Encuentro pocos casos más curiosos en la literatura que el modo en que Raymond Chandler (1888-1959) se convirtió en escritor profesional. Lo hizo a los cuarenta y cinco años y a consecuencia de perder su empleo como ejecutivo en una compañía petrolífera (las versiones del motivo del despido varían: según unas, fue por culpa de la Gran Depresión; según otras, por sus ya notables problemas con el alcohol). Chandler tenía una buena formación cultural, no en vano había estudiado en una importante escuela privada en Inglaterra, a donde su madre se lo llevó para escapar de un padre alcohólico y maltratador, y poseía un notable conocimiento de los clásicos. Sin embargo, sus necesidades económicas le hicieron explorar el mercado y llegar a la conclusión de que la forma más rápida era escribiendo para las hoy míticas revistas pulp. Se decantó por las especializadas en el thriller y lo consiguió, publicando 19 relatos en poco más de seis años, relatos que luego utilizaría como base para dar su salto a la novela. En la primera de ellas, El sueño eterno (1939), ya vio la luz el inmortal personaje hoy asociado a su nombre, Philip Marlowe, y el resto de su obra literaria estaría compuesta, principalmente, por el conjunto de siete libros que componen su ciclo (y cuatro capítulos del que dejó inacabado). Ese hombre cultivado que fue Chandler vivió en sus carnes la amargura del menosprecio crítico que se daba a la literatura de género (a todo género). A la altura de 1953, y sin abandonarlo puesto que sabía que los editores no le admitirían otra cosa, decidió escribir una novela en la que demostraría su tesis (¡y cómo la comparto yo!) de que la dignidad literaria no se ciñe a una etiqueta. El resultado no solo sería su obra maestra, sino una de las obras maestras de la literatura del siglo XX. Su título, El largo adiós.
En general, se suele indicar que Chandler siguió la senda que había abierto Dashiell Hammett, el primer nombre que extrajo la novela policiaca no ya del pulp sino de la marmórea exquisitez intelectual de la novela-enigma de estirpe británica para conducirlo al sendero del realismo. El mismo Chandler lo señaló con la famosa afirmación de que «Hammett extrajo el crimen del jarrón veneciano y lo depositó en el callejón». Siempre sintió respeto por su figura; un aprecio que yo, por más intentos que he hecho por apreciar su literatura, no he conseguido alcanzar. Me parece que Hammett es un autor seco, falto de matices y de ritmo, que acaba aburriendo a las pocas páginas. De acuerdo en que no lo he leído en profundidad, pero varias lecturas de El halcón maltés y el buceo en sus prestigiosos relatos no me han estimulado lo suficiente como para pasar a los otros libros famosos del autor.
Chandler es otra cosa. En primer lugar, se advierte en él un propósito estilístico evidente, una búsqueda de la metáfora y del ritmo indudables, una notable capacidad para perfilar personajes con pocos trazos, amén de la profundidad psicológica que aporta a los principales y el ingenio indiscutible que pone en su boca: y yo soy de los que piensan que no puede haber personajes ingeniosos si su creador no lo es también.
Su gran creación, Philip Marlowe, bien puede ser considerado como el portavoz mismo de un hombre que tuvo un concepto muy desengañado del mundo pero que no por ello incurrió en el mero cinismo. De todos los personajes que han acabado convirtiéndose en protagonistas recurrentes de un ciclo (y, como se sabe, en el género policiaco son legión), no creo que muchos posean la densidad psicológica de Marlowe. Por lo general, son eso que se llama «personajes huecos», es decir, prototipos, arquetipos en el mejor caso, normalmente unidimensionales o trazados de una sola vez y para siempre, por conseguida que sea esa condición exterior, ese conjunto de signos que los distinguen, siendo mi adorado Sherlock Holmes el caso más evidente.
Pero Marlowe es algo más. No hay que olvidar que es la creación de un hombre que, en el momento de hacerlo nacer, tenía ya 50 años. Chandler volcó en él el conocimiento de la vida que posee alguien ya en la madurez, consiguiendo crear un ser de ficción en el que resalta su entidad humana. De su mano, el escritor consiguió penetrar como nadie en las claves políticas y sociales, por tanto morales, de una sociedad, dibujando una galería de personajes de la más variada pelambre a modo de un caleidoscopio en el que conviven desde los más infelices lumpens a los más implacables plutócratas, de los tipos más desengañados a los más idealistas, de las mujeres más venenosas a los galanes más decadentes. Y todo ello bajo el prisma de un hombre, Marlowe, que, por mucho que en su primera aparición, sea retratado como alguien de 33 años (42 en El largo adiós), posee una sabiduría de la vida y una capacidad de comprensión del otro que solo puede ser la de ese creador ya maduro que encontró en él la forma de afirmar su inmensa personalidad.
La primera riqueza de Marlowe estriba en su aparente condición paradójica. Es un individuo que se mueve por la vida haciendo gala de un verbo rápido y fácil que derrocha un cínico sentido de la ironía. Pero al mismo tiempo es un hombre cuyas acciones no dejan de manifestar un concepto romántico de la vida y un desembozado sentido del idealismo que, por mucho que entre en constante colisión con su conocimiento sobre la debilidad de la naturaleza humana, termina siempre por guiar sus actos. Y un héroe cuyo teórico cinismo acaba siempre rendido por la compasión, por su capacidad para comprender al vasto cúmulo de infelices que siempre se cruza en su camino, de tal modo que incluso es capaz de dejar impune a un asesino porque así salvaguarda a los seres débiles pero dignos de estima que rodean a aquél, y sólo si esa impunidad, por supuesto, no tiene el coste del sacrificio de algún inocente. Y además, última paradoja, alguien con una cultura inesperada para un ex policía que ahora se gana la vida como detective (¡un detective capaz de citar, y con sentido, a Samuel Pepys!), lo cual no hace sino delatar una contradicción aún mayor: que un hombre como Raymond Chandler, americano pero criado en Inglaterra, de exquisita formación literaria, y que se sentía más cómodo entre ingleses que entre norteamericanos, acabara vinculándose a un género que entonces era pasto de revistas pulp.
Chandler había ido publicando, con rapidez, El sueño eterno (1939), Adiós, muñeca (1940) —sin duda, la mejor de todas las anteriores a la que nos ocupa, y no por nada hay indiscutibles vínculos entre ambas—, La ventana alta (1942), La dama del lago (1943) y La hermana pequeña (1949). No había quedado contento de esta última («No se puede escribir un libro enfadado», había dicho), y fue entonces, como señalaba líneas arriba, cuando decidió darlo todo en un último esfuerzo por demostrar sus capacidades y las del género para crear una obra densa y madura. Poco después de El largo adiós se produciría la muerte de su esposa Cissy, con la que estuvo casado más de treinta años, sin la cual se acabó precipitando por el sendero del alcoholismo y la autodestrucción. En medio de las brumas etílicas todavía escribiría un Marlowe más, Playback (1958), a partir de un guion suyo que no se llegó a filmar, que él mismo no tendría en mucha estima, y los cuatro capítulos inéditos que dejaría a su muerte, en 1959, los cuales, treinta años después serían ampliados hasta alcanzar el formato de novela por el escritor (del género) Robert M. Burke, bajo el título de La historia de Poodle Springs).
Chandler, en buena medida, consiguió su propósito, aunque él ya lo disfrutara poco. El largo adiós recibió mejor acogida crítica que sus libros anteriores y hoy ya son muchos quienes la consideran no como una obra maestra del policiaco sino como una obra maestra en general. (En nuestro país, ¿cabe mejor reconocimiento que formar parte del catálogo de Cátedra, con un magnífico estudio previo de Alfredo Arias, que cuenta además con una estupenda traducción de José Luis López Muñoz?).
Con el dominio que, a esas alturas, suponía el perfecto conocimiento tanto de su personaje central como de los resortes de la novela policiaca, Chandler construyó un inolvidable relato en el que, durante la mayor parte de la trama, lo menos importante es la ortodoxia del thriller, para ofrecer un denso y absorbente dibujo tanto psicológico como social, tanto político como dramático. De hecho, cabría decir que es la menos policiaca de sus incursiones en el género, si bien posee su trama más equilibrada y menos enrevesada. En el momento de comenzar su sexto libro, Chandler ya sabe cuanto hay que saber sobre Marlowe, sobre sus opiniones, sobre su nobleza revestida de la adecuada lucidez, sobre su capacidad para comprender el sentido de la dignidad que puede brillar incluso en el aparentemente más caído de los seres humanos, sobre su completa incapacidad para transigir con la mentira o la doblez.
Más que nunca, Marlowe se niega a negociar con la Verdad: es más, aunque él mismo se deja engañar, su innegociable sentido interior de la integridad tarde o temprano acabará alertándolo. Y estamos ante una historia en que el protagonista sufre continuas manipulaciones y se le intenta engañar de continuo, hasta el punto de que alguna de las muertes que tienen lugar en su desarrollo podría haberse evitado de estar más listo. Sin embargo, también es cierto que él no dejará que ninguno de esos engaños quede enterrado (aunque el desvelamiento de la verdad, en algún caso, destruye la autenticidad de alguna de las relaciones personales que permitieron esa manipulación), enfrentándose a todos los poderes para que la verdad acabe imponiéndose: a la policía, a los ricos, a los hampones. Más que nunca, Philip Marlowe está solo y, sin embargo, la historia no deja un trasfondo de amargura porque tanto el detective como el lector son conscientes de que él ha cumplido con su deber. Que otros mientan y engañen, que intenten sacar partido de su honradez, no es su problema, sino dejar bien claro que, aunque suceda, él no bajará nunca los brazos y buscará un rincón oscuro donde protegerse mejor.
El largo adiós ofrece una bellísima reflexión sobre la Amistad (con su insobornable compañera, la Lealtad), por mucho que las conclusiones finales sean más bien desoladoras. De hecho, su arranque contiene el mejor dibujo del nacimiento de una amistad entre dos tipos muy diferentes, basada en la pura afinidad personal, que yo haya leído jamás. Por otra parte, era necesario que este proceso resultara convincente, porque de él depende toda la dramaturgia de la novela. En el primer renglón, prácticamente, del libro, Marlowe conoce a Terry Lennox (en muy malas circunstancias para este: completamente borracho y abandonado en tan lamentable estado por su bella y lujosa acompañante, que luego resultará ser su ex mujer), un tipo de singular físico (es alto, completamente canoso pese a ser todavía joven y con un lado de la cara lleno de cicatrices apenas camufladas por una mala cirugía, que sugieren un turbulento pasado), al que presta ese auxilio viril, en absoluto condescendiente o relamido, que solo alguien como el detective es capaz de prestar. Lennox es un tipo con tendencia a la autodestrucción, mas sin manifestar el menor cinismo o actitud nihilista: es alguien que entiende que dentro de él había unas posibilidades que desperdició mucho tiempo atrás, y ahora solo le resta seguir sobreviviendo, con el amparo de la bebida por toda ayuda y sin fastidiar mucho a los demás. De hecho, lo que más le llamará la atención a Marlowe de él son sus modales impecables, incluso en la ebriedad más extrema, y el modo en que una gentileza llana y nada pretenciosa guía sus actos. «Me dedico sobre todo a matar el tiempo, pero le cuesta morirse»: en esta frase, que no pretende ser ingeniosa (carece de ese impulso tan propio del detective), se encierra el concepto de la vida, o de la muerte en vida, que embarga a un hombre del que, intuimos, se puede esperar que todo solo vaya a peor.
Es el inicio de una inmersión de Marlowe en el mundo de los ricos, un universo ya sobradamente visitado en las anteriores novelas, pero que aquí resulta especialmente penetrante: primero es indirecto, por medio de Lennox, un tipo casado dos veces con la misma mujer (la que lo deja tirado en ese arranque), Sylvia, hija de un millonario, licenciosa y amoral, y después por todos quienes parecen empeñados en que se adentre en esa selva de lujosas casas desperdigadas por las exclusivas zonas residenciales de los valles que rodean Los Angeles (uno de los muchos y magistrales diálogos de la novela, en boca de Lennox, dice: «He vivido con ellos [los ricos] y son gente aburrida y solitaria»).
La relación con Lennox concluye de modo inesperadamente abrupto: una noche este se presenta en su casa, pues ha sucedido algo en su casa que exige su rápida salida de escena hacia México, y le pide que lo lleve hasta el avión que lo conducirá a la nada. Aunque adivina una grave violencia —será el brutal asesinato de Sylvia—, Marlowe sabe bien que el otro no puede haberlo hecho, por lo que no compromete su ética al ayudarlo. Las consecuencias se revelan prontas: detenido por la policía, Marlowe no dejará escapar una palabra sobre esas últimas horas, y días después le llegará la noticia del suicidio de Lennox en un pueblucho mexicano (bajo la forma de una confesión en que reconoce haber matado a su mujer). Esa reputación de hombre firme y fiel a un código personal será la que lo conduzca, poco después, a la relación con otro matrimonio en el que fácilmente se reconoce un espejo invertido del anterior (que, además, conocía a los Lennox: todos los ricos se conocen entre sí), el formado por Roger Wade, un escritor de best-sellers erótico-históricos que bebe mucho y se convierte entonces en un tipo peligroso, y su esposa Eileen, por quien Marlowe siente una instantánea atracción.
Chandler esboza un magistral triángulo entre estos tres, que se desarrolla por medio de conver-saciones ambiguas, de sugerencias venenosas, de sobreentendidos y malen-çtendidos que acabarán valiendo un par de vidas, mientras la sombra de Terry Lennox sigue interfiriendo con los sucesos del presente. Se ha escrito que el escritor se proyectó de algún modo en el personaje de Wade, lo cual duplica su presencia, puesto que se sabe bien que el concepto de la vida y del «engranaje» (el nombre que dio al sistema político-social de su país) que poseía Marlowe eran el suyo propio. Chandler fue un alcohólico como Wade y también tuvo la mera consideración de novelista popular. Finalmente, si algo caracteriza a Wade —y permite distinguirlo de Lennox, de quien, de otro modo, también habría podido ser doble especular— es el tremendo sentido autocrítico que posee, tras el que se esconde, desde luego, esa afición al alcohol.
La implicación del escritor en su novela es, por todo tipo de razones, evidente. De hecho, nunca como aquí se tomó todo el tiempo del mundo para contar lo que quería contar: estamos ante su novela más larga y la que abarca un arco cronológico más largo, de al menos varios meses. Chandler tiene tiempo, así, de dejar que el tiempo deje un poso sobre el primer caso, el de Lennox, de tal modo que no se atropelle con el de los Wade, con el que al final estará tan conectado. Así, lo veremos pasear su soledad por distintos espacios, dedicarse a su despacho con otros posibles clientes, se nos referirán con detalle sus actos domésticos, desde la forma de prepararse el café a sus solitarias veladas reconstruyendo partidas de ajedrez clásicas e incluso su encuentro sexual con una mujer (precisamente con el personaje que, dos novelas después, se convertiría en su esposa), con la que cruza los más sabrosos diálogos entre hombre y mujer. Del mismo modo, nunca como aquí resulta tan vívido, tan variado, tan sugerente, el recorrido geográfico (que en Chandler significa también moral) que el detective efectúa por esa Los Angeles por la que no siente especial cariño pero que tan bien conoce.
Por último, si en todas las novelas el retrato del estamento policial había sido amplio, aquí ya constituye un universo en sí mismo. El escritor hace comparecer a policías brutales, a policías corruptos (lo que no siempre es lo mismo), a policías que son poco más que un adorno político, a policías honrados que saben que a la fuerza han de pactar con el «engranaje», aun sintiendo repulsión, porque cualquier poder acaba derivando en abuso. No se olvide que, en las primeras páginas de El sueño eterno, Marlowe recordaba su breve paso por el departamento, del que se marchó por problemas de disciplina. Desde entonces, su desconfianza del cuerpo es total (hay que repetirlo: pocos personajes han sido tan vapuleados por la bofia como él), dedicándole varias de las frases más ingeniosas de la historia: «Los policías nunca dicen adiós. Siempre tienen la esperanza de volverte a ver en una rueda de sospechosos».
[Quien no conozca el final de esta magnífica novela debe dejar de leer justo aquí]
Hablaba de que El largo adiós es una reflexión sobre la Amistad, pero a medida que avanza su lectura también descubrimos que lo que plantea es su condición de espejismo, su imposibilidad, al menos para quien, como Marlowe, posee un profundo sentido ético que no puede suspender ni siquiera con quienes merecen su respeto. A medida que avanza la historia, el conocimiento que va alcanzando sobre Lennox ya ha provocado en él toda clase de reticencias, sobre todo por la paradoja de que un hombre de apariencia y conducta tan nobles se relacionara con facilidad con toda clase de seres innobles (los ricos entre los que se ha convertido en un parásito, los hampones a los que salvó de un apuro durante la guerra y que lo amparan). A lo largo de la novela, pese a su inmersión en el nuevo asunto que requiere toda su concentración, Marlowe nunca pierde de vista los flecos sueltos del caso Lennox, hasta descubrir la relación con los Wade (Eileen había sido la primera esposa de Terry, cuando este usaba otro nombre, durante la guerra, en Inglaterra), y cada vez más va convenciéndose de que lo sucedido en México no ha sido sino un montaje para encubrir su desaparición, seguramente urdido por sus amigos gangsters.
En el triste y melancólico final, que sucede en el desvencijado despacho del detective, este recibe la visita de un mexicano alto y distinguido que pretende ratificarle con claridad las circunstancias de la muerte de Lennox… pero a quien Marlowe no dudará en reconocer como Lennox. Se revela así, definitivamente, la condición de ángel caído de este: su distinción es una marca de nacimiento que no puede borrarse, y está destinada a valerle, siempre, la simpatía de los que valen, como Marlowe. Pero nada más, porque por encima de este núcleo ha preferido ponerse una máscara, ahora más literal que nunca tras una operación de cirugía plástica destinada a borrar todavía más las trazas del primer Terry Lennox. Una máscara y una incapacidad para ver en el fondo de Marlowe, quizá porque hace ya mucho tiempo que renunció a contemplar el mundo con perspicacia, víctima de su debilidad y su indolencia. Así, pese a que intenta reanudar su amistad con el detective, como un niño pillado en falta pero que no la considera grave, le invita a tomarse unas copas como las que antaño cimentaron la corriente de simpatía (ahora Marlowe sabe que solo de modo efímero pudo parecerle amistad) entre ambos: el famoso gimlet convertido en bebida mítica del género negro. Mas el detective ya no está dispuesto a ello: esa debilidad y esa indolencia han provocado demasiado dolor y, sobre todo, demasiadas muertes.
Por ello, sin acritud pero con firmeza, Marlowe lo despide para siempre. Él queda definitivamente solo, en un final desbordante de elegante melancolía pero que no resulta amargo sin remisión, puesto que, si bien queda solo, su soledad, en cierto modo, no es sino un triunfo, un modo de distinción con respecto al mundo. Marlowe no llevará nunca una máscara y no se dejará atrapar por la indolencia ni por el engaño. Y queda para el recuerdo la estupenda frase final, mítica en el género: «Nunca volví a ver a ninguno de ellos, excepto a los policías. No se ha inventado todavía la manera de decirles adiós definitivamente».
Saludos, amigo, excelente entrada y esperó leer más de esta entrada y sobre Raymond Chandler.
¡No te defraudará, seguro! Un abrazo.
Saludos, amigo, gracias por la recomendación.
Genial, como siempre, Extranjero !!!
¡Muchas gracias, Álvaro! A eso le llamo un comentario concisamente estimulante 🙂 .
Y, por supuesto, puedes compartir el artículo donde quieras.
Me gustaria compartir en facebook esta reseña, sobretodo para mi propio disfrute, si me das permiso, claro .. !!
Gracias, Extranjero,. A mi muro de Facebook, para mi particular deleite y para no olvidar esa edición de Cátedra, por si se atraviesa en el camino … 😉 Ah: Los elogios son muy merecidos, de hecho, se quedan cortos !!
Como siempre un gran comentario de uno de los clásicos de la novela policíaca.
Saliéndome un poco por la tangente, porque no podría mejorar en nada lo que comentas de Chandler, sólo querría discrepar parcialmente y hasta cierto punto reivindicar a Hammett. Ciertamente el Halcón maltés es una lectura bastante pesada, y hay otras novelas suyas muy alabadas por la crítica, como la llave de cristal, que también incurren en los defectos de los que hablas. Tengo la impresión que fracasa cuando pretende presentar el estilo seco de sus obras como un valor en sí mismo de sus relatos. Pero el Hammett que se olvida de ejercicios de estilo, y se centra en el relato puro y duro, mejora muchísimo, y en esos casos para mí es superior al resto de escritores del género. Cosecha roja, y los relatos del detective de la Continental, al menos la selección que publicó Alianza Editorial que son los que he leído, me parecen muy buenos. El tono, la dureza de los personajes, encajan muy bien dentro de la trama criminal y del marco general en el que se colocan. Chandler tiene un poso más filosófico, y eso hace su obra de más calidad literaria, pero quizás por lo que digo antes los relatos buenos de Hammett son más entretenidos de leer.
Hola, marajjos, y gracias por tus palabras. Créeme que, si hay un autor que leo con intención de que me guste :), ese es Hammett, porque su mundo (el de la literatura hardboiled) me seduce mucho. En particular, esa visión tan amoral con la que dibuja a sus personajes, por ejemplo Sam Spade, me gusta mucho. Ahora bien, pese a todo no consigue entrarme: me acabo de releer el dichoso Halcón y otra vez me ha pasado (cuidado: no es que me parezca un desastre, porque se lee bien, pero es que espero mucho). Aparte de este libro, lo he intentado, precisamente, con los relatos de «El agente de la Continental»… y me ha gustado menos aún, con lo que ni he leído todos los cuentos. Mi próximo intento será con «Cosecha roja», tan influyente en el cine sin haber tenido una adaptación directa, a ver qué pasa.