1984 o el manual del perfecto totalitarismo

Rebelión en la granja

La ultima edición española de 1984, con traduccion de Miguel TempranoEra 1948. La Segunda Guerra Mundial acababa de finalizar solo tres años antes: los fascismos habían sido vencidos y sus líderes estaban muertos. Pero el totalitarismo no había sido suprimido: bien al contrario, uno de ellos, el representado por la Unión Soviética había emergido victorioso del conflicto y con un prestigio renovado, sobre todo entre los intelectuales del mundo occidental (esto es, del democrático). Un escritor inglés llamado George Orwell, cuyo compromiso antifascista era incuestionable (había luchado en España contra Franco, pero allí ya se había tropezado con las arbitrariedades del bando comunista), dio a la imprenta una novela cuyo título 1984 no era sino el de la misma fecha de su redacción, 1948, solo que cambiando el orden de las dos últimas cifras. Orwell había obtenido gran repercusión con su previa obra de ficción, Animal Farm —conocida en España como Rebelión en la granja—, una sátira del totalitarismo soviético, que ya puso en su contra a una parte de esa intelectualidad del mundo democrático que tanto bebía los vientos por el modelo comunista. Sin embargo, en 1984, Orwell fue incluso más lejos: ni antes ni después se habrá conseguido ofrecer, como aquí, la más negra y desesperada distopía posible, el dibujo de un mundo que es el sueño dorado (y atroz) de todo totalitarismo, por cuanto el control de la población es absoluto. Y lo hizo a partir de una sencilla pero estremecedora idea: hacer que en cada habitación de cada casa del país donde transcurren los hechos haya una telepantalla perpetuamente encendida que no solo ofrezca una programación que no se puede ignorar, sino que permite espiar a quien está frente a ella, sin que pueda haber modo de saber si en ese preciso momento lo están haciendo.

La polémica acompañó a la novela desde el instante de su publicación: en un momento de notable entrega de la intelectualidad europea al proyecto soviético (de modo muy apropiado, Orwell siempre usó para esta el término ruso de intelligentsia), resultaba molesto que un escritor que además procedía de la izquierda se empeñara en dar cuerpo a los temores de los analistas más conservadores. Ahora bien, por mucho que fuera acogido con alborozo en lugares como la España franquista, esto no puede ocultar el hecho del compromiso de un hombre que, poco antes de comenzar la redacción de su obra cumbre, había escrito (en su artículo Por qué escribo, de 1946) que «cada renglón que he escrito en serio desde 1936 lo he creado, directa o indirectamente, en contra del totalitarismo y a favor del socialismo democrático». Vargas Llosa lo subraya en su ensayo sobre el autor, contenido en su libro La verdad de las mentiras, al señalar que «este severísimo crítico de la Unión Soviética y el comunismo [lo hizo] no en nombre del statu quo, sino de una revolución socialista que él creía compatible con la democracia y la libertad».

Orwell, delante de los microfonos de la BBC, para la que trabajo durante la guerraY es que, por mucho que la durísima crítica pueda dirigirse contra cualquier totalitarismo, el modelo evidente es el comunista en su fase estalinista, como lo revelan todo tipo de paralelismos: el líder de ese mundo, cuya imagen está omnipresente en calles, edificios y emisiones televisivas, tiene los rasgos de Stalin, con su enorme bigote; Goldstein, el supuesto enemigo máximo, también antiguo dirigente del Partido, tiene los de Trotski; el pasado es alterado para que el Partido y su líder, como corresponde a los seres deificados ante el pueblo, nunca pueda haberse equivocado: contamos con decenas de documentos gráficos en los que se volatilizaron (es un término de Orwell) antiguos miembros caídos en desgracia, comenzando, claro, por el propio Trotski; las periódicas purgas que revelan conspiraciones y traidores por doquier en quienes hasta un momento antes parecían ejemplares miembros del Partido tienen las mismas características que las que asombraron al mundo bajo el nombre de Procesos de Moscú; el aparente igualitarismo social es la seña de identidad ideológica de ese mundo, etc.

En España, 1984 puede encontrarse en dos versiones. La clásica es la publicada por Destino en 1952, con traducción de Rafael Vázquez Zamora (en un primer momento, aliviada por la censura de determinadas muestras de «crudeza» sexual, pero revisada en su integridad por la misma editorial, curiosamente en la edición del mismo año titular). La segunda es mucho más reciente, de 2013, y fue realizada para Penguin por Miguel Temprano García (en mi opinión, uno de los mejores traductores del inglés en la actualidad, como demuestra, por ejemplo, su magnífica versión del muy difícil original de Henry James Las alas de la paloma). La primera es aquella en que casi todos los conocedores de la novela aprendimos a amarla; la segunda es la que recomiendo, sobre todo por corregir el fallo capital en la traducción del más famoso de los términos que Orwell inventó.

Me refiero al del Gran Hermano, ese líder omnipotente que dirige el Partido, cuya popularidad ya ha escapado de los márgenes de la novela por conocidas razones televisivas. Sin embargo, el original Big Brother significa en realidad Hermano Mayor: la versión literal no solo es incorrecta sino que elimina ese matiz protector que barniza la elección del término, y que es el mejor símbolo de ese retorcimiento de los conceptos por parte del Partido, de ese axioma que supone la base de su poder: las palabras crean la realidad. Eso sí, confieso que las otras versiones de Temprano para otras imprescindibles palabras (nuevalengua para la no menos emblemática neolengua, o doblepiensa para doblepensar), aun manteniendo similitud con las antiguas, no han conseguido que desplace el recuerdo de las elecciones de Vázquez Zamora, de tal modo que mi artículo cometerá la «barbaridad» de usar arbitrariamente palabras de dos versiones diferentes.

El protagonista de la novela es un hombre llamado Winston Smith, denominación ya simbólica de por sí, puesto que une el apellido más común en el Reino Unido (lo cual anuncia que el personaje no es ningún ser excepcional, sino eso que se llama un «hombre corriente») con un nombre de pila que a todo el mundo le resulta relevante (no digamos en la época de publicación). Winston Smith vive en Londres, ciudad de un enorme país llamado Oceanía, del que el antiguo Reino Unido supone la periferia, puesto que el resto de la vieja Europa pertenece a otra macro-entidad política llamada Eurasia; el tercero y último de los países orwellianos es Estasia (en la edición Destino, Asia Oriental). Se trata de un mundo que lleva décadas en perpetua guerra entre los tres países, aliados siempre dos contra el tercero: la alianza cambia de tiempo en tiempo, pero debido al mecanismo de alteración del pasado, los ciudadanos consideran que la guerra siempre ha sido contra el mismo estado. Winston Smith bien lo sabe, puesto que trabaja en el Ministerio de la Verdad, el organismo que se encarga precisamente de cambiar el pasado (en su caso, sustituir las noticias impresas en los periódicos: Orwell no previó la existencia de Internet) para que esté siempre de acuerdo con el presente.

Mapa que especula con la division del mundo entre los tres paises inventados por Orwell para 1984 (fuente, wikipedia)

En Oceanía, el poder absoluto lo detenta el Partido, que carece de más nombre (no lo necesita), si bien es el órgano de expresión de una doctrina llamada Socing (socialismo inglés: el autor parodia la debilidad de los totalitarismos por los acrónimos que forman palabras al estilo de Comintern, Sovnarkom o Gestapo), derivada de la antigua ideología igualitaria pero, es evidente, sin nada real que tener que ver con ella. El Partido se divide en dos grupos: los miembros del Partido Interior, los que verdaderamente detentan el poder y cuyo teórico líder es el Hermano Mayor, y los del Partido Exterior, el cuerpo de funcionarios que trabaja para él, mucho más numeroso, y al cual pertenece Winston. Por debajo de ellos, la gran masa de la población, los proles, descrita como un enorme rebaño, brutalizado y sin más ambición que la mera supervivencia.

Así, 1984 es la historia de la (modesta) resistencia de Winston Smith no ya contra el poder político que oprime a la humanidad, sino contra el propósito del Partido por reformular el mismo concepto de ser humano. Y lo hace mediante el modo que está al alcance de cualquiera, hasta del ser más humilde y oprimido: el sentido crítico, la negativa a aceptar las ideas que parecen moldear a todos. Su primer acto de rebelión es intangible (pensar con libertad), pero aun así, en ese mundo, es susceptible de pena de muerte: el Partido lo llama crimental. Sin embargo, ninguna rebelión verdaderamente digna de ese nombre puede permanecer tan solo en el plano de las ideas, o del deseo: de ahí que su segundo acto ya constituya en sí mismo una prueba de su heterodoxia. Winston compra un cuaderno de páginas blancas y comienza a escribir un diario donde verter su rechazo por el régimen, sus anhelos y sus frustraciones, sus miedos y deseos.

El primer Winston Smith en la pantalla (pequeña) fue Peter CushingPuesto que uno de los elementos mediante los cuales el Partido controla a la población es proscribiendo los lazos íntimos, siendo el mayor de todos el deseo sexual (el matrimonio no puede tener otro fin que el de engendrar hijos, unos hijos que, educados desde pequeños en la ortodoxia, puede muy bien que acaben denunciando a los progenitores por cualquier nimia desviación… otro rasgo que el escritor tomó del estalinismo), el escritor personaliza la rebelión de Winston en su relación con otra muchacha que, como él, es una disidente interior, Julia. Quien crea que el autor se rebaja a la inclusión de una obligada historieta de amor, como en las novelas o películas más convencionales, andará errado. Lo que Winston llamará amor (y sin engañarse en absoluto de que lo sea) es, primero, la liberación de ese deseo sexual largamente reprimido por el Partido y, después, la sensación de poder compartir una intimidad libre con una mujer. Es más, aun cuando revitaliza su existencia, en cierto modo Julia supone una decepción para Winston, en cuanto que en absoluto es el alma gemela que buscaba. Es demasiado joven, lo cual quiere decir que ese mundo horrible ya se ha cobrado de ella un mínimo tributo: su indiferencia ante el sufrimiento, el egoísmo instintivo. En un mundo con más facilidades para la resistencia, Julia se habría convertido en una terrorista fanatizada por el deseo de hacer daño en abstracto, sin tener en cuenta ningún daño colateral.

¿Estamos ante una novela de tesis o ante una novela en el sentido más noblemente literario de la palabra? 1984 tiene la considerable virtud de unir ambas perspectivas, demostrando que lo que hace fracasar una obra no es la pretensión de querer transmitir un mensaje o de enarbolar determinadas ambiciones ideológicas sino, sencillamente, la falta de talento: es en este caso cuando la obra de tesis irrita (porque se convierte en sermón).

Sin embargo, huelga decirlo, 1984 no es un ensayo ficcionalizado sino una espléndida ficción bien sustentada en la realidad.

La clave del libro, sin la menor duda, se encuentra en su inolvidable protagonista, Winston Smith: pocas veces como en esta ocasión un escritor ha conseguido que el lector entre en su ficción mediante la identificación con su personaje central. Este proceso de empatía permite que las condiciones bajo las que vive Winston nos resulten dolorosamente cercanas, que su relación con Julia nos transmita que, en efecto, es la intimidad física y espiritual con otra persona lo que da sentido a la vida, que el último reducto de la libertad se encuentra dentro de nosotros por mucho que estemos ligados por las cadenas más gruesas (el miedo). Y para ello, resulta fundamental que Orwell dibuje a Winston como un hombre corriente, no como un ser excepcionalmente inteligente; como un ser modesto y tenaz, pero no heroico: su claudicación final resultará mas terrible que ninguna otra en la historia de la literatura porque ese proceso de identificación (cualquier lector, masculino o femenino, es Winston) termina por hacernos comprender que, ni desde el fácil refugio que es la lectura de un libro en la confortable seguridad de nuestra casa, podemos creernos invulnerables a cualquier procedimiento de anulación de nuestras certidumbres, de nuestra personalidad, de nuestra singularidad. Y tanto más admirable es que, desde el momento en que ejecuta su primer acto de rebelión, Winston ya se sabe muerto: sabe que la resistencia en ese mundo dirigido por el omnipotente Partido es una quimera. Y aun así, no vacila un solo instante: la liberación radica en la mera resistencia, no en su triunfo.

1_1984

Frente a Winston, Orwell tiene la perspicacia de situar otro personaje no menos importante (incluso cuando no aparece en escena, su sombra se empeña en filtrarse por entre los renglones de cada capítulo), que es tanto su alma gemela como su espejo oscuro, tanto el único ser capaz de comprenderlo como el hombre encargado de destruir la singularidad que Winston cree que podrá mantener para siempre, por mucho que su cuerpo pueda ser quebrantado y su existencia anulada.

Se trata de O’Brien, el maduro miembro del Partido Interior en cuyos gestos y movimientos Winston cree encontrar (porque necesita creerlo) otro disidente. Y en efecto, parece haber acertado cuando, tras dar él el primer paso e identificarse, O’Brien le revela que pertenece a la Hermandad, el nebuloso grupo de resistentes que lidera Goldstein. De sus manos, Winston recibe el ejemplar de su libro (cuyos capítulos, fascinantes, sacian la sed de conocimientos del espectador sobre ese mundo horrible, pero también dejan con hambre de saber más), pero como era de esperar resultará ser uno de los más inteligentes miembros de la llamada Policía del Pensamiento.

La tercera y última de las partes de la novela consiste en el largo proceso de interrogatorio y tortura a que Winston es sometido por O’Brien, cuyo objeto no es la claudicación del protagonista, sino lisa y llanamente su transformación en una criatura digna del modelo concebido por el Partido. De hecho, ni siquiera merece el nombre de interrogatorio, puesto que O’Brien no pregunta —no necesita que Winston le revele nada: ya lo sabe todo— sino que es él quien habla y habla, rindiendo con sus implacables afirmaciones todas las resistencias de ese infeliz que, en el fondo, no deja de admirarlo, para hacer realidad la estremecedora afirmación que le escupe con fría rotundidad: «Te estrujaremos hasta vaciarte y luego te llenaremos de nosotros».

Los famosos esloganes del Partido, de 1984, segun un diseño de Jon GrayEsa tercera parte de 1984, la más desalmada, la más descorazonadora, es la que contiene la definitiva formulación de las tesis de la novela. Es evidente que aquí es Orwell, el ensayista, quien habla por boca de O’Brien. Tendría, por tanto, que producirse un distanciamiento, una inconveniente intromisión de la «realidad exterior» en la ficción. Sin embargo, una vez más, todo lo salva la solidez humana de ese patético derrotado, del noble Winston, cuyas conmovedoras protestas no solo nos dan voz a nosotros, los lectores que compartimos con él su mismo horror, sino que proyectan la novela más allá de cualquier tesis.

Orwell culmina su lección práctica sobre el totalitarismo perfecto. En primer lugar, O’Brien proclama sin el menor ocultamiento cuál es la verdadera finalidad del Partido: el poder por el poder, sin las excusas de regeneración o perfeccionamiento del ser humano que se dieron a sí mismos los totalitarismos del siglo XX. El poder absoluto se controla mediante tres mecanismos. Primero, viviendo en un presente eterno, de ahí la importancia de la modificación del pasado cuando el ayer contraviene el hoy. Segundo, haciendo que el poder sea colectivo y no personal, de ahí que el Partido sea virtualmente inmortal. Tercero, manteniendo a la población en un perpetuo estado de guerra que impida el aumento de la riqueza del mundo y que justifique los sacrificios que resultan evidentes en el ahora.

En relación con el segundo mecanismo, Orwell plantea una idea lógica y consecuente. A la altura de 1948, era evidente que una de las limitaciones del poder totalitario era su asociación a un líder carismático, humano, por tanto susceptible de error, de crítica: de muerte. En cambio, el líder del Partido es una imagen exteriormente concreta pero que, en realidad, no es sino una entidad abstracta, sin existencia material y por tanto inmutable y no sometida ni a erosión ni a envejecimiento: el Hermano Mayor es el modo en que el Partido ha elegido mostrarse ante el mundo.

Finalmente, Orwell redondea este terrible manual de totalitarismo haciendo que incluso aquellos que pueden conocer alguna parte de esa falsa construcción, al mismo tiempo la nieguen y acepten su rotunda verdad. Esto es lo que el escritor llama doblepensar, y ninguna explicación mejor de su esencia que esa afirmación que O’Brien le hace a Winston en su interrogatorio final: los tres eslóganes del Partido (LA GUERRA ES LA PAZ – LA LIBERTAD ES LA ESCLAVITUD – LA IGNORANCIA ES LA FUERZA), en realidad, son reversibles, y en esas tres afirmaciones (y sus contrarias) se encuentra la clave del poder del Partido. Las protestas finales de Winston, su grito desgarrador de que, pese a todo, la verdad es la verdad y no será posible negar para siempre la realidad, encontrará en O’Brien la más implacable respuesta: llevando a su extremo, o distorsionando de un modo paródicamente maligno, la vieja idea de los empiristas británico (Berkeley, Hume) de que la realidad está en la mente.

Orwell narra todo ello con un excepcional sentido narrativo, que nos mantiene en todo momento con una actitud sobrecogedora, pero también tiene la intuición de marcar las necesarias pausas que incluso debe haber en el infierno para mejor apurar, después, las heces del sufrimiento. Como todos los escritores de raza, salpica su texto de toda una serie de detalles que completan o matizan la descripción o salpican de inquietud determinados elementos, haciendo que estos se empeñen en molestarnos días después de concluida la lectura, hasta hacernos reparar en su extraña sustancia. Por ejemplo, uno diría que el minucioso sistema de manipulación y corrección de periódicos a que se dedica Winston es, en el fondo, una tarea inútil, digna de un Sísifo, pues no parece que en ese mundo nadie pueda tener mucha preocupación por consultar las noticias del ayer ni tenga tampoco ocasión ni lugar para hacerlo.

Grave_of_Eric_Arthur_Blair_(George_Orwell),_All_Saints,_Sutton_Courtenay_-_geograph.org.uk_-_362277Orwell no se llamaba Orwell. Había nacido como Eric Blair en 1903, en la India, en el seno de una de esas familias de la laboriosa casta de funcionarios que hizo posible el imperio británico. Él mismo, en sus días de juventud, fue policía en Birmania, trabajo que abandonó asqueado. Recorrió después las grandes ciudades europeas, conociendo de primera mano la dura vida del proletariado, lo que le convirtió al socialismo para el resto de su vida. En 1933, decidido a ser escritor, adoptó el seudónimo por el que hoy lo conocemos y se lanzó a escribir. Escribió mucho, sobre todo ensayos, que no solo denotan a un magnífico escritor, con una gran capacidad para explicar sus ideas (aun cuando esto no evita que incurriera, como suele suceder en los seres complejos, en más de una contradicción o ingenuidad), sino a un hombre de una notable agudeza mental, cuya crítica hacia la sociedad nunca olvida que la vida solo es soportable bajo el necesario aliento del humanismo. Y es que solo un hombre con esas convicciones pudo ser capaz, como él, de crear esa terrible fábula que es 1984. Tal vez pensara que, al dar cuerpo a la peor pesadilla imaginable, conjurara así la posibilidad de que esta pueda existir alguna vez: que solo denunciando la mayor inhumanidad posible es como el humanismo se hace invencible. Ya he dicho que también mantuvo, hasta el final, una saludable ingenuidad. Su muerte se produjo en 1951, poco después de que viera la luz su magna obra.

Acerca de Jose Miguel García de Fórmica-Corsi

Soy profesor de historia en el IES Jacaranda (Churriana, Málaga).
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10 respuestas a 1984 o el manual del perfecto totalitarismo

  1. FRANKLIN dijo:

    Sin comentarios. Nosotros estamos rodeados de afiches con los ojitos de Chávez que nos miran (eso creemos) mientra se lee :
    «Con hambre y sin empleo, con Chávez me resteo»

  2. Fran dijo:

    Hola Jose!
    Magnifica tu entrada y estupendo el analisis que haces. Creo que lei la edición de Destino, posiblemente hace mas de 15 años, recuerdo alguna descripción sexual pero muy vagamente. Desgraciadamente muchas de las cosas que encontramos en la novela estan sucediendo a dia de hoy, no hay mas que dedicarle un vistazo a la prensa. Diria que es uno de esos libros perfectos para explilcarle a los chavales en las aulas todos estos asuntos que son el pan de cada dia.
    Venga, un saludo!

  3. Altaica dijo:

    Qué decirte o escribirte? Magistral artículo. Curiosamente nada indicas sobre las influencias reconocidas por el propio autor de la novela Nosotros. En cualquier caso hablar de plagio es, según he leído, un disparate. Yo siempre recordaré 1984 como una de las novelas de mi vida. Su lectura me conmovió y no pude parar de leerla como un poseso. Algo similar me sucedió con Las uvas de la ira, El lobo estepario o El siglo de las luces, por poner tan solo algunos ejemplos. Esta obra debería ser leída por todos los hombres de la tierra. Un gran abrazo y gracias por tamaña crónica.

    • Las influencias que recoge esta novela, o su incidencia en muchas otras obras, darían para otro artículo, claro. Como para ti, esta novela ha significado algo muy especial, emocional e intelectualmente, a lo largo de mi vida, en las distintas ocasiones en que la he leído. Un abrazo y muchas gracias por tus palabras.

  4. benariasg dijo:

    No sé si fue por la traducción de Temprano o por habela leído en un momento más apropiado, pero esta última vez me gustó mucho la novela, y me ha encantado recordarla con tu comentario.

  5. Renaissance dijo:

    Teniendo en cuenta que leí el libro allá por el 97, es probable que me haya quedado con esa edición adaptada de Destino, cosa que solucionaré en cuanto pueda.
    Es verdad que en el libro la trama romántica se evita gracias a un personaje tan indiferente como el de Julia (y que tanto este, como Winston Smith, sin que la película fuera una maravilla, fueron adaptados muy bien en la versión con John Hurt, donde el físico de los actores, con un aspecto muy cascado, es más que adecuado para el mundo que describen).
    No hace mucho en algún artículo de opinión también rememoraban el efecto de la neolengua, en concreto, con ciertos neologísmos como «nesting», «dinkies», «sinkies» y similares, donde establecían un paralelismo entre el vacío de contenido del idioma inventado por Orwell con una forma similar de desdramatizar mediante términos propios del márketing situaciones que no dejaban de ser un derivado del progresivo empobrecimiento de la sociedad. El gran hermano como tal no nos vigila, y por desgracia en los primeros años del 2000 fue reducido al nombre de un reality (del que curiosamente, el público más joven desconocía el origen. Hay cierta ironía en la situación), pero muchos de los matices de la novela pueden seguir reflejados.

    • Es divertido que, al presentar en clase la novela a los alumnos, se asombren al descubrir que Gran Hermano tenga una genealogía más compleja de lo que ellos pensaban. La neolengua, como alguno ha comentado, no es un invento tan surrealista: salvadas las distancias, la búsqueda de la corrección política y del eufemismo más distante es, en el fondo, un reflejo de la idea de Orwell, siempre tan inquietantemente moderno.

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