Las claves Los libros I II
Después del artículo general que he dedicado a las claves de la primera serie de los Episodios Nacionales, pretendo hacer ahora un recorrido por los diez libros que la componen. Es evidente que casi cada uno de ellos merecería una atención particular, por la complejidad y la riqueza de su entramado. Me impulsa, ante todo, el deseo de estimular al conocimiento de los Episodios, mediante una presentación escueta de su argumento, de sus ingredientes dramáticos y de un mínimo comentario de sus virtudes (y de sus defectos, cuando sea menester). Inevitablemente, esta exposición, para mayor eficacia, tiene que incluir eso que ahora todos llamamos spoilers. Aviso, por ello, de esta circunstancia, que me parece inevitable para poder hablar con alguna libertad sin quedarme en un acercamiento obligadamente superficial, que no justificaría el desglose capítulo por capítulo y que entiendo que disuada a posibles lectores del artículo. Confío, como siempre, en que pueda servir al menos de punto de encuentro para quienes ya tengan un conocimiento de la obra y que estimulen la curiosidad por conocerla a quienes todavía no la hayan leído o solo lo hayan hecho en parte.
Galdós redactó los diez libros en poco más de dos años. Y aunque puede decirse que componen una novela de dos mil páginas, eso no significa que las diez entregas posean el mismo tono y composición. Ni siquiera las dos reservadas a los sitios, Zaragoza y Gerona, son iguales en su forma de expresar lo peor de la guerra, el sufrimiento de la población civil (gran parte de ella convertida en tropa). Es más, la primera, Trafalgar, casi parece aparte por el hecho de que, al ser su protagonista todavía un niño, es más bien un prólogo a la agitada peripecia que vivirá después, así como por su ambientación marinera. Es con La corte de Carlos IV, ya con Gabriel convertido en un mozalbete, que se introduce el leit-motiv romántico de la serie, con la aparición de Inés, que condicionará la vida del protagonista tanto como su implicación en la guerra. ¿Son iguales en calidad los diez libros? Desde luego, es inevitable que unos nos gusten más que otros, que unos parezcan más afortunados en su planteamiento dramático, que en otros se integre mejor el componente personal con el histórico. Cada lector tendrá su propia lista de episodios preferidos. En mi caso, destaco por encima de todo el segundo, La corte de Carlos IV, y los dos últimos, los que versan sobre El Empecinado y La batalla de los Arapiles, pero no encuentro uno solo que no contenga páginas memorables.
Trafalgar. El primer episodio de la serie supone un muy estimable arranque para la misma, si bien desde luego palidece en comparación con sus mejores capítulos. Es posible, desde luego, que sea por esa ya señalada condición introductoria. Galdós principia desde un presente que, en más o en menos, coincide con el de la redacción del libro: el Gabriel Araceli anciano, en el «ocaso de la existencia», se dispone a evocar los hechos de su primera juventud, señalando que si no puede garantizar que el relato vaya a ser bello, sí será verdadero. El niño Gabriel es un pilluelo gaditano, huérfano de padre y madre, que se educa en las playas y el puerto de la ciudad andaluza, pero que enseguida será adoptado por un capitán de navío, ya retirado del servicio, don Alonso Gutiérrez de Cisniega, y su esposa. El pasado marinero de don Alonso y el apurado lance que vive el país, arrastrado por Napoleón a una guerra contra Inglaterra que parece que va a sustanciarse en las mismas aguas gaditanas, lleva al buen hombre a alistarse en el Santísima Trinidad, el buque-insignia de la flota española, a donde llevará a Gabrielillo como paje suyo. El relato, sin embargo, no se centra exclusivamente en la batalla titular (que resuelve en no excesivas páginas), sino que se toma su tiempo en la descripción de personajes y en los episodios posteriores al combate, que llegan a ser más emocionantes que este.
La capacidad de Galdós para el dibujo de incontables tipos reluce ya en Trafalgar: don Alonso, claramente esbozado —no es casual la coincidencia de nombres— con trazos quijotescos; Marcial, su antiguo contramaestre, llamado Medio-hombre por estar considerablemente mutilado tras tantas batallas navales y que, en este caso, poco tiene que ver con el sensato Sancho Panza puesto que, bien al contrario, es quien estimula los sueños heroicos del amo; o el impagable artillero retirado don José María Malespina, ese émulo del barón de Munchausen que se presenta a sí mismo como el mayor genio de la artillería que hayan visto los siglos pasados y presentes. Entre tanto iluminado sin los pies sobre la tierra, el niño acabará aprendiendo por sí mismo el horror de la guerra y a advertir que, ante la muerte, los enemigos son hombres todos iguales.
Es destacable asimismo la soltura con que Galdós se maneja con la ambientación marinera, tan desaprovechada literariamente en un país con la tradición del nuestro en este campo. Sobre todo, destaca la parte final del relato, la desesperada carrera hacia la salvación del barco en el que los personajes principales intentan alcanzar Cádiz, desmantelado por las armas, primero, y por el huracán que lo asalta, después. Por cierto que Galdós incluye una historia sentimental para su personaje, el amor que siente por Rosita, la hija de su amo, sin esperanza alguna puesto que esta, compañera de juegos mientras fueron niños, se encarga de dejarle bien claro su posición inferior tan pronto alcanza ya la edad núbil. El episodio, aun no excesivamente bien dibujado, supone por ello una especie de presagio, en negativo, de su historia de amor con Inés, y la contrariedad de su resultado (Rosita se casará con uno de los héroes de Trafalgar) lo empujará a abandonar la casa de don Alonso (que ya no aparecerá más en la serie) y marchar a Madrid en busca, como se dice, de su destino.
La corte de Carlos IV. En su segundo capítulo, Galdós ya consigue una de las obras maestras del ciclo, primero por el encanto de la reconstrucción del escenario histórico y de los personajes que lo habitan, y después por la firmeza en la descripción del proceso interior que embarga al protagonista, obligado a escoger entre la senda, tan española, de la picaresca o la de la dignidad personal. Antes de convertir a su héroe en el símbolo de ese pueblo encarado al invasor napoleónico, era necesario que el escritor lo definiera: en Trafalgar ya habíamos visto cómo el niño aprendía, por las bravas, a distinguir el sueño de la realidad; ahora, ya unos años mayor (tiene diecisiete), debe elegir el tipo de adulto que quiere ser. Para ello, se verá puesto a prueba pero por una decisión más compleja, consistente en una doble tentación: la de la corrupción moral tan propia de ese Antiguo Régimen en el que el arbitrario privilegio (de la mano de algún protector poderoso: el ejemplo es Godoy) parece al alcance de la mano, y la de la fascinación que (como irresistible objeto de deseo y como valedora de ese ascenso social) le despierta quien parece hacer posible este espejismo. El hallazgo es que esa mujer, la condesa a la que él llamará Amaranta, terminará siendo nada menos que la madre de la humilde muchacha que, de momento, supone sencillamente el ancla con la realidad y la honradez, la joven Inés. Ambas aparecen en este capítulo, en cuya parte final ya se sugiere ese parentesco.
Estamos ante uno de los episodios mejor articulados argumentalmente de toda la serie. Galdós maneja distintos escenarios, de la corte (en el sitio real de El Escorial) a la capital, del mundo de fingimiento de las intrigas palatinas a la escena teatral matritense, y personajes de la más variada raigambre humana y social, equilibrándolo todo y desarrollándolo con mano maestra, componiendo de modo magnífico el entramado histórico-novelesco. El eje del relato gira sobre el turbio asunto de la conjura de El Escorial, que implicó al heredero Fernando contra sus padres y el favorito Godoy, y que supuso el primer acto de la tragicomedia que habría de concluir con el destronamiento de los Borbones a manos de Napoleón. Gabriel se gana la vida como criado de una cómica, Pepa González, primera actriz de la compañía de Isidoro Máiquez (celebrado actor de existencia real). Esto permite a Galdós principiar por un sabroso dibujo del mundo de las candilejas de ese recién estrenado siglo XIX: en uno de los primeros capítulos nos lleva al histórico estreno de El sí de las niñas, de Leandro Fernández de Moratín, una obra que en su momento supuso un acontecimiento polémico que el escritor recoge en sus páginas.
Acto seguido, introduce la presencia de esos aristócratas licenciosos, muy dieciochescos, por tanto inevitablemente decadentes, que buscan en el contacto con los cómicos un alivio de ese aburrimiento consustancial a su clase. Un entretenimiento de índole erótica, claro, tal vez porque el erotismo (o el sexo) son los únicos vigorizadores capaces de extraerlos de su abulia (junto con la intriga política: pero ya se sabe que este es otro tipo de erotismo). El escritor se luce en el dibujo de esas dos enemigas que fingen ser amigas, cada una parapetada por Gabriel tras un seudónimo, como hará con otros personajes nobles que comparecerán por su crónica. Una es la condesa Amaranta; la otra, la duquesa Lesbia, a las que acompaña el tío de la primera, don Felipe, el Marqués, un diplomático cuya gárrula vanidad lo emparenta con el artillero Malespina del primer capítulo y supone otro estímulo cómico. Amaranta es mi personaje favorito de toda la serie, pero sobre todo lo es por su participación en este episodio: uno casi no entiende cómo Gabriel es capaz de resistirse a su oferta de protección (sin que se especifiquen todos los detalles de la misma: es fácil echar a volar la imaginación) a cambio de convertirse en su espía.
Amaranta utiliza todas sus armas de mujer para manipular a cuantos le rodean, y el muchacho parece presa fácil, de ahí su sorpresa de que se le escurra de las manos. La ambigüedad moral del personaje lo convierte en un ser irresistible: se trata de una superviviente nata en ese mundo de intrigas, pero acabaremos conociendo su lado más vulnerable, el que esconde, precisamente, el doloroso episodio del pasado del que surgió Inés. Ese secreto es su mayor debilidad: Amaranta posee considerables aliados (como prueba esa espléndida escena en que la reina, tan incógnita que el lector tarda en advertir que estamos ante ella, la visita en sus habitaciones de El Escorial), si bien asimismo cuenta con notables enemigos. Es magnífica, en especial, toda la parte final, que gira precisamente en torno a una representación de Otelo que acaba confundiendo la ficción con la realidad (obras posteriores utilizarían este planteamiento: ignoro si es Galdós quien lo hiciera por primera vez) al amparo de la turbulencia sexual que provocan, a su paso, esas aristócratas que, en realidad, desprecian al pueblo y lo utiliza como mera canalla para su esparcimiento.
El 19 de marzo y el 2 de mayo. Este tercer capítulo, igualmente afortunado, prolonga el anterior en su dibujo de los hechos que suceden en torno a la Corte y sus incompetentes detentadores, centrándose primero en el motín de Aranjuez (que le costó el puesto a Godoy y la corona a Carlos IV, obligado a abdicar en su intrigante hijo Fernando) y después en la sublevación de los madrileños frente al invasor gabacho. A ratos puede parece que, más que ante un libro, nos encontramos frente a dos de diferente aliento que han sido engarzados, cada uno dedicado a uno de los dos acontecimientos. El primero tiene por escenario Aranjuez, a donde acude Gabriel (convertido en un obrero hecho y derecho: trabaja como cajista en una imprenta) para ver a su novia Inés, la cual, huérfana (todavía no sabe que quien cree su madre no era la real), vive con su tío, el sacerdote don Celestino. Este último es otro de esos magníficos secundarios de edad madura que sazonan la historia frente a los personajes más jóvenes: su sello distintivo es una lealtad a muerte hacia Godoy, a quien cree su benefactor, ignorando que su canonjía se la debe, irónicamente, al mismo Gabriel, que le pidió la gestión a Amaranta cuando era su sirviente. La intriga, sin embargo, volverá enseguida a Madrid cuando Inés marcha a vivir con unos tíos que saben bien de su secreto y aspiran a aprovecharse de él: tan pronto descubre que la muchacha se ha convertido en prisionera de tan implacables carceleros, pues el tío aspira a casarse con la sobrina, Gabriel se colará en casa como criado para organizar su fuga, la cual se verá interferida, y de qué modo, por el dos de mayo.
La segunda parte del libro, en concreto, tiene un inequívoco aroma dickensiano: no se olvide que Galdós adoraba al escritor inglés y que incluso llegó a traducir su Pickwick. La pareja de hermanos que aprisiona en sus garras a Inés, los Requejo, son dos usureros que, pese a estar bañados de riqueza, son tan avarientos que viven en un ambiente miserable digno de Ebenezer Scrooge. Gabriel ha de recurrir al fingimiento de ser digno discípulo de semejantes amos para poder permanecer en la casa y entrar en contacto con Inés. Un quinto personaje, Juan de Dios, el encargado de la tienda y hombre de confianza de los hermanos, clásico hombre sin atributos que parece existir solo como sombra y que, sin embargo, revive bajo la pasión que le inspira Inés, también alcanzará relieve en la patética intriga doméstica que tiene lugar en la casa. Por cierto que Galdós, como a tantos otros, no lo olvidará y lo hará reaparecer en momento importante del final de la serie.
La doble rebelión urbana (dos historias, dos ciudades: de nuevo Dickens) le sirve a Galdós para plasmar uno de sus más lúcidos retratos de ese esquivo concepto que es el de «pueblo». En Aranjuez, las masas son manipuladas por los nobles fernandinos para la turbia intriga que supone, primero, despojar de su poder a Godoy —a quien Galdós da voz en una escena no exenta de comicidad pero que de ningún modo sirve para ridiculizar su figura— y, luego, entronizar al príncipe Fernando. Su comportamiento, falto de cualquier tipo de reflexión, dejándose llevar por la sed de violencia, es el de la canalla, del populacho. Ahora bien, basta que cambien un par de rasgos circunstanciales para que esa misma gente, puesta en arrebato de modo genuinamente espontáneo, adquiera, ahora sí, el carácter de «nación en armas», consciente del atropello que se hace de él.
Por otro lado, Galdós no se limita a sentar acta notarial del heroísmo suicida de esas masas madrileñas que, por mucho que cojan por sorpresa a unos franceses acostumbrados a la docilidad de los países que han invadido, están destinadas al fracaso. El guía del escritor es Goya. Por muy comprensibles que sean los motivos del pueblo, la violencia degrada a cuantos hacen uso de ella y su efecto es como la pólvora: destruye sin distinguir entre opresores y resistentes. Los dos inmortales lienzos del pintor aragonés presiden, primero, el dibujo del episodio guerrero y, después, la hora del castigo. Y si el primero está muy conseguido, el segundo deviene genial. La estremecedora conclusión nos sitúa en el corazón del mismo lienzo de Los fusilamientos del 3 de mayo en la Moncloa: Gabriel muy bien puede ser el hombre de la camisa blanca, con los brazos abiertos en señal de rabiosa impotencia, al que siempre se irá la primera mirada de quien contempla el cuadro. Y Galdós narra el fusilamiento del muchacho, desde su perspectiva subjetiva, con un imborrable impresionismo literario (el propio de la incertidumbre ante el inminente final, la alucinación de quien todavía no sabe si sigue vivo o si ya ha cruzado al otro lado). Las últimas líneas dicen «oscuridad profunda misteriosamente asociada a un agudísimo dolor en las sienes…, un vago reposo, una extinción rápida, un olvido creciente, invasor, y por último, nada, absolutamente nada». No creo haber leído nunca mejor documento de la muerte en primera persona.
Bailén. Por supuesto, Gabriel no puede haber muerto y sin embargo, el arranque del cuarto libro parece prescindir de ese relator subjetivo que sabemos que cuenta toda la historia desde su ancianidad. El inicio de la novela se sitúa en el humilde comedor del Gran Capitán, portero en una oficina del ministerio de Guerra, a quien así apodan sus vecinos por su forma de hablar como tremendo soldado. En concreto, él y su esposa comentan los sucesos del 2 de mayo con un huésped que, bien al contrario, se ríe del inútil heroísmo de los madrileños y de su lealtad al perillán de Fernando VII, ensalzando a los revolucionarios franceses y a Napoleón, en cuyas filas dice haber combatido. Este individuo, llamado Santorcaz, aunque el lector todavía no pueda preverlo, está destinado a jugar un papel fundamental en la trama: en el final de Bailén se revelará que es nada menos que el padre de Inés. Pero volvamos a la casa del Gran Capitán, pues enseguida sabremos que esa conversación es reproducida por quien la escucha tendido en su lecho de convaleciente: por el mismo Gabriel, que fue rescatado con vida de la pila de cuerpos fusilados, malherido, por el propio Juan de Dios, que consiguió salvar in extremis a Inés (inicialmente también condenada a muerte), solo para ver cómo le era arrebatada y entregada a una familia de postín, en la que nuestro protagonista reconocerá a la de Amaranta. El pasado de la muchacha comenzará a esclarecerse, pero entretanto nosotros seguiremos las peripecias de un Gabriel que, siguiendo su rastro, marcha a Andalucía y termina participando en la famosa lid de Bailén.
El marco histórico del episodio es, por lo tanto, el inicio de la guerra. A través del Gran Capitán y sus vecinos se nos informa de la formación de las primeras juntas y de la reacción, por fin, del ejército español, que tan pasivamente había permitido la masacre del 2 de mayo. Gabriel parte con Santorcaz hacia Córdoba —el muchacho ignora que ambos van en pos del mismo objetivo—, atravesando La Mancha, lo que permite a Galdós unas notables reflexiones sobre la relación entre la locura de don Quijote y la aspereza del paisaje: no en vano uno de los leit motivs dramáticos de los Episodios es la conjunción entre el espacio, natural o urbano, y las gentes que viven en él. En el camino se les une otro mozalbete, Andresillo Marijuán (que será el protagonista de Gerona), llegando todos a Bailén, donde se introduce en la trama a otra familia aristócrata fundamental en la trama, los Rumblar, parientes de Amaranta. Su papel está atado a la figura de Inés, cuya súbita aparición compromete la aspiración del primogénito, el joven calavera don Diego de Rumblar, a un mayorazgo que ahora se deposita en la muchacha. Por ello, el plan de las dos familias (aunque la verdadera madre no tardará en oponerse al descubrir la naturaleza del joven Diego) es concluir el pleito casando a Inés con el heredero. Esta trama, puramente folletinesca, se extenderá desde este cuarto episodio hasta el octavo, Cádiz, donde se resolverá con la postergación definitiva de los Rumblar, sin que con ello acaben las accidentadas peripecias de Inés.
Bailén es uno de los episodios más irregulares de toda la serie. Diríase que el escritor, después de la intensidad de los tres primeros, se detiene un tanto para tomar aliento y hacer progresar la trama del folletín en torno a Inés, presentando numerosos personajes que han de ser fundamentales para su decurso, mas dejando en el aire la sensación de que estamos ante un momento de transición rellenado, como para disimular, con el relato de la batalla titular. De hecho, lo menos interesante del mismo es el mismo episodio bélico. Es evidente el minucioso trabajo de documentación del escritor a la hora de reconstruir los movimientos de los distintos cuerpos del ejército, pero el registro acaba haciéndose un tanto monótono. Es por ello un acierto, como indicaba en mi anterior artículo sobre los Episodios, que de pronto, y sin esperarlo, el relato sentimental interrumpa el militar: en las alforjas del caballo de Santorcaz, que ha ido a parar a las manos de Gabriel por azar, este descubre unas cartas que terminan de revelarle toda la intriga familiar en torno a Inés. Mientras, a su alrededor, sus compañeros de armas consiguen una gloriosa victoria (si bien inútil, he ahí la ironía), él, ajeno a todo, descubre cómo su destino cambia de pronto.
Lo mejor del libro, por tanto, se encuentra en su sabroso arranque madrileño, cuando, una vez más, consigue dar voz a esos ejemplares episódicos del pueblo llano español, en el viaje hacia Andalucía o en todas las escenas donde hace aparecer a los personajes del núcleo de los Rumblar. De hecho, estamos ante el libro donde se concentran más tipos de irresistible humorismo: reaparece nada menos que el señor Malespina, en un duelo dialéctico con el tío de Amaranta, el Marqués, en el que cada uno de ellos brinda una bola mayor sobre su prestigio y sus relaciones en el mundo de la alta política, y ello sin descuidar a don Paco, el infeliz preceptor de las hijas de doña María, la condesa de Rumblar. Tampoco tiene desperdicio el personaje del condesito, presentado como el reverso especular del propio Gabriel: irresponsable en grado sumo, irredimible en su condición de parásito, irresoluto en su incapacidad para resistirse a su despótica madre.
Napoleón en Chamartín. Gabriel retorna a Madrid, siguiendo siempre a su Inés, en el quinto episodio de la serie. Un episodio que principia centrando su atención en el tontaina de Diego Rumblar y que permite hacer un recorrido por salones muy diferentes a los de la alta aristocracia: las casas de mala vida donde el joven aristócrata se enamora de muchachas que le dan cien vueltas en malicia y conocimiento de la vida, y que lo ningunean sin piedad. El ambiente popular, el propio todavía de Gabriel, tiene amplio espacio en la novela: el protagonista se aloja de nuevo en la casa del Gran Capitán, por lo que tiene numerosa ocasión para cambiar impresiones sobre el curso de la gran guerra patria con todos los humildes vecinos. Estamos en el momento en que el rey José, tras la batalla de Bailén, se ha visto obligado a abandonar la capital. Mas su hermano el Emperador ya ha entrado en la península al mando de un ejército experimentado y se dirige a reponerlo en el Palacio Real: la parte final de la novela narra la resistencia madrileña, esta vez más bien pequeña, a la llegada de Napoleón.
La estructura argumental, por tanto, es similar a la de la previa Bailén, con la que tanto aire de familia comparte. Es decir, hay una larga parte inicial centrada en los intentos de Gabriel por acceder a Inés mientras se desgrana el fresco madrileño, y después una parte bélica. Eso sí, la novela culmina con una interesante parte final en la que el muchacho, disfrazado mal que bien de petimetre afrancesado, se presenta en el mismo palacio de El Pardo, ante las narices de Napoleón, para intentar rescatar a su amada. Descubierto, como no podía ser menos, despreciado por su ínfima posición social para aspirar a la joven noble, Gabriel salvará la vida pero acabará encadenado a una cuerda de presos enviada a Francia. Solamente El 19 de marzo y el 2 de mayo, por razones evidentes, acaba peor. Siento el parangón, sin duda forzado, y para un purista hasta grosero, pero no he podido sino evocar el formidable final de El Imperio contraataca, el segundo film de la saga Star Wars (aunque hoy figure como el capítulo «V»), que en su día me asombró por el poco lucido papel que jugaban al final los héroes y por el hecho de que concluyera con la forzosa separación de los dos enamorados, en este caso Han Solo y la princesa Leia, mientras la galaxia parece haber caída ya irremisiblemente en manos del tenebroso enemigo imperial.
Napoleón en Chamartín adolece de cierta indefinición: da la sensación (sucederá luego, al menos, en Cádiz) de que Galdós ha de hacer encaje de bolillos para unir lo individual y lo colectivo, y a ratos diríase que una peripecia estorba a la otra o al revés. Pese a todo, se beneficia del magnífico dibujo que el escritor hace de la ciudad de sus amores: ni uno solo de los Episodios de ambiente matritense carece de sabor. Aparece algún personaje nuevo y memorable como el padre Salmón, exuberante sacerdote que es ídolo de las masas populares pero que también es recibido en las casas principales de la nobleza, y que será el salvoconducto que Gabriel utilizará para introducirse en la casa de Amaranta. El reencuentro del joven con la mujer que estuvo a punto de trastornarle el seso y ahora es la madre de su amada es ciertamente estupendo, sobre todo porque reaparece el ambiguo tratamiento que el escritor concede a su personaje femenino, esa capacidad para oscilar de la generosidad a la vileza, de la fingida seducción a la ternura cierta, desgarrada como está por no poder revelar ni a Inés ni al mundo su condición de madre natural, de tal modo que es el pasmarote de su tío, el Marqués, quien ha de pechar con el falso reconocimiento.
Seguramente lo más flojo de la novela sea la recreación del episodio de resistencia ante Napoleón. Significativamente, solo el Gran Capitán parece tomarse en serio el deber patriótico de no ceder aun cuando las autoridades ya han decidido rendirse. Y es muy propio de Galdós que conceda a este personaje, que tan risible parecía hasta entonces, el final digno que este deseaba: morir en cumplimiento de su deber contra el enemigo. Del mismo modo, debe hacerse notar la contraposición de esta resistencia de todo punto mínima frente a los dos capítulos siguientes, que precisamente registrarán los terribles sitios de Zaragoza y Gerona. Después de contar en el segundo episodio la heroicidad de los madrileños frente a los franceses, ahora sin embargo toca de nuevo el reflujo.
Saludos, feliz año nuevo, excelente entrada para conocer la gran obra de un autor excelente: Benito Pérez Galdós.
Hola y feliz año. En efecto, esa es mi intención: ayudar a la difusión de la literatura de Galdós, clásico autor que sospecho que tiene más prestigio que lectores reales.
¡Muchas gracias por tu comentario y un abrazo!
Saludos y excelente José, buen fin de semana.