pese a las amargas peticiones de ella, él se niega a facilitarle la huida, argumentando su honor al puesto militar), bien al contrario la subraya en mayor medida. Tanto en Zaragoza como en Gerona, por razones evidentes, acaba quedando muy claro lo que ya se traslucía en los anteriores episodios: el espanto irracional de la guerra convierte en irreal quimera la pretensión del heroísmo. El viejo Montoria lo acabará descubriendo ante el altísimo precio que él, antes tan inflexible, acabará pagando: verá no solo cómo su ciudad es destruida sino también su universo familiar, con la muerte de buena parte de sus seres queridos, sin más superviviente que Agustín, que sin embargo, aun siendo el único de sus hijos varones en sobrevivir, lo dejará sin heredero y sucesor al decidir enclaustrarse para el resto de su vida en un monasterio donde olvidar el sufrimiento padecido.
Gerona. Estamos ante el único episodio de esta primera serie cuyo protagonista no es Gabriel Araceli, que se limita a ser el oyente de la narración de un amigo suyo, Andresillo Marijuán (a quien había conocido en Bailén), que es quien cuenta en primera persona el sitio de Gerona. Llama la atención, sin embargo, que Galdós, para explicar la similitud estilística de ambos relatos, alegue a través del mismo Gabriel precisamente, esta «adaptación» de la voz narradora para no desentonar del resto de capítulos. Araceli abre y cierra la narración, y esto sirve, primero, para contarnos cómo, enrolado en ese ejército nacional del que ahora es alférez, nuestro protagonista marcha hacia el sur, hacia Cádiz, donde ya recuperará la conducción de la historia en el octavo episodio. Y además, tiene tiempo, en las páginas finales de este libro, de reencontrar el perdido rastro de Inés, la cual ha sido trasladada por la familia Rumblar, hacia la última ciudad libre de la península.
En principio, el lector inicia la lectura de Gerona con cierta suspicacia, planteándose si era necesario encadenar dos historias seguidas con el mismo motor argumental, el asedio de una ciudad. La misma homogeneidad estilística que Galdós justifica aumenta el temor a que este nuevo sitio no vaya a aportar gran cosa con respecto al anterior. Y sin embargo, no es así. En primer lugar, porque el planteamiento dramático es muy diferente. En Zaragoza, Galdós realiza una minuciosa reconstrucción del sitio que permite que, con un plano de la época en la mano, el lector pueda seguir sus pasos calle por calle y, en segundo, como ya he indicado, utiliza la historia sentimental de Agustín y Mariquilla para desarrollar interesantes paralelismos entre el destino colectivo y el personal de Gabriel. En cambio, en Gerona, el interés principal del escritor es plasmar la dureza terrible de una situación sin salida en que las ideas (el patriotismo exaltado, en este caso) incitan a una resistencia sin esperanza que acaba no ya con la vida de buena parte de sus sitiados sino con la misma condición humana. La guerra y la muerte ya sabemos que son jinetes del apocalipsis; pero el hambre, nos demostrará el escritor, es aún peor porque degrada y conduce al mero instinto animal, perdiendo en el camino esa humanidad que, creemos, nos caracteriza.
Esta idea se plasma a través del personaje principal del libro, que no es Andresillo sino su vecino, el doctor Nomdedeu (sugestivo apellido, por cierto: ‘nombre de Dios’), a quien se nos presenta, y con razón, como un hombre de ciencia bueno y generoso, abnegado como indica su profesión, además de padre atribulado, pues tiene a una hija que está destrozada física y mentalmente como consecuencia del primer sitio que padeciera la ciudad. Esta hija será la causa de la degradación del doctor, puesto que, obsesionado con garantizar primero su tranquilidad mental (algo bien difícil, por mucho que la muchacha haya quedado sorda) y luego su subsistencia, acaba comportándose como un monstruo enajenado en su búsqueda de comida, decidido a disputarla a Andrés y a los niños que viven con él cualquier trozo de alimento.
Cierto es que se echa en falta una atmósfera más siniestra en la exposición de esa situación límite, pero ni Galdós era el Edgar Allan Poe de la Narración de Arthur Gordon Pym ni Andresillo Marijuán es otra cosa que un muchacho sencillo que, incluso cuando se deja arrastrar también por la violencia y pelea con el doctor (un anciano cuyas fuerzas crecen con la desesperación) por una rata, hasta el punto de dejarlo por muerto, no tarda en recuperar el buen sentido y olvidar la morbosidad que por un momento se apoderó de él. Ahora bien, la exposición posee una notable fuerza, de tal modo que, ahora sí, el desarrollo del asedio pasa a un plano secundario y todo se concentra en esa reducción al salvajismo de quienes lo padecen. Y las capacidades literarias del escritor ofrecen páginas en verdad sublimes y de una imaginación notable, como ese genial panegírico del ratón que el delirante Andrés sostiene en medio del particular asedio que él sufre, en un sótano oscuro, por parte de un ejército de roedores. Uno diría que Fritz Leiber se lo tuvo que leer antes de imaginar el imperio ratonil que concibe en uno de los mejores relatos de su saga de Fafhrd y el Ratonero Gris.
Cádiz. He aquí uno de los episodios más célebres, por la crónica que hace del ambiente de las Cortes y de los debates de la Constitución de 1812, y sin embargo también uno de los más discutibles. Su lectura resulta ciertamente entretenida pero, por momentos, no se alcanza a comprender hacia qué dirección quiere tender Galdós. Se sabe que este episodio fue uno de los que más trabajo le dio al escritor, que con tanta rapidez resolvió la mayoría de ellos, y quizá a eso se deba la imprecisión del tono y del planteamiento. Por un lado, la historia personal y la colectiva se disocian sin conseguir unir rumbos más que contadamente, de tal modo que el escritor incurre en algo que, por lo general, evita con éxito: el didactismo. En este caso, no siempre consigue que los personajes hablen o vivan con naturalidad de los episodios históricos, con lo cual parece que los diálogos y las vivencias existen para que nosotros los leamos y aprendamos, trátese de ese coro de frases escogidas al azar entre gentes del pueblo, tan sabroso en otros episodios, o de la exposición de debates de las Cortes o de tertulias. Hay pocos Episodios en que comparezcan más figuras históricas, pues por sus páginas se pasean muchos de los diputados, de uno y otro lado, que se hicieron célebres en aquellos días, desde Argüelles y Quintana hasta nada menos que un juvenil Tadeo Calomarde, el futuro ministro de Fernando VII al que su cuñada abofeteó, mereciendo el famoso y supongo que apócrifo «Manos blancas no ofenden».
Por otro lado, Galdós no sabe definir adecuadamente el elemento dramático a través del cual progresa la historia de Gabriel. Para ello, el escritor crea un personaje ahistórico pero con cierta inspiración en lord Byron (cuya estancia en esa misma tierra gaditana es citada en algún momento), a través del cual se desarrolla un borroso, a ratos interesante, a ratos molesto, estudio del romanticismo personificado por este. Se trata de lord Gray, un noble inglés que ha venido a España en busca del «pueblo auténtico», lo que equivale a decir encarnación de emociones fuertes y expresión de mitos primordiales. Lord Gray, en realidad, padece de eso que los franceses llamaban ennui o tedio vital (hoy diríamos complejo existencial), ya que nada parece contentarlo su vida de aristócrata ocioso y se empeña en complicársela sin advertir, hasta que es tarde, que se engaña a sí mismo. Galdós sugiere el profundo sentido de autodestrucción que lo envuelve —en una escena, por desgracia apenas desarrollada, lo vemos integrado en un grupo de mendigos—, pero no lo perfila, hasta el punto de situarlo al borde del exceso o de la parodia romántica.
El papel que juega en la intriga se asocia, una vez más, con Inés. Gabriel, soldado ya consolidado en el ejército español, está destinado en la cercana San Fernando, y trata de acceder a su amada, que vive recluida en casa de la condesa de Rumblar junto a las dos hijas de esta, viviendo una situación muy similar a la que atravesó en el tercer episodio en la casa de los Requejo: es una prisionera a la que se reserva un matrimonio que le impondrá unos grilletes legales. El inglés es uno de los asiduos de la casa y el equívoco consiste en que Gabriel cree que Inés se ha enamorado de este, cuando la peripecia sentimental en realidad a quien afecta es a una de las dos hijas de la condesa, todavía más presas que aquella del rigor jesuítico de su madre.
Galdós trata a lord Gray de modo desacostumbrado, negándole la posibilidad de la redención (aun cuando sea mediante la concesión de una dignidad final, como hace con tantos otros personajes aun más despreciables o directamente ridículos). De hecho, al inglés le está reservada la muerte en duelo, a manos de un Gabriel aquí en exceso severo (¿excesivamente romántico?), por su intento de «perder» a la hija de la Rumblar, en un lance no bien explicado pese a que, insisto una vez más, contenía elementos para una notable tragedia o, si acaso, falsa tragedia que desnudara, precisamente, ese mal que es un temperamento romántico.
Cádiz abarca un espacio cronológico superior al habitual, al contener incluso varias elipsis considerables que alejan al protagonista de este escenario. Galdós describe el ambiente gaditano con menor fuerza de lo que había hecho con el madrileño: por esta vez, el escenario desnuda su condición de decorado y el exceso de entradas y salidas de la notoria figuración diluye la posible densidad del planteamiento. Si el escritor pretendía contraponer el gran teatro del mundo que suponen las sesiones de las Cortes con, una vez más, el pequeño drama que Gabriel vive en primera persona, no lo consigue, pese a que, como era de esperar, ráfagas de notable espesor recorran la novela aquí y allá, y brillen algunos personajes, sobre todo la infausta condesa y el petimetre de su hijo. En el final, al menos, Galdós comprende que ya no puede estirar más el chicle de esta intriga matrimonial y hace que Gabriel revele a Inés, definitivamente, la identidad de la madre y que los tres abandonen la ciudad rumbo a Levante, a donde los lleva el nuevo destino militar del muchacho.
Juan Martín el Empecinado. El penúltimo libro de la serie aborda la más genuina figura de la Guerra de la Independencia, el guerrillero. La excusa argumental es el envío del joven oficial Gabriel Araceli al mando de unos hombres para reforzar la partida del célebre Juan Martín el Empecinado, que se encuentra hostigando a los franceses en el Sistema Ibérico, entre Aragón y Guadalajara. Entretanto, Amaranta e Inés, abandonadas a su suerte por la aristocrática familia de ella, se encuentran en un maltrecho castillo familiar, no muy lejos de ese escenario de la guerra. La primera mitad de la novela constituye un retrato del entorno guerrillero, en el cual incluso parece diluirse Gabriel: por momentos, su agitada peripecia vital se deja de lado ante la fuerza del retrato tanto del Empecinado (que constituye la figura histórica a la que el escritor dedica más espacio, como si fuera un personaje de ficción propio) como de sus principales hombres. Eso sí, en la segunda parte regresa a un primer plano la aventura del protagonista, cuando reaparece Santorcaz, cuyo principal desvelo, ahora, es apoderarse de su hija, lo que conseguirá falsificando una carta del propio Gabriel, de tal modo que el capítulo concluye con un emocionante cliffhanger: Inés en manos de su progenitor y su amado jurando no detenerse hasta recuperarla para siempre, ahora ya con la bendición de la escarmentada condesa Amaranta.
Nos hallamos ante otra de las obras maestras de la serie, y tal vez el episodio que retrata la guerra con mayor fuerza y verismo, superando incluso los mejores momentos de Zaragoza. La clave está en ese áspero retrato del entorno guerrillero. Galdós obra el prodigio de situarnos ante un western presidido por una atmósfera de violencia, de agresividad viril, ante las que altruismo o patriotismo se convierten en mera palabrería. Es difícil distinguir al combatiente contra el invasor del bandolero: el ego monstruoso o el desmedido afán de rapiña reinan por doquier. Juan Martín, ciertamente, reluce como una figura carismática al estilo de esos west men con los que los niños de mi generación crecimos, mas esto no debe encubrir sus dificultades para equilibrar el liderazgo militar con la necesaria libertad de mano que sabe que es inevitable dar a unos hombres que difícilmente aceptan la disciplina.
El más problemático de sus lugartenientes es el formidable mosén Antón, sacerdote-guerrero inspirado en el famoso cura Merino —que empezó su carrera en las armas como guerrillero y acabó en el bando carlista, desnudando entonces y sin remisión un salvajismo muy poco cristiano—, para quien la lucha contra el francés acaba siendo circunstancial: él, ante todo, se halla poseído por el demonio de la guerra, por la necesidad de mandar hombres, de urdir estrategias, de aniquilar enemigos. De hecho, es evidente que no hay en todo el libro mejor soldado que él, que incluso tiende una fácil emboscada al hombre al que, a la vez, más admira y más odia (porque tiene el mando y el aprecio que él no tiene). Pasado al enemigo en busca de esa autonomía militar, Galdós, luciendo una vez más su capacidad para comprender incluso al mayor desalmado, le concede unas extraordinarias reflexiones finales, ante Gabriel, acerca de su desgarrador fatum: convertido en traidor sin conseguir satisfacer sus ansias de gloria bélica, la mínima honradez que conserve lo impele a volver al bando español pero le horroriza, siquiera, tener que afrontar la mirada del hombre al que traicionó, el Empecinado.
El libro es, sin la menor duda, la cumbre de la ficción de aventuras dentro de la serie. Supone una auténtica delicia leer las páginas que Galdós dedica al retrato de esos hombres acostumbrados a vivir sobre el caballo, a dormir con un ojo abierto, a aprovechar el mínimo consuelo de la comida o del descanso entre marcha y marcha. En la parte culminante del relato, Gabriel vuelve a encontrarse condenado a muerte por los franceses, y el escritor compone unas páginas memorables, primero con las conversaciones que tiene con los españoles que militan en el bando francés y luego narrando su fuga. En cuanto a lo primero, por fin conoceremos el pasado de Santorcaz y su fatal peregrinaje por la Europa revolucionaria. En cuanto a lo segundo, el dibujo de la evasión de Gabriel nada tiene que envidiar al también estupendo episodio de la barojiana Zalacaín el aventurero en que el personaje titular también ha de escaparse de un encierro en medio de la guerra, en este caso carlista, cuya lectura tanto me impresionara en la infancia.
La batalla de los Arapiles. Evidentemente, era un reto para el escritor que el último capítulo de su serie fuera el inmejorable colofón de tan magnífica historia. Y lo es. La novela más larga del ciclo es también una de las mejores. En primer lugar, cierra con coherencia la intriga en torno al secuestro de Inés, uniendo no solo a los dos jóvenes enamorados sino también cerrando el círculo de sus dos progenitores, Amaranta y Santorcaz. En segundo, vuelve a fundir de modo inmejorable la peripecia individual con el curso histórico, en este caso centrándose, como indica el título, en la primera de las grandes victorias con las que el duque de Wellington, al mando del ejército anglo-ibérico, comenzó la triunfal campaña final contra el invasor francés, la batalla de Los Arapiles, muy cerca de Salamanca. El núcleo central del relato consiste en la infiltración de Gabriel en la ciudad del Tormes para cumplir una misión que le ha encomendado el inglés, lo cual le servirá, de paso, para encontrar definitivamente a su Inés, conducida a esta ciudad por su padre, el cual, perdido ya el favor de los franceses, vive embarcado en un delirante proceso de fundación de logias masónicas con las cual mantener la antorcha de la disolución moral español. Lo que no espera Gabriel es que Inés ya no está secuestrada sino que sigue al lado de su padre por devoción filial, ya que este se halla postrado por una enfermedad que lo está conduciendo a la muerte.
Galdós mantiene la costumbre de hacer reaparecer a antiguos personajes de la serie y presentar a otros nuevos. En cuanto a lo primero, y del modo más inesperado, Gabriel reencuentra a Juan de Dios, el encargado de los avarientos tíos de Inés, los Requejo, en La corte de Carlos IV, convertido en monje errante, con la cabeza medio perdida desde aquella desgraciada frustración amorosa, y que cree que el demonio le tienta haciéndole ver a la muchacha por doquier: es una magnífica idea que sea él quien conduzca al joven soldado en la pista correcta hacia Salamanca. En cuanto a lo segundo, el escritor introduce, inesperadamente, otro estupendo personaje femenino, el de una joven inglesa, miss Fly, autónoma y audaz, que sigue el rumbo de las tropas de sus connacionales pero mantiene buenas relaciones con los franceses. Con ella, Galdós volvió a ofrecer un personaje británico devorado por la ilusión romántica del español como pueblo indómito y auténtico, que personifica en el propio Galdós. Así pues, en el momento en que Gabriel está a punto de recuperar a su amada una tentación femenina de muy distinta cualidad se cruza en su camino: miss Fly es una joven que hace honor a su ideal de mujer que se vale a sí misma y se empeñará en embarcarse con el muchacho en su aventura salmantina, convirtiéndose en valiosa ayuda, pero a la vez acabará complicándole la existencia cuando los militares ingleses creen que este ha comprometido el honor de la muchacha.
En la aventura que transcurre en las calles de Salamanca, Galdós sabe estar a la altura del puro relato de aventuras de capa y espada, a lo Dumas, seduciendo el desparpajo con que desarrolla la acción, con una fluidez y un ingenio desarmante. Nunca como aquí Gabriel demuestra la riqueza de registros adquirida con la experiencia, componiendo distintos papeles ante los franceses para poder conseguir su doble objetivo. Del mismo modo, por fin Inés recibe la adecuada atención como para justificar ese amor incondicional de Gabriel: era necesario, además, que el escritor le diera voz para poder competir con miss Bly, la cual está a punto de robarle el corazón no ya de su amado sino del mismo lector. La descripción de la batalla prueba, una vez más, la capacidad del escritor para no repetirse. De hecho, supera la de Bailén sin necesidad de distracción argumental fuera del combate. El momento en que Gabriel disputa la bandera imperial a un soldado francés, en el curso del cual se deja arrastrar por la furia de la violencia, está a la altura de aquellos otros, ya referidos, en que el escritor mejor expresa el horror de la guerra y la insoluble paradoja entre heroísmo y barbarie.
Vuelvo a repetir que mi tardía lectura completa de esta primera serie de los Episodios Nacionales me ha situado ante el gozo de descubrir una obra culminante de la literatura española al mismo nivel de tantos clásicos de la Europa decimonónica capaces de fundir el folletón con la aventura, el dibujo de la historia con el retrato social. Y lo mejor es que todavía me quedan varias series más de la saga galdosiana por las que pasearme. Despido a Gabriel Araceli con el placer de haberme encontrado a un trasunto de D’Artagnan, de Jim Hawkins o de Kim, esos maravillosos personajes de la mejor aventura iniciática, antes lo cuales no desentona en absoluto. La magia de un autor, Galdós, al que el peor favor que se le ha podido hacer es recluirlo en los libros de texto de la literatura española.