El billar es un juego que, creo, despierta una extraña fascinación. Combina la precisión con el carácter, la estética visual con la sonora: la textura de la tela y el tacto de la madera de la mesa, el recogimiento que provocan las luces cenitales sobre el tapete y el sonido, al tiempo firme y grato, que hacen las bolas chocando unas con otras; todo ello envuelve los billares en una atmósfera que posee un alto poder de sugestión. Unamos a ello que, como todos los juegos, se presta de modo eminente como símbolo de la vida (más aún, como símbolo de un estilo de vida), y que su concentración en garitos que unen apuestas, alcohol y tipos turbios sugiere rápidamente el aire de un thriller. Pues bien, el cine cuenta con una obra maestra que extrae todo el partido posible a este ambiente para narrar una historia desesperanzada sobre la soledad y la degradación, la miseria y los sueños de triunfo, el dolor existencial y el borroso consuelo que es el amor, la dicotomía entre el triunfo social y el equilibrio moral, la culpa y la expiación. Un conjunto de sugerencias y matices que suele considerarse además, y con razón, como una de las más certeras aproximaciones a uno de los asuntos fundamentales que Hollywood ha aportado al cine: la mítica del fracaso, el tema del perdedor.
El buscavidas lleva la firma de Robert Rossen, un director de trayectoria irregular y desencantada, que prometía mucho y que se pasó la vida anunciando una obra maestra que tardaba y tardaba en llegar. Empezó su carrera profesional como escritor y se convirtió en uno de los más respetados guionistas de Hollywood: de entre sus magníficos libretos yo destacaría dos, el de El lobo de mar (1941), toda una lección de cómo adaptar una obra maestra ajena —la inmortal novela de Jack London— con sentido creativo y cinematográfico; y El extraño amor de Martha Ivers (1946), inmejorable combinación de melodrama y cine negro rural. El paso siguiente fue el lógico: convertirse en director de sus propios guiones, en eso que no tardaría en llamarse autor completo. Y lo hizo con gran éxito, firmando películas de gran impacto social y político, por lo tanto moral, que siempre fueron sus grandes preocupaciones. Sin embargo, el anticomunismo de la época le pasó factura. Había sido miembro del Partido Comunista entre 1939 y 1945, y una de sus películas más importantes, Cuerpo y alma (1947), había sido impulsada y financiada por importantes miembros de aquél. Se negó inicialmente a declarar pero, al final, en 1953, atenazado por la angustia de ver cómo todas las puertas se le cerraban, declaró ante el tristemente célebre Comité de Actividades Antiamericanas, dando los nombres de los simpatizantes comunistas que conocía.
Esa decisión le destrozó por dentro: pese a ser extraído de la «lista negra», la culpa llevó a Rossen a exiliarse de modo voluntario en Europa, donde rodó varias películas (incluso en España, donde filmó el biopic histórico Alejandro el Magno, de 1956). Volvió a Hollywood para rodar un particular western cuyo trasfondo, precisamente, es la culpa y el remordimiento, que fue alterado por los productores y sufrió un gran fracaso, They Came to Cordura (1958). Su última oportunidad era El buscavidas, y en la novela de Walter Tevis encontró el tema y el ambiente que necesitaba para descargar toda la indignación que sentía contra sí mismo y contra la sociedad que había conseguido derrotarlo. El film se estrenó con enorme éxito de crítica y público, y fue considerado, con razón, como una puerta a la modernidad que se abrió en el seno del Hollywood más comercial. Por desgracia, Rossen no viviría mucho para disfrutar su nuevo prestigio. Solo rodó una película más, tan fascinante como discutible, situada en otro ambiente no menos sugestivo, el de un manicomio, Lilith (1964). Y murió dos años después, en 1966, de diabetes, a la temprana edad de 57 años.
La historia que narra El buscavidas se enmarca entre las dos partidas que juegan el mejor jugador de billar del país, el Gordo de Minnesota, contra el aspirante a destronarlo, un jovenzuelo apodado Eddie el Rápido en el original y Relámpago en el doblaje español (permítaseme preferir este último apelativo). El fracaso monumental que sufre Eddie en el primer match (que dura más de 24 horas y a lo largo del cual tiene a su oponente a punto de caer sobre la lona) da pie al largo dibujo de la relación entre Eddie y Sarah, la muchacha a la que conoce justo después de su derrota en el bar de la estación de autobuses y con quien se marcha a vivir. El cuarto personaje de la historia es el manipulador Bert Gordon, un turbio personaje que financia al Gordo en su partida y que convence a Eddie para convertirse en su manager —mediante condiciones abusivas: un 75% de las ganancias será para él— y recorrer el país jugando contra rivales que pongan una buena cantidad de dinero sobre la mesa.
El término hustler —traducido mediante la muy atractiva palabra «buscavidas»— hace más bien referencia (y en la película queda bien claro) al estafador que hace uso de la inteligencia para engañar a su víctima. Eddie Felson recorre las carreteras de los Estados Unidos con su socio, Charlie, fingiendo ser un pardillo a quien es fácil sacar los cuartos en una partida y que, al final, se lo lleva todo de los auténticos pardillos. La secuencia pre-créditos lo deja bien claro: Eddie finge emborracharse mientras juega contra su socio, poniéndole en bandeja que éste lo desplume, mediante una hábil representación en la que el muchacho se muestra como un estúpido arrogante y su veterano amigo parece, realmente, disgustarse mucho porque el otro casi lo fuerce a aprovecharse de él. Tendido el lazo, Charlie se hace a un lado para que los espectadores del juego apuesten su dinero a una jugada imposible que Eddie alardea que puede embocar. Falla una vez y el joven insiste en multiplicar la apuesta. La segunda vez su mirada cambia al golpear el taco: y Robert Rossen sostiene el plano sobre ese gesto jactancioso de Eddie, sin necesidad de mostrar el resultado de su jugada. No hace falta.
Con la sobria pero muy expresiva iluminación del veterano Eugene Shuftan y el naturalismo de la escenografía (Rossen huye del decorado y filma en los mismos lugares donde transcurre la acción), El buscavidas supone una crónica muy realista de una forma de vida muy masculina, que concentra a una fauna muy particular pero perfectamente reconocible en bares y garitos, pero también en locales especializados —en el billar de Ames, sancta sanctorum del Gordo de Minnesota no hay bar ni tragaperras: solo mesas de billar—, que dejan pasar las horas y para los cuales el juego es la forma de traducir una completa falta de horizontes vitales más allá de sus cuatro paredes. De ahí la prolijidad con que Rossen muestra el «despertar» de ese local a donde van a llegar Eddie y Charlie (después de ese montaje rápido de imágenes superpuestas que, durante los créditos, nos muestran la forma de vida de la pareja): la apertura del local, la llegada de los empleados, la subida de las persianas (venecianas, que siempre impregnan de cierta turbiedad cualquier ambiente, ya sea más sofisticado o más lumpen), el barrido del suelo… Al entrar en el lugar, Eddie saborea su silencio y lo compara con el de una iglesia, la Iglesia del Buen Buscavidas. Pero Charlie, con más lucidez —y todos los personajes de esta historia son más lúcidos y sabios que ese jovenzuelo que se cree un triunfador—, exclamará: «Como un depósito de cadáveres, y las mesas son las losas donde los tumban».
En Ames transcurre la primera y brillantísima media hora del film, la que narra con minuciosidad la partida entre Eddie Relámpago y el Gordo de Minnesota, entre el joven presuntuoso que necesita alardear continuamente y el veterano sobre el que basta una mirada para saber que está de vuelta de todo. Rossen extrae todo el juego estético posible a la partida —en compensación, el segundo y definitivo enfrentamiento es contado en poco tiempo: ya no hace falta repetir—, pero también el moral, ejecutando un implacable retrato de Eddie. Pues lo que nos va a contar el resto de la película es el dibujo en profundidad de un muchacho cuyo drama es que carece de espesor, que no es más que un talento instintivo y en el fondo banal, que se cree importante porque tiene una «habilidad» de la que los demás carecen y que, demasiado tarde, descubrirá el vacío que supone sacrificarlo todo a ella.
Es por ello que el personaje principal de la historia, contra lo que pueda parecer, no es Eddie sino Sarah, la joven coja y alcoholizada que adopta al muchacho —aunque la actriz era siete años menor que él, en todo momento parece mayor, en edad, en experiencia, en madurez— cuando éste se siente hundido, después de la gran sorpresa que es para él su derrota (y en especial, la amargura que le produjeron las palabras de Bert mientras jugaba: que en él veía solo a «un perdedor»). Robert Rossen no intenta en ningún momento dibujar ningún tipo de atmósfera romántica sino que, bien al contrario, la relación entre ambos sirve para trazar el dibujo de un callejón sin salida vital y existencial al que ambos han penetrado por distinto lugar, sin que consigan encontrarse en medio, por mucho que pasen juntos horas y horas. Sarah se lo dirá a Eddie: «¿Amor? Ninguno de los dos lo reconocería si nos cruzáramos con él en la calle». Las ironías de la vida hacen que el mejor diálogo de la película, el que expresa del modo más certero su atmósfera, no fuera escrito por Rossen y su coguionista o el autor de la novela de base… sino por el inspirado y anónimo traductor de la versión española al que la Censura franquista obligó a silenciar la frase original. En determinado momento, Sarah (una mujer culta que necesita las palabras para vivir, como ella misma dice) escribe una frase que Eddie lee con gran disgusto: «Hemos firmado un contrato de depravación» (puesto que, le aclara, todo su horizonte se limita al alcohol y al sexo). La versión española, genial, dice: «Hemos firmado un contrato de mutua tristeza».
Hablaba líneas arriba de la modernidad de El buscavidas. Haciendo el esfuerzo de situarnos en el momento de su estreno, supongo que sorprendería grandemente una película del mainstream —supongo que entonces no existía este pedante anglicismo que, es significativo, me encanta escribir— que destaca por su franqueza sexual, con dos personajes que viven juntos sin estar casados, y cuya relación, como bien dice el personaje femenino, con su característica lucidez, se basa en compartir alcohol y sexo (por supuesto, la versión española mutila la mayor parte de las escenas comprometidas, como indica el cambio de doblaje). El buscavidas retrata además un mundo que al espectador medio le debía parecer muy ajeno (hoy día, el cine y la televisión nos han educado lo suficiente como para conocerlo aun no viviéndolo): un mundo en el que el dinero es una mercancía para la depravación moral y sexual —se intuye que la novela, que no he leído, incluso debe ir más lejos—, un mundo de luces opacas, un mundo que conduce de modo natural al alcohol. En Estados Unidos (nos lo ha enseñado el cine), el alcohol se vende en licorerías especializadas: pues bien, el mero hecho de que las botellas se envuelven en papel de estraza hace aún más sórdida su compra.
Un mundo cuyo mejor símbolo es el depravado personaje de Bert Gordon, ese tipo implacable cuyo «talento» es saber juzgar bien a los hombres para mejor aprovecharse de sus debilidades, y cuya gran riqueza es, más que el dinero, el conocimiento (de los lugares que hay que frecuentar, de las compañías que hay que cultivar, de los pardillos a los que se puede engañar). Huelga indicar, en una primera aproximación a un reparto tan bien escogido, que el gran George C. Scott, con su facilidad para transmitir un egoísmo implacable y determinante (para bien y para mal, para sus personajes negativos pero también para los positivos), con su rictus de dureza, borda la interpretación. Es posible que, en el recuerdo, a uno le llegue primero el rictus arrogante de Newman preparándose para un toque difícil, el desgarro de Piper Laurie mientras mira con desesperación a Eddie o la elegancia del Gordo mientras se echa polvo de talco en las manos y se dispone a destrozar a Relámpago, pero mientras vemos El buscavidas la sombra de George C. Scott, incluso cuando no sale en pantalla, planea sobre todo los personajes como el siniestro manipulador que es.
Y es que el reparto de El buscavidas es sensacional. Paul Newman era precisamente la gran estrella que anunciaba el tránsito del Hollywood clásico (en cuyas postrimerías inició su encumbramiento) y el cine moderno, tan distinto, de los sesenta —en el cine americano y mundial, la sucesión de décadas más chocante es, sin duda, la que va de los 50 a los 60. El Newman joven, aviso, no es un actor de mi predilección. Pertenecía a esa escuela de exhibicionismo gesticulante tristemente iniciada por Marlon Brando (y que tiene en James Dean a su parodia perfecta; involuntaria pero perfecta), que dio además un nuevo sentido al clásico lucimiento de virilidad de los galanes de Hollywood: una virilidad ahora mucho más sexual. Eso sí, Newman se beneficiaba (siempre lo haría, pues es de los actores que mejor supo envejecer) de una fotogenia extraordinaria, de un rostro que parecía cincelado, como el de Charlton Heston, pero con una suavidad de rasgos que lo hacía ideal para un tipo de personaje muy atractivo: el del individuo de irresistible presencia, cuya belleza le da un aire noble que sin embargo encubre un carácter por lo común marcado por el egoísmo y el ansia de arribismo.
Pues bien, en El buscavidas Rossen acertó en la elección y Newman respondió con lo mejor de su energía juvenil. Aprovechando al máximo esa atractiva fotogenia, Rossen potenció la imagen más superficial del actor para remarcar el ingenuo egoísmo de su personaje, un tipo que no es malvado pero cuyos actos inconsecuentes solo provocan dolor, primero a sí mismo (su fracaso en la partida que lo debía haber encumbrado, sacándolo para siempre de la sordidez de sus manejos como buscavidas por las carreteras y los antros de la América rural; la paliza que sufre, rotura de pulgares incluida, por no resistirse a la fácil exhibición ante unos matones que serán de poca monta pero que son sobradamente brutales) y luego, y más grave, a la mujer que intentó redimirlo, Sarah. De ahí que incluso el recurso a los gestos narcisistas (por mucho que sean cargantes: sobre todo en la partida inicial) tengan un sentido, que es precisamente el alertar al espectador de que ese héroe joven, guapo y limpio encierra una suciedad mayor de la que aparenta. Por todo ello hay que reconocer que en El buscavidas, Paul Newman hizo el mejor trabajo de su carrera en sus años jóvenes, como se manifiesta sobre todo en la parte final de la película: buena muestra es la secuencia en que, exaltado, le cuenta a Sarah, mientras comparten un picnic en medio del campo, lo que se siente cuando uno hace bien lo que sabe hacer bien. Y lo es porque Newman acierta al expresar la sinceridad de su personaje al transmitirlo… y la ingenuidad del mismo, porque en el fondo sigue siendo una manifestación de su necesidad de alardear de una habilidad que él toma por más fuerte que la vida ante una muchacha que sabe bien lo que de verdad sí lo es.
Robert Rossen echó el resto (en la novela no posee, ni de lejos, la misma importancia) con el personaje, desgarrador y destructivo, de Sarah Packard, en quien seguramente reflejó parte de sus propios anhelos y miserias, y al que Piper Laurie —actriz considerablemente desaprovechada— brindó la interpretación de su vida. Sin un átomo de artificialidad, desde su primera aparición en el bar de la estación de autobuses a donde llega el desorientado Eddie, Sarah ilumina (u oscurece, pero también de modo refulgente) la película cada vez que aparece. El dolor que domina su vida —una polio infantil que le provocó no solo una cojera sino la falta de cariño de un padre rico que paga por tenerla lejos de él— y la convierte en un ser autodestructivo, sin embargo, no elimina ni un grado de su (amarga) lucidez y de su (trágico) deseo de encontrar por fin el estímulo que enderece una vida de molicie y soledad. Sarah lo encuentra en ese hombre que no puede ser más distinto a ella: egoísta, inculto (Eddie remarca su incapacidad para leer siquiera un capítulo de la pequeña biblioteca que tiene ella: de hecho, cuando la conoció estaba leyendo un libro), vano, infantil, superficial. Pero es un hombre que necesita ayuda y que además es guapo y aporta belleza a una vida que ella sabe que es fea: en la dicotomía entre las necesidades espirituales y sexuales de la muchacha se encuentra parte de su tragedia.
Por último, un recuerdo para el cuarto personaje de la historia, sin duda el menos importante porque su función no es más que la de ser el catalizador necesario del drama, en cuanto símbolo del vacuo objetivo que se ha trazado Eddie. ¿Qué espectador de la película puede olvidar al Gordo de Minnesota, desde el afortunado y sonoro apodo a la majestuosa presencia que le otorga Jackie Gleason? Músico, comediante, estrella de la primera televisión, Gleason, en su única aparición cinematográfica reseñable, consigue que sus breves apariciones (al principio y al final de la película, recuérdese) dejen una huella imborrable: más que una interpretación, Gleason supone una presencia, muy bien definida por Bert, alguien que sin duda sabe juzgar a los demás, cuando le dice a Eddie: «Tiene más carácter en un dedo que tú en todo el cuerpo». Elegante con tendencia incluso al atildamiento, suave de movimientos hasta el punto de dar la impresión de que es más corpulento que orondo, con la increíble profundidad de su mirada, el Gordo de Minnesota no necesita hablar mucho, ni moverse mucho, ni siquiera estar mucho en el film para dejar un recuerdo mayúsculo.
[Quien no conozca el final de esta estremecedora película, debe dejar de leer aquí]
El final es imborrable, por su dureza. La entrega de Eddie a Bert como su Mefistófeles particular concluye con el suicidio de Sarah, incapaz de seguir soportando la suciedad del mundo —que Eddie, a su modo, había embellecido—, en especial al descubrir que hay elementos en él que todavía lo enturbian más, como Bert. Demasiado tarde, supone para el muchacho el elemento de catarsis. El final solo puede ser el que es: Eddie regresa a Ames para retar otra vez al Gordo de Minnesota y demostrarse a sí mismo que, si de algo le ha servido la muerte de Sarah, es para darle, a modo póstumo, el carácter que tanto le ponderaba el maquiavélico Bert. Y en efecto, Relámpago bate al Gordo —no hay necesidad, como ya he dicho, y Rossen lo comprende bien, de dedicar mucho tiempo a la partida—, pero Bert lo toma como una humillación personal e intenta que Eddie le pague su parte de la ganancia como si siguiera siendo su manager, a lo que éste se niega porque ha descubierto algo hasta entonces ignorado por él: lo que es una cuestión de principios. Y Bert, a su pesar impresionado por la nueva entereza de su buscavidas, lo dejará salir de allí ileso y con el dinero, pero condenado a no volver a entrar jamás en un billar de categoría, a dejar para siempre en el limbo esa habilidad que para Relámpago era el símbolo de su destino en la vida. El final de El buscavidas es tan amargo como la película merecía, porque ese «contrato de mutua tristeza» no podía sino tener una cláusula de desolación existencial que Eddie, que por fin adquiere el derecho a ser algo más que Relámpago, habrá de pagar toda su vida.
FICHA DE LA PELÍCULA
Título: El buscavidas / The Hustler. Año: 1961.
Dirección: Robert Rossen. Guión: Sidney Carrol y Robert Rossen; novela de Walter Tevis. Fotografía: Eugene Shuftan. Música: Kenyon Hopkins. Reparto: Paul Newman (Eddie Relámpago), Piper Laurie (Sarah Packard), Jackie Gleason (El Gordo de Minnesota), George C. Scott (Bert Gordon), Myron McCormick (Charlie). Dur.: 134 min.
Para mi, una de la más grandes películas de la historia del cine. Gracias por una crónica tan profunda y apasionada, y por destacar la figura de ella y esa relación que es de las más fascinantes vistas. No sé el motivo o el porqué esa relación me lleva a la que sostienen Glenn Ford y Gloria Grahame en Los sobornados, o Stacy Keach y Susan Tyrrell en Fat City. Son películas distintas pero siento esas relaciones magnéticamente extrañas y fascinantes, derrotadas. Saludos
Buena filiación con esas otras dos parejas, condenadas como la de Eddie-Sarah a no poder encontrar ni la felicidad ni la ternura que sus dos miembros necesitan. Por cierto que al hacer la crítica no había conseguido todavía la novela. Ya leída, en este caso es justo afirmar que la película coge un material digno pero no notable, intuye sus posibilidades y le extrae cuanto puede hacerse. En especial, Sarah es creación casi completa de Rossen y Piper Laurie.
Yo que he visto miles de películas y que ya atesoro un buen puñado de décadas, me fascina el hecho de que gente joven como tú, no solo hayan visto tantísimo cine, más aún que muchas de las películas estén acompañadas por la lectura de la obra de la que derivan y de todo el mundo que las envuelve. Imagino que lo tuyo con el cine es tremendo. Yo pensaba que era un fanático, pero veo que lo de don José Miguel es de psiquiátrico, jaja. Cuídate.
Gracias por lo de «gente joven» (siempre que escucho esta expresión pienso en aquel programa de los domingos, lo cual te dará idea de lo joven que puedo ser). En cualquier caso, esta locura es bastante compartible, y es lo que sobre todo pretendo con este blog, que sin lectores como tú hace tiempo que habría abandonado.
Muchas gracias de nuevo, y a cuidarse, sí… leyendo y viendo cine, claro.
No lo dejes porque tienes un blog sencillamente formidable, en el que uno disfruta, aprende, comprende y se siente como en casa. Un abrazo y no es necesario que me contestes.