Cary Grant, el hombre que sabía estar

grant_caryLos grandes actores de Hollywood basaban sus interpretaciones, ante todo, en algo tan difícil de definir como es la presencia. Eran seres que miraban la cámara y la cámara no podía sino mirarles a ellos. Sus personajes se expresaban a través de una forma de caminar o de poner las manos, de moverse, en suma. Cobraban vida por la forma de mirar (tanto cuando estaban solos en el plano como cuando lo compartían: no es tan fácil mirar a alguien que habla, de relacionarse con el otro). En segundo lugar, y de modo inevitable, conseguían que el espectador asociara su personaje, enriqueciéndolo, con la larga galería que ya había encarnado en el pasado: de hecho, las expectativas con que la gente iba a ver su película formaban parte imprescindible de la misma interpretación. Cuando Gary Cooper da vida al protagonista de la que suele considerarse la película que culmina su carrera, Solo ante el peligro (1952), no estamos meramente ante un actor que interpreta a un sheriff íntegro abandonado por los mismos vecinos a los que ha dado un pueblo mejor donde vivir: estamos ante quien nos había acostumbrado a encarnar la nobleza en estado puro, y es por ello que la indignación del público ante esos cobardes vecinos es mucho mayor que la que hubiera concitado el film con otro intérprete. Cooper, John Wayne, James Stewart, Henry Fonda, Burt Lancaster o Robert Mitchum pertenecen a esa gloriosa galería de presencias. Y entre todos ellos brilló con luz propia un actor que encarna como ninguno algo tan difícil en el cine como es saber estar: acertar siempre con el modo de reaccionar cuando ese ojo inmisericorde, la cámara, lo está mirando. Es el hombre que sabía estar. Es Cary Grant.

Cary Grant tuvo una cualidad que, creo, lo convierte en alguien diferente a todos (en realidad, todos los grandes tienen algo que los diferencia exclusivamente de los demás). Y es que consiguió que nunca pareciera desear estar en otro sitio, en otra situación, en otra película, y eso que interpretó films mediocres, como todo el mundo, y tuvo que pechar con papeles que parecían imposibles. Puedo citar papeles o interpretaciones de Cooper, de Wayne, de Stewart, donde el actor no parece cómodo o donde es fácil pensar que tuvo mejores trabajos. Pero nunca me ha sucedido eso con Grant. Es increíble, pero este actor jamás consiguió estar mal. No podía, porque en todo momento sabía estar ahí.

En más de una ocasión, Grant interpretó personajes razonablemente ridículos, o a los que diferentes situaciones se empeñan en ridiculizarlo. Y nos reímos, claro que sí, pero nunca de él, sino con él. Sus mejores directores (Howard Hawks y Alfred Hitchcock), aquellos con los que más veces trabajó, parecieron empeñarse en tensar al máximo sus capacidades (o su aguante).

Impagable Cary Grant en neglige en La fiera de mi niñaEl primero, desde que lo enganchó a su cine en  La fiera de mi niña (1938) —y ya apenas lo soltó cada vez que quiso hacer una comedia: como a John Wayne con respecto al western era, por citar sus propias palabras, un actor-mecedora, alguien con quien ya no hay que preocuparse más que por el lugar donde situar la cámara para aprovecharlo mejor—, no paró de tensar su aguante. Ya en este film seminal le hizo encarnar al anti-Grant, un tipo anodino, aburrido (¡paleontólogo!), que parece imposible que pueda parecerle interesante a alguien (pero Katharine Hepburn, desde luego, algo ve en él la primera vez y decide no soltarlo ya nunca). En la parte central, y para retenerlo a su lado, ella le esconde la ropa y le da una negligé para que se mueva por la casa: cuando su riquísima tía lo ve de tal guisa y le pregunta, severa, por qué viste así, el exasperado paleontólogo da un salto y, renunciando a dar las prolijas explicaciones del cúmulo de contratiempos que lo ha conducido a ese estado, grita: «¡Porque me he vuelto gay!». Y nunca entonces es más Cary Grant al soltarlo, es decir, concita tanto la adhesión del espectador: nunca risible, siempre provocador de nuestras risas.

Esa sería la primera de las barrabasadas a que lo sometió Hawks. Recuérdese que en La novia era él (1949), y haciendo honor al título, lo hace pasearse casi toda la película disfrazado de mujer (y no carece de atractivo de tal guisa, no…), y en Me siento rejuvenecer (1952) lo reduce literalmente a la infancia, previa ingestión de una pócima al estilo Jekyll-Hyde. La escena en que su personaje acaudilla a un grupo de arrapiezos que son niños, sin desentonar entre ellos, jugando a los indios para capturar al tipo que corteja a su mujer (y es que hasta un niño puede seguir siendo tan celoso como cuando adulto), no tiene precio: por mucho que Grant ya fuera un cincuentón con el pelo ligeramente grisáceo, nunca un adulto ha parecido más un infante (gamberro, eso sí) que en este momento glorioso de la comedia.

Cary Grant en su madurezCary Grant es un nombre breve, sencillo y rotundo. Demasiado breve, sencillo y rotundo, claro: demasiado fácil de recordar. Se trata de un alias, el típico rebautizo que han sufrido tantas estrellas del cine en el pasado. (Hoy no, porque en estos tiempos se consideraría una denigración tener que renunciar al nombre propio: yo al menos me alegro de que alguien decidiera que Marion Morrison no era adecuado para quien se convertiría en el tipo más duro al Oeste del Pecos, o sea, John Wayne.) Cary había nacido como Archibald Leach: en Luna nueva (1940), otro de sus films para Hawks, ignoro si por iniciativa suya, del director, del guionista o de quién, él mismo, hacia el final de la película, cuando el político corrupto a quien está intentando cazar y que parece haberlo cazado a él le dice que está acabado, Grant replica que el último tipo que le dijo eso se acabó cortando el cuello: un tal Archie Leach. Me gusta pensar que esta réplica no fue idea del guionista, sino suya propia. No en vano Cary Grant es de estos actores-autores en el sentido que defiende Luc Moullet en el recién publicado libro (aunque es antiguo: es un clásico de la crítica) Política de los actores, un intérprete que no se limita a dar vida a un personaje sino que arrastra de uno a otro todo un mundo propio que modela su nueva encarnación.

Era inglés, y el tópico dirá que eso explica la elegancia natural con que se paseó por la gran pantalla durante cuarenta años, aunque digo yo que en Estados Unidos también habrá tipos elegantes. Se trasladó a América para triunfar, y lo consiguió, por supuesto. Llamó la atención en Broadway de una actriz famosa por ser procaz y deslenguada, que constituye el mito erótico más extravagante que ha habido jamás, Mae West, y esta lo convirtió en su partenaire en un par de películas. Nunca las he visto (nunca he visto nada de Mae West, y no lo digo como si fuera un trofeo: supongo que acabaré viendo alguna), de tal modo que me gusta creer (me repito, pero es que no hay nada más arrogante que un cinéfilo), que el film que lo hizo destacar ya para siempre es la primera comedia que conozco de él.

El primer encuentro entre Grant y Hepburn, La gran aventura de SilviaSe trata de La gran aventura de Silvia (1935), dirigida por quien sería otro de sus directores recurrentes, George Cukor, y que, a la vez, inauguraría sus empare-jamientos con Katharine Hepburn. En realidad, no forman pareja (es el actor Brian Aherne, que encabeza el cartel masculino, quien se gana el corazón de la indomable pelirroja), mas cualquiera que haya visto este film extravagante y sugestivo, solo recordará a ellos e incluso, en la distancia, es posible que haya acabado creyendo que acaban juntos, como siempre. En esta historia acerca de una muchacha que se hace pasar por muchacho para ayudar a su padre a escapar de la ley, Grant encarna uno de los tipos menos recomendables a los que dio vida, un verdadero granuja sin decencia ni honor, aunque no termine de ser un miserable. Su interpretación no es nada sobria (estamos ante alguien que supo estar genial tanto sobrio como histriónico), sino abiertamente exuberante, y es como si Cukor lo hubiera advertido y terminara dedicándole más espacio del que estaba previsto para su personaje, en rigor secundario. De hecho, le reserva el final, en que se funde en una carcajada homérica por razones que poco importan. ¿He dicho ya que pocos actores supieron reírse escandalosamente como él… y no parecer tonto ni vulgar al hacerlo?

El film de Cukor abre el periodo seguramente más fértil y conocido de su carrera. Grant se convirtió en el rostro por excelencia de la comedia americana, a su vez en su momento de gloria, y en concreto de la variante más loca (en inglés, que siempre parece quedar mejor, screwball comedy). Le iba como anillo al dedo, en virtud de esa máxima que ya he expresado, según la cual, por absurda que sea la situación en que se va a meter, él nunca resultará absurdo: siempre nos tendrá por cómplices. La fiera de mi niña, claro, es la culminación de este subgénero: con tantas veces como la he visto, y nunca puedo parar de reír, y eso que, a medida que más veces la veo, más advierto que el tratamiento que se da a su personaje (y el final que se le reserva) es para congelar cualquier risa. Es decir, si el paleontólogo acaba aceptando el amor incondicional (y absolutista) de la heredera Hepburn, tal vez no sea porque él también se haya enamorado incondicional y absolutamente… sino porque, cansado de ser objeto de tanta trastada en su intento de resistirse, acaba por rendirse incondicionalmente. Y acto seguido, ella derriba, para dejar claro quién va a llevar la voz cantante en la relación, el fenomenal esqueleto de brontosaurio al que él ha consagrado su carrera profesional.

Dentro de la comedia loca, Grant se especializó en otra variante (una subvariante, pues) para la cual también existe un término inglés, y en este caso difícilmente traducible: la remarriage comedy, algo así como la comedia re-matrimonial. Consiste en situarnos ante una pareja que ya ha roto su relación (por lo común, han estado casados), justo cuando uno de los dos acaba de encontrar la estabilidad con otro/otra que parece augurarle la paz y la tranquilidad que antes no consiguió. Por supuesto, el conocimiento de este compromiso bastará para que la parte postergada de la antigua pareja reinicie la caza de su presa. Y lo consigue, claro.

cartel-espanol-de-la-fiera-de-mi-nina-2Confieso que estas remarriage comedies parten de un principio considerablemente antipático, cada vez que Cary Grant está de por medio. Y es que ese caballero (si es Grant quien persigue) o señorita (si es al revés) suele ser un ser tan anodino y vulgar, incluso tan poco atractivo, que en realidad el conflicto no existe, no puede existir: vive Dios que la antigua pareja volverá a emparejarse. Si acaso, solo hay cierto juego limpio en La fiera de mi niña que, aunque no pertenece a esta variante, también presenta una «rival» para Hepburn, una prometida, compañera de trabajo, bonita pero arreglada para no parecerlo, seria hasta decir basta y que, encima, parece prometer una vida matrimonial del todo asexuada. Y si digo que hay juego limpio es porque el paleontólogo encarnado por Grant es exactamente igual. De ahí que sí pueda hablarse de mérito en Hepburn por su conquista, porque ha de extraer a semejante tipo de su prototipo y de alguien que parece hecho a su medida.

Hablo, más bien de La pícara puritana (1937), donde lo dirigió Leo McCarey, y que fue su primer éxito rotundo como protagonista, y Mi mujer favorita (1940), de Garson Kanin, donde su pareja fue la injustamente olvidada Irene Dunne, o de las otras dos películas donde coincidieron Grant y Hepburn, también a las órdenes de Cukor, Vivir para gozar (1938) e Historias de Filadelfia (1940). Ni la rígida heredera mega-capitalista de la primera a quien Grant ha visto antes que a Hepburn y se ha comprometido con ella (a quién se le ocurre), ni el zafio patán con quien nos quieren convencer que la sensible heredera Traci Lord puede ser feliz, son obstáculo serio para una u otro. (En esta última tampoco el bueno de James Stewart, que en la escena final se ofrece como marido para arreglar el desaguisado de que la novia haya echado al novio ante el altar y por un instante eterno parece que Traci va a aceptar: pero era todavía demasiado joven y falto de un último pulido como para competir con Cary; eso sí, se llevó como consuelo el premio que este nunca consiguió, el Oscar al Mejor Actor.)

Grant, Russell y Bellamy en Luna nuevaLa cumbre de la remarriage, y ello porque no se limita a pertenecer a la misma, es la excepcional Luna nueva (1940), nuevo encuentro con Howard Hawks. Debe recordarse que el director adaptaba una obra teatral de considerable éxito, The Front Page, llevada al cine antes y después (por ejemplo, por Billy Wilder, en 1974, manteniendo el título original), cometiendo la audacia de cambiar el sexo al personaje del periodista que anuncia su abandono de la profesión, para casarse y vivir una vida más tranquila, al jefe que lo tiene como su principal hombre, justo en vísperas del reportaje del siglo, la ejecución de un pobre diablo solo por turbios intereses políticos. Hawks entendió que, puesto que el acoso a que somete el director a su hombre parece tener abiertas connotaciones sexuales, resultaba mejor convirtiendo a este último en mujer. Y además, hacer que ambos hayan estado casados. Lógicamente, las situaciones y los diálogos cobran nuevo sentido, y la interacción entre Grant y su nueva partenaire, una extraordinaria Rosalind Russell, es de antología. Desde luego, estar a la altura de Grant en una de sus más avasalladoras composiciones, no es poco mérito.

Hay un segundo hombre, claro (Ralph Bellamy, quien pechó varias veces con este ingrato rol, si bien con notable dignidad) y no cabe la menor duda de que Grant recuperará a su ex mujer y la devolverá al oficio, claro. De hecho, Luna nueva casi es una reversión de La fiera de mi niña, con Grant rindiendo a Russell por agotamiento puro y duro. Solo que las barrabasadas que Hepburn le hacía allí al hombre eran un juego de niños en comparación con los trucos de Grant aquí, que son incluso delictivos: consigue que el prometido entre varias veces en comisaría, le endosa dinero falso, le roba, ¡hace secuestrar a su madre! Grant compone un tipo que carece del menor escrúpulo (aunque, por otro lado, es un periodista de principios: quiere verdaderamente acabar con esos políticos corruptos que quieren aprovecharse del pobre infeliz condenado) y no duda en utilizar el engaño y la manipulación. Sospecho que hoy su personaje sería contemplado como un insufrible machista, pero el hecho de que los mismos director y actor antes hubieran sometido en La fiera… a este al mismo tratamiento, o casi, que aquí se le da dice mucho de la inteligencia y modernidad de aquel viejo Hollywood. El mito de la masculinidad exultante que Grant siempre representó fue cuestionado más que nadie… por él mismo.

CArtel de Solo los angeles tienen alasLa filmografía de Grant se asociará in aeternum a la comedia pero, aunque siempre asociado al tiempo coetáneo, pocas estrellas ha habido más versátiles que él. En el recuerdo fácil, diríase que interpretó siempre el mismo papel del mismo modo que jamás cambió su corte de pelo, pero incluso en este rápido recorrido por su galería de comedias clásicas creo haber indicado sobradamente la diversidad de papeles que interpretó. El mismo Hawks no dudó en darle uno de los más diferentes (y recordables) entre comedia y comedia. Se trata de su rol de jefe de una compañía aérea en un perdido pueblecito de América del Sur en Solo los ángeles tienen alas (1939), esa inolvidable mixtura de melodrama y film de aventuras donde el actor nos supo dar uno de los más convincentes retratos de líder carismático que se haya visto en pantalla, un tipo que es inflexible en su exigencia del deber profesional (porque él no se exige menos), capaz de leer en sus hombres el gesto que nadie sabría ver y de unirse a ellos para cantar más alto que ninguno cuando es necesario.

Y entonces llegó Alfred Hitchcock. El llamado Mago del Suspense fue el hombre que mejor entendió esa cualidad de las grandes estrellas de Hollywood a la hora de aprovechar sus características para conducir su historia. Nadie como él supo cómo enfatizar un rol o transgredirlo, cómo tensar al máximo las expectativas del espectador, no en vano en esa manipulación del público es donde empleó sus mejores trucos de magia.

Hichcock utilizó a Grant de modo inmejorable en cuatro películas repartidas en un espacio de casi veinte años. En la primera, Sospecha (1941), ya cometió la audacia de jugar con la imagen, por lo común noble, de una estrella emblemática. Como expresa sobradamente el conciso y genial título del film, la pobre Joan Fontaine (y con él el espectador) se pasa toda la película preguntándose si su atractivo marido no pretenderá librarse de ella y así heredar, libre de su molesta carga (el complejo de inferioridad del personaje femenino es fundamental para la dramaturgia del film), su fortuna, puesto que él no es otra cosa que un atractivo buscavidas. Como se sabe, Hitchcock no se atrevió a dar el paso final y ser consecuente con lo que harto ha sugerido en tantas escenas, y Grant resultará ser un marido quizá irresponsable pero no villanesco. Aun así, sigue siendo un placer contemplar la capacidad del actor para sugerir una indiscutible ambigüedad… y conseguir que ninguno de quien lo contemplamos nos pongamos de parte de la esposa. Haga lo que haga Cary Grant, siempre estará bien…

Bergman ama a Grant pero se acuesta con Rains en EncadenadosAhora bien, en Encadenados (1946) ya sí lo convirtió en un auténtico hijo de puta. No porque sea el villano de la función (en este caso lo es Claude Rains como cabeza visible de una red nazi que pervive en América del Sur) sino por el modo en que trata a Alicia (Ingrid Bergman, espléndida), la mujer a la que ha reclutado para que se infiltre en ese círculo casándose con su líder y de quien se ha enamorado, de tal modo que tiene que sufrir que su amada se acueste con otro. Y esa esquizofrenia emocional que sufre bien que se la hará pagar a la infeliz Alicia: ella no sueña con otra cosa que no sea un gesto de él liberándola de su carga y llevándosela como un caballero andante; y él la maltrata y la menosprecia y la odia al tiempo que la ama con pasión. ¿Y el encanto y la gentileza y el rostro amable que tanto acostumbramos a ver en él? Grant dio vida al personaje más antipático de toda su carrera, entregándose a fondo sin el menor reparo. Pocas veces un actor ha sido más generoso a la hora de traicionar una imagen previa.

En compensación, Hitchcock le dio en Atrapa a un ladrón (1955) una especie de regalo. Su personaje de antiguo ladrón de guante blanco que se ve obligado a volver a escena por ser el principal sospechoso de la oleada de robos que sufre la Costa Azul era un caramelo que Grant aprovechó con gran placer. Es Grant en estado puro: irresistible con las mujeres sin pretenderlo (y sin envanecerse), inteligente, de presencia ágil (y ya había cumplido el medio siglo), divertido sin intentar ser gracioso. Atrapa a un ladrón, por otra parte, es una de estas películas que la primera vez que la vemos parece un entretenimiento intrascendente y, como los buenos vinos, mejora con cada revisión hasta erigirse no ya en una delicia sino en una propuesta en verdad compleja, un ejercicio de cine puro de un director que, como pocos, supo que su profesión era narrar con imágenes, y mejor con los mejores actores.

Del mismo modo, en Con la muerte en los talones el director le dio la vuelta al modelo Grant, otorgándole el papel de un madurito (en realidad muy inmaduro) hijo de mamá obligado a ir de aquí para allá tal y como indica el afortunadísimo título español, mientras Hitchcock realiza una apasionante reconstrucción-deconstrucción (seamos pedantes) de su rol que nunca cansa contemplar. Y como en el film previo, emparejado con una actriz mucho más joven: Grace Kelly allí, Eva Marie Saint aquí. Sabido es que en el Hollywood clásico los galanes maduros seguían llevándose a las actrices jovencitas: convengamos en que es una manifestación de un concepto patriarcal del sexo, pero no por eso dejemos de reconocer que ellos, y ellas, lo hacían del todo creíble.

Cartel hispano de Tu y y oLa madurez sentó muy bien a Grant, pero la entidad de las películas que interpretó en la parte final de su carrera ya fue más cuestionable. Una de las más destacadas pudo ser su tumba. Hablo, aunque parezca mentira, de Tú y yo (1958), en la se le confió su típico rol de hombre irresistible con una complacencia que ya resulta exagerada, hasta tal punto que cualquier mujer con que se cruza parece no poder evitar mirarlo con admiración y coquetear con él (en algún momento resulta ya cargante del todo). Vuelvo a mi concepto de la revisión: en este caso, cada vez que la vuelvo a ver me digo que ahora sí que podré decir que estoy ante un bodrio sobrevalorado dotado de un insufrible concepto del romanticismo. Pero no puedo. Se encarga de impedírmelo la clase que Leo McCarey aporta a la realización y la de los actores, tanto Deborah Kerr como, sobre todo, un Grant que tiene que soportar, repito, un rol de hombre maravilloso (inicialmente hace de eso que antes se llamaba play-boy internacional) que solo alguien de su capacidad era capaz de humanizar.

Y por una vez, los espectadores contemplamos con suma hostilidad su actitud en la famosa escena final, cuando su airado orgullo le impide advertir que esa mujer que él cree que lo ninguneó en realidad está inválida y no ha querido que él la considerara un fardo con el que se debe cargar. Por ello, habrá pocos instantes más emotivos en el cine que cuando él, por fin, comprende que hay algo en todo esto que se le ha escapado y busca por toda la habitación la prueba de que ella no ha dejado de amarlo, de que si no fue a la famosa cita en el Empire State no fue por traición sino porque había sido atropellada, justo al pie del edificio, solo porque sabiendo que él estaba esperándola allá arriba, no miró al frente sino al cielo. A él, vaya.

Grant y Hepburn en CharadaCary Grant se retiró en 1966, tras una comedia, otra más, no precisamente memorable, Apartamento para tres. Para los cinéfilos, su verdadera despedida había sido tres años antes, con su antepenúltima película, Charada. Esta mixtura entre el mundo de Hitchcock y la comedia sofisticada tal vez no sea una gran película, pero a quién le importa. Una vez más emparejado a una actriz mucho más joven, la adorable Audrey Hepburn, Grant lució su envidiable madurez en un rol que, además, no deja de ser ambiguo (ella se vuelve loca dudando de si está ante un encantador ángel de la guarda o ante el asesino sin escrúpulo que está quitando de en medio a quienes se interponen entre él y el botín que escondió su fallecido marido). En la escena que más recuerdo, vuelve a dejar bien claro su capacidad para hacer que nos riamos con él: las incontenibles carcajadas de Audrey cuando contempla cómo él se da una reparadora ducha, completamente distinto, son las nuestras. Y cómo no estar de acuerdo con ella cuando, en determinado momento, le dice: «¿Sabes lo que tienes de malo? Nada».

Ducharse vestido, jugar a los indios cuando se está al borde del medio siglo, vestir ropa interior femenina o vestir completamente de mujer… Cary Grant hizo creíbles todos estos momentos en teoría apurados para un actor porque él siempre supo estar. Siempre. Por ello, quiero despedir este homenaje con uno de los mejores momentos que definen su inimitable cualidad de hacer creíble lo increíble. Pertenece a Gunga Din (1939), un film de aventuras coloniales donde él y otros dos camaradas encarnan a una desenfadada trinca que acaba teniendo en sus manos la seguridad del Imperio Británico, al descubrir una mortal conspiración orquestada por una de estas tenebrosas sectas indias que se empeñaban en no aceptar el cariñoso imperialismo europeo. Me refiero a la escena en que él se encuentra, completamente solo, en el cubil desde donde el incontable ejército de thugs está a punto de iniciar la traicionera revuelta y, para cubrir la huida del compañero que ha de alertar a las tropas, se planta en medio del torrente de villanos mientras canta una canción de cuartel y, como advirtiendo de improviso su presencia, exclama imperturbable: «Están detenidos todos ustedes». Nadie sino Cary Grant hubiera hecho posible este momento.

Inimitable Cary Grant

Acerca de Jose Miguel García de Fórmica-Corsi

Soy profesor de historia en el IES Jacaranda (Churriana, Málaga).
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2 respuestas a Cary Grant, el hombre que sabía estar

  1. Javier Quevedo dijo:

    Estupendo artículo. Nadie como Cary Grant para reírse del macho Man. ¿Quién diría viendo sus películas que fue un tipo atormentado hasta sus últimos años?

    • Cierto, es una de los grandes atractivos que desprende: pocos como él supieron reírse del prototipo en que casi todas las estrellas son encasilladas. En su caso, en efecto, el hombre extremadamente viril, siempre apuesto (e impecablemente peinado, además). Y como es natural, encubría un trasfondo mucho más complejo y ambiguo: ahora bien, como era tan gran actor consiguió que nadie pudiera pensarlo viendo tan solo sus películas.

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