Charlton Heston, labrado en piedra

Charlton Heston, el inolvidable Ben-HurLeí en alguna ocasión que el rostro de Charlton Heston parecía labrado en piedra: esa mandíbula poderosa, tremenda, esa frente alta, vigorosa, esos pómulos cincelados. La fuerza en estado bruto. Pero unos ojos azules en mitad del rostro que, de pronto, dulcifican unos rasgos que pareciera que su estado natural es la furia, contenida o arrebatada. No era extraña esa imagen del rostro en piedra. Bien al contrario, suponía una metáfora acerca del tipo de personajes que le hicieron popular: personajes extraídos de las páginas de la Historia o de la Biblia, nunca de la vida cotidiana (¿se imagina alguien a Heston haciendo de honrado padre de familia que tiene que ir todos los días a un trabajo vulgar y luego se desahoga tomando una cerveza con los amigotes en el feo bar de la esquina?). Por supuesto, ese encasillamiento acabó forjando sobre él la imagen de un actor unidimensional, nada cercano, la clásica estrella artificial que solo tiene sentido en determinado momento y en determinadas películas, que en su momento todo el mundo ve pero que años después casi todos desprecian. Sin embargo, yo tengo a Charlton Heston por uno de los grandes actores del Hollywood clásico. Un actor bien incrustado en un modelo interpretativo, para mí el genuino del cine norteamericano, el que dio forma a los más grandes. Un actor que basa su fuerza dramática ante todo en la presencia, en su capacidad para llenar el plano de tal modo que su personaje, cualquier personaje, no puede evitar verse moldeado por esa presencia, por ese carisma.

Estos actores, de Gary Cooper a John Wayne, de Robert Mitchum a Cary Grant, claro, no podían hacer cualquier papel, aunque unos resultaron ser más versátiles que otros, siempre que un director se arriesgó a darles un papel distinto. Pienso, sobre todo, en el gran Mitchum: ¿quién lo hubiera creído capaz de dar vida al anodino, incluso apocado, maestro cornudo de La hija de Ryan, papel que puede pasar por el mejor de toda su carrera aun cuando no sea el más recordado?

La desgracia de Heston se encuentra también en la clave de su triunfo como estrella: en su condición de símbolo de un tipo de cine muy propio del momento en que el Hollywood clásico entra en su decadencia. Me refiero a la gran superproducción histórica (que incluye el subgénero bíblico), que permitió a Hollywood el lucimiento del espectáculo de gran presupuesto que casi sólo el cine norteamericano podía garantizar con éxito en las pantallas de todo el mundo, pero que al mismo tiempo encerrara la suficiente «grandiosidad» como para ser tomado en serio. Esto último no lo consiguió: las películas de este género (que fue llamado kolossal) fueron recibidas con gran escepticismo, cuando no rechazo, crítico, por mucho que sus realizadores fueran hombres de prestigio, defendidos cuando emprendían otras películas menos comerciales —ay, las etiquetas que tanto gustan a los críticos—, o sea, Nicholas Ray, Anthony Mann o William Wyler.

Moisés en Los Diez Mandamientos, de Cecil B. DeMille

El físico de Heston parecía la evidente encarnación de todos esos grandes personajes. Así, y de corrido a lo largo de una década, fue Moisés, el Cid, Miguel Ángel o el presidente Andrew Jackson, además del menos conocido (fuera de tierras inglesas) general Gordon, defensor de Kartum contra el Mahdi, o personajes ya ficticios pero insertos en grandes epopeyas históricas, como el militar que lidera las tropas norteamericanas en Pekín durante la rebelión de los bóxers de 1900. En un momento en que, por doquier, afloraban los Nuevos Cines, las corrientes tan aplaudidas de la nouvelle vague francesa, del Free Cinema inglés, de las nuevas cinematografías de la Europa del Este o la nueva ola del cine japonés; en un momento en que el compromiso ideológico por fin alcanzaba al cine y se denunciaban el imperialismo, el capitalismo, las actitudes pequeño-burguesas o la opresión del proletariado; en un momento en que el cine de autor triunfaba, y para ser un director auténtico lo propio era escribir también sus propias historias en el marco de producciones de no excesivo presupuesto… ¿cómo tomar en serio un tipo de superproducciones en las antípodas de todo lo anterior? ¿Cómo considerar que el símbolo más visible de éstas, su gran estrella, fuera un actor serio?

Charlton Heston no era un actor serio; ni un actor de broma. Era un actor. Un actor cuya carrera, como la de la mayor parte de los actores que han existido y existirán, llevó el rumbo que le marcaron sus propias características físicas (algo de lo que casi ningún actor puede escapar) y el tipo de papeles y películas que le proporcionaron sus primeros éxitos y, por tanto, encarrilaron su filmografía. Pero incluso bajo ese prototipo en apariencia unidimensional, asoma un intérprete cuyo aparente monolitismo viene siempre desmentido por su indudable sensibilidad. Una sensibilidad caracterizada por la lucha entre la contención de una ternura interior y la tremenda fuerza que transmite al exterior: la decisión de resguardar aquella para mejor protección de la segunda da pie, en sus mejores papeles, a un contraste de gran riqueza dramática que, a mí al menos, me conmueve bastante.

Un ejemplo. Si ha habido dos actores que lucieran mandíbula poderosa, esos fueron Heston y Kirk Douglas. Pero mientras el bueno de Kirk abusó muchas veces del recurso a rechinar los dientes como expresión de una feroz terribilitá, Charlton tenía la ventaja de una mirada mucho más expresiva, capaz de matizar cada momento de aparente furia incontenible.

Con James Stewart, en El mayor espectáculo del mundoHeston debutó en el cine con una modesta pero apreciable película de cine negro, Ciudad en sombras (1950, William Dieterle), y directamente en un papel protagonista. (¿Se imagina alguien que podía haber sido de otro modo?) No sólo eso, sino que su tercera película ya es una producción de altísimo presupuesto, El mayor espectáculo del mundo (1951), en la que un director tan consolidado como Cecil B. DeMille no sólo le dio también el papel principal, sino que hizo que toda la historia gire en torno a su personaje, el del director del gran circo donde se desarrolla la acción y al mismo tiempo su motor y su alma, siempre bajo la convicción de que el show must go on. Y el actor responde al reto con una exhibición de arrollador carisma.

En el lustro siguiente, sin embargo, Heston parece enclaustrarse en el ámbito de la serie B, sobre todo para la Paramount, el estudio en el que estaba contratado, rodando westerns, melodramas o películas de aventuras que parecen querer lucir solo su estampa, sin mayor ambición ni interés. Aun así, destacan dos formidables películas, en las cuales Heston derrocha esa imagen viril que tanto se asocia a él, componiendo dos iconos de masculinidad desatada, si bien con distintos matices. La primera es Pasión bajo la niebla (1952), uno de los grandes títulos de King Vidor, donde brinda un papel muy delicado, pues quien lleva la iniciativa de cuanto sucede en la historia, realmente, es el personaje femenino que interpreta Jennifer Jones, correspondiéndole a él el rol del mero objeto del absolutista deseo de aquella, primero, y después de su venganza, cuando él la abandona para casarse con una mujer de más alta posición social. Heston, por ello, cumple un papel insólito: el del individuo de arrolladora energía que se ve finalmente derrotado e incluso manipulado, sexualmente sobre todo, por la muchacha a la que él creyó tan sólo un pasatiempo erótico.

Cuando Charlton y Eleanor Parker se abrazan... ruge la marabuntaEl otro film es una de mis películas favoritas de toda la vida, Cuando ruge la marabunta (1954), un genial cruce entre melodrama desatado y film de aventuras ambientado en una plantación arrebatada por su protagonista a la lujuriosa (y vengativa) jungla tropical. Heston encarna a un plantador que, viéndose ya en la cúspide de su poder frente a la naturaleza, decide que necesita una esposa y un heredero, encargando a la primera a sus agentes en la civilización. La recién llegada (la maravillosa Eleanor Parker, cuya melena roja no tiene parangón en la historia del cine) resulta ser, sin embargo, una mujer cultivada y con su propia personalidad, y no otro mero objeto que poseer y sobre el que reinar de modo absoluto, tal como está acostumbrado a hacer. La tensión erótica que surge entre Heston y Parker es memorable, pero está al servicio de una historia mucho más sutil de lo que parece, y que compone una atmósfera de progresión pasional que, en un rasgo de inventiva genial, cuando ya ha llegado al límite en cuanto melodrama, se desliza hacia la aventura —la marabunta del título amenaza la plantación, y en la lucha contra las hormigas la pareja por fin encontrará un vínculo del que arrancar un nuevo inicio—, a modo de catarsis. Una obra maestra.

Heston encontró por fin su lugar en Hollywood cuando Cecil B. DeMille volvió a contar con él para la que debía ser la superproducción bíblica definitiva: Los diez mandamientos (1956), donde le otorgó el emblemático papel de Moisés. Aunque, a distancia, parece una película risible (esas posturas irresistibles de Yul Brynner…), tal impresión la desmienten de continuo la destreza narrativa de DeMille y esa intuición que tuvo el director para convertir el cartón-piedra bíblico en un memorable juego de representación que asume hasta el fondo su condición de delirio irreal (en este sentido su obra maestra es Sansón y Dalila, cumbre del erotismo sádico de Hollywood). En cualquier caso, Moisés tampoco situó a Heston de modo definitivo en el olimpo de las estrellas: esa posición se la debió a Ben-Hur.

Entre medias, sin embargo, rodó dos de sus mejores películas, aun cuando no son de las que más se recuerdan de su filmografía, por cuanto en ellas aparece subordinado a sus compañeros de reparto. La primera es Horizontes de grandeza (1958, William Wyler) un super-western cuya estrella es Gregory Peck, cuya particular personalidad es la que hace girar en torno a sí no ya la trama (un hombre del este moviéndose con carácter en el Oeste americano, ante la incomprensión de los duros cow-boys que lo toman por un petimetre) sino incluso el ritmo y la cadencia. Heston encarna un rol importante pero secundario, el capataz del poderoso terrateniente de quien Peck va a convertirse en yerno: un tipo arrogante, basto, que despierta una gran antipatía, pero al que distingue la lealtad acérrima hacia su patrón, quien lo recogió de pequeño. Heston participa en las dos mejores secuencias del film: la larga y realista pelea con Peck, al que no soporta, y ese momento en que, por fin, embargado por las dudas acerca de la legitimidad de los actos de violencia a que le obliga su patrón, duda acerca de si seguirlo en la expedición de castigo contra el clan rival, pero cuando ve que el anciano marcha en solitario sube al caballo y lo sigue sin una palabra más, arrastrando con él a todos los demás hombres. Un momento que combina de modo genial lo épico con lo íntimo, a los sones de una fabulosa música de Jerome Moross.

La segunda es Sed de mal (1958), ese maravilloso thriller que se recuerda por la dirección de Orson Welles y su estremecedor papel del viejo y corrupto sheriff Hank Quinlan, pero que si Welles filmó e incluso acabó fue por el incondicional apoyo de Heston ante la Universal. Welles, en efecto, realiza unas de sus grandes encarnaciones, sobre todo por la complejidad de su personaje, pero ello no debe hacer olvidar que Heston aguanta a la perfección sus planos con él, admirando incluso la modestia con que subordina su performance a la del ciudadano Kane (el cual, por otra parte, diríase que hasta cuanto estornudaba era genial, y tampoco era eso).

La famosa escena de las cuádrigas de Ben-HurBen-Hur (1959) fue, esta vez sí, la película que ya impuso para siempre su nombre en el universo de las estrellas. Heston luchó por el papel protagonista —el director Wyler, con quien había trabajado previamente en Horizontes de grandeza le había ofrecido inicialmente el de su enemigo, Messala— y cumplió sobradamente cualquier expectativa. Esta película no la había visto nunca, salvo pequeños trozos, temiendo que fuera el mamotreto inacabable que había leído en tantas críticas, y es bajo la impresión de su visionado que he escrito este artículo. Pues he descubierto una película espléndida, aun con las lógicas irregularidades en un proyecto de esta naturaleza que se va a las tres horas y media de duración: una estupenda base dramática a partir del enfrentamiento mortal entre esos dos antiguos amigos de infancia que son Ben-Hur y Messala, un sugerente paralelismo entre las vidas del protagonista y la de su más famoso coetáneo Jesús, unas imágenes muy atractivas y no solo un derroche de medios… Pero si Ben-Hur aguanta el paso del tiempo, creo, es por la inolvidable interpretación de un Charlton Heston que se sabe ante el gran papel de su vida y se implica hasta la extenuación en su interpretación. Heston domina admirablemente la composición de todos y cada uno de los planos en los que participa y hace memorable un personaje que, sinceramente, sobre el papel resultaba mucho menos interesante que en su concreción sobre los hombros del actor.

Después de este papel, y hasta bien entrada la década, Heston se zambulló ya en el mismo tipo de cine, quizá sin la inquietud (o la oportunidad, no puede saberse) de abrirse a nuevos campos. En cualquier caso, todas esas películas ya contienen a un actor con pleno dominio de sus recursos y que sabe bien que es el gran reclamo de todas ellas. Películas, claro, irregulares, con vaivenes de ritmo, con desequilibrios en el tono, que en el caso de aquellas rodadas por los directores con más personalidad revelan la lucha entre el tono intimista que sin duda defendieron estos y las convenciones del gran espectáculo que demandaba el productor. Dos de ellas, las más populares, se rodaron en España: El Cid (1961, Anthony Mann) y 55 días en Pekín (1963, Nicholas Ray… y otros). En esta última se encuentra una de mis escenas favoritas de la filmografía de Heston, justo la final [—spoiler—], cuando, concluida la epopeya que refleja el título, la tropa norteamericana se dispone a regresar a su patria. Entre la multitud, una pequeña oriental, hija ilegítima de uno de los compañeros de Heston, muerto en combate, acecha trémula la partida de los soldados, embargada por la incertidumbre de su futuro. Nada parece indicar que Heston la haya visto, pero en el último momento, y con un inolvidable movimiento de riendas para hacer girar a su caballo, da media vuelta, se dirige a la pequeña y la sube a su silla. Hay que tener el corazón de piedra para no amar en ese momento a Charlton con toda nuestra alma.

El señor de la guerra, de Franklin J. SchaffnerOtra gran película, y otro gran papel, mucho menos recordado, lo ofrece El señor de la guerra (1965, Franklin J. Schaffner), una de las mejores aproximaciones del cine al medievo y a sus agónicos contrastes: la lucha entre cristianismo y paganismo, entre brutalidad y sublimidad, entre la rudeza de unos tiempos de enorme dureza y la posibilidad de un espacio para la sensibilidad. Heston, que fue quien propició la adaptación de lo que era una obra de teatro, está espléndido en el papel del veterano Crisagón, un guerrero que no ha conocido otra cosa que la lucha, y que a las puertas del otoño de su existencia encuentra una última oportunidad en el amor de una joven pagana. Crepuscular en su sentido más noble, El señor de la guerra merece una revisión, pues además esconde un papel del actor que simboliza muy bien el momento en que la rodó: el kolossal entraba en su recta final y él mismo, aunque joven todavía (poco más de 40 años), iniciaba un momento de incertidumbre con un Hollywood ya irremisiblemente distinto al que lo encumbró.

Enseguida pareció encontrar un nuevo marco en el que reinar. En 1968, protagoniza uno de los grandes éxitos de la década, El planeta de los simios, para cuya dirección recomienda al realizador de El señor de la guerra, el mismo Schaffner. Heston encarna a Taylor, el astronauta que parece haber llegado a un planeta en el que la evolución fue parecida a la de la Tierra pero atrozmente distinta para los humanos, convertidos en esclavos de los simios, la especie dominante en él. Aunque la trama es archiconocida, sigue resultando apasionante, tanto por los elementos de reflexión que contiene como por su progresión narrativa y la atmósfera que permite una escenografía que combina futurismo con regresión tecnológica. Y aunque, una vez más, no es lo más recordado de la película, Heston acierta en el registro que otorga a su personaje, un individuo totalmente descreído, que al principio de la historia, mientras se prepara para su hibernación espacial, manifiesta su desprecio hacia esa criatura, el hombre, que parece consagrada solo a la destrucción. Irónicamente, no tardará en verse aprisionado en una odisea en reivindicación de la humanidad que concluirá con el famoso momento shock en que, ante los restos de la Estatua de la Libertad, descubrirá que su aserto inicial se confirma del modo más trágico posible, con la destrucción de su civilización.

Cómo olvidar esta imagen de la Estatua de la Libertad en el final de El planeta de los simios

El éxito de la película provocó un nuevo encasillamiento, esta vez en un subgénero que podríamos llamar de «supervivencia». Ya fuere en el terreno de la ciencia-ficción, de la aventura o del cine-catástrofe, Heston se especializó en un nuevo personaje, el hombre que sobrevive a todo, desde la destrucción del mundo a un terremoto gigante o un submarino hundido. El problema es que estas películas están muy por debajo de lo que había hecho antes, con una excepción, el excelente thriller de ciencia-ficción antiutópica Cuando el destino nos alcance (1973, Richard Fleischer), posiblemente la última buena película del actor. Así, Heston languideció a lo largo de los 70, perdiendo poco a poco su condición estelar, al convertirse en un anacronismo que parecía apto solo para colaboraciones como estrella invitada o como protagonista de películas que trataban de aprovechar su hálito de «último clásico» (el curioso, y archiviolento, western Los últimos hombres duros, de 1976). Poco a poco, el cine fue olvidando a Charlton Heston, que como tantos otros encontró refugio en la televisión. Solo que en este medio, el gran actor se notaba fuera de su elemento, incómodo, incapaz de reducirse al formato pequeño: lo recuerdo con embarazo en el culebrón Los Colby, encima una secuela sujeta al modelo previo de la serie Dinastía.

La vejez obligó al actor a reducir su presencia en la pantalla. ¿Heston secundario? No sé por qué, siempre me resultó incómodo encontrármelo haciendo pequeños papeles, aun en alguna buena película, como En la boca del miedo (1993), de John Carpenter. Tristemente, su más relevante intervención en cine de los últimos años fue su «papel» en el documental Bowling for Columbine (2002), que, para aquellos que juzgan a un artista sólo por sus opiniones políticas, y sin obviar las manipulaciones del montaje que Moore realizó para denigrar aún más su figura, hizo correr el peligro de reducir a Heston a su triste condición de portavoz más popular de la siniestra Asociación del Rifle. Pero Charlton Heston, muerto hace ya cinco años, ha sido por supuesto mucho más. Más incluso que una leyenda del cine. Un actor excelente, nada menos. Con una carrera sin duda irregular, pero con los suficientes logros como para haber dejado una indudable huella. Al menos mientras no olvidemos el puñado de grandes interpretaciones que nos legó.

Posdata. Y un recuerdo emocionado a la mejor voz española de Charlton, al gran Rafael Navarro, su voz en Ben-Hur, Los diez mandamientos, El Cid o 55 días en Pekín. La voz de sus papeles más famosos, cuya vibrante personalidad y belleza de timbre es tan inolvidable que esas películas, contra mi costumbre, me obligan siempre a ver la versión española.

Acerca de Jose Miguel García de Fórmica-Corsi

Soy profesor de historia en el IES Jacaranda (Churriana, Málaga).
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4 respuestas a Charlton Heston, labrado en piedra

  1. Renaissance dijo:

    A Heston, más que por sus papeles en superproducciones históricas, lo recuerdo con más cariño por sus papeles en el campo de la ciencia ficción. Especialmente como El último hombre vivo, y en menor medida, por Soylent Green. El planeta de los simios quedará más ligado al marciano doblaje que le proporcionaron en el Informal.

  2. Jajaja, los doblajes de El Informal son míticos. Mis favoritos eran el de Burt Lancaster amenazando con contar el chiste de la vaca y Peter Cushing estrangulando al amigo que lo visita en la celda, y que sacaron de «La maldición de Frankenstein… Los mejores papeles de c.f. de Heston, para mí, son los de los simios y el de Soylent Green. «El último hombre vivo» me decepcionó mucho, creo que la novela de Richard Matheson todavía espera su adaptación buena. Aunque, claro, comparando a Will Smith con Heston…

  3. juan delgado dijo:

    Actor de magnética presencia y cualidades dramáticas muy superiores a las que algunos creen.Creo sinceramente que algunas críticas obedecen más a cuestiones ideológicas (valientes en su juventud,detestables efectivamente en los últimos años de su vida) que a cuestiones puramenté interpretativas.Me encantan desde «Ben-Hur»,»El señor de la guerra»,»El tormento y el extasis»,»Los diez mandamientos»,»Mayor Dundee»,»Cuando ruge la marabunta»,»El planeta de los simios»,»El Cid»,»Las aventuras del Mayor Benson» (una comedia en la que está estupendo al lado de la maravillosa Julie Adams),»Horizontes de grandeza» etc.En sus películas muestra rabía,dulzura,,pasión,tristeza,odio,orgullo como cualquiera de los más grandes.

    • Completamente de acuerdo, Juan. En cine, cuando la mera presencia de un actor te convence, ya indica sus capacidades. Pero es que coincido que estamos ante el clásico intérprete de físico imponente que encierra mucha más sensibilidad de lo que parece a primera vista (clásico ejemplo de árboles que disimulan el bosque). Y sus años finales en la Asociación del Rifle no bastan para que pierda el cariño que siempre he sentido por él: cuando reaparecen Ben Hur, o el caballero Crisagón o el astronauta Taylor, ninguna otra cosa importa salvo volver a dejarnos llevar por su interpretación.

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