I II
En el año 2006 «tocaba» renovación de la cara de James Bond, ese rito que ha convertido el ciclo del agente 007 en el más longevo del cine, si nos referimos a que siempre ha estado bajo el control de los mismos productores, la familia Broccoli. Siempre es un momento delicado, como lo prueba que uno de estos cambios saliera mal, el de George Lazenby por Sean Connery en 007 al servicio secreto de Su Majestad (1969), obligando a volver atrás por una película, Diamantes para la eternidad (1971). En este caso, sin embargo, el dúo ahora al frente del negocio familiar, formado por Barbara Broccoli y Michael G. Wilson (hermanastros entre sí), decidió que no bastaba con buscar un nuevo actor con el que seguir fiel al formato de thriller con despliegue de turismo, bellezas, villanos y sicarios pintorescos, gadgets a porrillo y aventura trepidante que combina tensión y distensión. A esas alturas, la originalidad del primer James Bond (un agente gubernamental cuya doble cifra indica su licencia para matar: es un asesino legal, por mucho que mate en nombre de Su Graciosa Majestad) se había perdido. Peor aún, infinidad de productos de alto nivel de Hollywood se habían apropiado con gran éxito de sus líneas básicas, como el ciclo de Jason Bourne o el de Misión imposible patrocinado por Tom Cruise. Llegaba, además, la era en que una franquicia debe adoptar los modos del serial para asegurarse la atención del público más allá del éxito puntual de un producto independiente: llegaba la era del Universo Cinematográfico Marvel, preludiada por la saga del Caballero Oscuro de la competencia. Por ello, y aprovechando la llegada del nuevo intérprete, se decidió crear unos vínculos argumentales que se heredaran de capítulo en capítulo y que fueron trabados por medio de un hilo conductor dramático: así, el joven y arrogante agente que recibe la licencia para matar en el primer capítulo acabará descubriendo que esa patente para ejercer la violencia que tanto lo complacía inicialmente en realidad se ha convertido en una maldición que destruirá cualquier intento de encontrar la estabilidad interior, no digamos ya el amor. De ese modo, el agente James Bond, el gran hedonista que iba de bellezón en bellezón al ritmo del dry martini (agitado, no revuelto), descubrirá que su doble cero significaba también que tenía licencia para sufrir.
El hombre elegido para el papel de Bond era un intérprete apenas conocido para eso que se llama «gran público»: no podía haber la menor expectación acerca del giro que daría al personaje, como sí lo hubo en los casos de Roger Moore, Pierce Brosnan e incluso Timothy Dalton. Era un caso parecido a Sean Connery, también casi irrelevante cuando recibió el premio de 007 y la evocación resultaba aún más pertinente teniendo en cuenta que, con solo contemplar a Daniel Craig, se apreciaba la misma fisicidad, sin el menor intento de fingir elegancia en los momentos de «calle», que había impactado en el actor escocés (al cual, eso sí, la edad le acabaría confiriendo esa presencia elegante que entonces no tenía). De hecho, la exhibición corporal del actor deja bien claro enseguida que no ha habido Bond más musculado. El mismo rostro de Craig denotaba una tosquedad y un sentido de la animalidad apenas mitigado por el intenso tono azul de sus ojos. Así, por ejemplo, cuando este Bond besa parece que más bien muerde. Y el guion iba a aprovechar estas características, mostrando al Bond más violento, y menos preocupado por la violencia que lo acompaña, de toda la saga. También, al Bond menos sofisticado: el golpe de humor más genial del ciclo tiene lugar en Casino Royale, cuando, ofuscado por el error que acaba de cometer en la partida de cartas contra el villano, pide un dry martini, y al preguntarle el camarero si lo prefiere batido o agitado, el espía, con cara de muy pocos amigos, replica: «¿Tengo pinta de que me importe?»
Siempre es complicado saber si es bueno el actor al que nos hemos acostumbrado en un papel regular, y al que apenas conocemos fuera de él (yo confieso haber visto apenas tres trabajos suyos fuera de Bond: menos que películas de 007 tiene). El hábito y la costumbre disimulan mucho las carencias: son infinitas las estrellas de la TV (o del propio cine) que, fuera del papel que los ha encumbrado, carecen de la consistencia que aparentaban. En su debut, Craig deja evidentes sus limitaciones, la primera de ellas una falta de ductilidad que hace que resulte convincente, ante todo, cuando reduce su expresión a un rictus de dureza. Entonces, el físico ayuda. Más que un actor en sentido ortodoxo, Craig es una presencia (lo que no es malo en sí: muchos grandes actores han sido lo segundo más que lo primero, y les ha bastado). Eso sí, en los quince años que ha durado su vinculación al personaje el actor ha mejorado considerablemente: en Casino Royale solo lo miramos si hace algo, normalmente violento; en Sin tiempo para morir se ha ganado el derecho a que lo tengamos en cuenta aun cuando parezca no hacer nada en el plano.
Los Broccoli aprovecharon para reiniciar el personaje de verdad —en el arranque de su debut le acaban de otorgar la licencia para matar, el doble cero—, y es simbólico que para ello eligieran volver al referente literario: Casino Royale (1953) es la primera novela que Ian Fleming dedicó a su agente, y por eso sus derechos se habían vendido antes de iniciarse la franquicia y esta no había podido abordarlo hasta ahora (aunque, fuera de ella, sí había sido objeto, en 1968, de un film de enfoque paródico con David Niven como 007). Los guionistas Neal Purvis y Robert Wade (con diversa colaboración en cada título) fueron los encargados de desarrollar esa continuidad entre film y film: ya estaban familiarizados con él, pues habían participado en la escritura de los dos últimos títulos de Pierce Brosnan. Esto no quiere decir que exista un evidente «continuará» entre todos ellos, sino que los acontecimientos narrados en cada caso componen, como he dicho, una Historia cuyos flecos seguirán contando para James Bond.
Bond deja de ser un mujeriego (dentro de un orden…), lo que era el signo de identidad del personaje. En Casino Royale parece que nada ha cambiado, cuando seduce sin dificultad a la esposa del hombre al que debe seguir (y que será por ello drásticamente ejecutada; desde el primer momento queda claro uno de los leit-motivs del ciclo: las mujeres de 007 están condenadas a sufrir tanto como él). Y enseguida comparece la clásica chica Bond: atractiva, contundente, autónoma, ambigua. Se trata de Vesper Lynd (Eva Green), colega del MI6, si bien como experta en finanzas, de la que se enamora con tanta intensidad que se plantea, nada menos, que el abandono del servicio secreto. Ahora bien, no podrá hacerlo: en primer lugar, descubre que Vesper lo ha engañado entregando el dinero del caso que acaba de resolver a los hombres de la organización criminal y, segundo, esta muere ante sus ojos, ahogada, víctima colateral de su enfrentamiento con los esbirros de aquella.
La muerte de Vesper Lynd será el gran trauma fundacional del personaje. Es cierto que no era la primera vez que Bond veía morir a una mujer que era algo más que un flirt: en el famoso final de 007 al servicio secreto de Su Majestad, en plena boda con Tracy Draco (Diana Rigg), la mujer que parece que va a hacerle sentar la cabeza, esta era asesinada. Sin embargo, no tuvo mayor importancia para el futuro, por cuanto además el Bond de este film, el mencionado Lazenby, no volvería al ciclo.
Asimismo, desde el primer momento Bond sabe que hay una gigantesca organización secreta, cuyos tentáculos son múltiples (claro, acabará descubriendo que su símbolo es un pulpo), que está detrás de todos los episodios en que se ve implicado. Es más, que diríase que tiene una fijación especial por él. Esa organización será Spectre (la Espectra de los films antiguos: indignante que no se tradujera el nombre) y su jefe, Ernst Stavro Blofeld, resultará ser medio hermano de Bond (los padres de este murieron siendo niño), al que odia a muerte por considerar que su presencia lo postergó ante su padre, al que, de hecho, acabó asesinando. La muerte, por tanto, acompaña a Bond desde su infancia. La muerte es el trabajo que ha escogido. La muerte es lo que mejor se le da (faltarían revólveres en el mundo en que hacer las muescas por cada hombre caído por su mano). La muerte no lo abandonará ni siquiera cuando, cansado y arrepentido de su vida sin sentido, intente retirarse. Ese es el hilo dramático del ciclo Bond-Craig: James Bond aprende que el sufrimiento es el verdadero compañero de su vida.
Casino Royale (2006) empieza con una auténtica declaración de principios. Primero, una escena en que mata sin piedad: al asesino que intentaba matarlo a su vez (y la imagen da pie, ingeniosamente, a introducir la famosa presentación en que Bond, desde el fondo de un círculo, dispara al espectador: el blanco y negro inicial da paso entonces al color al caer la sangre bien roja desde el borde superior del encuadre) y al traidor que financiaba a este (es una ejecución: él mismo se ha jactado ante este de su bisoñez como doble cero). A continuación, y siguiendo la tradición de las trepidantes escenas pre-créditos que son uno de los sellos de la franquicia, tiene lugar una espectacular persecución, situada en Madagascar, en que Bond, incansable, se lanza en pos de un terrorista con la agilidad de una pantera (007 carece de su elegancia, pero dejará bien claro que lo supera en tenacidad e implacabilidad) por medio de una loca carrera por tierra y casi por aire (un edificio en construcción, en cuya gigantesca grúa tiene lugar el grueso del combate), en principio inverosímil por cuanto los dos parecen tener huesos de adamantium que resisten saltos desde la más increíble altura, pero que, desde la pantalla, deja clavado en la butaca. Y no es una set piece sin más sentido que impresionar, pues su propósito es dejar bien claro, desde el primer momento, que este Bond es inasequible al desaliento por inabordables que parezcan los obstáculos. Es más, cuando al final parecía derrotado (el criminal se ha refugiado en una embajada), Bond no tiene el menor empacho en ejecutarlo, again, y crear un incidente diplomático.
Los Broccoli no saltan al vacío, como sí ha hecho su protagonista. En primer lugar, Casino Royale no se diferencia gran cosa de cualquier Bond: existe el mismo despliegue de turismo, las mismas persecuciones vertiginosas en automóvil, el mismo derroche de sofisticación y cosmopolitismo, el mismo tipo de villano, la misma cadencia formularia, incluso otro sello de identidad, la elaborada escena de créditos, con la canción de rigor (¿no es entrañable que, en la franquicia Bond, todavía nos dejen saber quiénes participan en el film antes de que este empiece?). Fuera del incremento de la violencia, ¿quién podía imaginar que, en realidad, asistíamos a la mayor reformulación del ciclo?
También se mantiene un personaje central, la jefa de Bond, M, debutante en la etapa de Pierce Brosnan, siempre con la excelente Judi Dench en el papel. Es más, la relación entre ambos adquiere una sustancia diferente. Quizá porque M tiene ocasión de tutelar a Bond desde el primer momento (se dice que es a ella a quien debe la pronta promoción), diríase que hay cierto desvelo maternal en la preocupación de la superior por el subordinado: no ya por la integridad de un hombre de confianza, sino porque este aprenda a conocer el límite que tiene su responsabilidad como doble cero. Sin lugar a dudas, este sería uno de los mejores elementos del ciclo, al que se concedería una importancia cenital en su obra maestra, Skyfall.
Otros personajes recurrentes se incorporarían después, en el mismo Skyfall: la nueva Moneypenny (Naomie Harris) y el nuevo Q (Ben Whishaw), en este caso nuevo del todo al ser el nombre un mero nombre-código: los veteranos que lo habían encarnado antes (el clásico Desmond Llewellyn y el posterior John Cleese) dan paso a un jovenzuelo casi imberbe, que diríase recién licenciado en Cambridge y que tiene rostro de estudiante aventajado de ciencias. También debe hablarse de Felix Leyter, el agente de la CIA amigo de Bond (ya aparecía en la inaugural Agente 007 contra el Dr. No, de 1961), personaje recurrente en todas las etapas, que nunca había repetido actor. Ahora se encarga de él Jeffrey Wright (actor negro: como en el caso de Moneypenny, hay cambio de raza, del mismo modo que había habido ya antes cambio de sexo con M), quien aparecerá en tres de los cinco títulos: la fuerte relación de amistad entre ambos se inicia, precisamente, en Casino Royale, donde se conocen.
El villano del film, extraído de la novela, es un banquero especializado en la financiación del terrorismo internacional. Se llama Le Chiffre y es un malo típico de la saga, comenzando por el detalle pintoresco de rigor (inventado por los guionistas): además de ser asmático y usar continuamente un inhalador, tiene una cicatriz en el ojo, del cual gotean de cuando en cuando lágrimas de sangre. Lo encarna el danés Mads Mikkelsen, un intérprete caracterizado por una expresión de hieratismo que a mí siempre me ha parecido que solo esconde el vacío. Eso sí, protagoniza una de las escenas más fuertes del universo bondiano, y que simboliza bien el incremento de la crudeza con Daniel Craig. Es el momento en que Le Chiffre, para conseguir de Bond una contraseña bancaria, lo tortura del modo más salvaje que un hombre puede imaginar: desnudo, sentado en una silla con el fondo arrancado, para mejor golpearle los genitales con una soga que termina en un nudo que duele con solo mirarlo. En su momento, se dijo que el villano lo que hacía era amenazar la esencia central de Bond, su masculinidad. Y yo añado (supongo que alguien más lo habrá hecho) que también simboliza la desaparición del celo sexual del personaje: Daniel Craig se enamorará, sí, pero no se apareará sin más. El sexo deja de ser un mero disfrute: ¿la maduración de Bond?
Por desgracia, la supuesta intensidad del amor entre Bond y Vesper no se transmite nunca al espectador debido a la falta de tensión, de feeling, entre los dos actores, de ahí que la desaparición final de ella no resulte tan dramática como se pretendía. La francesa Eva Green no deja huella y Craig está todavía demasiado verde. Por tanto, Vesper importará mucho más como espectro del pasado de James Bond que como ser de carne y hueso.
Por tanto, debe señalarse que Casino Royale no supone ningún logro. Se trata de un film de acción estimable (gracias a la buena labor del director Martin Campbell, que curiosamente había filmado también el debut de Pierce Brosnan, Goldeneye, una década atrás), sí, pero del todo estándar, que si llama la atención es como propuesta de renovación de su personaje titular. Entiendo que a quien James Bond le traiga sin cuidado (no digamos el género al que pertenece), el film le parezca mediocre y acartonado. Es demasiado largo, defecto consustancial a todo el ciclo, como en general sucede con cualquier producción de alto presupuesto del actual mainstream: se supone que el espectador quiere que lo entretengan el mayor tiempo posible, sin advertir que, con tanto metraje, puede acabar sucediendo lo contrario. Por ejemplo, el largo segmento que sucede en el escenario del título, la partida de cartas que enfrenta a Bond con Le Chiffre en Montenegro aburre tan pronto los personajes se sientan al tapete. Eso sí, el guion tiene el ingenio de hacer que, en el momento de aparente triunfo del villano (con Bond absolutamente inerme, sufriendo la tortura antedicha), este es eliminado abruptamente y sin piedad por el enviado de la misteriosa organización criminal, un individuo conocido como Mr. White (Jesper Christensen), que inesperadamente acabará cobrando gran importancia cuando el guion lo convierta en el padre de Madeleine Swann, el amor último de Bond. En cualquier caso, aquí sirve para que el protagonista cierre el film capturándolo a su modo (un disparo seco a la rodilla), momento que le sirve para pronunciar por vez primera su famosa presentación: «Me llamo Bond, James Bond».
En el momento de su estreno, Quantum of Solace (2008) me pareció un bodrio, tanto más inexcusable frente al buen recuerdo de Casino Royale. La revisión simultánea de ambas, sin embargo, rebaja los méritos de esta y revaloriza los de aquella. Antes de referir por qué, sin embargo, debo señalar que lo peor de este segundo Bond-Craig me parece lo mismo que entonces: la horrible dirección, tanto de Marc Forster (un director del que hoy ya no se acuerda nadie, pero que entonces tenía cierta reputación) como de los responsables de esa segunda unidad que suele encargarse de las secuencias de acción. Estas resultan ininteligibles: el plano cortísimo, el inserto fugaz y agitado y la cámara comportándose como una coctelera hacen que sea casi imposible saber qué rayos está sucediendo en pantalla. Valga como ejemplo la escena pre-créditos, enésima persecución de coches que probablemente sea la peor rodada de toda la franquicia. Ahora bien, cuando la acción se remansa, la realización de Forster es gris y monocorde, fracasando a la hora de crear la atmósfera necesaria que requería el buen planteamiento.
Consiste este en apuntalar el discurso sombrío que se entreveraba a ráfagas en la primera, aprovechando la profunda herida que ha dejado en Bond la muerte de Vesper, por perder a la mujer que amaba y por saber que lo traicionó. Así, si ya el agente con licencia para matar sentía pocos escrúpulos al hacer uso de su habilitación, ahora directamente se deja caer por una senda de nihilismo en la que poco le importa quien pueda caer. En una escena (inspirada en un famoso momento de La espía que me amó, de 1977) interroga a un sicario precariamente sostenido sobre el vacío y, al no responderle, lo deja caer: poco después sabrá que era un miembro de la inteligencia británica. Su superior, M, alarmada por este comportamiento, incluso lo sigue por medio mundo, resistiéndose cuanto puede a relevarlo de su deber, apenada por el vacío existencial en que ha caído su agente. Y cuantos se acercan a él siguen pereciendo: Mathis (Giancarlo Giannini), el espía italiano que ya había aparecido en el film anterior y que se presta a ayudarlo, esbozándose entre ambos cierta complicidad intergeneracional que concluirá con su abrupto asesinato; o Fields (Gemma Arterton), la funcionaria del consulado boliviano, sin experiencia en el trabajo de campo más peligroso, eliminada solo por estar cerca de él (hay otro homenaje al pasado, en este caso a la célebre James Bond contra Goldfinger, de 1964: su cadáver desnudo sobre la cama está completamente cubierto de petróleo, por oro en el original).
La acción se sitúa justo a continuación de Casino Royale, con el interrogatorio de Mr. White, que sirve para concretar definitivamente que la amenaza a que se enfrentan es una poderosa organización criminal, hasta entonces invisible. (Tal vez no estuviera claro todavía recurrir a la Spectre de Fleming, porque aquí se la llama Quantum, aunque puede que hablemos de una sección de la principal: no se explica.) Enseguida, la acción pasa a narrar el enfrentamiento entre Bond y el villano del film, y aquí llega la agradable sorpresa. Por una vez, se prescinde de malvados megalómanos y pintorescos, o de planes desorbitados: Dominic Greene (interpretado por el francés Mathieu Amalric con modesta ausencia de aspavientos carismáticos) es un aparente filántropo que utiliza su imagen noble para encubrir sus turbios negocios y cuyo objetivo inmediato es controlar el suministro de agua en un país tan seco como Bolivia, cambiando para ello el gobierno actual por otro sumiso a sus intereses. La nobleza es la gran ausente de la historia, pues la telaraña trazada por Greene está bien adherida a las estructuras políticas y económicas del mundo capitalista, contando incluso con la aquiescencia de los servicios secretos del antes llamado «mundo libre» (ya M se había quejado en Casino Royale de lo mucho que añoraba la limpieza de la guerra fría). El pecado de Greene será fracasar, no cambiar gobiernos y esquilmar recursos naturales en su beneficio.
La trama, por tanto, es sencilla como pocas veces en el ciclo: es más, hablamos de la película con menos metraje del mismo, pues no llega a las dos horas, lo que la hace considerablemente fluida. Para mayor asombro, esta vez no hay relación sentimental, ni sexual, entre Bond y la chica de turno, encarnada por la rusa Olga Kurylenko: los dos, sencillamente, simpatizan y se alían porque les mueve el mismo propósito vengador, y una vez concluida su búsqueda se separan sabiendo que no volverán a necesitarse ni a verse. Quantum of Solace, por tanto, resulta una película apreciablemente estimable, pese a Forster y a las concesiones de rigor, e incluso se permite concluir con un clímax apocalíptico (el espectacular incendio del hotel de lujo construido en pleno desierto boliviana) que supone la mejor expresión, en términos visuales, del espíritu que recorre la historia.
El ciclo Bond-Craig, por tanto, no se había iniciado mal. Lo que nadie podía pensar es que su tercera entrega, Skyfall, lo llevaría a una altura nunca antes alcanzada.
FICHAS DE LAS PELÍCULAS
Título: 007: Casino Royale / Casino Royale. Año: 2006.
Dirección: Martin Cambpell. Guión: Neal Purvis, Robert Wade y Paul Haggis. Fotografía: Phil Meheux. Música: David Arnold. Reparto: Daniel Craig (James Bond), Eva Green (Vesper Lynd), Mads Mikkelsen (Le Chiffre), Judi Dench (M), Giancarlo Giannini (Mathis). Dur.: 144 min.
Título: 007: Quantum of Solace / Quantum of Solace. Año: 1961.
Dirección: Marc Forster. Guión: Neal Purvis, Robert Wade y Paul Haggis. Fotografía: Roberto Schaefer. Música: David Arnold. Reparto: Daniel Craig (James Bond), Olga Kurylenko (Camille), Mathieu Amalric (Dominic Greene), Judi Dench (M), Giancarlo Giannini (Mathis), Gemma Arterton (Fields). Dur.: 106 min.
El personaje de James Bond se convirtió en modelo a imitar para las generaciones de los años 60 y 70; para mi se trata en realidad de un «play-boy», un «bon vivant», que en sus ratos libres ejerce de agente secreto como por «divertimento». Así lo representaron muy bien tanto Sean Connery como Roger Moore; Timothy Dalton recuerda físicamente a Connery, y Pierce Brosnan a Moore.
El caso de Daniel Craig es totalmente distinto. Fue elegido como James Bond después de la película de 2002, El caso Bourne (agente de la CIA cuyo nombre es Jason Bourne, curiosamente las mismas iniciales de James Bond) protagonizada por Matt Damon. En 2006 se elige a Daniel Craig para el papel de James Bond en Casino Royale. Curiosamente guarda un parecido físico con Matt Damon en cuanto estatura y edad.
El James Bond de Daniel Craig, ya no es un «play-boy», sino al igual que Jason Bourne, un duro agente especial, con mirada de policía con mala leche.
Personalmente prefiero el Bond de Roger Moore, por poseer este actor «vis cómica».
En su segunda aparición como Bond ( El hombre de la pistola de oro) se encuentra de madrugada en la cama con chica bond de turno (Britt Ekland), cuando llaman al timbre; acude a abrir la puerta y se encuentra con M, su jefe, mira su reloj que marca las 5 de la mañana, y dice: ¿insomnio señor?.
Un cordial saludo.
Hay una radical diferencia entre el James Bond de Craig y los restantes, que responden al prototipo bajo el que fue concebido. Seguramente, porque los tiempos son otros y el número de franquicias inspiradas en la bondiana aconsejó cambiar los parámetros. Apenas conozco la serie Bourne, porque solo vi el primer capítulo, pero a mí es la saga de «Misión Imposible» la que me parece fundamental a la hora de influir (y ser influida) por la de Bond. El tema del héroe hundido, que hace de «Skyfall» la obra maestra de la serie, figura ya en las pelis de Cruise. ¿O es al revés, cuál se hizo antes? ¿O acaso ambas no parten de «El caballero oscuro» y esta de la renovación de Batman en el cómic, en los años 80, por Frank Miller? Todo está intercomunicado…
En cualquier caso, y aunque para mí el Bond más interesante sea el de Craig, no puedo evitar sentir un cariño profundo por el de Roger Moore ya que, por edad, fue el que descubrí a través del cine. Siempre se ha hablado muy mal de Moore, pero supongo que es por comparación con Connery, con quien no se puede comparar, no ya por calidad sino por estilo y por el tono que se le dio a su Bond. Ese sentido del humor socarrón, muy british (para mí asociado además a la voz de Constantino Romero), es entrañable. De hecho, sigo teniendo debilidad por «La espía que me amó» (sobre todo) y por «Panorama para matar».
Personalmente creo que Roger Moore es un buen actor (estudió interpretación teatral), cierto es que tiene infinidad de detractores, pero la guapura en un hombre no nos debe dejar arrastrar por malos impulsos; pasa lo mismo con Alain Delon, que dicen que está sobrevalorado, pero hay que verlo en Trostki.
A Moore hay que verlo en películas como Tinieblas (1970), o Rescate en el Mar del Norte (1980), donde se puede apreciar su saber interpretativo (por cierto, lo dobla Héctor Cantolla, que no tiene nada que envidiar a Constantino Romero, teniendo éste una voz de locutor fantástica, como la de Luis del Olmo; Cantolla no se dedica sólo a colocar la voz, sino que sabe interpretar).
A Sean Connery lo he visto, antes de hacerse popular, en La Gran aventura de Tarzán (1959), junto a Gordon Scott y el excelente secundario Anthony Quayle.
La única pelicula en la que le he visto interpretar, y no sólo posar, a Connery, es Atmósfera cero, pero curiosamente hay quien dice que Peter Boyle se lo merienda con papas.
Si hay algo que me desagrada en Roger Moore, es que sea esclavo de su tupé, lo mismo le pasa a Stewar Granger, no se lo quitan ni para dormir.
Un cordial saludo
Aparte de la división clásica entre actores buenos y malos, también la hay entre actores dúctiles y actores que no lo son. Roger Moore, desde luego, no era dúctil, pero hay muchos intérpretes que, no siéndolo, han tenido un registro en el que se sentían cómodos y eran capaces por lo tanton de sacar adelante su personaje de modo inmejorable, incluso destadanco. Es precisamente el caso de Stewart Granger, un intérprete del que he visto interpretaciones flojas pero que estaba genial en su registro de aventurero noble-cínico, en el famoso ciclo de la Metro («Scaramouche», «El prisionero de Zenda», «Moonfleet»…).
Por cierto, que por si te interesa, te pongo un enlace a un artículo que le dediqué hace tiempo en el blog:
Me hablas de Héctor Cantolla y citas una de mis debilidades del doblaje de su época (los años 70 sobre todo). En efecto, Cantolla es un actor excelente, mucho mejor que Romero, cuya voz resulta más envarada de la cuenta. Por cierto, en ese papel de Connery en el que no te gusta, el de «Atmósfera cero», el que lo dobla es… Constantino ;).
Precisamente dije que es el único papel en el que he visto a Connery interpretar y no sólo posar (ante la cámara), como veo hacer a muchos actores consagrados: v.g. Clark Gable
Ah perdón, había leído tu apreciación sobre Connery justo al revés, quizá porque normalmente se tiene buena opinión de este actor (yo mismo la tengo). Sobre actores-posadores el cine coetáneo entiende mucho…
Quizá es que tengo tendencia a ponerme de parte de los que no reciben reconocimiento; reconozco que Connery tiene apostura, pero Charlton Heston (quizá mi actor preferido ya desde niño, por prototipo viril, sin parecer chulo, igual que Robert Mitchum) tambien tiene apostura y como actor Connery queda muy por debajo de los dos. Mitchum ha tenido la osadía de ejecer de villano en algunas películas, eso indica que pasa de de poses heróicas. En un documental sobre Kirk Douglas, éste comentaba que en cierta ocasión le dijo a John Wayne (el cual estaba muy apegado a su personaje): !Venga hombre, tú no eres John Wayne, eres un actor que hace de John Wayne!.
No es una crítica a Wayne, al que considero un gran actor, con gran expresividad en el rostro.