La fiera de mi niña: ¿comedia… o tragedia?

Cartel español de La fiera de mi niña 2

Para muchos, La fiera de mi niña es el film culminante de esa corriente de la comedia norteamericana que fue la screwball comedy o «comedia loca», que tuvo su apogeo entre la segunda mitad de los años 30 y los inicios de los 40 y que cuenta como directores emblemáticos con Howard Hawks, Preston Sturges o Frank Capra y como actores de cabecera a la quintaesencial pareja formada por Cary Grant y Katharine Hepburn. Las comedias locas presentaban por lo común a unos personajes arrastrados a situaciones progresivamente disparatadas ante las cuales se tensaban hasta el absurdo las reacciones del ser humano ante lo imprevisible. Es el caso de títulos como Vive como quieras (1938, Capra), Medianoche (1939, Mitchell Leisen), Historias de Filadelfia (1940, George Cukor) o Un marido rico (1941, Sturges). Y muchas de ellas lo que cuentan, en el fondo, es una historia de amor entre dos personajes que al principio no están emparejados (o lo están con personas equivocadas) y que, mediante la alocada peripecia que comparten, descubren que están hechas el uno para el otro: el amor, por tanto, parecen contarnos estas películas, es un producto de la diversión compartida.

Desde luego, ninguna película supera a La fiera de mi niña en cuanto a la proposición de un conjunto de peripecias tan disparatadamente extremas como el que la joven heredera Susan Vance acarrea sobre los perplejos hombros del paleontólogo David Huxley desde el mismo momento en que se lo tropieza. Recuérdese: David la conoce justo el día antes del que tiene previsto para casarse, cuando juega una partida de golf con el abogado de una dama encopetada que puede donar un millón de dólares al museo para el que trabaja. Desde que Susan se apropia de la pelota de golf equivocada, el destino se empeña en hacer que la muchacha vaya destruyendo progresiva y literalmente la paz de David: le abolla el coche, le destroza sombrero de copa y levita, está a punto de hacer que lo tomen por ladrón y por atacante nocturno (¡del mismo abogado al que pretende sacar el millón!), le obliga a ayudarla a transportar ¡un leopardo domesticado! a su casa en el campo (a pocas horas para la boda, no se olvide), se las arregla para retenerlo por el expeditivo modo de quitarle la ropa y no dejarle sino indumentarias de lo más ridículo (un salto de cama femenino, un equipo de jockey con sus pantalones bombachos, botas y polainas), hace que pierda un valioso hueso que su museo llevaba años buscando… y todo para acabar, encima, en la cárcel acusado de robo, vandalismo y pertenencia a un gang organizado.

Grant y Hepburn, una pareja inolvidableApretado programa de barrabasadas que Susan convoca sobre David no ya sin el menor remordimiento, sino con la desarmante naturalidad de un niño que parece ajeno a su destructiva capacidad para desintegrar toda la paz que encuentra a su paso. Susan convierte la vida en aventura sin que pueda alegarse que no lo sabe: al contrario, la busca conscientemente. Otra cosa es que —como hace el destino, agradecido, con aquellos seres que no esperan a que éste se los tropiece sino que corren en su busca: lo mismo sucede con Guillermo Brown—, una vez puesto en marcha el mecanismo que atrae cuanta aventura sea posible, ella no haga otra cosa sino entregarse al rumbo que aquélla quiere tomar, dejándose llevar con el ánimo vitalista de quien sabe que, por lo común, es una hija bien considerada de la fortuna.

La fiera de mi niña, por tanto, se caracteriza por el arrasador sentido del ritmo con que, a la medida de su personaje femenino, va contándolo todo, como un huracán; por la posibilidad de cualquier réplica inesperada; por la agradecida aparición de nuevos personajes secundarios que también parecen convivir diariamente con el disparate; por el amor hacia lo pintoresco: que aquí es, ante todo, la presencia de ese leopardo, Baby, que comparte planos con la mayor naturalidad con las estrellas protagonistas. Parece justo, por tanto, que para muchos sea la cumbre de la comedia loca.

Pero… ¿seguro que estamos ante una comedia? Cada vez que vuelvo a ver esta película, una de las que más veces he contemplado en mi vida —y que sigue teniendo la virtud, al contrario que muchas de las comedias que más me han divertido, de provocarme todavía la carcajada—, me doy cuenta de que para uno de los personajes las situaciones que van presentándosele se acercan mucho a provocar para él lo que se entiende por tragedia.

Estupendo cartel francés de La fiera de mi niñaCierto es: más de un film juega con esta baza, la de presentar a un personaje de vida anodina que se salva de ella gracias a la bienaventurada aparición del ser espontáneo e imprevisible que primero lo enreda y luego lo enamora hasta el tuétano. En este sentido, el dibujo de David Huxley es el esperado. Es un hombre con una profesión que se entiende como «aburrida», pues pertenece al campo del saber, la paleontología. Por cierto que esa consideración de la «ciencia» como símbolo del aburrimiento —en cambio, que Susan sea una heredera sin ocupación aparente no posee ninguna connotación negativa— dice mucho más de la sociedad (de ayer y de hoy) que de los propios personajes de la historia.

David tiene una prometida, asimismo colega en el museo donde trabaja, a la que se presenta como joven y guapa, pero al mismo tiempo de aspecto monjil y severo, y que no parece poseer la menor sensualidad: en el día anterior a su boda, no solo decide cancelar la luna de miel al recibirse la noticia de la inmediata entrega al museo de un hueso, la clavícula intercostal, que llevan años esperando para completar el esqueleto del brontosaurio que es la joya del museo, sino que le anticipa a su futuro esposo una vida en común de entrega a la ciencia, en la que, por supuesto, no tendrán cabida los niños (y parece que ni el sexo: impagable el momento en que la pregunta apenas musitada por Grant viene a sugerirlo…).

Por supuesto, es difícil tomar en serio una transformación como la que, estamos seguros, va a sufrir David en las siguientes horas cuando se arranca de un punto de partida tan castrador: no hay más que ver su decepción ante la cancelación de su luna de miel para comprender que necesita otra cosa. Es el peor borrón que tenían estas películas, entre las que puedo citar clásicos tan conocidos como La pícara puritana, Historias de Filadelfia o Luna nueva, todas ellas no por nada protagonizadas por Grant. En el fondo, ¿qué mérito tiene conquistar a la persona amada si el tercer miembro del triángulo siempre es dibujado como alguien soso, gris y poco atractivo? No puede haber conflicto; la elección sentimental está tomada incluso antes de que comience la historia. Al menos, en La fiera de mi niña Cary Grant no es quien hace el «esfuerzo» conquistador, sino que es el objeto de conquista. Pero hay la misma ausencia de rivalidad seria entre Susan y su prometida. Encima, ésta será quien rompa con David, acusándolo, en el final de la película, de «poco formal» (!!), dejando todavía más abierta la puerta para Susan.

Pues bien, por mucho que las circunstancias de partida de David parezcan muy poco envidiables, ¿por qué, de entrada, hay que pensar que lo que le ofrece Susan es el paraíso sobre la tierra? Recapitulemos: una muchacha que arrasa con todo lo que atraviesa sin pensar en la mínima consecuencia, que por simpática que parezca es indudable que es una egoísta malcriada de mucho cuidado, que no tiene sentido de la medida, que no parece remisa a evitarle el ridículo a las personas en quienes posa su vista, que del modo más arbitrario decide que su deslumbrante personalidad es justo lo que estaban necesitando todos aquellos que tienen la suerte de ponerse en su camino…

Se nota el leopardo  RECORTADO frente a Grant y HepburnLo que cuenta la película, lisa y llanamente, es una caza al hombre por parte de la heredera Susan hacia el paleontólogo David, cada uno de cuyos pasos no tiene otro objeto que ir minando la resistencia de un hombre que —la muchacha lo cala a la primera— es demasiado bueno (más que apocado) como para cortar de raíz las incomodidades que le van suponiendo los actos de aquélla. En este sentido, ¿cómo dudar de que la «fiera» del ambiguo rebautizo español no es el leopardo Baby sino la heredera Susan? Esta fiera, esta cazadora, ataca de modo tan extremo, impone de modo tan absoluto su perspectiva de la vida, que el sencillo y apacible David no encuentra modo de resistirse, fuera de las patéticas y poco convincentes protestas que va formulando a lo largo de la aventura. Y si no hay la menor duda de que el enamoramiento de Susan es completo —más que a sus continuas declaraciones de que va a casarse con él, no hay sino que atender a las miradas de amor que una absolutamente genial Katharine Hepburn le lanza a lo largo de la historia—, ¿por qué vamos a pensar que David le corresponde?

Cierto: en algún momento la completa transgresión vital a la que Susan lo somete, la inevitable excitación que provoca el verse embarcado en circunstancias inhabituales, el aroma de aventurilla que posee el momento de la caza nocturna de Baby y también, claro, el propio atractivo de Katharine Hepburn, hacen que David esté a punto de claudicar en determinado momento y casi la bese (pero se contiene).

Por lo demás, ninguna otra de las reacciones del paleontólogo a lo largo de la historia hace creer que Susan vaya a salirse con la suya —desde dentro de la historia, quiero decir: desde fuera, el cinéfilo sabe cómo va a acabar todo antes de que arranque la peripecia, claro. De ahí que yo no tenga la menor duda: si al final David se rinde y acepta que Susan sea la mujer de su vida es antes más fruto de la absoluta claudicación emocional que del verdadero amor (y así debe interpretarse la famosa escena final de la caída del esqueleto prehistórico, literalmente metafórica).

El mismo tono interpretativo de su magnífica pareja protagonista se subordina a esta rendición final: Cary Grant, cuya imagen a esas alturas se correspondía con la del hombre-macho que siempre lleva la iniciativa en asuntos de amor/sexo, aquí cede por completo la iniciativa a una Katharine Hepburn absolutamente apabullante (como no sucede en ninguno de los otros tres títulos que compartieron, todos a las órdenes de George Cukor). Si Hepburn está maravillosa, lo mismo debe decirse de Grant, que incluso convence de ese carácter ceniciento de su personaje (aunque, nuevo tópico, para ello haya de ponérsele, al menos durante un buen rato, unas gafas «de sabio») y que sabe subordinarse a la explosividad de su partenaire, sin renunciar a su propia comicidad: no pueden ser más impagables sus reacciones de impotencia cada vez que la otra inunda al resto de personajes con sus gargantuescas explicaciones (reacciones que se dirigen al público, no se olvide, y nunca al resto de integrantes de la escena).

Temporada de leopardos!En gran medida, el atractivo de la película nace de una circunstancia bastante revulsiva: ni Susan ni David despiertan la identificación con el espectador. Ella porque, como he señalado, es demasiado egoísta y demasiado extremista en su forma de desenvolverse por el mundo: su capacidad para recrear la realidad a su antojo, cada vez que lo necesita, puede provocar admiración pero no conformidad. Él porque, las cosas como son, resulta demasiado envarado, y acaba cansando su predisposición a dejarse convertir en víctima: eso sí, lo paga con una de las más notables ridiculizaciones masculinas vista nunca en pantalla, y que encuentra su mayor expresión es ese agresivo salto con que responde a la aparición de la tía Elisabeth y su respuesta de por qué viste, en pleno día, con salto de cama: «¡Es que me he vuelto gay!» (el doblaje televisivo de 1970, el único que se conserva del film, censura esta expresión de modo absurdo, ya que deja la frase sin concluir).

Que Susan y David no nos resulten simpáticos —salvo, claro, en momentos contados, que se corresponden, ante todo, con el momento en que inician la aventura nocturna: ese momento posee un aire de irrealidad que, por una vez, solidariza con el dúo y hace que deseemos unirnos a ellos en esa improbable caza de leopardos— es otra de las grandes virtudes de esta película, pues permite el distanciamiento necesario para no unirnos de modo complaciente a la apología de la irresponsabilidad que, en tantos momentos, es esta película.

Por lo demás, La fiera de mi niña sigue provocando el mismo irresistible gozo, la misma sensación de fiesta continua. Las tropelías que la pareja se hace mutuamente en sus respectivos trajes de noche en el club de golf; la increíble aparición del leopardo en sus vidas, como si tal cosa; el viaje en coche a Connecticut ¡con Baby como tranquilo pasajero del asiento de atrás, compartiendo plano con los protagonistas!; la malicia con que Grant va cambiando de indumentaria, a cuál más ridícula, durante sus primeras andanzas en la casa; la confusión en torno al apellido que Susan elige para «camuflarlos»: Mr. Bone / Señor Hueso; la impagable atención que David presta al chucho George (el terrier Asta de la serie La cena de los acusados) durante la cena, ante la perplejidad de tía Elisabeth y el comandante Appleyard; el personaje del ridículo comisario de policía; el cántico que la pareja berrea para conseguir la atención de Baby (y que, aquí, preside el recuerdo de la versión doblada —«Todooo te lo puedo dar menos el amor, Beeeiibii»—, con su música inventada para la ocasión)… son algunos de los momentos de intensa comicidad que perduran en el recuerdo y siguen despertando las risas en el reencuentro.

FICHA DE LA PELÍCULA

Título: La fiera de mi niña / Bringing up Baby. Año: 1938.

Director: Howard Hawks. Guión: Dudley Nichols y Hagar Wilde; historia de Hagar Wilde. Fotografía: Russell Metty. Música: Roy Webb. Reparto: Katharine Hepburn (Susan Vance), Cary Grant (David Huxley), Charlie Ruggles (Comandante Appleyard), May Robson (Tía Elisabeth), Barry Fitzgerald (El jardinero). Dur.: 102 min.

Acerca de Jose Miguel García de Fórmica-Corsi

Soy profesor de historia en el IES Jacaranda (Churriana, Málaga).
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