Si en más de una ocasión ese aire idolátrico que rodea a la figura de Orson Welles (del que él mismo fue su sumo sacerdote) se convierte en un lastre para sus películas como director y como actor —esa sensación de que cualquier contrapicado o cualquier ceja enarcarcada por El Gran Orson están pensados para sobrecogerse y musitar, si podemos inhalar aire suficiente para hacerlo, que «esto es el Cine»—, bastaría Campanadas a medianoche para rendir todas las defensas y unirse a ese culto que tantas veces ha parecido pura mitomanía. Pues contemplando sus imágenes, o admirando la magnífica mirada a que sometió los originales de Shakespeare —estamos ante el tipo de adaptación creativa que debería exigirse siempre ante la buena literatura, para no limitarse a aprovechar el talento ajeno—, no hay sino que rendirse a la evidencia: solo un hombre de talento incomparable habría sido capaz de realizar semejante maravilla. Del mismo modo, como puede apreciar cualquiera que se informe acerca de las precarias condiciones en que se desarrolló el rodaje, Welles refuerza aquí su reputación de mago de las imágenes, capaz de hacer creer que cuenta con los medios de una gran producción histórica, cuando ni de lejos es así. El continente y el contenido, las pretensiones y los resultados, nunca se fundieron mejor en una película de su autor como en esta obra, la última que filmó el cineasta dentro del cine comercial (aunque todavía rodaría un film de ficción más, si bien para televisión, Un historia inmortal, en 1968). Duele pensar que solo tenía 50 años (aunque, físicamente, parecía tener casi veinte más), la edad a la que muchos autores todavía tienen media carrera por delante para demostrar su talento: con esos mismos años, su admirado John Ford estaba en la guerra y le quedaba por delante todo el rosario de obras maestras del western a las que hoy lo asociamos; Hitchcock todavía estaba lejos de filmar Vértigo, Con la muerte en los talones o Psicosis; Hawks, todos los Ríos o El Dorado.
Se trata de la tercera y última aproximación cinematográfica de Welles a William Shakespeare, el autor de su vida, el hombre al que no dejó de abordar desde que, en su adolescencia, ya montara funciones escolares y luego lo paseara (como director y como actor) por el mundo. La primera había sido la sugestiva pero muy discutible Macbeth (1948), el trabajo que definitivamente lo situó en el cine de serie B, lejos del esplendor económico de sus primeras obras en Hollywood (Ciudadano Kane, El cuarto mandamiento, incluso La dama de Shanghai). La segunda, Otelo (1952), el primero de sus trabajos en tener un rodaje tan accidentado que se prolongó durante años, cambiando actores sobre la marcha a medida que tenían que desentenderse de proyecto tan longevo, y para la que se acostumbró a filmar escenas compartidas por intérpretes que no tuvieron ocasión de verse jamás, o encadenar un plano rodado en un país (¡o continente!) con el siguiente rodado en otro diferente. La precariedad de Campanadas a medianoche está muy cerca de Otelo, si bien no de modo tan extremo, pues el rodaje, realizado ya con medios precarios —insisto, para una producción de época—, estuvo a punto de verse interrumpido en algún momento por falta de fondos.
Como bien saben los conocedores de Welles, Campanadas a medianoche funde en una sola obra pasajes extraídos de varios dramas de Shakespeare cuyo centro es el personaje de sir John Falstaff, uno de los más populares del dramaturgo. Es uno de los principales integrantes de las dos partes de Enrique IV (1596-1597 y 1598, respectivamente), donde aparece como un ambiguo individuo, que ostenta un título nobiliario pero que carece de recursos conocidos y de otra ocupación que pasárselo bien todo el tiempo. Harold Bloom, cuyo estudio sobre el escritor es una obligada referencia, lo considera, junto a Hamlet, el cénit de sus creaciones, y hay que recordar que este crítico tiene al escritor de Stratford por el gran creador de lo que él llama la «personalidad humana» en la literatura. Bloom señala que Falstaff es el «más grande vitalista» de los personajes de su autor, así como un mago en el uso del lenguaje, justo como también lo será Hamlet.
En estas dos obras, Falstaff es el «tutor» del príncipe Hal (el primogénito de Enrique IV y futuro Enrique V, esto es, uno de los reyes más importantes de la Inglaterra medieval), el responsable, para su padre, de arrancarlo de sus responsabilidades como heredero y conducirlo a una vida de disipación e irresponsabilidad. Shakespeare, así, sitúa al príncipe Hal entre dos padre, el físico (cuya sequedad y falta de ternura, y su asociación con el poder desnudo, lo alejan de su lado) y el espiritual (cuya principal lección, y vuelvo a Bloom, es «saber cómo gozar rectamente de nuestro bien»).
Las dos obras forman el núcleo de la segunda tetralogía de «dramas históricos» que, junto con las tragedias y las comedias, forman la triple división en que se clasifica el teatro de Shakespeare. Welles utilizó asimismo algunos diálogos de las otras dos que la conforman, la primera, Ricardo II, y la última, Enrique V (los cinéfilos sabrán que esta la han llevado al cine, en dos ocasiones, otros dos actores-realizadores: Laurence Olivier en 1944 y Kenneth Branagh en 1989), pero también de Las alegres comadres de Windsor, una farsa con Falstaff como protagonista absoluto que ya nada tiene que ver, ni en argumento ni en intenciones, con la tetralogía, y donde el mismo Bloom alega Shakespeare traiciona su propia creación, creando un pseudo-Falstaff.
Welles ya había estrenado en 1939, justo antes de marchar a Hollywood, un espectáculo que bautizó como Five Kings, con su famoso Mercury Theatre. Veinte años después, en 1960, reelaboró esa obra de juventud, dándole ya el título por el que hoy la conocemos, y la estrenó de modo fugaz, encomendándose el papel de Falstaff como ya había hecho con 24 años (!). Este proyecto se lo vendería al productor español Emiliano Piedra, si bien con el subterfugio de que, a la vez, iba a preparar una versión de La isla del tesoro, con él mismo encarnando al emblemático John Silver el Largo (lo haría años después, si bien ya solo como actor), que era lo que de verdad interesaba a Piedra. Aun así, la financiación del proyecto tuvo diversos problemas, estando a punto de suspenderse el ya iniciado rodaje en algunas ocasiones, salvándose gracias a la inyección económica de Harry Saltzman, irónicamente el factotum del ciclo James Bond.
Puede encontrarse en la Red una minuciosa reconstrucción de los lugares que Welles utilizó para recrear la Alegre Inglaterra. El presupuesto solo dio para construir un decorado, el de la taberna de la Cabeza del Jabalí, en Eastcheap, regentada por la señora Quickly, en el interior de una nave industrial. El resto, son localizaciones escogidas por media España. Las murallas de Londres, a la que da la fachada de la taberna, son las de Ávila; las calles de la capital, las de la medieval Calatañazor, en Soria; el escenario de la batalla de Shrewsbury es la madrileña Casa de Campo; el castillo donde se enclava la corte real, y donde morirá Enrique IV, con sus formidables paramentos, es la colegiata de Cardona; la catedral donde Enrique V es coronado (y donde, como san Pedro, negará a su viejo amigo cuando este corra a su encuentro) es el monasterio de Santa María de Huerta (provincia de Soria) para los interiores, si bien para el exterior fue utilizada la impresionante iglesia de Santo Domingo (en la capital soriana).
Con sus dramas históricos, Shakespeare se propuso referir el siglo de historia inglesa anterior al advenimiento de los Tudor, la dinastía cuya última representante, Isabel I, fue testigo de buena parte de la carrera del autor. Un siglo turbulento, que comenzó con un destronamiento, el de Ricardo II, y terminó con el del otro y más famoso Ricardo, el III («¡Un caballo, mi reino por un caballo!»), y que solo tuvo en Enrique V a un monarca digno, si bien su reinado fue muy corto. En teoría, el dramaturgo justificaba así la «buena nueva» que para el país supuso la llegada de los Tudor, mas quien conozca las obras sabe bien que se trata, ante todo, de una reflexión sobre el Poder, sobre la soledad de quienes se sitúan en su cúspide, y del inevitable reguero de violencia que acompaña, o bien la consecución del mismo, o su mantenimiento, o su deposición.
Enrique IV, y por tanto Campanadas a medianoche, aborda el tema mediante la sugestiva contraposición entre dos mundos, cada uno representando por uno de los dos «padres» de Hal. El de Enrique IV, encarnado por un severo John Gielgud, se vertebra en torno a las rebeliones que el monarca (que, a su vez, consiguió la corona del mismo modo) debe afrontar, y por tanto el entorno regio es un mundo de constante preocupación y soledad, que remarcan esos planos que recluyen al monarca entre las paredes de su castillo, como si fuera un verdadero prisionero de una ambición a la que ya no puede escapar. Es magnífico el parlamento final que pronuncia ante su hijo, en el momento de morir, y en que le dice que lo que para él fue adquisición a él le llega del modo más digno, lo cual le permitirá iniciar su reinado sin ese peso de ilegitimidad.
En cambio, el mundo de Falstaff es el mundo de la extroversión y la alegría, del ingenio y del desahogo, tanto alcohólico como carnal (la taberna donde plantan sus reales es, a la vez, un burdel, con la francesa Jeanne Moreau, encarnando a la más bella de sus prostitutas). Es justo el opuesto al que representa su padre, de ahí que no pueda extrañar la opción elegida por el joven e impetuoso príncipe Hal. Añadamos que Orson Welles está genial en el papel principal, posiblemente en su cumbre interpretativa —junto al Hank Quinlan de Sed de mal—, con el físico componiendo en buena medida el carácter, exuberante por inclinación, sobrio por necesidad cuando llegan los malos tiempos.
Ahora bien, como ya nos indica Shakespeare, en el momento en que el autor vuelca su mirada sobre el maestro y el discípulo, los old good times parece que comienzan a quedar atrás. Aun cuando el príncipe sigue participando en toda clase de desmanes organizados en torno a Falstaff, ya se percibe —aunque tal vez este sea el último en advertirlo— cierto distanciamiento del joven hacia el hombre mayor. La presión que ejerce su podre sobre él ya es grande, pues en el aire se palpa la rebelión que está a punto de estallar, cuyo líder es un joven noble apodado Espuela Ardiente que parece encarnar los valores caballerescos que ya querría Enrique para su hijo: el mismo Hal, por ello, advierte que el final del tiempo de la irresponsabilidad se cierne sobre él más cerca que lejos.
No en vano, para su presentación en pantalla, Welles escoge el bonito diálogo en que el propio príncipe, con triste lucidez, le expresa a su maestro (quien lo recibe con admiración: es un tutor que reconoce la valía del alumno) que, tarde o temprano, él tendrá que retornar a la senda que está marcada para él, y que, cuando lo haga, el asombro de sus súbditos será tanto mayor al comparar la reforma de su carácter con la profunda ignominia de estos tiempos de disolución. Es la escena, además, en que mejor brilla el joven actor inglés Keith Baxter, que sabe fundir muy bien en sus ojos las dos dimensiones del personaje: la tentación por la fiesta y la disolución, y el reproche que esto le produce a sí mismo. Advirtiendo el seco resentimiento que, por momentos, asoma a sus ojos al contemplar a Falstaff, ¿cómo no anticipar la ingratitud con la que lo rechazará tan pronto sea coronado?
No mucho después, otra escena se encarga de ratificar esta misma impresión. Se trata de aquella, bastante famosa, en que los dos improvisan una representación (las obras de Shakespeare abundan en este tipo de recursos: recuérdese, en Hamlet, a los actores a los que el protagonista utiliza para denunciar el asesinato de su padre) en que se hacen pasar, sucesivamente, por el mismo rey reprochando a su hijo las malas compañías. Si Falstaff, con gracia, consigue que el «rey» realice su propio panegírico, el príncipe, con evidente irritación, asume el papel de su padre para proferir una completa imprecación contra el maestro, cuyas feroces acusaciones, es evidente, surgen de dentro de él.
Por mucho que deba transcurrir media película hasta que se produzca la definitiva ruptura, en esa escena ya está contenido ese impresionante final en que Falstaff irrumpe en la ceremonia de coronación de Hal, su «muchacho», brindando la explosión de jovialidad (alcohólica) que hasta ese momento ha sido la norma de su trato familiar. No ha advertido que, desde ese momento, el príncipe Hal se ha convertido definitivamente en el rey Enrique, que le recibe con la pública reprobación y la mayor de las humillaciones. En un solo instante, los años de disipación caen sobre el maduro barbián y lo convierten en un anciano derrotado, al que solo espera ya la muerte. Y esta se producirá en el epílogo, que Welles extrajo de la siguiente obra teatral de Shakespeare, Enrique V (destinada a la glorificación de este monarca, que invadió Francia con éxito), donde la posadera de la Cabeza del Jabalí (papel encarnado por la veterana Margaret Rutherford) cuenta el final del pobre caballero, literalmente muerto de la pena por el mal trato del hombre cuya juventud cuidó. En el bonito final de la película, los únicos amigos que le quedaron a Falstaff —significativamente, los más humildes— sacan su ataúd de la posada para conducirlo al camposanto, pasando por última vez por delante de las entrañables murallas de Ávila, bello homenaje final tanto al personaje como a esa bella ensoñación que es la Inglaterra recreada por Welles.
Campanadas a medianoche, por lo tanto, es una inolvidable exposición tanto del tema central presente en Shakespeare (la soledad del poder, que no admite amigos, en primer lugar) como de aquellos otros que, también latentes en sus páginas, interesaron de modo especial a Welles, en función de su propia vida y trayectoria profesional. En primer lugar, la decadencia, con su inevitable compañera, la amargura, que es, además, con la que se inicia el film, mediante esa apertura —que parece antes una escena simbólica, que no se data en ningún momento concreto de la historia— con Falstaff y el viejo y medio atontolinado maese Swallow, primero paseando por la nieve y luego sentados frente al fuego de la posada, mientras el segundo no para de exclamar «¡Las cosas que hemos visto!», indicando así que, para ellos, apenas queda camino que recorrer por delante pero es infinito el que se extiende a sus espaldas.
Asimismo, Welles expone muy bien el significado que encarna la rebelión de Espuela Ardiente contra el usurpador Enrique: el fin del mundo caballeresco (sin duda violento, pero dotado —por supuesto, para sus privilegiados— de la aureola del honor conseguido a través de las hazañas) a manos de la imposición de la autoridad real (igualmente violenta, o más, pero dotada además de la arbitrariedad). El director trata con notable cariño al rebelde, dedicándole una escena que puede parecer una digresión, en que el caballero se despide de su esposa, y entre ambos fluye una cálida complicidad (si bien Welles no puede evitar burlarse de él: un momento, incluso, se le escurren las ropas y enseña el trasero), que él cierra con su marcha a la batalla en que morirá. Su despedida, como la de tantos personajes del autor, es inolvidable: «¡Me has robado la juventud!», le dirá al hombre que lo mata, al mismo príncipe Hal, pero no como un reproche sino como una constatación del tiempo perdido para nada. La victoria del heredero en el duelo, además, posee una evidente carga simbólica, sobre todo si tenemos en cuenta la estima que Enrique IV había expresado en público hacia aquel.
La secuencia de la batalla de Shrewsbury es un momento especialmente sobrecogedor en una película que abunda en ellos, puesto que, además, supone uno de los mejores discursos cinematográficos contra la estéril violencia de la guerra. Por una paradoja muy wellesiana (aunque, en otras películas, el resultado fue al revés), el director consigue que la extrema estilización que aplicó en su elaboración (obligada, además, por los escasos medios, al tener que fingir ejércitos numerosísimos donde no los había) devenga crudísimo realismo, como no se había visto hasta entonces en un film histórico. Los prolegómenos ya son buena muestra de ello, con esas espléndidas imágenes de los caballeros siendo izados con grúas y poleas a sus caballos, pues el peso de sus armaduras les impide hacerlo por sí mismos. A partir de ahí, lo que sigue es pura alucinación: unas cabalgadas que parecen prolongarse hacia el infinito, como si infinitos fueran el espacio, la batalla y los contrarios; un uso de la niebla bien conocido por Welles (aunque aquí es polvoreda) que hace imposible distinguir a amigos de enemigos hasta que ya se ha lanzado el golpe; unas lanzas y flechas que duelen al hincarse en los cuerpos como si nos dieran a nosotros; el cambio de velocidad en la cámara, que en vez de convertirse en ostentosa retórica, ratifica la irrealidad de toda batalla; la crudeza de la sangre derramada en primer plano; el barro en el que, poco a poco, van fundiéndose/confudiéndose los rivales…
En medio de tanta laceración, de tanto sufrimiento, de tanto horror inhumano, el único soplo de humanidad lo produce precisamente la presencia de Falstaff, embutido en su voluminosa armadura, sobreviviendo a todo peligro por saber rehuirlo y luego fingir valor supremo, apuntándose varios momentos de antología: la botella de vino que ofrece al príncipe Hal cuando este cree que le va a entregar una pistola; o ese estupendo parlamento en el que Shakespeare, por mucho que tuviera que glorificar a los gobernantes victoriosos, le hace decir: «¿Qué es el honor? Aire, solo aire…». Y el príncipe Hal, a su lado, mientras la batalla ya se cierne en el horizonte, lo escucha con una mezcla de fastidio y admiración, porque la verdad escapa de labios de ese hombre al que sabe que, de ningún modo, puede seguir tomando como modelo. Su padre, el rey, espera, y también espera ese rival, Espuela Ardiente, al que debe matar para asumir su honor, ese honor del que el escéptico Falstaff se ríe. ¿Cómo podríamos esperar que, una vez convertido en rey, Hal, Enrique V, no haga otra cosa que enviarlo al olvido? Campanadas a medianoche, en su triste grandeza, nos obliga a comprender al príncipe que ha de ser rey, pero nos mantiene, firmes, al lado del hombre que encarna la vida.
FICHA DE LA PELÍCULA
Título: Campanadas a medianoche / Chimes at Midnight. Año: 1965.
Dirección: Orson Welles. Guion: Orson Welles, según diversas obras de William Shakespeare. Fotografía: Edmond Richard. Música: Angelo Francesco Lavagnino. Reparto: Orson Welles (Falstaff), John Gielgud (Enrique IV), Keith Baxter (Príncipe Hal), Jeanne Moreau (Doll Tearsheet), Margaret Rutherford (Señora Quickly). Dur.: 118 min.