Durante años, tuve la sospecha de que el episodio histórico que narra 55 días en Pekín fue una invención de los guionistas de esta película. O dicho de otro modo, si para mí existe (y soy profesor de historia en un instituto de secundaria), es porque, cuando era pequeño y en Televisión Española se pasaban estas películas «antiguas» como si fueran un acontecimiento, me sentí fascinado por su sensacional argumento: las embajadas de los países occidentales en la capital de China se ven asediadas durante el tiempo estipulado en el título por parte de un grupo de fanáticos asesinos, los bóxers, que con el nada solapado apoyo de su emperatriz están dispuestos a borrar de su país toda traza de presencia europea. Cuando era un niño, como es natural, nada me preocupaba la justicia o injusticia de esa presencia, ni las razones de los rebeldes orientales: el film lo protagonizaban dos de mis actores favoritos, Charlton Heston y David Niven, abundaba en espectaculares escenas de combate y contenía varios momentos de gran emoción. Revisiones posteriores, como es natural, me han ido revelando la franca irregularidad de la película (¿cómo evitarlo, con los problemas, imposiciones y visiones contrapuestas que afectaron su rodaje?). Sin embargo, nunca he dejado de sentir un enorme cariño por esta película, sobre todo porque, por encima de su contenido épico, posee una sensibilidad especial, no en vano su director fue Nicholas Ray, para dotar de contenido a gestos y palabras, para expresar ese reverso íntimo que existe incluso en las gestas más épicas. Y es por esto que 55 días en Pekín sigue siendo un film perdurable y no el mamotreto en que pudo degenerar.
Como la práctica totalidad de los kolossals de la época, 55 días en Pekín es un título que siempre ha arrastrado mala fama, algo que incrementan dos circunstancias añadidas. La primera, que es una producción de Samuel Bronston, prototipo de tycoon cinematográfico odiado por los críticos por su apuesta por un cine de gran espectáculo en el que se ha querido ver siempre hueca grandilocuencia. Ahora bien, Bronston (que se instaló en España a principios de los 60, donde rodó sus famosas películas, como por ejemplo esta, hasta que se arruinó), para ser un productor «insensible», tuvo el buen gusto de contratar a directores del calibre de Anthony Mann, Henry Hathaway o Ray. Y entre sus producciones hay al menos una cuya revisión revela un film espléndido, La caída del imperio romano (1964, Anthony Mann).
La segunda, que fue la última película de la filmografía «comercial» de Nicholas Ray, quien padeció múltiples contratiempos, incluida una crisis cardiaca que acabó apartándolo del rodaje en sus compases finales (la concluyeron Guy Green y el director de la segunda unidad, Andrew Marton), y se lamentó siempre de las imposiciones de Bronston, que le impidió dar prioridad a los aspectos más intimistas de la trama en beneficio de los más espectaculares. Ahora bien, y aunque no puedo asegurarlo del todo, me gusta creer que ese puñado de momentos de bello intimismo que se reparten durante toda la película tienen el sello de este cineasta romántico y sensible que ya no consiguió sacar adelante ningún proyecto más y que acabó sus días dando clases de dirección en Nueva York: uno de sus alumnos sería el gran Jim Jarmusch. Por cierto, que él mismo da vida a un personaje episódico: el embajador estadounidense, el cual, en la única escena que aparece, lo hace en silla de ruedas (¿estremecedor presagio de su inminente crisis o constatación de que para entonces su estado físico ya estaba al borde del agotamiento?).
Pues bien, 55 días en Pekín es una buena película, que no llega a estar conseguida del todo porque, en efecto, deja entrever en demasía ese conflicto entre las intenciones del director y las del productor, aunque, y justo es reconocerlo, éste también permitió a Ray que se extendiera más de lo usual en lo primero (vuelvo a recordar la singularidad de La caída del imperio romano…). En cualquier caso, es verdad que no basta para eludir los lastres habituales de este tipo de producciones: la irregularidad, la desigualdad de interés, los baches narrativos, derivados en la mayor parte de las ocasiones tanto del exceso de metraje como del deseo de que se luciera en pantalla el enorme desembolso realizado.
El episodio histórico se conoce como la Rebelión de los Bóxers. Los ingleses llamaban boxers (o sea, boxeadores) —de modo más bien inexacto, por su práctica de artes marciales— a un violento grupo de combatientes surgido en los años finales del siglo XIX, que se daban a sí mismo el nombre de los Puños Rectos y Armoniosos, los cuales protagonizaron un movimiento anti-occidental de gran virulencia. Su actuación fue la tardía respuesta a las humillaciones nacionales que China había vivido desde mediados de siglo frente a las potencias extranjeras (en nuestros días, cualquier lector del llamado «mundo civilizado» no puede leer acerca de las Guerras del Opio sin sentir un sentimiento de vergüenza). Esas humillaciones se habían concretado en los Tratados Desiguales, cuyo resultado supuso la imposición de la entrega de una serie de enclaves para el dominio de los europeos (las concesiones, es decir, el control práctico de los principales puertos chinos) y ventajas comerciales, amén de la permisión del proselitismo cristiano (los misioneros inundaron China, constituyendo las principales víctimas de los bóxers: por cierto que lo que queda de su obra es, ante todo, el sustrato argumental de varias buenas películas estadounidenses: La amargura del general Yen o la fordiana Siete mujeres…).
Los bóxers inicialmente se alzaron contra la dinastía que permitió estas humillaciones, los Qing (cuyo inicial origen manchú convertía a sus miembros también en extranjeros: los bóxers no eran precisamente seres angelicales, sino un grupo armado profundamente xenófobo), pero las propias intrigas dentro de la corte (la emperatriz viuda Cixi aprovechó la turbulencia de los tiempos para arrebatar el poder a su propio sobrino) acabaron por llevar a una inestable alianza entre unos y otros. Seguramente, la espoleta final que provocó la definitiva exacerbación de las iras nacionales fue la derrota frente al gran vecino oriental, Japón, en la rápida guerra con que este país dejó bien claro el éxito de su rápida modernización al estilo occidental (que es conocida bajo el nombre de Revolución Meiji).
Por supuesto, a Samuel Bronston le traía sin cuidado realizar la menor reflexión sobre el fenómeno del imperialismo, por mucho que su película fuera coetánea precisamente de los movimientos que dieron la independencia a las antiguas colonias europeas. De hecho, no se intenta ofrecer la menor ecuanimidad sobre el conflicto: los bóxers quedan retratados como unos tipos fanáticos y violentos desde su primera aparición en pantalla, la escena (excelente para describir, eso sí, el personaje del protagonista Charlton Heston, también en su entrada en la historia) en que el mayor Matt Lewis intenta salvar inútilmente la vida de un misionero europeo atado a un molino de agua. La célebre emperatriz viuda Cixi, aun dibujada con indiscutible dignidad (sobre todo por al aire de majestad que le otorga la venerable actriz Flora Robson), aparece como una gobernante condicionada ante todo por sus consejeros. Uno de ellos, el general Jung-lu, desde luego es representado como un chino «bueno», pero ante todo porque es bien consciente de que es mejor no irritar a los dragones occidentales: lo encarna Leo Genn, el actor que hizo de Petronio en Quo Vadis (1951).
Ahora bien, el más influyente de aquellos, el príncipe Tuan, resulta un archivillano malvado y traicionero, lo que remarca la muy sabrosa creación de Robert Helpmann, estupendo bailarín devenido actor al que asociamos con varios papeles inolvidables para el dúo formado por Michael Powell y Emeric Pressburger, en películas como Las zapatillas rojas o Los cuentos de Hoffmann, donde lucía un cuádruple y maquiavélico papel. (Por cierto: a Helpmann lo dobla en la versión española un joven Alfredo Landa.) Eso sí, el príncipe Tuan recibe de manos de los guionistas un tratamiento propio de una película de amenaza oriental a lo Fu-Manchú, supurando perfidia por cada poro de su piel e incluso actuando personalmente en las maldades contra los occidentales: así, no parece muy congruente que un tan alto dignatario como él sea quien, en plena calle, dirija personalmente a sus esbirros bóxers contra el embajador alemán para que la turba lo linche. Es verdad que la rebelión histórica comenzó con el asesinato a plena luz del día de este diplomático, pero el guion hace que la razón de su elección parezca salida de un relato pulp: la noche anterior, en el gran baile, el mayor Lewis le dio una lección de virilidad europea al luchador chino escogido por Tuan, y el alemán había osado celebrarlo al grito de «¡Bravo!».
En resumidas cuentas, el episodio de los bóxers no es sino el necesario motor argumental para situar una clásica epopeya de resistencia, la de unos pocos europeos en tierra extraña y rodeados por un mar de enemigos, una historia que suele ser atractiva de cara a la taquilla. El peso psicológico de la película descansa sobre tres personajes, los encarnados por las tres estrellas que encabezan el reparto, con roles escritos a su medida para apoyarse con comodidad en su habitual imagen cinematográfica. Así, Charlton Heston encarna, con su carisma y solvencia habitual, a un militar nómada, sin tiempo ni deseos de tener ataduras (al encontrarse en el hotel de Pekín con un buen puñado de cartas, no duda en arrojarlas directamente a la papelera sin leerlas, para así no tener que contestarlas), hombre de acción y, por tanto, poco amigo de las sutilezas políticas. Un hombre, sin embargo, no carente ni de buenos golpes de humor —al fiel sargento que le ha salvado la vida, matando de un certero disparo a un bóxer, no duda en agradecerle la acción, pero tampoco en añadir que los veinte dólares que ha pagado por ese muerto, evitando así mayores represalias, se le descontarán de su paga— ni de un fondo humano, aun agreste y poco amigo de exhibirlo, como indicará su relación con la pequeña niña china hija de su lugarteniente y amigo, a la que luego me referiré.
David Niven, asimismo, ejecuta de modo fenomenal su papel de embajador inglés, pleno de elegante ironía. No cabe duda de que Hollywood ha sido un gran propagador de la anglomanía en el mundo. Su personaje de sir Arthur Robertson supura britanidad por los cuatro costados: no solo es el líder natural del conjunto de embajadores sitiados (de hecho, siendo el único no dispuesto a abandonar su puesto, consigue, como señala con sarcasmo el ruso, trocar una minoría de uno contra nueve en una «cordial» unanimidad), sino que su actitud expresa esa maravillosa indiferencia flemática ante el peligro que uno espera en un compatriota del gran Phileas Fogg. Así, cuando uno de sus colegas le pregunta, tras asistir a una de las bravuconadas del príncipe Tuan, qué piensa hacer, responde: «Por el momento, tomarme una copa de champán». ¿Cómo no compartir las palabras del embajador alemán, que no puede resistirse entonces a expresar el pensamiento de todos: «Si hay un Dios, debe ser inglés». Ahora bien, es de admirar que esto no convierta al personaje en un mero icono: a Nicholas Ray le traía sin cuidado la épica del valor, por mucha elegancia que desprendiera, y es por ello que la tal vez mejor escena del personaje sea aquella en la que, ante su esposa, ya embarcados en esa resistencia a ultranza que él ha auspiciado, le señala cómo le atormentan las dudas: «¿Soy un loco que se ha lanzado a una aventura o un hombre sensato que ha asumido un riesgo?»
Ava Gardner tiene a su cargo un papel también a la medida, el de aventurera cosmopolita de turbio pasado y gozosa sensualidad, en este caso una condesa rusa, Natalia Ivanoff, que encontrará la ocasión para redimir las «faltas» de su pasado —no podía faltar la nota machista en el diseño del personaje: su peor pecado fue convertirse en amante de un general chino (el mismo Jung-lu), lo cual provocó el suicidio de su humillado marido— convirtiéndose, cómo no, en abnegadísima enfermera en los días de guerra, hasta acabar pagando con su vida tanta redención. El papel de Natalia es el que más padece las condiciones de la superproducción, pues tan pronto la acción pasa a un primer plano ya apenas aparece en pantalla, como no sea cumpliendo, de modo muy cansino, su nuevo papel de ángel de los heridos. Por desgracia, sus intervenciones anteriores habían creado unas considerables expectativas que se van difuminando. Aun así, la actriz brilla tanto por su belleza serena como por su capacidad para hacer que ese pasado de su personaje asome a su rostro en todo momento. Y tiene en su honor una escena de imborrable lucimiento físico, su esplendorosa aparición en el baile de la embajada británica, con un vestido blanco y un collar de gemas, concitando las miradas de todos, las de ellos henchidas de deseo, y las de ellas de envidia.
Es una pena que las dos horas y media largas de metraje sean muy irregulares: la primera mitad del film es magnífica, pero la exposición del asedio resulta muy inferior. Por hacer un chiste fácil, los dos primeros días de lo 55 desbordan interés; el resto, aburre, aun cuando ocasionales destellos y un final espléndido merecen destacarse.
Un notable acierto del film es la perfecta caracterización, desde su mismo arranque, del escenario donde transcurrirá la historia: no solo permite al espectador hacerse cargo de su situación espacial, sino que dibuja muy bien la singularidad de esa intrusión occidental en un mundo que no le corresponde. Es más, esa apertura encierra la única nota anticolonial de toda la película: después de mostrar cómo todas las legaciones extranjeras comienzan su jornada del mismo modo, con la ceremonia del izado de la bandera a los sones del himno nacional, la cámara se detiene en dos chinos, uno de los cuales, a la pregunta del otro sobre el sentido de tanta fanfarria, le explica: «varias naciones que gritan al mismo tiempo: ¡queremos China!»).
Como bien se sabe, ese Pekín de 1900, con la zona internacional lindando directamente con la Ciudad Prohibida, fue recreado de modo magnífico en las afueras de Madrid, consiguiendo que nunca parezca un decorado de cartón-piedra. Por cierto, el rodaje en tierras madrileñas permite la aparición de bastantes actores españoles, aun en roles episódicos (así, la entrañable Conchita Montes, inolvidablemente ligada en la vida y en el arte al gran Edgar Neville, en un único plano, alabando la belleza de Ava Gardner en la mencionada escena del baile). Y, cuando menos, da pie a un plano entrañable: aquél en que dan réplica a David Niven, encarnando a cinco embajadores europeos diferentes, secundarios españoles tan venerables como Alfredo Mayo (por supuesto, el protagonista de Raza interpreta al de España), Félix Dafauce, José Nieto, Fernando Sancho y Carlos Casaravilla (el cual, aprovechando el sempiterno aire oriental de sus rasgos, da vida al ¡japonés!). Por cierto que el visionado en versión original del film desvela la inevitable manipulación de la censura: cuando sir Arthur plantea a sus colegas la permanencia en Pekín, el español es de los primeros en unirse a él, señalando que en el diccionario español no existe la palabra «huida». Por supuesto, en el original no dice nada de esto.
En esa primera mitad, Nicholas Ray sabe compaginar a la perfección las escenas de masas con las intimistas, estableciendo entre ambas un conseguido equilibrio que hace desear tanto ver a esos personajes haciendo gala pública, en pleno conflicto, de sus fuertes voluntades, como que sencillamente conversen entre sí y muestren su condición de seres de carne y hueso, marchando de un personaje a otro, de la corte china a la embajada británica, de los enfrentamientos entre los consejeros de la emperatriz a las discusiones entre los embajadores sobre la amenaza bóxer. Brillan con especial intensidad dos momentos. Uno es la fabulosa escena en que cerrada la puerta de la Ciudad Prohibida a sus espaldas, Lewis y sir Arthur se ven rodeados por una airada muchedumbre, a la que hacen frente con nervios de acero, caminando con lentitud pero sin pausa hasta las legaciones.
El otro es la larga secuencia que transcurre en el hotel de la concesión internacional, que reúne a los capitanes de los principales ejércitos, pero sobre todo a Heston y Gardner, saldando su primer contacto de modo memorable, cuando el americano evita la expulsión del hotel de la condesa aceptando que permanezca, con él, en la habitación de la que ya la había echado: «La habitación es muy pequeña», señala ella misma con malicia. «He estado en sitios peores», replica él. «Y yo también», concluye ella con la misma complicidad.
Es una pena que esa intensidad se vaya diluyendo en la atonía de la segunda mitad, salvo alguna buena secuencia de acción (la reconquista de la muralla, en el inicio de la resistencia). En especial, decepciona el escaso provecho que se extrae de las aventuras de Lewis fuera de Pekín, intentando conectar con las tropas de refuerzo (cortadas del montaje nada se perdía y se habría aligerado el exceso de duración), de la salida de escena del personaje de la condesa (aunque permite un buen momento por parte de Heston cuando recibe la noticia de su muerte, sin haber tenido tiempo de despedirse) y, esto especialmente grave, de la mediocre banda sonora de Dimitri Tiomkin.
[Quien no conozca esta película debe dejar de leer aquí]
Ahora bien, una parte importante del atractivo que me produce esta película radica en el cariño que siento por un par de escenas unidas por la presencia de la mencionada niña china, la hija del capitán Marshall, segundo oficial de Lewis y su amigo, obligada a vivir en un orfanato, al haber muerto su madre, durante las ausencias del padre, que se resiste a llevarla consigo a América, donde piensa que sufriría por los prejuicios raciales. La niña, Teresa, ya había rondado la llegada de la tropa americana, pero había visto cómo le impedían todos sus intentos para llegar hasta su padre; cuando por fin lo consigue, Ray lo cuenta de modo muy bello, mediante un travelling que sigue la mano ansiosa de la niña, con tímido alborozo, hasta tocar la espalda del padre, acodado en la barra del bar del hotel. La muerte de éste a mitad de narración, por supuesto, es un tópico fácil cuyo sentido es remover el sentido de la responsabilidad del protagonista, ese hombre que alardea de no tener responsabilidad, de no tener familia ni raíces. Aunque se juega con cartas marcadas emocionalmente (no falta el personaje-testigo de ese proceso: el fiel sargento Harry, al que encarna John Ireland), da igual. Por mucho que me la sepa de memoria, creo que su escena final siempre seguirá emocionándome lo mismo: liberadas las legaciones, las tropas que tan bravamente han resistido los 55 días se disponen a abandonar la ciudad, y entre ellas las estadounidenses. Entre los curiosos, y de modo afortunadamente paralelo a la escena en que llegaron, se encuentra Teresa, vigilando con expectación esa marcha, que ella creía que haría con su padre y por fin iría a América, a «casa». El mayor Lewis inicia las órdenes de marcha sin que parezca haber reparado en la niña (el sargento Harry, sí, y su mirada se desliza nerviosa de uno a otro), pero en el momento final, tira hacia atrás de las riendas de su caballo y plantándose ante ella, le alarga la mano y la sube a su grupa. Siempre he pensado que si tuviera que elegir, de entre toda su filmografía, una escena para amar a Charlton Heston, sería esta.
FICHA DE LA PELÍCULA
Título: 55 días en Pekín / 55 days at Peking. Año: 1963
Director: Nicholas Ray. Guión: Philip Yordan y Bernard Gordon; diálogos adicionales de Robert Hamer. Fotografía: Jack Hildyard. Música: Dimitri Tiomkin. Reparto: Charlton Heston (Mayor Matt Lewis), David Niven (Sir Arthur Robertson), Ava Gardner (Condesa Natalia Ivanoff), Flora Robson (La emperatriz viuda), Robert Helpmann (Príncipe Tuan), John Ireland (Sargento Harry). Dur.: 154 min.
Hola Jose!
He descubierto tu magnifico blog buscando información precisamente sobre esta película. Ayer me disponía a verla (hacia muchos años desde la ultima vez) y me apetecía buscar algún dato sobre ella, es ahí donde me encuentro con varias entradas y acabe leyendo la tuya, abundante información y muy didáctica, se nota que eres profe…jeje Al final era tarde y acabe quedándome frito en el sofá, me pondré de nuevo con ella,
Pues nada, celebro haber dado con este tu blog, le he dado un vistazo y veo que pones pasión en lo que escribes, me gusta y me seguiré pasando por aquí.
Un saludo desde Vigo!
¡Benditos sean los azares que depara la Red, Fran! El toque didáctico viene de fábrica, claro 🙂 . En cuanto a la película, lo mejor sin duda es lo que verías despierto, porque en la segunda mitad baja un poco.
Bienvenido por tanto al blog y que tus próximas visitas ya sean del todo conscientes jaja. Un saludo desde la otra punta de España, en Málaga.
55 días en Pekín ha tenido siempre bastante mala fama, casi siempre por razones ajenas a su verdadera valía cinematográfica. Que si las imposiciones de Bronston a Nicholas Ray (hombre, el productor de La caída del imperio romano no puede ser tan malo), que si Ava Gardner estaba todo el tiempo bebida (y por eso Heston quería echarla cuanto antes de la película, es decir, «matarla» en el desarrollo del libreto), que si su visión imperialista…lo cual, aplicando la dichosa corrección política, echaría al basurero de la historia un puñado de obras magníficas del llamado cine de aventuras coloniales (por el que, ay, siento una particular debilidad dentro del género de la aventura).
55 días en Pekín es una de las películas preferidas de mi infancia y a pesar de su evidente irregularidad deja entrever el talento de sus director, sobre todo en las escenas intimistas (como esa escena final memorable, que tú bien apuntas). A ello contribuyen unos suntuosos decorados y unos intérpretes excelentes. Desde la siempre diligente Flora Robson hasta David Niven, antológico (qué maravilloso actor era) pasando por una sensible Ava Gardner y Charlton Heston en uno de sus mejores papeles (o al menos a mí me lo parece).
Es decir, que las superproducciones no son execrables de por sí (ahí está el genio de David Lean para demostrarlo) y que unas cuantas de ellas están a años luz de tantas películas pequeñas o de «autor» que son realmente indigestas.
El cine de aventuras coloniales fue también imprescindible en mi niñez: «Tres lanceros bengalíes», «La jungla en armas» o «Beau Geste» (como puedes ver, nadie mejor que Gary Cooper para este género) fueron películas muy amadas, y en otro orden (por el color y el mayor presupuesto), «55 días en Pekín», es otro magnífico exponente. Poco que añadir a tus palabras, salvo, en efecto, destacar que al lado del estupendo trío protagonista también hay muchos grandes secundarios: Flora Robson, Robert Helpmann, Harry Andrews, y por supuesto John Irelando, imprescindible en esa escena final porque es el «testigo» necesario con el que los espectadores nos identificamos: como él, deseamos que pase lo que al final pasa… pero ¿cómo estar seguros hasta el final?
graan película. acabo de terminar de verla y es un lujo. un «hollywood» made in España, un productor que funde su propia compañia para generar películas que pasan a la historia. no es poco. la clave como pasa en el 90% del cine está en entender que no es un libro de historia. sino una película. poder poner en pausa la demanda de realismo (como hacemos en el cine de ciencia ficcion) y entrar en el mundo q la obra nos propone, si es bueno nos llevará desde el comienzo hasta el final. La aventura de este film es excelente (creo q el unico punto flojo es cuando salen por las vias del tren como si nada, pero la parte del deposito d armas lo compensa sobremanera), sabe combinar la accion a gran escala con el suspenso, y dar forma a los personajes, el consul es excelente, y la complejidad del personaje de ava gardner impide el tipico «final feliz».
Soy profesor de Historia en un instituto de secundaria y pese a ello nunca me han enfadado las licencias que se tomaba Hollywood con la supuesta verdad histórica. Cierto es que un excesivo disparate también puede ser contraproducente pero una película es una película y no una fuente histórica. Dicho esto, «55 días en Pekín» tuvo la virtud en su día de llevarme a leer sobre este episodio y, sin haber profundizado en exceso, en líneas generales es muy aceptable de ese punto de vista. Ahora bien, ante todo es cine y como cine una película muy especial desde mi infancia. Mi devoción por Charlton Heston arranca justo de aquí. Y si bien no hay happy end sentimental, sí lo hay desde el punto de vista emotivo: la prueba está en que siempre que veo el final de este título no puedo evitar emocionarme.
comparto lo que decis