El cierre de la coetánea saga Star Wars (al menos hasta que la voraz Disney decida que es hora de recargar la hucha) confirma definitivamente lo que ya habíamos constatado en los dos episodios anteriores: que esta tercera trilogía no es sino una reformulación de la primera, la que lo inició todo, la estrenada entre los años 1977 y 1983, de tal modo que cada nuevo título recoge los elementos de la película correspondiente, combinando, eso sí, a los personajes clásicos (lógicamente envejecidos, lo cual permite incluir un matiz crepuscular) con los nuevos (con los héroes igualmente agrupados en un triángulo formado por dos hombres y una mujer, y un tenebroso antagonista de enormes poderes). Así pues, Star Wars: El ascenso de Skywalker se remite a El retorno del Jedi (1983) del mismo modo que el capítulo anterior, Star Wars: Los últimos jedi (2017) lo había hecho con respecto a El Imperio contraataca (1980), esto es, con los rebeldes (ahora llamados la Resistencia) al borde casi de la aniquilación después del terrible cerco a que los ha sometido el nuevo imperio totalitario, conocido ahora como la Primera Orden. Pues bien, El ascenso de Skywalker calca casi literalmente las líneas maestras de El retorno del Jedi, de tal modo que brinda el triunfo de la Luz contra la Oscuridad en una sola batalla, en cuyo decurso perece el líder supremo de los villanos. Con una diferencia: el film de 1983 plasmaba esta idea sin credibilidad y mediante un conjunto de soluciones argumentales que conducían a la saga al terreno de su propia parodia, mientras que los responsables del presente título (liderados por J. J. Abrams en su regreso a la trilogía, después del «descanso» del film anterior, el peor del conjunto) consiguen llevar a buen puerto el mismo planteamiento, con una coherencia dramática, una fluidez narrativa y un conocimiento de los personajes que ya nos hubiera gustado a quienes, en su día, no soportamos El retorno del Jedi.
El guion de El ascenso de Skywalker no oculta su deuda con el originalmente firmado por el mismo Lucas con Lawrence Kasdan (recuperado por la Disney como co-autor de los guiones tanto de El despertar de la Fuerza como del muy estimable spin-off Han Solo, que el año pasado supuso un inesperado pinchazo comercial). A lo largo de sus 155 minutos, lo que se plantea es el descubrimiento de que, todo el tiempo, y sin que ni siquiera lo supiera su actual líder, Kylo Ren, la Primera Orden ha sido dirigida nada menos que por el supuestamente muerto emperador Palpatine, en realidad oculto en los confines del espacio, en un planeta casi mítico y de situación desconocida llamado Exagon, rodeado por sus fieles Sith. Es más, Palpatine esconde en Exagon una increíble flota de destructores e incontables guerreros listos en apenas un día para partir a la conquista del Universo: es el momento de la Última Orden.
Ignoro si esta reaparición de Palpatine es un parche de última hora o si estaba previsto por los responsables de la trilogía (los directivos de la Disney, Abrams, etc.). Desde luego, no se pierde un solo momento en dar una explicación acerca de su supervivencia, y esto acaba siendo un acierto: ¿acaso el Mal absoluto, por definición, siempre perdurará? (Sí, esta afirmación mía tiene un envés peliagudo: ¿cuántas trilogías más nos esperan con Palpatine regresando una y otra vez de la tumba?) Tampoco se dice una palabra acerca de cómo ha podido construirse una flota que multiplica por 10.000 —lo dice un diálogo— el poder actual de la Primera Orden (hasta el punto de que el mismo Palpatine, no sé si en un rasgo de autoironía, la rebautiza como Última Orden) ni por qué, de todos los mundos posibles, es elegido el tal Exagon como lugar de acantonamiento cuando su atmósfera es tan inestable que le impide despegar sin el control de toda ella desde un único centro de mando (por supuesto, este es el punto débil que utilizará la Resistencia para plantear esa batalla final con posibilidades de éxito).
Ahora bien, lo cierto es que la recuperación de Palpatine acaba siendo de lo más coherente. No solo presta a la conclusión de la saga el villano «total» que esta merecía (puesto que cualquiera era capaz de intuir que la atracción por el Lado Oscuro de Kylo Ren, el antiguo Ben Solo, hijo de Han y Leia, no es tan completa como parece) sino que, además, justifica otra de las grandes incongruencias de la nueva trilogía. ¿Cómo es posible que, sobre las cenizas del antiguo Imperio, haya renacido tan pronto una nueva organización totalitaria, y universal, y de dónde ha surgido este neo-Palpatine que era Snoke, encima eliminado con insultante facilidad por su discípulo en el segundo capítulo?
Por lo demás, los lazos que unen El ascenso de Skywalker y El retorno del Jedi son evidentes. Por sintetizar, lo primero es que permite una aventura espacial que une a todos los personajes centrales a la búsqueda del ignoto Exagon, la cual acaba nada menos que en Endor (el planeta del que dependía la luna donde vivían los Ewoks… que salen al final, tras el triunfo rebelde, en un guiño que esta vez los hace hasta simpáticos) y en los restos de la Estrella de la Muerte, destruida encima de su atmósfera. En determinado momento, la insatisfecha aprendiz de jedi que es Rey (como antes Luke), regresa al lugar donde convivió con su maestro (allí Yoda, aquí el mismo Luke), y allí recibirá la «visita» de la esencia espiritual del mismo, que terminará por guiarla hacia la luz que está buscando. Por último, la parte final es una contienda que se desarrolla en dos escenarios: por un lado, la batalla espacial entre las minúsculas fuerzas resistentes y la flota de la Última Orden; por otro, la más importante, la que enfrenta a Palpatine (exhibiendo una vez más los mismos rayos que brotan de sus manos) con la última jedi (Rey, portavoz a su vez de la fuerza espiritual de todos los jedis pasados y presentes, como dejan bien claro las «voces» que la acompañan en el golpe final, de Obi Wan a Yoda, pasando por los más olvidables de los capítulos I a III: Quai Gon Jinn, Mace Windu…).
La diferencia fundamental es que todo cuanto resultaba forzado, ridículo o inocuo en El retorno del Jedi —la burda redención de Vader, la pérdida de espontaneidad en la relación entre los héroes, el mecanicismo de la estructura narrativa, el infantilismo simbolizado por los Ewoks— aquí posee la convicción, la fluidez narrativa y el sentido dramático que allí faltaban. Por supuesto, no pretendo decir que estamos ante una película imprescindible, ni mucho menos, pero sí ante una buena conclusión, sobre todo en su forma de resolver los cabos sueltos de los capítulos previos.
Desde luego, la mayor virtud de El ascenso de Skywalker (retomando la mejor idea de la mediocre Los últimos jedi) es dejar bien claro que, por encima de sus ingredientes más aparatosos y superficiales, el planteamiento esencial de la trilogía es la desesperada búsqueda de su identidad por parte de esos dos seres que se saben dignos de un destino excepcional. Es decir, Rey y Kylo Ren. Rey, la joven paria que ignora todo acerca de su pasado (aunque desde el primer momento, todos sospechamos que no puede ser hija de unos donnadies); Kylo Ren, el joven abrumado por la tremenda herencia que supone ser hijo de Han Solo y Leia Organa, los grandes líderes de la Alianza Rebelde, y nieto de Darth Vader, el más poderoso de los sicarios del mal y, al final, su debelador.
Dos jóvenes desorientados, cada uno dentro del camino inicialmente elegido (Rey, la responsabilidad de ser la última jedi; Kylo Ren, el Lado Oscuro, rechazando su herencia positiva y, por tanto, su nombre real de Ben Solo en beneficio del que luce ahora). Dos jóvenes en teoría destinados a ser enemigos mortales que destilan, desde el primer momento, una morbosa atracción el uno por el otro, hasta el punto de crearse entre ellos un inesperado vínculo que (siempre a iniciativa de Kylo Ren, en principio el más poderoso de los dos) les permite establecer contacto no ya mental sino literalmente físico, en el curso del cual incluso puede combatir con la espada láser (excelente el diseño de dichas escenas, con el espacio cambiando constantemente en función de la posición de los personajes, y que incluso puede dar una pista al perseguidor de dónde se encuentra su perseguida).
Tal vez suene pretencioso a aquellos que consideren infantil la saga Star Wars, pero el enfrentamiento entre Rey y Kylo Ren no es sino la eterna pugna entre la tentación por el poder absoluto (con su reclamación de un precio terrible) y la exigencia moral de poner este al servicio de una ética de la libertad. El eterno conflicto entre el Bien y el Mal, desde luego, eternamente reformulado como uno de los temas centrales de la ficción (del arte, en general), pero bajo las fórmulas del cine de género.
No en vano esta pugna es el eje central de las tres trilogías. El duelo entre el padre y el hijo, Darth Vader y Luke Skywalker, con el maestro que adiestró a ambos, Obi Wan, como testigo impotente, en los capítulos IV a VI. La triste caída en el mal del prometedor aprendiz de jedi Anakin Skywalker, tentado por el dechado de perversidad que es Palpatine, y de nuevo ante la impotencia del ahora más joven maestro Obi Wan, en los capítulos I a III. Y por último, el duelo entre Rey y Kylo Ren, una vez más representantes opuestos de la Fuerza, con el interesante matiz añadido —y es uno de los aciertos que presenta con respecto a la trilogía inicial— de que la diferencia de sexo entre los dos campeones del bando respectivo permite añadir otra variable al duelo: el amor. El amor como elemento que equilibra pero que también desequilibra. El mismo George Lucas ya lo había planteado (pero muy mal y con pésimos actores) en los capítulos I a III, al hacer que la caída de Anakin se produzca, en buena medida, por no poder controlar las consecuencias del amor incontenible que siente por Amidala. La nueva trilogía supone el reverso positivo de esta idea, en todos los sentidos: primero, por el modo excelente con que está plasmada; segundo, porque será el amor lo que ahora provoque el retorno de Kylo Ren a Ben Solo.
Huelga indicar que esta fuerza dramática no habría sido posible sin las excelentes interpretaciones de Daisy Ridley y Adam Driver, cuya química además es magnífica, de tal modo que las escenas en común entre ambos siguen siendo las más afortunadas de la película. En particular, la mejor de todas ellas se corresponde con la lucha que tiene lugar sobre los restos de la caída Estrella de la Muerte, en Endor, rodados por un pavoroso océano cuya furia parece añadir un tercer combatiente, y en cuyo curso Rey malhiere, en apariencia de forma mortal, a su oponente, para acto seguido restañar su herida mediante el poder que le da la Fuerza (poco antes ya habíamos asistido a la primera ocasión en que la muchacha descubre que lo tiene, curando a una gigantesco serpiente que se interpone en su camino).
Otra de las grandes virtudes de la película, en este caso incluso mejorando los apreciables resultados de El despertar de la Fuerza, es el magnífico aprovechamiento emocional que permite el recurso a los personajes clásicos. Desde luego, no me refiero a la muerte de la princesa Leia (motivada, claro, por el fallecimiento real de Carrie Fisher entre rodaje y rodaje), que no posee apenas emoción, porque su personaje, en esta trilogía, en buena medida por la envarada interpretación de la actriz, no se hace nunca tan necesario para el espectador como repiten una y otra vez sus jóvenes compañeros. Pero sí a las puntuales reapariciones de Han y Luke (en espíritu), fundamentales además para confortar y guiar, desde el otro lado, a los jóvenes en conflicto. Han con respecto a su hijo Ben/Kylo, justo después de que Rey lo haya salvado en el furioso Endor, para sellar el retorno del muchacho al Bien (y hay que reconocer que ahora sí Harrison Ford consigue concitar, en unos pocos segundos, la emoción que no conseguía su larga aparición en El despertar de la Fuerza). Luke con respecto a su discípula Rey en la isla donde ambos se conocieron, lo que servirá para disuadir a esta (que acaba de conocer su parentesco con Palpatine) de enterrarse en vida como lo había hecho su maestro.
Del mismo modo, reaparece Lando Calrissian, que asimismo se hace más entrañable que en sus intervenciones de cuatro décadas atrás (quede constancia que ya había aparecido, ahora directamente en su juventud, en el mencionado Han Solo, con una presencia carismática que ya hubiera querido Billy Dee Williams en El Imperio contraataca). Finalmente, es de admirar que se consiga volver a hacer entrañable a ese personaje cuya reaparición en la práctica totalidad de las nuevas entregas había sido tan insustancial e inocua: el androide dorado C3PO. Aquí no solo es fundamental (en sus circuitos se encuentra el camino al ignoto planeta Exagon) sino que su intervención en la aventura acaba despertando cierta emoción, al peligrar en determinado momento su identidad (para poder acceder a la información señalada, su memoria debe borrarse), lo cual, además da pie a buenos momentos de humor: queda claro que el carácter envarado y fastidioso del androide es una marca de fábrica, con o sin recuerdos.
[Quien no conozca todavía el final de esta trilogía debe dejar de leer aquí]
La película no está exenta de múltiples defectos. Por ejemplo, el arranque de la película —después de ese tenebroso prólogo en que Kylo Ren encuentra a Palpatine y acepta servirle— acumula diversas incidencias sin que el espectador tenga claro hacia dónde se dirige la historia, si bien a partir del momento en que se inicia la misión en busca de Exagon el interés ya nunca decae. Se recurre además a un misterioso espía infiltrado en la Primera Orden solo para que así la Resistencia tenga conocimiento de la reaparición de Palpatine y, rizando el rizo, su identidad resultará ser la del pelirrojo general Hux, lo cual carece de sentido aunque su justificación sea divertida: le da igual qué bando gane esa guerra… pero no soporta que gane Kylo Ren.
Asimismo, y como sucede en los capítulos interiores, se tiene todo el rato la sensación de que sobre Finn y Poe se crean demasiadas expectativas que luego no terminan de concretarse, como si realmente fueran meras piezas complementarias de los auténticos protagonistas Rey y Kylo (lo cual, esta vez, se revela como cierto). Eso sí, cuando menos en esta ocasión el guion consigue convencernos de la amistad inquebrantable que hay entre ambos (al estilo de los Luke y Han de la primera trilogía, de los que en cierto sentido heredan sus papeles), expresándolo a través de los divertidos diálogos que se cruzan, sobre todo aquellos que tienen que ver con el evidente amor que Finn siente por Rey. A este respecto, resulta muy inteligente que el aparente triángulo sentimental entre los tres camaradas que, a ratos, parecía evocar el de Han y Luke con respecto a Leia —hasta que Lucas se descolgó en El retorno del Jedi con la innecesaria, y estúpida, revelación de que los dos últimos eran hermanos—, evidentemente queda en nada, y es mérito del joven Boyega que no podamos evitar sentir un chispazo de pena por su amor no correspondido.
Por supuesto, toda la parte final gira en torno a la gran revelación del capítulo: que Rey es la nieta del mismísimo Palpatine, quien la ha buscado todo este tiempo para utilizarla como pieza maestra en el triunfo del Lado Oscuro. Puede parecer un truco sacado de la manga, pero no es sino el resultado lógico de la mimetización de la primera trilogía: el parentesco del último jedi con el líder de las fuerzas del Mal. Esto, además, otorga coherencia al hecho de que Rey, ya en El despertar de la Fuerza, fuera capaz, en la primera manifestación de sus poderes, de hacer frente a Kylo Ren, sobradamente entrenado en los suyos.
El conseguido clímax final combina, en narración paralela, el combate entre la flota de la Resistencia (liderada por Finn y Poe, con la ayuda en el último minuto de todos cuantos, en la galaxia, apoyan su causa) y la de la Última Orden, con el enfrentamiento entre Rey y su abuelo, en el que también acabará compareciendo ese Kylo Ren que ya vuelve a ser Ben Solo. Superando una vez más a El retorno del Jedi, Palpatine sí despierta ahora la sensación de completa peligrosidad (por otra parte, ayuda el escenario que lo envuelve: las entrañas de Exagon, con los ingentes y encapuchados Sith como testigos del duelo), y aunque el casi octogenario Ian McDiarmid físicamente sea poco más que una buena caracterización, su resonante voz le otorga la adecuada tenebrosidad. Venciendo la insidiosa capacidad de manipulación de su abuelo, que finalmente actúa como un verdadero vampiro al intentar arrebatar la energía vital de los dos jóvenes para recuperar su vigor, Rey lo vencerá en un duelo singular con la ayuda de las dos espadas láser de los dos hermanos Skywalker (y el refuerzo espiritual de todas las generaciones de jedis anteriores).
El esfuerzo destruye (¿para siempre?) a Palpatine, pero mata también a Rey. Será Ben Solo, no menos maltrecho, quien le devuelva a ella el regalo que le dio en Endor, al insuflarle su fuerza vital, al precio de su propia muerte, no si antes haberse fundido en su único beso de amor. Es una bella solución argumental, puesto que cierra el círculo que abrió, desdichadamente, Anakin Skywalker al amar demasiado a Amidala: ahora, el exceso de amor crea vida y no muerte, aunque el precio siga siendo muy alto para quien lo rinde.
Después de la lógica escena de celebración entre los resistentes, la película concluye con un bonito epílogo, que supone además un regreso a los orígenes, al lugar donde todo se inició, al entrañable planeta Tatooine, a la granja donde creció Luke Skywalker y desde donde marchó junto a Obi Wan para luchar contra el Imperio. Allí, y a modo de homenaje a los grandes líderes que encabezaron la guerra contra el Lado Oscuro, Rey entierra las dos espadas láser de Luke y Leia. En ese momento se ve interrumpida por una anciana viajera que le pregunta quién es ella. En una secuencia anterior, cuando alguien le había hecho la misma pregunta, Rey, todavía ignorante de su verdadera genealogía, había contestado: «solo Rey». Pero un nombre es algo más que una manera de identificarnos entre los demás: es el núcleo sobre el que se construye una identidad. Lo supo bien Ben Solo, cambiándoselo cuando decidió renunciar a la herencia de sus padres, y recuperándolo cuando volvió a asumirla, frente al espíritu de su padre, en el embravecido Endor. Y ahora lo sabe Rey, al decirle a la anciana que su nombre es «Rey Skywalker». La herencia espiritual sobre la familiar, la elección ética sobre la fuerza de los ancestros: no es mala forma de reivindicar un nombre.
FICHA DE LA PELÍCULA
Título: Star Wars: El despertar de la Fuerza / Star Wars. Episode IX: The Rise of Skywalker. Año: 2019.
Dirección: J. J. Abrams. Guión: Chris Terrio y J. J. Abrams; argumento de Derek Connolly, Colin Trevorrow, Chris Terrio y J. J. Abrams. Fotografía: Dan Mindel. Música: John Williams. Reparto: Daisy Ridley (Rey), Adam Driver (Kylo Ren), Oscar Isaac (Poe Dameron), John Boyega (Finn), Joonas Suotamo (Chewbacca), Carrie Fisher (Leia Organa), Mark Hamill (Luke Skywalker). Dur.: 155 min.
Mi impresión general también fue «creo que acabo de ver un reboot de el retorno del Jedi y lo peor es que me ha gustado». Cuenta con muchos defectos, especialmente un relativo exceso de personajes cuando el peso de la trama recae sobre Rey y Kylo. Ese Poe reconvertido definitivamente en un Han Solo. Rose Tyco, la nueva víctima de un guión mal meditado y un fandom cada vez más tóxico…se queda en el camino una química muy interesante entre Daisy Ridley John Boyega, y sobre todo, esa revelación de última hora, que hace pensar que si van a Sacarse algo de la manga, por lo menos que se lo trabajen un poco previamente (quizá ayude que haga tanto tiempo que no he visto el retorno del Jedi, que casi he olvidado muchas de su sorpresas pilladas por los pelos).
A su favor se queda un reparto francamente carismático, una película que por fin va cediendo el espacio necesario a los protagonistas de la nueva saga y una trilogía que aporta elementos interesantes….y que puede contar con los mismos fallos y aciertos que su predecesora.
Ese es el problema que presentan Finn y Poe, personajes de los que nos queda la sensación de que se les podía haber sacado mucho partido, aunque tal vez la razón estribe, lisa y llanamente, en que somos los espectadores quienes hemos querido que fueran el equivalente (con Rey) al trío original, lo cual, cierto es, también son, pero con matices. De cualquier modo, esta trilogía (como la primera, por otra parte: la segunda es tan mediana en todos los aspectos que ni siquiera se le puede hacer esta crítica) tiene mucho de improvisación sobre la marcha, a medida que se veían los resultados en pantalla de personajes e intrigas. Falta por saber, además, si todas las decisiones de la segunda parte (la más discordante, por calidad, que no por «sentido del riesgo», como he leído tanto estos días) se debieron a que Rian Johnson, director y firmante en solitario del guion (aunque esto, en Hollywood, nunca es garantía de total autoría individual…), tuvo una libertad sin límites de la que luego la Disney se arrepintió, llamando a Abrams y compañía para enderezar la saga.
Por fin alguien que ha entendido la película. Reverencias, reverencias. Gran reseña, la mejor leída hasta hoy !!! Un abrazo, comparto para deleite de facebook 😉
No sé si he entendido la película, jaja, porque habrá tantas opiniones (o casi) como espectadores, pero desde luego he intentado expresar la mía lo mejor que puedo, y me alegra que la valores con tanto entusiasmo. ¡Muchas gracias por compartir y un abrazo!
La primera trilogía la tengo asociada a mi infancia, a mis primeras visitas al cine, y por razones sentimentales la tengo encumbrada (incluso la tercera película!) La segunda trilogía no me entusiasmó tanto como la original, y con las dos primeras entregas de esta última mi entusiasmo iba absolutamente cuesta abajo. Por tanto, me ha resultado agradable comprobar que la película ha sido mejor de lo que esperaba a la vista de sus precedentes. Me ha parecido buena y entretenida, aunque opino que como final no es todo lo grandioso que merecía esta saga. Para mi gusto todo parece ir demasiado rápido, da la sensación de que han querido abarcar demasiadas cosas. Y desde luego no me gusta que se trate de convertir lo que a fin de cuentas sólo es una película entretenida de ciencia-ficción en una pancarta para cuestiones políticas, me parece ridículo. La trilogía primera fue un éxito y llegó a públicos muy diversos porque no pretendió ser una alegoría de nada. Ya hay otro tipo de cine que se puede hacer para ventilar esas cosas.
Como bien afirmas el aspecto que le da grandiosidad a la película es la lucha entre el bien y el mal, la amistad y la lealtad, y también la esperanza.
Un saludo y enhorabuena por este blog, que me encanta y es de lo mejorcito que se puede encontrar en Internet.
Coincido contigo: no es que la acción sea rápida, es que es vertiginosa, y eso por la necesidad de comprimir en una última entrega (para respetar ese concepto de trilogía que ya empieza a resultar cansino) la resolución de la saga. Y teniendo en cuenta el modo en que quedó la situación al final de «Los últimos jedi» (con la Resistencia al borde mismo de la desaparición), era muy difícil conseguirlo de modo que resultara progresivo y coherente. Eso sí, la solución propuesta por los guionistas no deja de ser meritoria, aunque, como digo en el artículo, lo que hagan en realidad sea copiar «El retorno del Jedi», mejorando sus deficiencias.
Por lo que cuentas, somos de la primera generación Star Wars, pero ese cariño inmenso que le tenemos a la trilogía inicial creo que sigue correspondiéndose con su superior calidad frente a las otras (también, es cierto, porque este tipo de conceptos tiene frescura la primera vez… y luego se estereotipa y entra la tentación de la siempre pretenciosa trascendencia, como le pasó a Lucas con la segunda trilogía). Esta tercera ha tenido la virtud de conseguir que yo reviviera, aunque haya sido a ráfagas, el júbilo y el asombro del niño que voló a las estrellas por vez primera con «La guerra de las galaxias», y solo por eso ya le tengo el aprecio debido.
Muchas gracias por tus elogios y un abrazo. ¡Espero que sigas paseándote por estas páginas!