Los cinéfilos tendemos a convertir en teoría general lo que suele ser impresión particular, pero no creo andar muy errado si señalo que la primera vez que alguien ve West Side Story, en especial si lo hace a edad temprana y es amante del musical, cree hallarse ante una película revolucionaria, con el conjunto de coreografías y canciones más genial de la historia. Televisión Española la emitió por primera vez el día 17 de abril de 1987, y yo fui uno de los espectadores que la devoró con fascinación. Como siempre, el paso del tiempo constituye la prueba suprema para toda obra de arte, y la segunda vez que la contemplé, al menos quince años después, supuso una mayúscula decepción para mí. Sin la agradable sorpresa de unas canciones con las que estaba familiarizado tras haber escuchado decenas de veces su banda sonora, me encontré con una historieta sentimental sin el menor interés y con un trasfondo social irrisoriamente envejecido. Otros tantos años después he vuelto a rescatarla, ahora con el aliciente de haber podido asistir, en una visita a Madrid, a la representación de la obra escénica. La conclusión, como suele ocurrir, en estos casos, es que la película (y el musical original) no son ni la genialidad revolucionaria que creímos antaño ni el espectáculo caduco de después. O es ambas cosas a la vez: un contenido emocional de novela rosa y unas pretensiones de denuncia social insustanciales, pero una lección de cómo construir una formidable dramaturgia por medio de los números musicales, lo cual, es indudable, sigue convirtiendo esta película en un ejemplar perdurable del género, capaz de hacer olvidar todos sus otros defectos.
Empecemos por los orígenes: West Side Story es un musical escénico estadounidense estrenado con enorme éxito en 1957. Se trataba de un proyecto impulsado por Jerome Robbins, uno de los más importantes coreógrafos del momento, y el músico (y el más famoso director de orquesta nacional de su época) Leonard Bernstein. En principio, el propósito era realizar una versión actualizada del Romeo y Julieta shakesperiano, que cambiaba la rivalidad original entre Capuletos y Montescos por un enfrentamiento entre católicos y judíos, situado en los años 40, planteamiento seguramente motivado por el impacto del muy reciente Holocausto (el propio Bernstein era judío). Para construir un libreto que fuera la base de su respectivo trabajo en el terreno musical, ambos llamaron a Arthur Laurents, un dramaturgo de acreditada trayectoria progresista. El cuarto talento añadido fue el del letrista Stephen Sondheim. (No sé por qué, este suele ser el elemento artístico más ignorado a la hora de acreditar los méritos en un musical, cuando su labor es fundamental: cómo ejemplo de su trabajo puede señalarse una de las canciones menos conocidas pero más ingeniosas del musical, el soberbio Gee, Officer Krupke.)
La dilatación acabó transformándolo, al interferir en su decurso eso que antes se llamaba la «candente actualidad». Las noticias sobre conflictos entre bandas de distinta extracción racial en los barrios humildes de Nueva York llevaron a los autores a cambiar el foco de la denuncia. Así, Capuletos y Montescos (o cristianos y judíos) acabaron dando pie a los Jets y a los Sharks. Los primeros se consideran «blancos» y, por tanto, dueños legítimos del barrio frente a los segundos, emigrantes recién llegados de Puerto Rico. Ahora bien, y tratándose de Estados Unidos, también estos últimos proceden de algún lado, y de hecho al protagonista, Tony, le tildan más de una vez de «polaco» (el líder de los Sharks, burlonamente, también los llama «nativos americanos»).
La sencilla historia que desarrolla el libreto, por lo tanto, se sitúa en el entonces marginal Upper West Side neoyorquino, y narra la rivalidad entre las dos bandas señaladas por el control del barrio (si bien, nada nuevo hay bajo el sol, las tintas negativas, por excluyentes, se cargan en el lado de los Jets), mientras nace, de modo simbólico, un «amor sin barreras» —como decía el cursilón subtítulo que ostentó el film en los países hispanos, sin ir más lejos en nuestra España durante su primer estreno, por mucho que enseguida se olvidara— entre el joven Tony, íntimo amigo de Riff, líder de los Jets, con quien fundó la banda aunque ahora esté apartado de ella buscando su propio lugar bajo el sol, y María, la joven portorriqueña que acaba de llegar al país, y que es hermana de Bernardo, el jefe de los Sharks. El quinto personaje importante es Anita, la temperamental novia de Bernardo y asimismo amiga y protectora de María. Como se sabe, y al igual que el supuesto referente shakesperiano, todo acabará fatal: pese a sus intentos por impedir el brutal enfrentamiento entre bandas, Tony acaba matando a Bernardo en un arranque ira tras que este haya hecho lo mismo con su amigo Riff. Y la sangre llamará a la sangre…
El musical está siendo representado ahora mismo en el teatro Calderón de Madrid. Si en general me considero poco capacitado para la crítica teatral, en este caso con más motivo, por una cuestión fundamental: casi desde el alzado del telón, me he visto condicionado por mi conocimiento previo de la película. En especial, no he podido evitar sentirme distanciado por causa de la lógica traducción al español de unas letras que, debido a la infinita cantidad de veces que las he escuchado en inglés, me resultaban pocos naturales (ej: el Tonight, tonight… convertido en Por fin, por fin…). Aun así, inevitablemente la fuerza del componente musical del film, y la curiosidad que siempre me provoca asistir a una versión diferente de una obra conocida —en este caso, por las limitaciones espaciales propias de una escena teatral—, acaban venciendo mis reticencias a medida que avanza la historia. Con todo, creo que la película es superior, al menos a esta representación concreta a la que he asistido, y esta impresión viene reforzada por un descubrimiento inesperado: el film cambia de ubicación hasta tres canciones del original, en todos los casos para mejorar la construcción dramática de la historia, como detallaré más adelante.
La obra fue rápidamente trasladada a la gran pantalla. Finalizada la edad de oro de la Metro (cuyos musicales, por lo general, fueron concebidos directamente para el cine), Hollywood pasó a abastecerse en el mercado de Broadway, por lo común para convertir las obras originales en grandes super-producciones a modo de acontecimiento para toda la familia, práctica que, con periodos de eclipse, es la que sigue dominando el género que nos ofrece desde muchos años atrás el mainstream estadounidense. Es más, tres musicales ganaron el Oscar a la Mejor Película en el espacio de un lustro, lo nunca visto: al film que nos ocupa deben añadirse My Fair Lady (1864) y Sonrisas y lágrimas (1965).
West Side Story se afrontó con todo lujo de medios, si bien no tanto por el rodaje de exteriores —mucho menor de lo que parece: se reduce a la secuencia inicial y a la final— sino por el derroche de decorados que reconstruye los distintos escenarios del barrio, incluyendo las famosas fachadas con las escaleras de incendios que son el sello visual de la película, el espacio bajo la autopista donde pelean las dos bandas o las pistas deportivas donde los chavales pasan el tiempo.
La dirección aparece firmada por dos nombres. Uno es el de Robert Wise, director de larga y acreditada trayectoria a quien durante mucho tiempo se consideró poco más que un artesano aplicado y gris, pero cuyas películas (no todas, claro) sorprenden bastante con la revisión. El segundo, el del coreógrafo Robbins. No tengo información minuciosa sobre el contenido exacto de la labor de ambos, pero es difícil imaginar que un profesional experimentado como Wise necesitara a un colaborador a su lado: es más fácil pensar que la acreditación de Robbins se debe a la importancia de la coreografía en la realización de las escenas musicales y a la colaboración íntima que debió de haber entre los dos artistas para su mejor resolución, teniendo en cuenta además que el director nunca había realizado antes un musical (irónicamente, los dos Oscars a la mejor dirección que acabaría consiguiendo serían por dos musicales: este —compartido con Robbins, claro— y el de Sonrisas y lágrimas). Es probable, por tanto, que se trate más de un reconocimiento a una labor difícil de reducir a un campo exacto que a una participación extendida en la puesta en escena, pero es una cuestión que tampoco me preocupa mucho, porque me aburren los debates sobre autoría.
En cualquier caso, tampoco existe ningún desequilibrio entre las escenas propiamente musicales y las «normales». En todo caso, es evidente la elaboración de aquellas que se basan en la excelente coreografía de Robbins, como no podía ser menos, pues de hecho del film no se recuerdan precisamente sus escenas no musicales. A este respecto, conste que mis tres números favoritos son aquellos que destacan por la perfecta integración de música, baile y movimientos de cámara: la fenomenal apertura de la película en las calles de Nueva York, el mítico América y el menos conocido pero fascinante Cool.
En particular, pocos musicales comienzan de un modo más atractivo que West Side Story. En un momento en que todavía no se había convertido en tópico, las imágenes aéreas de la ciudad de los rascacielos resultan fabulosas, sobre todo los planos cenitales que registran sus distintos barrios hasta que el famoso silbido hace que la cámara baje a ras de suelo para centrarse en esos chavales que, en unas canchas callejeras de baloncesto, comienzan a chasquear los dedos —espléndida idea, posiblemente nacida de Robbins, que supone el signo de reafirmación de esos muchachos que nada poseen salvo el dominio de su territorio, que marcan mediante tan chulesco ademán sonoro— y a desarrollar una memorable coreografía que, sin necesidad todavía de canciones, se encarga de traducir a la perfección la vida en las calles y el enfrentamiento congénito entre sus habitantes.
Desde el estreno, el principal motivo de polémica ha girado en torno a la elección del reparto. Siempre ha llamado la atención que los tres papeles principales (los encargados de dar vida a Tony, María y Anita) fueran encomendados a tres actores que necesitaron ser doblados para las canciones, dos de ellos (la pareja protagonista, además) sin dotes para el baile. El caso más sangrante, sin duda, es el de Richard Beymer (Tony), inoperante en esos dos aspectos pero además pésimo actor, sin el aplomo necesario para un muchacho tan supuestamente carismático. La expresión angelical de Beymer dota de una estomagante blandura a su personaje y su incapacidad para la danza, dolorosa. Por ejemplo, si la representación de la mítica canción María es el número más lamentable del film, el más meloso, el de realización más pobre, en parte se debe a los intentos para disimular que el actor ni siquiera sabe moverse con una mínima prestancia (eso sí, al menos la voz de James Bryant cubre de modo excelente su parte). La elección de Beymer es un misterio, porque su trayectoria profesional a esas alturas era muy corta, de tal modo que ni siquiera se le podía presumir poder de convocatoria de cara a la taquilla.
Al menos, Natalie Wood (doblada por Marni Nixon, experta en estos menesteres) sí era una actriz reconocida y solvente, especializada en papeles de jovencita sufriente, como demostraría ese mismo año de 1961, para ella dorado, con su inolvidable papel en Esplendor en la hierba. Wood se esfuerza más que Beymer, protagonizando algunos pasos de baile en un par de números que, por lo menos, la alejan del completo quietismo de su partenaire. En cuanto al tercer intérprete doblado, solo lo fue en una canción (A Boy Like That-I Have a Love, que canta a dúo, hacia el final del título, con Marni Nixon-N. Wood): se trata de Rita Moreno, que además pone su voz auténtica al número a ella asociado, América, y cuya fabulosa interpretación brilla por encima de todos sus compañeros de reparto.
Los otros dos papeles importantes, los de Riff y Bernardo, fueron encomendados, ahora sí, a notables bailarines. El primero fue encomendado a todo un veterano, a sus 27 años, como Russ Tamblyn, actor infantil que pronto destacó como bailarín acrobático (fue el benjamín de los fraternales protagonistas de 7 novias para 7 hermanos). Mediocre actor, sin embargo su gestualidad retadora convence en el papel que interpreta. Para Bernardo fue elegido George Chakiris, asimismo ya bien adentrado en la veintena, hijo de emigrantes griegos (lo cual le daba una apariencia física que, en Hollywood, ya se sabe que permitía hacer de cualquier nacionalidad allí considerada exótica) e intérprete curiosamente de Riff en la versión londinense de la obra, que cumple bien con su papel.
Otra curiosidad del film es que sus tres protagonistas masculinos se eclipsarían enseguida, quién sabe si porque resultó difícil ubicarlos en otro tipo de roles o por su discreción interpretativa. Irónicamente, Beymer y Tamblyn coincidirían casi tres décadas después en el reparto de la mítica serie Twin Peaks (1989-1991). Y aunque Tamblyn interpretaba en ella un rol muy secundario y sin más relieve que el pintoresco, muy propio de Lynch, Beymer se hacía cargo de un papel muy importante, el del turbio magnate local, sorprendiendo con una excelente interpretación.
El principal problema de West Side Story es que, cada vez que concluye un número musical, no queda sino armarse de paciencia hasta que empiece el siguiente pues lo que les pasa a los personajes, lo que dicen y lo que sienten, carece del menor interés. El elemento de crítica social y racial, es evidente, ha envejecido hasta extremos paródicos, pues incurre en eso que denuncia el, este sí, corrosivo número titulado Gee, Officer Krupke: en paternalismo blandengue. Los jóvenes pandilleros, tal como son retratados, son un grupo de excelentes chicos recubiertos por una superficial pátina de bad boys. Es más, la película atenúa la mayor dureza del original: por ejemplo, al omitir la violación final de Anita, entregada por los exaltados Jets al más medroso de todos ellos a modo de rito de iniciación. En una producción comercial de Hollywood de 1961 esto era impensable, de modo que todo se reduce a un momento de tenso acoso, con lo cual tiene menos sentido que, en su rabia, la muchacha grite falsamente que María también ha muerto, lo cual precipitará la salida de Tony de su escondite, para marchar al encuentro de su trágico destino.
Con respecto a la historia de amor, casi es mejor ignorarla, porque su edulcoramiento resulta insufrible, empezando porque la pareja protagonista no consigue transmitir la química que exigía semejante pasión (por culpa de Beymer que no tanto de Wood, claro), de modo que sus escenas en común parecen pertenecer a otra película (así lo remarcan también sus canciones en común, debido al quietismo en que se desarrollan, por las razones señaladas). Es más, el arriesgado ejercicio cromático que baña todo el film, y que funciona en muchos momentos, aquí resulta recargado y, por tanto, cursi, como prueba la escena en que canta María.
Por lo demás, su pretensión de modernidad moral se viene abajo a poco que se piense: en contexto tan adverso, lo que defiende la moraleja final es que se debe dejar que el amor derribe las barreras que los prejuicios y los condicionantes interponen entre los seres humanos. No es que sea un planteamiento inoperante, pues muchas grandes obras lo han sabido plasmar, pero aquí se hace en el sentido más tradicional y conservador del mismo, no en vano María es una de las heroínas más pasivas que recuerda el género. María no hace otra cosa que esperar que los distintos hombres que la rodean tomen la iniciativa. Ahora bien, por mucho que ese sea el rol que se espera de una muchacha de su origen y situación social, ya sea por incapacidad de Natalie Wood o de los responsables del planteamiento, no existe ni la menor mirada crítica sobre el personaje ni se intenta obtener de ella, al menos, el necesario desgarro dramático que proyecte sobre la historia la aureola de trágico fatalismo que pretende (es decir, hacer uso del elemento shakesperiano que debía haber contenido el planteamiento, ya que en rigor partía de él). María es un personaje todavía peor que el de Tony, lo que ya es decir.
Ahora bien, a la hora de la verdad, lo que siempre salvará West Side Story, es el extraordinario partido que se extrae de su excelente sustrato musical. Es difícil encontrar un musical que ofrezca un repertorio de canciones de tanta calidad (las menos, aun así son adecuadamente pegadizas) y tan variado, puesto que su registro oscila de la balada romántica (Maria, Tonight) al más sensual mambo (la estupenda escena del baile del gimnasio), del jazz (Cool) a los ritmos latinos (América), de la música casi atonal a la referencia sinfónica clásica. Es más, incluso se permite virtuosismos como la áspera variación que se ejecuta sobre una de sus canciones más bonitas, la señalada Tonight, para anticipar el inminente giro violento (es lo que cantan, ahora de modo agresivo, las dos bandas mientras se dirigen al encuentro bajo la autopista, cambiando así el sentido romántico original… y todo ello mientras, en montaje paralelo, Tony y Maria, cuyos pensamientos están muy alejados de esa violencia, siguen cantando la misma canción como antes… sin saber que todo está a punto de cambiar para siempre).
Todo esto nos lleva al profundo sentido dramático que expresan todos los números musicales, de tal modo que si la historia progresa, se comunica y cobra sentido es a través de ellos y no de las escenas dialogadas, las escenas «normales». Es más, diríase que son estas la que rompen la continuidad atmosférica que deparan las otras: si los musicales de la Metro habían introducido el concepto de que las canciones no son nunca una digresión en medio de la acción sin música sino la inevitable continuación de esta, West Side Story coge el mismo concepto y lo multiplica exponencialmente, y del modo más brillante posible.
Es más, ese cambio en el orden de canciones que señalaba líneas arriba supone un acierto considerable. La primera es la emblemática América, que en el film sufre dos modificaciones a cuál más brillante. La primera es su cambio de ubicación, al interponerse entre las dos famosas canciones de María y Tonight, que en la obra figuran a continuación una de la otra. De este modo, no solo se introduce una cuña de pícara distensión entre dos baladas que repiten el mismo registro melódico sino que su vertiginosa coreografía supone una saludable variación entre dos números que carecen de ella (al ser sus cantores Tony y María). Pero hay más: en la obra, la canción se canta íntegramente en el círculo de amigas portorriqueñas, siendo una de ellas la que idealiza con nostalgia su Puerto Rico natal mientras las otras, lideradas por Anita, reivindican la modernidad y la esperanza que para ellas suponen los Estados Unidos (el América de la canción: ya se sabe que en los USA esta palabra pierde su sentido general, continental, para abarcarlos solo a ellos). En cambio, en la película es un duelo entre las muchachas y sus galanes, que así introduce un matiz de lucha de sexos muy acertado, por cuanto, además, sirve para criticar el acendrado machismo de los pueblos latinos (en buena medida, es ese machismo que se disfraza de protección hacia las mujeres lo que ayuda a desencadenar la tragedia: la reacción de Bernardo al ver bailar a su hermana María con el polaco Tony).
Las otras dos canciones —Gee, Officer Krupke y Cool— intercambian directamente su posición en el musical. La primera, mediante la cual los jóvenes Jets se ríen del pomposo e ineficaz policía del barrio (al tiempo que satirizan la visión paternalista que sobre el conflicto social poseen las gentes bienintencionadas de ideología progresista), tiene lugar en la obra tras las muertes de Riff y Bernardo y, por tanto, su naturaleza jocosa resulta más bien contradictoria dentro del tono trágico de la parte final. La letra de Stephen Sondheim, ingeniosa y sarcástica, divertidísima al par que amarga y lúcida, y la memorable ejecución a cargo de los Jets crean una secuencia espléndida, que no sé por qué no figura entre los momentos emblemáticos de la obra.
La segunda, Cool, en la obra tiene como función mentalizar a los Jets para el inmediato enfrentamiento con los Sharks, que se intuye agitado. En la película, esa misma condición de rearme moral queda enriquecida porque ahora sirve para que la banda se tranquilice, tras el enorme impacto de la muerte de su líder, y recobre la sangre fría necesaria para no caer fácilmente en manos de los policías que deben estar siguiéndolos y tratar de ayudar a Tony, a quien sabe objeto de la venganza de los portorriqueños por haber matado a Bernardo. La realización de la secuencia, además, es antológica, al desarrollarse en el espacio cerrado de un garaje, con la aparentemente única iluminación de los faros de los vehículos, y la opresión provocada tanto por la tensión emocional que embarga a los muchachos como por lo angosto del espacio, con esos techos encuadrados desde un punto de vista muy, crea una notable sensación de claustrofobia que deriva en pegajosa sensualidad, muy jazzística.
West Side Story es moderna incluso en un aspecto que hoy podría parecer anecdótico: unos títulos de crédito que se dejan para el final —hoy es una cargante costumbre, sin más sentido que empezar cuanto antes la película por si el público se aburre—, además elaborados de forma genial (y coherente), al situarse los nombres del equipo a modo de graffitis que cubren las maltratadas paredes del barrio. Hay que añadir otros elementos de notable interés, como el personaje de la chicarrona que rechaza su tradicional rol femenino y quiere ser aceptada en la banda de los Jets como uno más (en la obra, el personaje tiene más desarrollo que en el film, todo hay que decirlo).
Frente a esto, tenemos el romanticismo de tarjeta postal de Tony y María, la moraleja fácil, el tópico personaje del teniente de policía, burdamente xenófobo, que intenta pacificar el barrio, o la altisonancia de su secuencia final (en que se intenta inútilmente que María, por fin, sea quien asuma la iniciativa dramática). Entonces, ¿qué es West Side Story: revolucionaria o banal? Sin duda, y como tantas obras relevantes de la historia del arte, cuando menos es contradictoria. Pero es sonar ese silbido, oír el chasqueo insolente de unos dedos y contemplar a unos chicos de barrio ejecutar pasos de baile sobre el fondo de unos edificios marcados por sus escaleras de incendio… y la magia vuelve a comenzar.
FICHA DE LA PELÍCULA
Título: West Side Story / West Side Story. Año: 1961
Dirección: Robert Wise y Jerome Robbins. Guion: Ernest Lehman, según la obra teatral de Arthur Laurents y Jerome Robbins. Fotografía: Daniel L. Fapp. Música: Leonard Bernstein (letras de Stephen Sondheim). Reparto: Natalie Wood (María), Richard Beymer (Tony), Rita Moreno (Anita), Russ Tamblyn (Riff), George Chakiris (Bernardo). Dur.: 153 min.
Hace poco leía un artículo sobre West Side Story (la película), escrito a raíz del estreno del musical en el teatro. Para el articulista, West Side Story era el mejor film musical de la historia. Pues bueno, una «ocurrencia» como muchas otras. Brevemente:
Una música extraordinaria de un músico colosal, Leonard Bernstein (en todos los sentidos, como director y compositor), con muchos números arrebatadores.
Un buen director al mando (Robert Wise), mucho mejor de lo que numerosos críticos opinan (y podría enumerar varias películas suyas, excelentes), pero que en mi opinión no realiza su mejor musical, que es…¡cielos, lo voy a decir a expensas de mi integridad! casualmente Sonrisas y lágrimas (a pesar de su azúcar y cursilería).
Unos intérpretes en general irrelevantes, en especial Richard Beymer (aunque confieso mi debilidad por Natalie Wood, qué le voy a hacer).
Y un mensaje social, como tú bien dices, muy trasnochado.
Pero, en conclusión, sin ser el mejor musical (????), el saldo es positivo
Los maximalismos no ayudan a «West Side Story», pero en el balance entre lo bueno y lo malo acaba pesando a su favor la fuerza de los números musicales. Beymer es lo más molesto del film, y es por ello que las canciones «Maria» y «Tonight», para mí, funcionan escuchando el disco pero en la película resultan empalagosas, sin comparación con «América» o «Cool». Natalie Wood, ese año, estuvo arrebatadora en «Esplendor en la hierba».
Hola Jose!
Interesante tu lectura sobre la pelicula. Antes de nada decir que la tengo entre mis «músicales favoritos». Estoy bastante de acuerdo en lo que comentas, creo que vista hoy son demasiadas las arrugas que presenta. Su banda sonora la he escuchado cientos de veces y me sigue pareciendo magnifica. Yo tambien tengo ciertas dificultades para ver músicales con letras traducidas al español, no acabo de meterme y en ocasiones incluso me provocan cierto rechazo, esto en alguna ocasión me ha valido alguna que otra critica por parte de mi pareja a la hora de asistir a ver alguna representación…
En cuanto a lo del remake que esta preparando Spielberg no se, parece ser que esta cuidando muchisimo los detalles, pero no lo tengo muy claro.
Saludos y felices navidad!
Veo que entiendes esa reticencia que no pude vencer en casi ningún momento del musical (quizás el número del agente Krupke fue el mejor solventado por los traductores), de ahí que esta historia vaya a seguir siendo para mí una película y no una obra teatral. En cuanto al remake de Spielberg, te leo con sobresalto, porque no tenía ninguna noticia. Por supuesto, habrá que esperar al resultado para juzgar, pero así a bote pronto me formulo la pregunta típica: ¿por que?
Ya que lo mencionas te recogo el guante. Cuando me entere del proyecto de Spielberg llegue a pensar que quizas era una broma, pero no, esta metido y muy en serio. Yo tampoco entiendo que necesidad hay de volver a llevar a la pantalla esta historia (por cierto, ahora mismo esta en pantalla la nueva versión de Mary Poppins…), por una parte me agrada que se atrevan con proyectos de un genero como el músical (La La Land funciono muy bien en taquilla y a mi me parecio estupenda), pero por otro lado tengo muchas dudas del resultado final. En todo caso, ahi te dejo un par de enlaces acerca del tema:
https://www.europapress.es/cultura/cine-00128/noticia-rita-moreno-participara-remake-west-side-story-steven-spielberg-20181129112052.html
https://www.vanityfair.com/hollywood/2018/10/west-side-story-remake-spielberg-tony-kushner
Saludos!
¡Muchas gracias por el enlace, Fran! Los leeré con atención y me haré una idea. De cualquier modo, ya te digo que, por mucho que a priori no me convenza el proyecto, no suelo fallar en ningún estreno de Spielberg, director que todavía asegura unos mínimos de calidad. Un abrazo y felices fiestas.
Estimado José Miguel: estuve tentado a escribir algo que comenzara diciendo algo como «Métete con el santo pero no con la lim osna” . No obstante, su artículo equilibrado y sensato me ha hecho reflexionar en varios aspectos y modificar algunas opiniones sobre esta ópera estadounidense, que no musical. Dn marzo de 2012 publiqué en mi blog una entrada sobre este film de Wise / Robbins donde escribí una especie de manifiesto con motivo de los 50 años del estreno de la película. Le envío el enlace (https://micolchaderetazos.blogspot.com/2012/03/cumple-51-y-se-ve-igualita.html) por si lo desea leer, advirtiéndole con antelación que lo mío no es nada objetivo sino que está cargado de emoción y subjetividad; puede que lo encuentre algo naïf . De aquella fecha a la actual ha ocurrido una eventualidades que quizá me ha hecho moderar mis opiniones, junto con su artículo: se trata de un documental narrado por el mismo Leonard Bernstein sobre la grabación que él hizo con famosos cantantes de ópera para Deutsche grammophon de la música de WSS. Allí encontramos algunos cambios en la partitura, incluídos más de 50 años después de su estreno. Curiosamente, Bernstein nunca había grabado esta música y sólo conocía algunos fragmentos instrumentales llamados Danzas Sinfónicas, pero nunca había trabajado la partitura con los cantantes. Aquí incluyó al tenor español José Carreras, quien interpretó a Tony, la soprano neozelandesa Kiri Te Kanawa como María y la mezzo griegaTatiana Troyanos cantando en el personaje de Anita. Por cierto que la prensa chismosa destacó y difundió por las redes el rapapolvo que Bernstein le propinó a Carreras, a quien se le hacía difícil agarrar el ritmo de Could be? Pero no dijo que el tenor español continuó haciendo dicho papel en la versión definitiva de Deutsche Grammophon.
En fin, amigo de Fórmica-Corsi, le agradezco que se haya ocupado de uno de mis amores juveniles, aunque lo haya desmitificado bastante. Pero eso es sano, pues lo que queda después del crisol, es el oro purísimo de la belleza.
Lo de «métete con el santo pero no con la limosna» me lo apunto, espero que no tenga derechos de autor jajaja. Muchas gracias por el enlace, he leído el artículo de cabo a rabo y me doy cuenta de que si lo conozco antes tal vez no habría escrito el mío, porque es muy exhaustivo y analiza elementos parecidos. Coincido contigo en que debiera haberse acreditado a Marni Nixon (y a James Bryant), del mismo modo que tendría que haberse hecho con «My Fair Lady», donde hizo lo mismo con Audrey Hepburn. En cuanto a lo de la «inspiración» es evidente el sustrato shakesperiano. En todo caso, al documentarme para el artículo leí que, en efecto, todo fue un proyecto de Robbins al que fue incorporando gente, e incluso variando el objeto de la denuncia, del antisemitismo a la xenofobia y el racismo. Supongo que «pensaría» que no era necesario acreditar algo tan universal. En fin…
Sobre la valoración del film, ya digo que es fácil idolatrar esta peli o resultar cargante. Yo he sentido ambas cosas. Lo primero, cuando descubrí el musical en la adolescencia. Lo segundo, cuando lo revisé. De modo que esta tercera perspectiva, digamos intermedia (aunque más positiva que negativa, eso sí) voy a considerarla definitiva. (Bueno, no pongo la mano en el fuego: la gente que me quiere bromea conmigo diciéndome que mis críticas rotundas no tienen mucho valor porque a la siguiente vez soy capaz de opinar justo lo contrario 🙂 …).
¡Un abrazo!