Viaje al centro de la Tierra: Facilis descensus Averni

Viaje al centro de la Tierra, de Editorial MolinoEl tercero de los Viajes Extraordinarios es recordado, sin duda, como el más extraordinario de todos los periplos vernianos, y de hecho sigue siendo uno de los títulos por el que se considera a su autor uno de los padres de la ciencia-ficción. El mismo Verne fue consciente de la contradicción que entrañaba la empresa recién comenzada bajo la supervisión de su editor Hetzel, narrar para la juventud la gran novela de la ciencia y la geografía… publicando una aventura que se ve obligada a crear una geografía ficticia y a apoyarse en una ciencia obligatoriamente modificada para hacer creíble la peripecia. Pues ahí está la clave: en la credibilidad, en la verosimilitud. Ya lo señalaba su biógrafo español, Miguel Salabert, en el prólogo de su traducción para Alianza Editorial: la escrupulosidad, incluso el pudor, de Verne ante lo meramente fantástico es tal, que consigue que «la realidad, la inquietante realidad [vaya] invadiendo progresivamente e insidiosamente el dominio de la fantasía hasta superponerse totalmente a él, hasta expulsarlo de la conciencia».

Dicho de otro modo, para dar pie, en palabras de su narrador, a «la más extravagante expedición del siglo XIX», el científico Otto Lidenbrock debe rechazar la teoría de que el interior de la tierra está compuesto por materia fundida y a una temperatura altísima que aumenta a medida que se va descendiendo, ya que con estos dos presupuestos, básicos para cualquier estudiante de ciencias naturales, no habría historia. Para ello, puesto que si no se habría perdido completamente ese componente de «ciencia seria» que para Verne era irrenunciable, Lidenbrock debe apoyarse en científicos de prestigio que mantienen la tesis opuesta. Así, señalará que «la ciencia es eminentemente perfectible, y que cada teoría viene siendo incesantemente destruida por una teoría nueva». Dicho esto, Lidenbrock (o sea, Verne) sumergirá toda la expedición bajo la característica estructura de la recensión de toda la historia natural de la Humanidad, que va confirmándose a medida que descienden los protagonistas en el interior del planeta.

Eso sí, el autor se guarda siempre la carta de la racionalidad en el punto de vista de su joven narrador, Axel, que se propone ser el guardián de un saludable escepticismo, que reiterará incluso aun cuando la «realidad» que atraviesan parece ponerse del lado de su tío, en cuanto que ni aparece el descenso de la temperatura ni dejan de recorrer otra cosa que no sean sólidas cavernas. Incluso, acabará haciendo acto de presencia un indudable componente fantástico, en cuanto que, a incontables leguas bajo tierra, el profesor Lidenbrock y su sobrino asisten atónitos al descubrimiento de un buen puñado de animales prehistóricos, culminación de lo cual será la aparición de una manada de mastodontes pastoreada por un gigantesco humanoide. Cierto, acto seguido Axel cuestionará la verdad de lo que han visto, buscándose peregrinas justificaciones. En ese audaz equilibrio se halla una parte de la clave dramática de la novela.

Sin embargo, no hay que olvidar que quien pone al profesor Lidenbrock en la pista del viaje más increíble jamás realizado… es un alquimista islandés, o sea, un representante de esos admirables especuladores que fueron construyendo la ciencia cuando ésta prácticamente no existía. Arne Saknussemm (¡qué nombre más bellamente sonoro!) es el Paracelso que abre el interior de la Tierra para los audaces expedicionarios que lidera Lidenbrock, y lo hace mediante un criptograma encerrado en un libro del siglo XII, nada menos que una edición del Heimskringla de Snorri Sturlusson (autor tan admirado por Borges), la crónica de los reyes medievales de Noruega (y, por tanto, de Islandia, donde se halla el pórtico del viaje).

Maravillas mineralógicas del interior terrestrePor su estructura narrativa en torno al tema del viaje, por su recurso a claves secretas, por su continua advocación mitológica, por su contenido subterráneo (al tiempo literal y metafórico), Viaje al centro de la Tierra es, de entre toda la obra del autor, la que prefieren aquellos que, como los estructuralistas o el propio Salabert, son entusiastas partidarios del Verne «oculto». La novela sería el símbolo del viaje iniciático por excelencia, teniendo en cuenta además la fortuna de que su protagonista narra todo en primera persona y es un joven que ha de pasar toda una serie de pruebas, antes de (como ritos de acceso) y durante (como ritos de paso) el viaje, que suponen no sólo el progreso de la expedición sino, además, su acceso a la madurez.

Desde luego, no la niego, puesto que, además, resulta una lectura francamente excitante. Pero si Viaje al centro de la Tierra es una de las obras maestras de su autor, y en especial de las más encantadoras (lo uno no siempre implica lo otro) es por la maestría narrativa de su factura, por la afortunada ligereza de su estilo y por su magnífica capacidad (esto lo señala también Salabert) por conseguir situar al lector en el punto de vista de su personaje protagonista, haciéndolo partícipe de la misma empresa gracias al consecuente aprovechamiento de la narración en primera persona. Recurso por el que Verne se decantó, no se olvide, en pocas ocasiones (aunque una de ellas es la celebérrima 20.000 leguas de viaje submarino, si bien ahí tiene otro sentido, que exige una mucho menor implicación del lector).

Ese narrador es Axel, el sobrino del profesor Lidenbrock, un joven huérfano, acogido por su tío y naturalmente inclinado al estudio del mismo campo especializado en la geología y la mineralogía, pero desde luego no devorado por ellas como aquél, que es uno de los primeros maniacos de la ciencia que aparece en la novelística del autor. Bien al contrario, y desde la modestia natural con que Axel se presenta a sí mismo —es decir, no llega a describirse nunca: son sus actos y, sobre todo, sus pensamientos los que lo hacen—, se reconoce a un joven agradecido por las sencillas expectativas de la vida que lleva, que consisten en convertirse en el ayudante de su tío y, sobre todo, en casarse con la pupila de éste, la adorable Grauben. Un joven, pues, remiso a abandonar esa dorada perspectiva para hundirse, nunca mejor dicho, en la más precaria de las aventuras, la cual, en primer lugar, contradice todas sus creencias científicas y, en segundo, le obliga a convivir cotidianamente con unos peligros para los que el humilde mozalbete no se cree nacido.

Axel es uno de los personajes más conseguidos de Verne, pero al contrario que los más conocidos de éste, no lo es por su singularidad, sino todo lo contrario, por su cercanía, por su entrañable normalidad, que lo hacen intensamente humano. Cercano ya a los 40 años, Julio Verne supo meterse a la perfección en la piel de un muchacho de veintipocos, capaz de dejarse arrastrar por el más terrible derrotismo y, casi sin solución de continuidad, por el más temerario optimismo. Si desde el principio contempla con el mayor recelo el proyecto de su tío —¡él, a quien el Azar escoge para dar con la clave secreta del mensaje secreto de Saknussemm!—, acabará literalmente embriagado por el puro deseo de saber más, arrastrándonos a todos con él. Hacia el final de la peripecia, cuando se creen burlados por el destino que los ha hecho retroceder sin darse cuenta al atravesar el mar interior, se tropiezan por pura casualidad (¿o no?) con la marca indicador de Saknussemm, Axel será quien manifieste de modo más febril incluso que su tío el ansia por seguir hacia delante. Y cuando una enorme piedra, caída en el intervalo entre el viaje del pionero y el suyo, se interpone en su camino, será él quien, sin tomarse el menor tiempo en reflexionar, proponga volarla con la pólvora que conservan, desencadenando el cataclísmico final de su empresa.

La primera sorpresa que se lleva el lector, incluido el veterano del autor, es que, desde sus primeras páginas, nos hallamos ante el Verne más ligero y desenfadado, el que es capaz de describir un personaje y una situación con pocas palabras, el que sabe dotar de un considerable encanto la mera descripción de un oasis hogareño o de un «ogro» cotidiano como es el profesor. El sentido del humor, nada enfático pero indiscutible, reina en el arranque de la historia, que gira en torno a la descripción del profesor y sus rarezas obsesivas, que ayudan a crear ese aire doméstico imprescindible en toda aventura verniana. Si años después Verne dedicará una novela entera a la resolución del enigma encerrado en un mensaje criptográfico (La jangada, de 1881), aquí se resuelve en pocas páginas, de modo muy sencillo y, al final, por pura casualidad. Pues lo que interesa a Verne es sólo fijar las coordenadas de partida en un mensaje proveniente del pasado, de acuerdo con esa idea suya de que todas las épocas de la historia de la humanidad se encuentran en perpetua conexión, pues conducen al desvelamiento de los misterios del mundo natural mediante la ciencia.

Lecciones del abismo desde la Vor-Frelsers-KirkeObligado por su tío a acompañarlo, Axel se ve sometido, a modo de entrenamiento, a lo que el profesor llama, mediante un ingenioso hallazgo verbal, a las «lecciones del abismo» haciéndolo subir una y otra vez la aguja exterior de la Vors-Frelsers-Kirke, la torre de una célebre iglesia de Copenhague cuya parte final consiste en una escalera en espiral… al aire libre. (Doy fe, personalmente, de la tremenda prueba que supone su escalada.) Es, además, el primer contacto del lector con una de las imágenes recurrentes del libro: el vértigo (literal y simbólico). Axel está a punto de dejarse arrastrar en alguna ocasión por el primero, y acaba del todo rendido por el segundo, cuando por fin acepta el ansia de seguir hacia delante sin mirar atrás. Llegados a Islandia, el autor introduce un tercer integrante de la expedición, el guía montañés Hans Bjelke, a quien se caracteriza, según un estupendo principio de contraste, por su mutismo y su imperturbabilidad, es decir, las dos cualidades de las que carecen tanto Axel como su tío. Para ser un personaje que apenas llega a pronunciar una docena de palabras en toda la novela (y además en el inextricable islandés), su presencia, silenciosa pero constante, imprescindible, no deja de sentirla nunca ni siquiera el lector.

Verne extrae de Virgilio el lema de la obra, Facilis descensus Averni, «la bajada al infierno es fácil»[1], y sus viajeros son engullidos literalmente por la tierra: su descenso es narrado con enorme fuerza visual y, sobre todo, emocional, de tal modo que el mismo lector es capaz de identificarse con la tremenda opresión que siente Axel, en esas primeras jornadas, conforme empieza a sentir el peso de media tierra sobre su cabeza. Pues bien, cuando todas las posibilidades narrativas y descriptivas del descenso por las cavernas han sido apuradas, Verne ofrece un afortunado hallazgo argumental, inventando un insólito mar interior, iluminado perennemente por una bóveda cargada de electricidad, al que llegan los expedicionarios. Es decir, en pleno centro de la Tierra, Verne recrea las características de la superficie, para proponer un clásico episodio marino y, al tiempo, permitir un viaje al «mundo perdido» (cuarenta años antes de la novela de Conan Doyle que lleva tal título), en cuanto que los expedicionarios se tropiezan con vestigios de la fauna prehistórica, ya sean vivos (el plesiosaurio y el ictiosaurio que combaten en una de las imágenes más populares de la novela) o muertos (el cementerio de huesos que encuentran en la playa a que arriban). Verne se hace eco de la entonces muy popular teoría de la «Tierra hueca», que había difundido un militar norteamericano, el capitán Symes, y que será muy fértil en el futuro, dentro de la literatura pulp (por ejemplo, Edgar Rice Burroughs y su saga de Pellucidar).

Un mundo perdido

El episodio del mar interior sirve al autor, también, para ofrecer una variante de la estructura narrativa. El relato es ocupado por el diario de a bordo de Axel, lo cual permite una notable inmediatez narrativa, gracias al uso del tiempo presente y a la carencia del «conocimiento» del futuro por el personaje, que está contando lo que, como mucho, ha pasado unos minutos atrás. En especial, ese método permite una memorable tensión cuando estalla la tempestad que acabará con el viaje por mar, y permite ofrecer a Verne algunas de las páginas más bellas de su literatura (esa imagen que convierte a Hans, impasible en su puesto ante el timón frente al mar desencadenado, con el cabello erizado por el viento, en «un hombre antediluviano, contemporáneo de los ictiosaurios y de los megaterios»). Y la abrupta interrupción del diario posee un evidente aroma a Poe (y en concreto, a su genial cuento Manuscrito encontrado en una botella), autor tan admirado por el francés.

Verne escribió casi al mismo tiempo esta novela y Aventuras del capitán Hatteras: ésta se publicó antes, de modo serializado en un folletín de la época, pero el Viaje apareció antes en forma de libro. Miguel Salabert se complace en encontrar vasos comunicantes entre ambas obras. Así, hacia el final, subiendo la balsa de los viajeros por la chimenea de un volcán, entre abrasadoras temperaturas, Axel se deja ganar por «la voluptuosidad de imaginarme en las comarcas hiperbóreas a treinta grados bajo cero». Es una bella, y sugerente, forma de señalar la unidad de espíritu que poseen todos los Viajes Extraordinarios, así como la ocasión de ganar el asombro del lector, ante el hecho de que dos obras maestras tan incuestionables, y al mismo tiempo tan diferentes, fueran escritas a la vez.


[1] El recuerdo de esta cita, con la que titulo además la entrada de este comentario, es un homenaje a su biógrafo español, Miguel Salabert, que titula así el capítulo que dedica al análisis del libro en su inolvidable Julio Verne, ese desconocido (Alianza Editorial, 1985), que me enseñó a mirar al autor francés con nuevos ojos.

Acerca de Jose Miguel García de Fórmica-Corsi

Soy profesor de historia en el IES Jacaranda (Churriana, Málaga).
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