Érase una vez un musical que tenía muy mala fama y respondía al nombre de Los paraguas de Cherburgo. Para este joven cinéfilo que amaba el género tal y como lo planteaba Hollywood, había motivo para desconfiar de un film que, para empezar, no era estadounidense sino francés, donde hasta la frase más trivial se cantaba, sin la menor pausa, y donde no se bailaba, toda una herejía para quienes crecimos con Gene Kelly, Cyd Charisse y Fred Astaire. Encima, las informaciones señalaban que lo que se contaba cantando y cantando sin parar era una vulgar historieta de amor entre dos jovencitos que se amaban y se separaban, sin mayor alternativa argumental. Y para colmo, las valoraciones críticas que podían encontrarse no se cansaban de insistir en un mismo calificativo: cursilería, al que hacían preceder del demoledor adjetivo desarmante. Pues bien, la mejor forma de comprobar la calidad de cualquier obra de arte siempre será asomarse a ella. Y Los paraguas de Cherburgo (1964), asumiendo con naturalidad esa evidente tentación por la cursilería que planea siempre sobre ella, supone una operación de verdadera radicalidad en torno al concepto clásico de musical, tanto por su completo contenido cantado como por plantearlo a partir de una atmósfera de sencilla melancolía que, increíblemente, justifica por completo la estructura. La sorpresa se saldó con un éxito monumental, por lo que tres años después el mismo equipo ejecutó un segundo musical, Las señoritas de Rochefort (1967), esta vez en términos más ortodoxos pero con resultados igualmente encantadores. Dos películas que, además, pueden esgrimir el singular valor de constituir los únicos musicales no estadounidenses que han podido competir con sus grandes títulos.
El tiempo no tardaría en eclipsar ambas películas. Molestaba su naturaleza, en apariencia tan divergente entre el fulgor del cine culto de aquel momento, el de la famosísima nouvelle vague (para propuestas de género, no menos cinéfilas, ya estaba el polar o cine policiaco). Y sin embargo, su director y guionista, Jacques Demy, había sido inicialmente reconocido como uno de los representantes de esa nueva ola, tanto por edad (tenía 31 años cuando debutó con su primer largometraje) como por inclinaciones y concepto cinematográfico.
De hecho, esa ópera prima, Lola (1961), no puede ser más nouvelle vague, con su fotografía en blanco y negro, su modestia de medios, su rodaje en exteriores y, sobre todo, el evidente placer por el mero hecho de narrar que transmiten sus imágenes, que se traduce en la falta de preocupación por un guion en el sentido clásico. Pues bien, quien descubra este título, como yo, después de conocer el díptico musical, encontrará ante todo que en él ya está el esbozo de sus dos trabajos más conocidoas, por no hablar de que los tres están filmados en tres ciudades de la costa atlántica francesa muy cercanas unas de las otras (Demy era de Nantes, lugar donde transcurre Lola). Lo que heredará Cherburgo de esta película es su atmósfera de melancolía (sentimental y urbana) e incluso un personaje, Roland Cassard, aquí protagonista y en el film posterior personaje secundario (es más, la canción que lo acompaña era ya el tema musical que se asocia a él en Lola, añadiéndole la letra); Rochefort, el entramado narrativo a base de encuentros y desencuentros de un conjunto de personajes a la busca del amor.
No en vano, el proyecto inicial que Demy presentó a los productores que se interesaron por él era el de un musical en rutilante color; un film que, pretendía, hiciera salir a los espectadores del cine con ganas de cantar y bailar. Por supuesto, nadie se avino a entregar a un debutante el altísimo presupuesto que necesitaba, pero al menos Lola sirvió a Demy para encontrar al cómplice que necesitaba, el compositor Michel Legrand (un año menor que él). Cuatro años después, ambos hombres ya estaban preparados para hacer esa obra. El único punto de desencuentro fue que Legrand proponía hacer algo parecido a un film operístico, y Demy quería un musical en el sentido clásico. La transacción fue que Los paraguas de Cherburgo respondería al concepto de Demy, pero que, como en las óperas, todos los diálogos serían cantados.
Los títulos de crédito de Los paraguas de Cherburgo —sin exagerar, a la altura de los mejores de todos los tiempos— ya contienen la carta de naturaleza de la misma. Una vista del puerto de Cherburgo, una panorámica suave que acaba en un encuadre cenital sobre un embaldosado que parece componer un cuadro de Klee, la lluvia cayendo monótona sobre las baldosas. Suena ya la magnífica música de Legrand y los transeúntes van cruzando bajo la cámara y la lluvia, llevando casi todos ellos un paraguas de color intenso, moviéndose de modo en principio casual pero en realidad componiendo ya un ballet de armónicos movimientos, siendo mi momento favorito aquel en que una hilera de paraguas oscuros se detiene, formando una línea horizontal, para que pase un cochecito de bebé, y entonces se sobreimpresiona el título de la película. Las gotas de agua, el encuadre que nos hurta el rostro de los transeúntes, la música envolvente pero nada grandilocuente impregnan las imágenes de un irresistible aroma de serena melancolía. ¿Cómo no desear que el resto de la película esté a la altura de tan maravilloso arranque?
Los paraguas de Cherburgo narra el romance juvenil de una humilde pareja, destinada por las circunstancias de la vida cotidiana, y no por ningún lance trágico del destino, a la separación. Con audacia (puesto que podría pensarse que la decisión de que la película sea cantada en su integridad debería elegir una historia que haga honor a ese supuesto énfasis formal: una historia pródiga en sublimidad romántica), Demy se cuidó especialmente que los dos jovencitos fueran corrientes y nada singulares, y que su historia se correspondiera con su falta de singularidad. Sus nombres, Geneviève y Guy. Ella tiene 17 años en el momento en que arranca la historia y su madre tiene una tienda, no muy boyante (pero, eso sí, muy chic) que es la que da el nombre a la película. Él trabaja como mecánico en un garaje local. Podría decirse que se hizo, al menos, una concesión: que los actores elegidos fueran agraciados, y por ende, más atractivos para el público, pero el dúo escogido —la francesa, y entonces desconocida, Catherine Deneuve, y el italiano, más experimentado pero enseguida eclipsado, Nino Castelnuovo—, si por algo se caracteriza, es por su falta de carisma: son tan solo guapos y agradables, sin poder evitar ser vulgares, como sus personajes. (No me importa, a este respecto, que ella se convirtiera enseguida en una de las actrices más populares de su país, incluso en una especie de símbolo de la feminidad francesa, por cuanto creo que siempre ha sido una intérprete bastante insulsa.)
La historia se divide en tres partes cuyos títulos (Partida, Ausencia, Regreso) expresan bien su desarrollo. La primera muestra la relación que tiene la pareja, ni más ni menos apasionada que cualquier otra, y la única pequeña sombra es que la madre no ve con buenos ojos ese noviazgo. Ahora bien, madame Emery (magnífica Anne Vernon) no es ningún ogro, sino una madre que, como tantas de la época, y más teniendo en cuenta las estrecheces que pasa el negocio, aspira a una boda de postín para su hija, aspiración en la que también tiene mucho que contar el que ella misma haya sido madre soltera y haya tenido que criar sola a Geneviève.
De hecho, como llovido del cielo, madre e hija acaban de conocer al ya mencionado Roland Cassard, un marchante de diamantes, todavía joven pero de aspecto serio, incluso triste (interpretado por el mismo actor, Marc Michel), que se enamora de inmediato de Geneviève y la pide en matrimonio. Por cierto, que es una virtud del film que este tercer vértice del triángulo, al contrario de lo usual por ejemplo en tantas películas míticas de Hollywood, de Historias de Filadelfia a Luna nueva, carezca de cualquier dibujo negativo: Cassard es un hombre sin duda gris, que presagia una vida matrimonial tranquila y, claro, acomodada, sin ningún otro aliciente, pero no un tipo obtuso ni estúpido como los rivales de Cary Grant en aquellas películas.
El problema surge cuando Guy es reclutado para el ejército (en concreto, para marchar a la emblemática guerra de Argelia), lo que impulsa a la pareja, justo antes de la separación, a consumar su relación (tal vez el único acto «sublime» que se permiten), de tal modo que, como tanto había temido madame Emery, la muchacha queda embarazada. Pues bien, si efectivamente Geneviève acaba casándose con Cassard no es por imposición de la madre ni por prevención ante el previsible juicio social sino porque, sencillamente, se cansa de esperar: por miedo a que en realidad Guy no vuelva de la guerra, por inseguridad propia, porque la pasión se va diluyendo como siempre hace la lluvia suave y monótona que cae sobre Cherburgo y sobre sus vidas.
El notable «encanto agridulce» (en palabras de Carlos Aguilar) que desprende este film, triste pero no trágico, melancólico pero no elegíaco, nace de la forma en que Demy (y Legrand) eligen ejecutar una historia tan sencilla. En primer lugar, el mismo contexto que rodea a la pareja parece convocar, en todo momento, la idea de la soledad: ni las dos Emery ni el joven parecen tener algún amigo en el mundo; en el caso de él, además, la pariente con la que vive es una tía enferma que, claro, exuda un inevitable hálito mortuorio. En segundo lugar, por supuesto, la ambientación perennemente otoñal (en el epílogo, inteligentemente invernal, con esos suelos invadidos por la nieve que presiden el efímero reencuentro de la pareja) y el uso connotativo de la lluvia.
Por otro lado, el film destaca por un tratamiento cro-mático de conside-rable colorismo, que lo podía haber conducido a ese terreno de la cursilería de cuya acusación, desde luego, no se libraría. Ahora bien, si no es así es porque Demy lo utiliza mediante la aplicación de unos principios («geométricos» es casi el adjetivo que parece obligado, por tópico que sea) que funden personaje y marco (simbolizando la unión entre fondo y forma que el director tanto cuida), de tal modo que los vestidos se corresponden al color del papel pintado, en los interiores, o de las paredes, en los exteriores. El objeto es provocar un contraste entre la sencillez de la historia y la sofisticación de la propuesta formal y sonora, cuyo propósito me parece que es subrayar la eterna tensión que sufre el ser humano entre la realidad de la vida, por lo común vulgar y descarnada, y su necesidad de convertirla en fábula, aun cuando sea para sobrevivir mejor. Por otro lado, una película enteramente cantada ya es de por sí fabulesca, de tal modo que no hubiera tenido sentido remarcar un realismo que no fuera el que emana de los personajes y sus vulgares vivencias.
Cómo no encomiar la memorable banda sonora compuesta por Michel Legrand. Su principal canción, el famoso Je t’attendrai, cantado en diversas ocasiones a lo largo del desarrollo, se convertiría en un hit de la época, con versiones en todos los idiomas. Es el leit-motiv indiscutible de la película, sustentando en buena medida ese aire tristón que la envuelve. Es más, al contrario de lo que nos tenían acostumbrados los musicales de Hollywood, el resto de piezas se caracteriza por la falta de discordancia con respecto a este tema, hasta el punto casi de parecer variantes del mismo. Me parece una inteligente decisión de Legrand, que optó por no componer una summa de tonadas distintas y por tanto muy reconocibles (como sucede en los musicales estadounidenses), precisamente porque la falta de las «pausas» que, en el musical estándar, son las escenas de diálogos, aconsejaba mantener una unidad tonal. De hecho, en Las señoritas de Rochefort, donde sí hay alternancia entre canciones y diálogos, aun cuando aquellas ya poseen una diversidad mayor que en Los paraguas, tampoco habrá ninguna radical diferencia entre ellas, pues Legrand mantiene, en lo que cabe, el mismo principio musical que en la película seminal.
Decía que a Jacques Demy parece difícil asociarlo con la nouvelle vague. Y sin embargo, cuando menos compartió con sus principales miembros (con Godard y Truffaut, seguro) la misma cinefilia que se proyecta en pantalla. Así, no puedo evitar creer que Demy quiso que su película entroncara con esos maravillosos clásicos del final del cine mudo que son Amanecer (1927, F. W. Murnau), Y el mundo marcha (1928, King Vidor) o Soledad (1928, Paul Fejos), entre otros, títulos todos que también plantean la crónica de la historia de amor entre dos seres humildes y sencillos, que únicamente le piden a la vida justo eso, alguien con quien compartir su dureza cotidiana, y que se resuelven mediante unas tramas parcas en peripecias, centradas en unos espacios cotidianos en todo caso transmutados en algo efímeramente sublime al ser vividos en compañía de un ser amado.
Por último, también evoca con naturalidad otra película, esta mucho más reciente, la obra maestra de Elia Kazan, Esplendor en la hierba (1961), con la que comparte la misma cadencia triste en su crónica del fracaso de la relación sentimental entre dos jóvenes que parecían no concebir el mundo con otra persona. Es más, ese epílogo que supone su reencuentro tras largos años sin saber el uno del otro (en la estación de gasolina de él, los dos casados y con hijos), bañado de tristísima contención, bien simbolizada por la gelidez de ese entorno invernal en que se enmarca, supone una magnífica metáfora de cómo las ilusiones de la juventud quedan convertidas en efímeros espejismos que quizá ni conviene agitar en el recuerdo.
Tres años después del gran éxito obtenido, Demy decidió realizar un segundo musical, para lo cual, y del modo más encomiable, se propuso no efectuar un mero recalentamiento del film anterior. Las señoritas de Rochefort (1967) es ahora un musical ortodoxo en el sentido de que retorna a la estructura habitual que alterna diálogos y canciones, además de incluir numerosas secuencias de baile. Y es que su propósito, ahora sí, es rendir homenaje al género en su concepción estadounidense, un homenaje apasionado e inteligente, que se vertebra en dos componentes. Por un lado, la referencia al clasicismo de la edad del oro del género en Hollywood (tampoco tan lejana, por otra parte), esto es, la desarrollada en el seno de la Metro Goldwyn Mayer y que tuvo al gran Gene Kelly como portavoz principal, de ahí que Demy no dude en reclutarlo (y el bailarín que cantó bajo la lluvia aceptó con entusiasmo, en lo que acabaría suponiendo su último gran papel en el musical). Por otro, la propia renovación que había surgido en la Meca del Cine, y que simbolizaba, sobremanera, West Side Story (1961), de ahí la contratación de uno de sus intérpretes principales, George Chakiris, para otro de los papeles relevantes.
Resumiendo mucho, Demy concibió la parte danzada en sintonía con las geniales coreografías diseñadas para el segundo de los títulos citados por Jerome Robbins (si bien la presencia del mítico «americano en París» obligaba a dedicarle un número ajustado a sus características). Y por encima de todo, del modelo Kelly (del modelo Metro-Goldwyn-Maer) recoge esa concepción del género como un canto a la famosa alegría de vivir, a la joie de vivre, por citarlo con palabras francesas, con su contagiosa explosión de vitalidad y su arriesgado sentido del optimismo. Y es que, nueva decisión admirable del director, para su nueva película descarta el conseguido tono melancólico de su previo trabajo, huyendo así de todo riesgo de parecer formulario. En todo caso, de Los paraguas de Cherburgo se mantiene el tono cromático —solo que ahora ya al servicio de una atmósfera directamente delirante— y el protagonismo de Catherine Deneuve, si bien dentro de una estructura coral de personajes.
La trama se desarrolla en la ciudad bretona del título a lo largo de cuatro escasos días (de un viernes a un lunes por la mañana) y, con la excusa de la llegada de un grupo de feriantes, une, reúne, separa y vuelve a unir a un conjunto de personajes a la búsqueda del amor (para unos, del ideal amoroso; para otros, del amor perdido; y para unos cuantos más, del amor en el sentido que sea), que es tanto como de la realización personal. Así, el principal rasgo personalizador de este segundo musical es el virtuosismo de un guion que rinde abierto tributo al azar y a la importancia del mismo en las relaciones sentimentales, desarrollando un juego de encuentros y desencuentros dentro del cual es fundamental la complicidad del espectador, el único que es consciente en todo momento de los lazos que unen a todos los personajes y del entrelazado que debe madejarse o desmadejarse para que todo salga bien.
El espíritu lúdico del guion principia por la decisión de que los dos personajes titulares sean un par de hermanas gemelas, Delphine y Solange, a las que encarnan dos hermanas en la vida real, si bien no gemelas, es decir, Catherine Deneuve y Françoise Dorleac (ambas, por cierto, dobladas en las canciones: la primera también lo estuvo en su previo trabajo), una dando vida a una profesora de danza y la otra a una profesora de música, ambas soñando con su inminente marcha en París. Añadamos una tercera mujer de la misma familia, su madre (también madre soltera, como madame Emery), a quien interpreta nada menos que Danielle Darrieux, toda una gloria del cine nacional, inauditamente joven y en buena forma física, de ahí que no extrañe que todas la tomen, inicialmente, como la tercera hermana de la familia.
Las tres no saben, al principiar ese fin de semana, que el amor (de la diversa manera, en cada caso, que señalaba líneas arriba) se presentará en sus vidas. Es más, como parte del juego, la llegada de dos feriantes jóvenes y agradables (uno de ellos, el encarnado por Chakiris) hace creer al espectador que, miel sobre hojuelas, serán ellos quienes rindan a las señoritas de Rochefort. Sin embargo, en realidad quienes a ellas están destinadas son otros hombres: un joven pintor (Jacques Perrin) que cumple el servicio militar en la ciudad y que, sin conocerla, ha dado rostro a su ideal femenino bajo los rasgos de Delphine; un compositor consagrado (Gene Kelly: divertido que haga de músico y no de bailarín); y el tristón dueño de una tienda de música de la localidad (Michel Piccoli, cuyo personaje parece una variante del Cassard de Cherburgo).
Es conveniente señalar, ante la inevitable comparación, que Los paraguas de Cherburgo posee un equilibrio y una cohesión interior que no siempre están presentes en Las señoritas de Rochefort, sin duda porque aquí estamos en el clásico caso del director sorprendido en un trabajo de «confirmación» justo después de un éxito rotundo, que por tanto se deja sugestionar demasiado por su propósito de brillantez extrema. Aun así, el film constituye una delicia irresistiblemente irreal, muy divertida en su uso de los referentes cinéfilos (no tiene precio ver a Kelly tropezarse una y otra vez con marineritos, aunque estén justificados por la existencia de la base militar local), que triunfa en su propósito de hacer que el espectador se deje arrastrar sin apenas pensar por la vertiginosa corriente de ideas y episodios que proponen las imágenes.
Una vez más, brillan el colorismo arrebatador, el vestuario imposible y la magnífica banda sonora de Michel Legrand, si bien en este caso la división en números cerrados hace que algunos destaquen sobre otros: en particular, Nous Voyageons de ville en ville, mediante el cual el simpático dúo de forasteros se presenta ante la madre de las gemelas en el bar que regenta en la plaza del pueblo, o el extraordinario De Hambourg a Rochefort, que da pie a una genial escena, situada justo en el ecuador de la película, durante la cual la canción va pasando de personaje en personaje hasta trabar a todos los principales en una cadena de enorme significación dramática.
Y, si Cherburgo comenzaba de modo genial, no menos puede decirse de la conclusión de Rochefort, de una gentileza elíptica sin igual: resueltas abiertamente dos de las tres historias de amor (las de Dorleac-Kelly y Darrieux-Piccoli), cuando la última, por ser la más abstracta y etérea (la que une a Deneuve-Perrin, cada uno ignorante de ser el ideal del otro), parecía destinada a quedar en el aire, un último toque juguetón del azar pone a funcionar el mecanismo para corregirlo.
De Cherburgo a Rochefort (sin olvidar la historia sucedida antes en Nantes: el juego de palabras procede del segundo film), Jacques Demy y Michel Legrand consiguieron seducir al mundo con dos musicales. Y aunque siempre los nombres que se nos vendrán a la cabeza a los cinéfilos cuando pensemos en el género serán los de Gene Kelly, Fred Astaire, Vincente Minnelli o Stanley Donen, no está de menos recordar que en Francia un director también puso a unos personajes a cantar bajo la lluvia… la lluvia de Cherburgo.
FICHAS DE LAS PELÍCULAS
Título: Los paraguas de Cherburgo / Les parapluies de Cherbourg. Año: 1964
Dirección y guion: Jacques Demy. Fotografía: Jean Rabier. Música: Michel Legrad. Reparto: Catherine Deneuve (Geneviève Emery), Nino Castelnuovo (Guy Foucher), Anne Vernon (Madame Emery), Marc Michel (Roland Cassard). Dur.: 91 min.
Título: Las señoritas de Rochefort / Les demoiselles de Rochefort. Año: 1967
Dirección y guion: Jacques Demy. Fotografía: Ghislain Cloquet. Música: Michel Legrad. Reparto: Catherine Deneuve (Delphine Garnier), Françoise Dorleac (Solange Garnier), Danielle Darrieux (Yvonne Garnier), George Chakiris (Etienne), Jacques Perrin (Maxence), Michel Piccoli (Monsieur Dame), Gene Kelly (Andy Miller). Dur.: 120 min.
Preciosa reseña, capitán extranjero, siempre nos descubres nuevos ángulos. Gracias
¡Que nuestra capacidad de sorpresa siempre esté abierta a despertar 🙂 !
¡Ufff, con Demy hemos topado! Desde luego que eres un analista audaz. Pocos cineastas hay tan denostados como este. Empezando por cursi y siguiendo por todo lo demás. Pero ambos musicales son una muestra de su talento visual y artístico. Yo prefiero Las señoritas de Rochefort, aunque no quiero decir que sea mejor película. Se trata de un sentido homenaje al musical de Hollywood (Donen, Minnelli, Kelly, Astaire, Cyd Charisse…) en el que todas las piezas encajan. Las hermanas están estupendas, Danielle Darrieux también, todos los que intervienen (Jacques Perrin, Chakiris, Piccoli…) están convincentes y hasta el estilo amilbarado y un poco empalagoso del gran Gene Kelly cuadra perfectamente con el tono del film. Estupenda música de Legrand y un aroma de nostalgia que culmina al final de la película.
Ya sé que llego tarde, pero Pánico en las calles y, sobre todo, Río Salvaje y Esplendor en la hierba (dos películas maravillosas) redimen a Kazan ante la historia y en su irregular carrera cinematográfica. No hay que desdeñar tampoco Fugitivos del terror rojo (anda, que vaya titulito), una película que no conocía y me sorprendió al verla, y toda la melancolía que desprende El último magnate.
Me reprocho no haber sido audaz durante muchos años y no haber tenido siquiera la curiosidad de asomarme a este par de películas, creyendo firmemente que lo que iba a encontrarme era justo lo que prometían esas denuncias de cursilería irredimible. Y si lo he hecho es por hacer caso de nuevas impresiones de críticos y amigos cuya opinión valoro considerablemente. Es decir, es un descubrimiento sin mérito personal… pero ante el que me he rendido sin paliativos. Debo decir, eso sí, que conocía personalmente una película de Demy y que, en principio, parecía dar la razón a sus detractores. Se trata del tercer musical que hizo, «Piel de asno», basado en un cuento de Perrault (por eso sí que la había visto: por mi atracción hacia las versiones de cuentos clásicos), que vi hace muchos años y que me pareció muy discreta.
«Las señoritas de Rochefort» me parece por debajo de «Los paraguas de Cherburgo», pero en cambio cumple maravillosamente bien su propósito de evocar el musical clásico de Hollywood (con la consiguiente apología de la alegría de vivir), de ahí que, en efecto, se siga con maravillada felicidad. Y todos los actores están fenomenal: quizá me decanto por Michel Piccoli (por lo inesperadísimo de verlo en tal ocasión, y por la callada simpatía que despierta su tristón personaje) y una Danielle Darrieux a la que en absoluto reconocí hasta que reparé en los créditos.
En cuanto a Kazan, bienvenido sea el comentario, aun cuando sea pasando por un artículo tan diferente jaja. Las dos películas que citas son también para mí su gran aportación al cine, pero por fortuna, y en este ciclo que me he hecho y ha motivado el análisis, he (re)descubierto otras cuantas que lo «justifican», de ese film de trembundo título a la del tranvía de la que guardaba un recuerdo discreto, pasando por «Baby Doll» o «Pinky». «El último magnate» la vi en un lejanísimo Sábado Cine de mi infancia/adolescencia, y casi no recuerdo nada de ella, de ahí que sea de los títulos de los que he preferido no hablar.
Un abrazo y bienvenido siempre, Ángel.