I II
En 2012, el ciclo de James Bond cumplía su medio siglo de existencia, todo un mérito para una franquicia que ha estado ininterrumpidamente bajo el control de la misma familia, los Broccoli, que la han dirigido con la inteligencia suficiente como para hacer perdurar el interés de un público al que ha dado tiempo a crecer, envejecer y renovarse con ella. Desde el éxito de aquel ya lejano Agente 007 contra el Doctor No (1962), la cifra de títulos oficiales ha alcanzado 22 títulos, más dos realizados al margen (la parodia Casino Royale, de 1968, y Nunca digas nunca jamás, de 1983, el regreso de un maduro Sean Connery al personaje), con seis actores dándose puntualmente el relevo desde el anterior hasta el presente Daniel Craig. Precisamente con este último, el ciclo estaba alcanzando nuevas cotas de interés, gracias a un recurso hasta entonces no explotado: la continuidad de un film a otro, la construcción de unas constantes argumentales e incluso dramáticas, aprovechando el peculiar físico animal del actor y gozando con el contraste de llevarlo al límite del sufrimiento. Entonces se dio un parón. El nuevo proyecto, Skyfall, aun estando escrito por el mismo tándem de las anteriores (Neal Purvis y Robert Wade, y no digo que el ciclo tenga una autoría dirigida desde los guiones: James Bond es un ciclo de productor), dejaba al margen esos elementos apuntados (sobre todo, la existencia de la misteriosa organización criminal que se escondía tras los villanos de las dos primeras películas) para ofrecer, en principio, un punto y aparte. Y por dos razones: una, introducir una (otra) renovación, si bien parcial, con la introducción de unos nuevos M y Q e incluso otra Moneypenny; la otra, aún más audaz, profundizar en los elementos más serios del personaje y su entorno para ofrecer algo insólito, un Bond dotado de una densidad dramática como nunca podría haberse esperado en un producto concebido solo para entretener. El resultado no es solo la cota más alta dentro del ciclo del agente con licencia para matar, sino una película espléndida en sí misma.
Skyfall equilibra muy bien las constantes que el espectador, so pena de pensar que ha ido a ver otra cosa, esperaba encontrar (cambios de escenario, espectaculares escenas de acción, villanos pintorescos), con un propósito adulto que sabe a gloria. Lo que ofrece no es original, desde luego. Por un lado, se trata de emparentar con las claves del género al que, al menos en un principio, pertenecía, el cine de espionaje, con su mirada desencantada sobre las relaciones internacionales y la deshumanización de este nuevo tipo de guerra que, llámese fría o digital, ha sustituido al clásico enfrentamiento bélico. Por otro, y como ya dijo en su día más de un comentarista (yo mismo titulé en ese sentido el entusiasta comentario que publiqué en este blog con motivo del estreno), adopta ese modelo de héroe caído en la oscuridad (desde donde, pese a todo, sigue luchando por traer la luz) surgido con el cambio de siglo.
Un modelo que, en concreto, parte del tebeo de superhéroes —¿acaso las destrezas físicas de Bond, sobre todo las de este Bond, no son más propias de un hombre con habilidades sobrehumanas?—, de la obra de autores como Frank Miller o Alan Moore en torno al más humano de los héroes enmascarados, Batman, que encontró magnífica traducción en la trilogía de El caballero oscuro orquestada por Christopher Nolan, cuya obra maestra es el film que responde a dicho título. James Bond será otro caballero oscuro, pero en un tono todavía más crepuscular, expresado simbólicamente por ese cuadro de Turner que él y Q contemplan en la National Gallery: en el lienzo, la vieja y digna embarcación que ya ha cumplido con creces su deber es arrastrada por un remolcador hacia el desguace. Ahora bien, por mucho que parezca acabado, Bond deberá levantarse una vez más.
Así, no solo James Bond debe caer para volver a alzarse, no solo debe arrastrarse más que nunca por la oscuridad (el gran enemigo actual, dirá M ante la comisión del gobierno inglés que intenta apretarle las tuercas, son las «sombras»: por tanto, para combatirla habrá que convertirse en una de ellas), sino que será llevado al límite por un villano que linda con lo caricaturesco en su apariencia física y su exagerado histrionismo, y que encierra en su interior todo el horror posible. El Joker de la saga del Hombre Murciélago aquí se convierte en un criminal llamado Silva, antiguo miembro del MI6 caído en desgracia, cuyo reino es el universo digital —no en vano otra regla de la actual guerra contra el mal es que «la información es poder»—, de cabellos oxigenados y gesticulación amanerada, y que si ya de por sí es poco atractivo revelará que también tiene una deformidad física: la pastilla de cianuro con que intentó evadirse para siempre de las torturas que sufría al caer en manos del enemigo le destruyó la cara y la mandíbula (y seguramente mucho más), de tal modo que lleva una prótesis que, al extraerse, revela un rostro fláccido y horrendo. Y he aquí lo más discutible del film, la performance de Javier Bardem, que entiendo que a algunos les puede parecer genial y que, desde luego, consigue impregnar al personaje de un aura de infinito desagrado que es coherente pero que, cuando menos en la revisión, resulta demasiado artificiosa, algo habitual en la trayectoria de este intérprete elevado a los altares.
La persona a quien Silva acusa de su desgracia (de su caída en el lado oscuro, de donde él, a diferencia de Bond, ya no ha querido salir) es M, y su espectacular ataque contra los servicios de seguridad británicos no tiene otro objeto que destruirla en todos los sentidos: profesionalmente, primero, y literalmente, después. Este planteamiento hace que la gran Judi Dench se convierta en el auténtico eje de la historia, a lo que responde brindando, como era de esperar, una interpretación excepcional (comparar a Bardem con Dench, desde luego, es desolador para el español). La acusación de Silva es la de que esta lo abandonó a su suerte, y aunque su mente perturbada puede haber transformado la responsabilidad real de la jefa del MI6, lo cierto es que, con inteligencia, el guion ha dejado bien claro antes que, por sentido del deber, M es muy capaz de sacrificar a un hombre. No en vano, en el principio del fin, M no duda en ordenar a su agente Eve que dispare sobre el individuo que ha robado un pendrive con información vital sobre los agentes británicos infiltrados en organizaciones terroristas: que dispare, aun cuando el mismo Bond puede ser alcanzado, al estar en la línea de tiro. Y eso es lo que sucede: 007 es alcanzado, cae a las revueltas aguas de un río turco y en él es dado por muerto.
Desde luego, la serie Bond ya había ofrecido una mirada desencantada sobre los servicios de inteligencia y su supuesta defensa de la libertad (por ejemplo, en el previo y estimable Quantum of Solace). Pero es la primera vez que aborda un tema que, a poco que se piense, el ciclo había desaprovechado con buena parte de sus actores: el del envejecimiento, el de la decadencia de quienes deben estar al máximo de sus capacidades porque su profesión no permite menos. James Bond aparece como un hombre cansado, como un hombre exprimido (¿cómo no estarlo con los alardes físicos que le vemos en cada película?). De hecho, no superará los exámenes médicos (ni psicológicos) que exige su reingreso en el MI6 cuando, tras varios meses voluntariamente desaparecido, decide volver.
Si es readmitido es porque M decide ignorar esos resultados (quebrantando, claro, las reglas del servicio). ¿Lo ha hecho porque sabe que, pese a todo, es su mejor hombre? ¿Por remordimiento ante la orden que dio? ¿O porque su relación con Bond, como hemos visto desde Casino Royale, tiene algo de maternal, si bien, una vez más he de usar este adjetivo, es una maternidad de matices oscuros? El mismo 007, en la defensa de su jefa ante los envites de Silva, va más allá del deber, como si también él se sintiera ligado a ella por lazos mayores que el deber profesional. No en vano Bond quedó huérfano siendo niño; no en vano, el lugar a donde se la llevará para atraer a Silva al combate definitivo y dejar de jugar al ratón y al gato, es la antigua finca familiar en medio del páramo escocés, Skyfall, y de ahí el título de la película.
Aun cuando no quiero hacer creer que estamos ante una obra maestra —como casi siempre, el metraje se dilata en exceso, y no todos los episodios tienen el mismo interés: el segmento ubicado en Extremo Oriente (Shanghai, Macao) decae algo, desaprovechando el atractivo personaje de ese bello juguete roto, propiedad de Silva, que es Severine (Bérénice Marlohe)—, lo cierto es que Skyfall posee una fuerza superlativa, en todos los órdenes. En primer lugar, contiene el mejor trabajo de realización del ciclo, a cargo del británico Sam Mendes. Este comienza con la secuencia pre-créditos, una persecución incansable en coche, moto y tren, esta vez en el entorno de Estambul, que se inspira claramente en la equivalente de Casino Royale (2006), el debut de Craig, pero que la supera, pese a la excelencia del modelo. La secuencia concluye con el abatimiento de Bond y su caída al río, y aquí conecta con los créditos. Y aunque estos responden al estilo ya bien conocido, también en mi opinión son los mejores de cualquier film, tanto por la excelente canción de Adèle (que recuerda a hits pasados de Shirley Bassey, la voz por excelencia del ciclo) como por el diseño, que insiste en asociar a Bond con la muerte y con lo siniestro, toda una prefiguración de lo que vendrá a continuación.
Skyfall se encargará de despedir a la antigua M y de introducir al nuevo M. En este caso, lo encarna el excelente Ralph Fiennes, y la curiosidad es que su nombre coincide con la inicial, Mallory (como también sucedía con Judi Dench: es un descubrimiento de Bond en el presente film). Por cierto que este M, a quien Bond toma inicialmente por el típico burócrata, se ganará su respeto gracias a su actuación frente a Silva en el asalto de este a la comisión ante la que comparecía aquella. Asimismo, se renueva la figura de Q (que es la inicial de quartermaster, esto es, ‘intendente’, que es lo que es: quien suministra a Bond de su material de trabajo), que no había aparecido en las dos primeras películas. La originalidad estriba en que ahora es un jovenzuelo con aspecto de empollón, algo cargante también, que interpreta Ben Whishaw. Por último, hay un guiño divertido: la agente que acompaña a Bond en varias misiones, llamada Eve (la que le dispara en Turquía), interpretada por Naomie Harris, abandonará el trabajo de campo y preferirá convertirse en asistente de M. Entonces, es cuando se nos informa de su nombre completo: Eve… Moneypenny.
Skyfall, pese a su tono sombrío, concluye con este pequeño gag, que alivia al espectador un tanto de la tristeza anterior. Pero lamento que el final no fuera la magnífica escena con que termina toda la parte final en Escocia, en verdad espléndida por su tono fantasmal, y que narra el destino final de la relación entre Bond y M, entre ese huérfano agreste y esa madre capaz de sacrificar a sus hijos por el deber.
A Spectre (2015) le correspondió el ingrato deber de ser el siguiente capítulo, tras esa cima que había sido Skyfall. Cuando menos, los productores tuvieron el buen sentido de mantener la confianza en Sam Mendes, cuya realización sea seguramente lo mejor de una película que, como era de esperar, está a distancia de la anterior pero sigue siendo una entrega de lo más estimable. Y es que, después de haber demostrado que James Bond podía aspirar a la debida complejidad dramática, Spectre, además de retomar la senda argumental suspendida en Quantum of Solace, también vuelve al terreno más seguro de la típica fórmula bondiana, lo cual, no puede sino parecer pobre: una vez más, asistimos al clásico carrusel de set pieces de acción, continuos cambios de escenario geográfico, enfrentamientos con sicarios implacables, despliegue variado de bellezas (entre ellas, una madura pero siempre atractiva Monica Bellucci), gadgets supuestamente sorprendentes, etcétera. Y se añade un problema más, o al menos a mí me lo parece: a estas alturas, entre tanto tecno-thriller en serie, no es que el ciclo Bond ya no pueda aspirar a la originalidad de sus buenos tiempos sino que acaba pareciendo que imita a sus imitadores. En concreto, el ciclo Bond acaba pareciendo una variante del ciclo de Misión imposible producido y protagonizado por Tom Cruise. Pocos meses antes de Spectre se había estrenado el quinto capítulo de esa otra serie (Misión imposible: Nación secreta, 2015, Christopher McQuarrie), con la que comparte un planteamiento muy parecido, hasta el punto de que, en la memoria, ambas películas se confunden con facilidad.
Se trata de lo siguiente: la organización para la que trabajan Ethan Hunt y James Bond está a punto de subordinarse bajo un control superior, lo que pondrá al descubierto a todos sus agentes, y esa operación está, en realidad, planeada por una tenebrosa organización internacional que aspira, como siempre, al control del mundo. En Spectre es el propio gobierno inglés, cuyo representante, un vanidoso jovenzuelo con otro apodo alfabético, C, patrocina una unión con la Inteligencia de las principales agencias del mundo: estando interpretado el sujeto por Andrew Scott, el Moriarty de la serie Sherlock, era de sospechar. En ambas películas, su mejor agente (Hunt, Bond) es quien se huele el pastel y la reacción de los villanos es convertirlo en proscrito a ojos de los suyos. Incluso hay una secuencia importante situada en el desierto africano, y el clímax final sucede en el Londres nocturno. Y todo ello mientras el amor definitivo parece asomarse a sus vidas.
Como indica el título, por fin cobra nombre la misteriosa organización que se encontraba tras todos los manejos anteriores y, claro, no puede ser otra que la entrañable Espectra, esa organización que los conocedores del ciclo asocian sobre todo a la etapa Sean Connery (por cierto, que es indignante que dejen el nombre sin traducir: aparte de una falta de respeto a los seguidores clásicos del personaje, es una nueva subordinación a esa estúpida creencia en que todo cuanto suene en inglés parece más cool). Eso significa que aparece su líder, Ernst Stavro Blofeld, pero los guionistas se inventan un pasado común para los dos antagonistas: cuando Bond perdió, siendo un niño, a sus padres, fue adoptado por el progenitor de Blofeld, con los consiguientes celos de este (de ahí que lo llame «cuco», por el pájaro que invade nidos ajenos), quien acabó asesinando por ello a su padre. Ahora bien, si este detalle tenía que dotar de densidad psicológica al enfrentamiento entre ambos, el fracaso es completo, hasta el punto de que, si se lo hubieran ahorrado, nada se notaría en el desarrollo de la película. Y es una pena, porque sobre el papel era una sugerente idea para remarcar la senda de violencia que recorre toda la existencia de Bond.
El actor austriaco Christoph Waltz, de moda por sus películas para Quentin Tarantino, asume el personaje y si bien la asociación parecía prometer, también se diluye un tanto: Waltz no deja especial recuerdo, tal vez porque la suavidad de ademanes que aporta al villano no es lo que esperábamos del genial histrión de Malditos bastardos (2009). En todo caso, mejor será su breve pero importante aparición en la siguiente entrega del ciclo.
En cuanto a esa historia de amor, la elegida es una joven psicóloga, la doctora Madeline Swann, que resulta ser la hija del asesino Mr. White, ya conocido de las dos primeras entregas de Craig, a quien Spectre ha decidido eliminar: Bond lo encontrará consumido por un veneno mortal y promete proteger a aquella, otro objetivo de sus antiguos jefes, a cambio de información vital acceder a la organización. Se pone en marcha, de este modo, la relación amorosa definitiva de Bond, si bien se tropieza con la falta de ductilidad de Craig para el registro romántico, aun en su sentido más desgarrado. Del mismo modo, la francesa Léa Seydoux, aun eficaz, resulta más sosilla de la cuenta (por cierto, es divertido que la actriz ya hubiera aparecido también en la serie Misión imposible, en concreto en el cuarto capítulo, encarnando a una temible asesina). El feeling entre ambos, por fortuna, mejorará en el quinto capítulo, con un guion más cuidado y, seguramente, por una mejor atención del nuevo director sobre el elemento sentimental del film.
Quizá porque Mendes era consciente de la dificultad de estar a la altura de Skyfall, en Spectre abundan los excesos. El primero se encuentra en la propia secuencia pre-créditos, situada en Ciudad de México durante la multitudinaria celebración del famoso Día de los Muertos, en que Bond debe seguir, y eliminar, a un criminal llamado Sciarra. Mendes resuelve la escena a lo Orson Welles en Sed de mal (1958), con un gigantesco plano-secuencia que sigue todos los pasos de Bond desde la calle hasta los tejados de los edificios por donde camina hasta situarse frente a la ventana tras la cual se halla su objetivo (molesta que, con tanto efecto digital, uno no pueda estar seguro de si es virtuosismo o trampa). Por si no fuera bastante, la secuencia prosigue con el espectacular derrumbamiento del edificio desde donde ha disparado Bond, convertido una vez más en acróbata, y se descontrola con el corolario del combate con Sciarra en un helicóptero que se bambolea peligrosamente sobre la Plaza del Zócalo. La secuencia, además, está bañada por un insistente tono anaranjado en la fotografía, que uno está tentado de considerar que ilustra la polución de la megalópolis pero que luego se convierte en recurrente a lo largo de todo el film. En fin, no falta otra persecución de coches, en este caso por las calles casi desiertas de la Roma nocturna o la larguísima, incluso inacabable, escena final, tan propia de la serie, en que el protagonista debe entrar y luego salir del escenario donde concluye la historia. Spectre es un film estimable y, sobre todo, un buen conector con el siguiente y magnífico capítulo del ciclo, que además sería su excelente conclusión.
Tras un periodo más largo de lo habitual, en gran parte por culpa de la pandemia, Sin tiempo para morir (2021) se presenta no meramente como la quinta entrega sino como la culminación de la saga, y no ya porque se trate de la despedida de Daniel Craig. De hecho, y enlazando con Skyfall, la nueva película posee una notable cualidad reflexiva. El film culmina esa mirada sobre la violencia como una mancha indeleble que Bond no puede borrar de su piel, de su alma, ni siquiera cuando cree llegado el momento de dar un paso al lado y dejar el relevo a otros. Bond ha sufrido, pero Bond debe sufrir más, porque no puede haber redención para un asesino como él. El cáliz debe ser apurado. Y desde luego que lo será. Por mucho que el film, conectando con el final del anterior, nos muestra a Bond viviendo un presente feliz con Madeleine, y que los dos se planteen contarse sus respectivos secretos (el agitado pasado de ambos sigue siendo el único lugar que no han querido todavía compartir), no lo conseguirá. La violencia seguirá a Bond allá donde vaya, y cuando reaparece también lo hace ese otro sentimiento, terrible por cuanto provoca una gangrena que no deja vivir, que es la sensación de estar rodeado de la traición, de no poder fiarse de nada ni de nadie. Ni siquiera de Madeleine. Así, cuando Spectre demuestra que no lo ha olvidado —ejecuta un atentado contra él, significativamente cuando visitaba la tumba de Vesper Lynd, intentando cerrar para siempre esa herida—, Bond no podrá sino sospechar que si han dado con él solo puede deberse a que su amada sigue ligada, de algún modo, a los jefes de su padre. Y no dudará en subirla a un tren y despedirse para siempre de ella. O eso cree.
Pasan cinco años. Bond sigue retirado; en realidad, escondido, en Jamaica (puede decirse que en el lugar donde todo empezó 60 años atrás, cuando una sirena rubia emergió del agua frente a su viejo alter ego). Espera que el mundo lo haya olvidado y al menos sus jefes creen haberlo hecho: M le ha dado su numeración a otra agente. Sin embargo, su viejo amigo Felix Leyter lo involucra en una misión relacionada con el robo en Londres de un virus mortal, Heracles. Y el saldo de la aventura lo decide a involucrarse de nuevo: la plana mayor de Spectre, que celebraba el cumpleaños de su jefe Blofeld (en prisión todavía), es eliminada con ese virus, selectivo puesto que solo actúa con el ADN programado de sus víctimas, de tal modo que Bond contempla el dantesco espectáculo de los espías muriendo de modo horrible mientras él y su compañera Paloma (una Ana de Armas deliciosa) se libran de lo que parecía una maquiavélica emboscada del medio hermano del protagonista para matarlo de una vez por todas. Hay que volver a Londres, al servicio secreto, porque el secreto de lo que ha sucedido debe estar en el cerebro de Blofeld, encerrado en una prisión de alta seguridad. Y Bond se encontrará con que, en los cinco años pasados, este solo ha aceptado hablar con una persona, una psicóloga del MI6: la doctora Madeleine Swann.
No creo que haya ningún film Bond en el que muera tanta gente, la mayor parte por el propio protagonista, e incluso una de las mejores escenas (en el asalto final al cuartel general del villano) se encarga de subrayar, mediante la magnífica planificación de la subida por una escalera hacia el centro de mando que debe sabotear, que no hay otra cosa que 007 haga mejor que esta: disparar y sobrevivir. Es más, el villano de la entrega, llamado Lyutsifer Safin (¿Lucifer?) es un hombre marcado por haber visto morir terriblemente (por envenenamiento) a toda su familia, por orden de Spectre. El asesino que ejecutó la orden, por cierto, era Mr. White, y Safin, en venganza, mató a la esposa de este y estuvo a punto de hacer lo mismo con Madeleine, entonces una niña, salvándole sin embargo la vida cuando esta, al intentar huir, quedó atrapada bajo las aguas de un lago helado. Safin se ha convertido en un ángel de la muerte en sentido literal. Su especialidad son los venenos y ha robado (y mejorado) una sustancia venenosa que mata por selección (así, por ejemplo, liquida a la plana mayor de Spectre y, utilizando indirectamente al mismísimo Bond, a su jefe Blofeld, a quien no podía acceder por estar en prisión), con la que piensa despejar el mundo de buena parte de su población. Rami Malek, revelado poco antes por su papel de Freddie Mercury en Bohemian Rhapsody (2018), con la ayuda de un maquillaje destinado a que su rostro muestre las huellas de ese envenenamiento del que se salvó, crea el que tal vez sea el más inquietante villano de esta etapa, siendo un acierto, además, que en su cuartel general, situado en una isla disputada por Japón y Rusia, tenga un jardín de flores venenosas, sugestiva referencia cultista al inolvidable relato de Nathaniel Hawthorne La hija de Rappacini, del que se toma su idea central: la posibilidad de que una persona, mediante el contacto, se convierta en literalmente venenosa para los demás.
Sin tiempo para morir es el film más largo del ciclo Bond, con sus dos horas y cuarenta y tres minutos, quizá excesivas una vez más aunque no se observan grandes arritmias en su desarrollo, en buena medida por la excelente realización de Cary Joji Fukunaga, sucesor de Mendes, cuyo mejor crédito hasta ahora la primera temporada de la sugestiva serie televisiva True Detective. Y es que la clave está en la magnífica atmósfera de triste fatalismo que la embarga. Como bien indica Tomás Fernández Valentí en su magnífico artículo sobre la película, diríase que los responsables del film tienen como fuente de inspiración al genial Fritz Lang, uno de los directores que mejor abordó este sugerente tema de la incapacidad para superar el destino aciago. Hay un sugerente guiño que lo expresa de modo inmejorable (y que, además, conecta con el pasado de la serie), cual es la aparición, en determinados momentos, de la canción We Have All the Time in the World (procedente, no es casualidad, de 007 al servicio secreto de Su Majestad, el film donde Bond se casaba y perdía acto seguido a su esposa), con la entrañable interpretación de Louis Armstrong. «Tenemos todo el tiempo del mundo», dice el estribillo y las imágenes se encargarán de desmentir implacablemente esta aseveración: a James Bond el tiempo se le acaba, y esta vez de verdad.
[Quien no conozca el final de esta película, y por tanto de la saga, debe dejar de leer aquí]
Decía que Sin tiempo para morir nace con la vocación no ya de cerrar una etapa, sabiendo que el personaje no tardará en cambiar de rostro, sino de ofrecer una conclusión al mismo personaje. La recuperación, por primera vez en la serie, del mismo personaje femenino que el film anterior es fundamental. El guion presta a Madeleine la atención que le negaba en Spectre (y la francesa Léa Seydoux responde con una interpretación mucho mejor, y los dos protagonistas ahora sí desarrollan una estupenda compenetración), desde esa magnífica escena inicial que nos presenta ese episodio fundamental de su infancia (y que acaba, no es por nada, con la niña que se convertirá en la doctora en una situación terrible: a punto de ahogarse en un lago helado… y quien la salvará es el asesino de su propia madre). ¿Acaso no son los niños las víctimas inocentes de la violencia de los adultos? Bien transcurrida la película aparecerá otra niña, espejo de la anterior, hija de Madeleine… y, claro, aunque ella no lo confirma en un primer momento, de Bond (como había sugerido ya la escena de despedida en el tren).
El nihilista Safin le dirá a Bond, más adelante, que lo importante de un ser humano es dejar un legado detrás de él, aunque el suyo haya de ser la muerte de gran parte de la humanidad y el de Bond, más modesto y perdurable, sea esa pequeña. El descanso del guerrero vuelve a aparecer como objetivo en el horizonte de Bond. Mas, aunque el título parezca decir lo contrario, tristemente se revelará que es al revés: tal vez Bond, sorprendido por la posibilidad de la felicidad en el último momento, decida que, ahora menos que nunca, no quiere morir, la muerte será su única salida.
Si el film, como tantos del otro ciclo, parece recurrir, para su parte final, a la convención de hallar, destruir y retirarse a tiempo del cuartel general del enemigo, en este caso Bond no podrá marcharse: en su pelea final con Safin, la versión más potente del virus Heracles, que mata a quien entre en contacto con su poseedor, acaba contaminando el cuerpo de 007. Sabiéndose apartado para siempre de cualquier posibilidad de felicidad con la que ahora sabe que es su familia (y también, se intuye, malherido de gravedad en su combate con Safin), Bond dejará que las bombas que deben borrar tan mefítica isla del mapa también se lo lleven consigo, en el final más inesperado y más consecuente para tan estimable saga. A lo lejos, impotentes, su muerte será contemplada por sus colaboradores cercanos y, sobre todo, por Madeleine y su hija. En la bonita escena final, madre e hija marchan en coche y la primera comienza a contarle a la segunda la historia de «un hombre llamado Bond, James Bond…», y una vez más la voz ronca e inolvidable de Louis Armstrong vuelve a cantar esa canción que no es verdad: que no tenemos todo el tiempo del mundo, y que por eso hay que saber aprovecharlo a tiempo.
FICHAS DE LAS PELÍCULAS
Título: Skyfall / Skyfall. Año: 2012.
Dirección: Sam Mendes. Guión: Neal Purvis, Robert Wade y John Logan. Fotografía: Roger Deakins. Música: Thomas Newman. Reparto: Daniel Craig (James Bond), Javeri Bardem (Silva), Judi Dench (M), Naomie Harris (Eve), Ralph Fiennes (Mallory), Ben Whishaw (Q). Dur.: 143 min.
Título: Spectre / Spectre. Año: 2015.
Dirección: Sam Mendes. Guión: John Logan, Neal Purvis, Robert Wade y Jez Butterworth. Fotografía: Hoyte van Hoytema. Música: Thomas Newman. Reparto: Daniel Craig (James Bond), Christoph Waltz (Blofeld), Léa Seydoux (Madeleine Swann), Monica Bellucci (Lucia), Naomie Harris (Eve), Ralph Fiennes (Mallory), Ben Whishaw (Q). Dur.: 148 min.
Título: Sin tiempo para mori / No Time to Die. Año: 2021.
Dirección: Cary Joji Fukunaga. Guión: Neal Purvis, Robert Wade, Cary Joji Fukunaga y Phoebe Waller-Bridge. Fotografía: Linus Sandgren. Música: Hans Zimmer. Reparto: Daniel Craig (James Bond), Rami Malek (Lyutsifer Safin), Léa Seydoux (Madeleine Swann), Ana de Armas (Paloma), Naomie Harris (Eve), Ralph Fiennes (Mallory), Ben Whishaw (Q), Christoph Waltz (Blofeld), Dur.: 163 min.