Dice Fernando Savater (no recuerdo la cita exacta ni la procedencia concreta, pero desde luego en alguno de los admirables artículos que ha dedicado a la narración pura) algo así como que, ante determinadas creaciones literarias extraídas de las vastas páginas de la Historia, poco importa el parecido exacto con la realidad: que, en suma, para él, gentes como el cardenal Richelieu o el emperador Nerón serán siempre los imaginados por Alejandro Dumas y Henryk Sienkiewicz (luego, claro, popularizados, incluso vampirizados, por el cine en distintas versiones). Como profesor de Historia que intenta transmitir a sus alumnos que esta disciplina tan mayúscula se vive mejor si la contamos como una sucesión de historias con minúscula, no puedo estar más de acuerdo. Esos personajes históricos de ficción poseen una vida que hace palidecer ante ellos a esos otros que, por carecer de una adecuada puesta en escena literaria, diríase que nunca existieron más que en la mente de los especialistas. (Inciso: el boom actual del género histórico, por desgracia, está reduciendo al absurdo este concepto, al hacer que prácticamente ya no quede ningún rey o sujeto medianamente revelante sin su propia novela.) Quizá el mejor ejemplo que se me ocurre es el de los emperadores romanos. A lo largo de los más de doce siglos de historia de existencia de Roma, diríase que solo fueron relevantes los miembros de la famosa dinastía Julio-Claudia, es decir, la fundadora del Imperio: Julio César (cuya estampa tantos han contribuido a hacernos familiar, de Shakespeare a Hollywood, pasando por Astérix), los césares comprendidos entre Augusto y Claudio (inmortalizados para mi generación por la serie Yo, Claudio, de tal modo que John Hurt será siempre antes Calígula que el viajero del espacio al que el alien destrozaba el pecho) y, por supuesto, Nerón, el modelo de gobernante totalitario que convierte el poder político en un juego de vanidad personal.
Nerón es, ante todo, ese emperador que declama versos horrendos mientras contempla el incendio que está destruyendo Roma y que él mismo ha ordenado provocar para así poder inspirarse mejor en la composición de un poema sobre la destrucción de Troya que supere al mismo Homero. Ese gobernante que después, intimidado ante la ira del populacho, decide buscar un chivo expiatorio y lo encuentra en los pacíficos e inmaculados cristianos que comienzan a proliferar en su imperio, y a los que condenará a morir en el circo, devorados por las fieras. Sabemos que Nerón existió porque figura en las crónicas de historiadores romanos tan respetados como Suetonio, Tácito o Dión Casio. Pero, ¿existió?
Desde luego, lo hace en las páginas de un libro que fue inmensamente popular para varias generaciones de lectores que leyeron con devoción Quo Vadis?, la novela que seguramente le valió el premio Nobel a su autor, el escritor polaco Henryk Sienkiewicz, quien la había dado a la imprenta en 1896 con notable éxito de ventas, sin sospechar que luego esta historia se haría todavía más famosa por sus versiones cinematográficas, la más recordada de las cuales es la producida por la Metro Goldwyn Mayer en 1951. Una película que, por su apoteosis de la vulgaridad visual más aplastante, y por su pueril acercamiento al libro, no aguanta la menor comparación con él.
Sienkiewicz no inventó ni el retrato del personaje ni las circunstancias fundamentales de su vida y su personalidad: en esos autores antecitados ya figura, en líneas generales, el mismo dibujo lamentable. Pero lo que sí hizo el escritor polaco fue fundirlo para siempre en una imagen indeleble, hasta tal punto que incluso cuando acudimos a las fuentes originales, nos parecen mucho más vagas y menos concretas, de tal modo que sentimos deseos de decir: en Quo Vadis? lo «explican» mucho mejor.
El Nerón histórico (me cuesta trabajo aplicar el adjetivo) fue el último de esos césares que tuvieron en sus manos un poder político tan absoluto como tardaría siglos en volverse a contemplar en nuestra «civilizada» Europa. El Imperio fue una laboriosa creación de su fundador, ese astuto Octavio Augusto que, aprendiendo del fracaso de su tío Julio César, fue acumulando poder tras poder que arrebató a las instituciones decadentes de la vieja República hasta dejar convertidas a estas (sobre todo al Senado) en un mero adorno conservado para fingir una legitimidad que ya no necesitaba (sí, lectores jóvenes: George Lucas no solo saqueó El Señor de los Anillos, los mitos artúricos y las películas de su niñez para imaginar su saga de Star Wars).
El resultado superó cualquier expectativa, convirtiendo a los romanos en meros juguetes para esos imperatores ávidos de poder, y aun cuando los primeros césares, al menos, mantuvieron su cetro dentro de los límites de lo decoroso, fueron quienes plantaron la semilla de la máxima arbitrariedad. Así, cuando fueron sucedidos por seres libres de cualquier restricción moral (Calígula primero y después Nerón) que quisieron tensar al máximo los límites de su poder… descubrieron que estos no existían. Es lícito pensar que buena parte de su imagen radicalmente negativa (sin duda, anclada en la realidad, pero a veces adornada de unos detalles que pecan de histriónica inverosimilitud) se debe a la vergüenza de esos patricios que se humillaron hasta la abyección frente a los césares: qué mejor modo de justificarse que convertirlos con posterioridad en monstruos irredimibles, enemigos del género humano.
En la ficción, sin embargo, un buen villano necesita serlo en contraste con unos heróes que lucen gloriosamente por comparación (y al revés). No hay acuerdo unánime en las fuentes acerca de que Nerón fuera el autor del incendio de Roma, ni que hubiera correlación lógica en la subsiguiente persecución de los cristianos, que tampoco fue tan importante (porque aquellos todavía no pasaban de ser una de más entre las numerosas sectas que infestaban el imperio, si acaso más enojosa por su forma de negar al resto de dioses). Sin embargo, da igual. Para nosotros, Nerón es culpable porque así lo decidió un escritor polaco que ya poseía cierta fama, pero al que esta novela terminó de consagrar.
Como señala Alfredo Lara en el prólogo de su edición en Valdemar dentro de la Colección Histórica (la última asequible en nuestro idioma, y ya en trance de quedar descatalogada: lo que cambian las cosas en el panorama literario), dos fueron las razones que impulsaron a Henryk Sienkiewicz (1846-1916) a escribir su novela: una, efectuar una apología del cristianismo muy propia en un autor polaco (no hace falta recordar que Polonia, en nuestros días, junto a Irlanda, sigue siendo el gran bastión europeo del catolicismo); y dos, realizar una vindicación nacionalista de su pueblo, que entonces llevaba ya más de un siglo sin país propio, después de que rusos, prusianos y austriacos lo devoraran a finales del siglo XVIII. Del mismo modo que estos estados (sobre todo el ruso, bestia negra del nacionalismo polaco), así Nerón sojuzga los cristianos, metáfora evidente del oprimido pueblo del autor: para mayor claridad, la protagonista y su fiel protector, el noble bruto Urso, son ligios, una de las etnias germanas que los polacos consideran entre sus antepasados; es más, la muchacha, aun teniendo por nombre el de Calina, prefiere que todos la llamen Ligia.
El carismático título elegido por Sienkiewicz procede una leyenda cristiana extraída de uno de los primeros textos apócrifos sobre los apóstoles, los Hechos de Pedro (compuesto en torno al año 160). En él se cuenta cómo san Pedro, cuando abandonaba Roma, donde se acababa de desatar la persecución, se encontró con el mismo Jesús, que marchaba en dirección contraria. Al preguntarle Quo vadis, Domine? —es decir, ¿A dónde vas, Señor?—, este respondió que se dirigía a Roma para ser crucificado de nuevo. El apóstol comprendió que Cristo le reconvenía el abandono de su rebaño, de modo que dio media vuelta, y en efecto él mismo acabaría siendo crucificado (este texto es el primero que recoge la tradición de que Pedro se negó a compartir idéntico martirio que su maestro, no creyéndose digno de él, y pidió que lo crucificaran cabeza abajo).
La trama de la novela, muy sencilla, narra las vicisitudes que sufre el amor que sienten Marco Vinicio, joven patricio romano que acaba de regresar de una campaña militar, y una muchacha llamada Ligia, hija adoptiva de una matrona cristiana, asimismo patricia, que le ha transmitido su fe, todo ello con el trasfondo convulso del reinado de Nerón, de las intrigas que surgen entre esos cortesanos que compiten por adularle y de las consecuencias del famoso incendio y la subsiguiente persecución, que se abate sobre la misma Ligia.
Vinicio vendría a ser el personaje-símbolo que representa la regeneración moral de esa humanidad pagana que ignoraba el mensaje de Cristo. El joven patricio, si bien ama de modo sincero a Ligia desde el primer momento, no duda en recurrir a la brutalidad para intentar conseguirla —aprovechando su posición social y la cercanía de su tío Petronio al mismo emperador—, encarnando la arrogancia propia del soldado de Roma acostumbrado a la conquista de cuanto ve y al cumplimiento inmediato de sus deseos. Como romano arquetípico, Vinicio carece de la ética de la compasión (y del amor desinteresado al semejante, sea un igual o un esclavo) que el cristianismo encarna. Sienkiewicz denuncia esta incapacidad de concebir el punto de vista ajeno como la principal tara de la humanidad hasta el descubrimiento de Dios. Y como ha de suceder en todo convincente proceso de regeneración, el joven está destinado a sufrir terriblemente en tanto no recupere a Ligia, escondida entre los cientos de miles de habitantes de la metrópoli, volcando su ira en cuantos le rodean y estando dispuesto a la mayor vileza por hacer realidad su voluntad. No es casualidad que en Quo Vadis? también aparezca san Pablo: como el llamado apóstol de los gentiles, también Vinicio sufrirá su caída del caballo, y su conversión será completa, estando dispuesto a renunciar a todos sus privilegios y hasta a su vida tan pronto su alma se inunda del amor de Dios.
Ahora bien, desde el momento en que, por fin, Vinicio se demuestra digno del amor de esa bella cristiana, el personaje pierde todo interés. Y es que la gran ironía de esta apología cristiana es que, sin la menor duda, los elementos y personajes (tanto los positivos como los negativos) más atractivos de la novela son los paganos. Aun glorificando la bondad admirable, el valor indomable y el abnegado sentido del sacrificio que manifiestan los cristianos, todos ellos palidecen cada vez que el autor pone en boca del más inolvidable de sus personajes la defensa del paganismo, no en un sentido religioso sino como una propuesta de vida basada en el hedonismo tranquilo y en el disfrute de la belleza de la vida: es decir, Petronio.
Y es que no hay que llamarse a dudas: lo que ha convertido la novela en una lectura perdurable es su magnífico retrato del mundo romano, que Sienkiewicz contempla con muy disfrutable fascinación, aun retratándolo como un mundo ya decadente y, por tanto, condenado a la desaparición. Quo Vadis? vale, ante todo, lo que valen los dos personajes que encarnan lo peor y lo mejor de Roma: el emperador Nerón y su favorito Petronio.
Con el personaje de Petronio, Sienkiewicz selló una vez más, en la ficción, unos elementos circunstanciales que la Historia no ha conseguido probar de modo tajante. El Petronio histórico es el escritor que firmó el Satiricón, una de las primeras novelas de la literatura latina, de quien apenas se sabe nada, pero que suele ser identificado con el personaje de la corte de Nerón que fue conocido bajo el nombre de el árbitro de la elegancia. El libro los identifica como uno mismo sin lugar a dudas, y dibuja un personaje estupendo: un rendido amante de la belleza al tiempo que un individuo caracterizado por el escepticismo y la lucidez. Si Quo Vadis? no cae en el mero sermón de catequesis —como sí sucede con la película— es por el saludable freno que este personaje supone con su reivindicación del sensualismo materialista, de tal modo que, aun reconociendo la superioridad moral de esa nueva fe (discute sobre ella nada menos que con el mismo san Pablo), señala su incapacidad para amar por igual a todos sus semejantes (porque un hombre tan cultivado no puede considerarlos sus «semejantes») y la imposibilidad de renunciar al cultivo de los placeres, tal como defiende ese credo que proclama la excelencia de una existencia sobria y sencilla. Con serena melancolía, Petronio admite que es probable que el futuro pertenezca a esa fe, pero no por ello está dispuesto, a esas alturas de su vida, a convertirse a algo para él tan vacío de atractivos: en esos momentos, el personaje se impregna de ese reconocible aroma crepuscular que tan bien le sienta a los relatos situados en tiempos de transición.
Las réplicas y diálogos que Sienkiewicz pone en su boca son extraordinarias, puesto que se bastan para calificar la extrema inteligencia del personaje y su capacidad para complacer al infatuado Nerón al mismo tiempo que para desnudar sin piedad su extrema ridiculez, cualidades que le permiten sobrevivir en la corte sin convertirse en un mero lacayo (en la literatura conozco pocos ejemplos tan logrados de utilización de la ironía como expresión de un estilo de vida). Ahora bien, la tragedia de Petronio (y su castigo) es que, por ligereza —por no medir bien el efecto de esas irónicas lisonjas con que complace a Nerón al tiempo que se defiende de la abyecta sumisión—, inspira a este la idea de incendiar Roma.
Hay que señalar, antes que nada, que puesto que me parece seguro que serán muchos más quienes conozcan al Nerón de la película de 1951 antes que al de la novela, las diferencias entre ambos son considerables, aunque no lo parezca. En mi opinión, la tan celebrada interpretación de Peter Ustinov encierra una mirada completamente equivocada sobre el personaje, pues prefiere darle cobertura a lo superficial (es decir, ofrecer una pueril celebración del exceso) que ir a la raíz de un personaje mucho más complejo de lo que parece ante el festival de gestos infantiles que desborda en la pantalla (y en muchos momentos, cierto es, también en el libro: pero aquí es mucho más que un monigote). En la película, sin embargo, se opta por mostrar todo el rato a Nerón (cedo la palabra al excelente crítico José María Latorre) «haciendo “numeritos” para que el espectador se ría de él y, además de cursi, villano y criminal, le considere un idiota».
Y es que Ustinov (y quienes aceptaron esa composición: no creo que sea el único culpable pues cuando se hizo cargo del papel no era un actor importante) suprimen un matiz fundamental del personaje: su extrema peligrosidad. Nerón es, ante todo, una criatura que, por lo imprevisibles que son sus reacciones, transmite a su alrededor una continua e insoportable sensación de peligro, precisamente porque no encuentra límites a su vanidosa concepción del poder. La gran cualidad de Petronio estriba en su inteligencia para conducir sus reacciones, normalmente por el procedimiento de contradecir el servil elogio que sus cortesanos le brindan mediante una frase cortante que en principio deja atónitos a todos, empezando por el mismo Nerón, pero que, en un audaz giro conceptual, revierte para otorgar mayor dimensión al supuesto talento del emperador.
En especial, me parece admirable que el propio escritor (al contrario que los responsables de la película) no se contente con presentar a Nerón como un monstruo que se limita a exhibir ridículamente un talento que no posee. Valga como muestra el conmovedor momento —poco antes de que se alerte del incendio de Roma, de tal modo que la escena posee el clásico aroma de «la calma que precede a la tempestad»— en que Petronio reconoce ante su sobrino que, aunque Nerón sea un monstruo caprichoso y egocéntrico, es también un amante genuino del arte y de la belleza, lo cual crea entre ambos un vínculo que, hasta ese momento, el lector no podía sospechar.
Es más, Sienkiewicz reserva para el tirano su propio momento de gloria y lucidez dentro de la novela, cuando, abriendo casi de modo inadvertido su alma a Petronio y Vinicio, por un momento tiene la lucidez necesaria para saber interpretar lo que subyace por debajo de ese culto egolátrico que solo parece generar horror a su alrededor. «No cometo locuras, me limito a buscar, e incluso cuando deliro es de hastío y rabia por no encontrar», señala. Esa búsqueda tanto de un límite como de una esfera o realidad superior (por mucho que se efectúe mediante un concepto deformado del arte y la belleza), en el fondo revela a un hombre sugestionado por ese destino que le ha convertido en el centro del mundo. En ese breve chispazo de cordura, Nerón revela que dentro de él bulle (como creo que nos pasa a todos, al menos en algún momento de nuestra vida) un complejo existencial tal vez avant la lettre pero asimismo indiscutible. El horror es que alguien tan desprovisto de ternura o compasión, pero que anhela la transgresión (esto es, la violación de las normas) como forma de hallar respuesta al enigma de la vida, posea el poder absoluto.
Así, aunque en rigor Quo Vadis? no pase de ser una novela tan estimable como entretenida, aunque posea diversas lagunas de ritmo, aunque los cristianos acaben cansando lo indecible, Sienkiewicz demuestra que también él poseía esa chispa que reconoce al narrador de raza, aun cuando sea por unos instantes. Pues en esta escena, el autor crea una sugestión de lo más inquietante: hacer que su personaje más luminoso, Petronio, y el más horrendo, Nerón, parezcan imágenes invertidas en un espejo; sin duda contrapuestas, pero por lo mismo gemelas. Es en estos espléndidos fulgores donde el apologista cristiano deja entrever al individuo fascinado por ese mundo pagano que tanto critica, y es por ello Quo Vadis? deja el mejor de los recuerdos.
Apreciado Profesor García-de Formica: Gracias por ocuparse de uno de los libros mas queridos de mi juventud y de su desigual película.
Valga destacar una minucia: Sienkewicz insiste en que Ligia es morena y la MGM-Melvin Le Roy en colocar a la pelirroja Deborah Kerr para encarnarla. Inolvidable villano Peter Ustinov, Nerón para siempre, salvo el Herodes de “Jesús de Nazaret” de Zeffirelli. El Petronio de la Metro no casa con el de la novela ni a palos y sí, vulgar y fallida pero eficaz esa versión, que nos deja lamentablemente al fogoso Marco un Vinicio con la difusa – por inexpresiva – silueta de Robert Taylor.
Sobre su apreciación sobre los héroes de historia-ficción o historia novelada o literaria, valga la pena citar a Unamuno al referirse al Julio César del
drama:
«Shakespeare, sabiendo de pobre historia paleontológica tan poco o menos que Calderón, penetra en el alma de la antigüedad romana por la estrecha puerta de una mala traducción de Plutarco y resucita en su Julio César la vida del foro resonante…» (Miguel de Unamuno: En torno al casticismo, III)
«Shakespeare, sabiendo de pobre historia paleontológica tan poco o menos que Calderón, penetra en el alma de la antigüedad romana por la estrecha puerta de una mala traducción de Plutarco y resucita en su Julio César la vida del foro resonante…» (Miguel de Unamuno: En torno al casticismo, III)
Si le interesa mi comentario sobre el JulioCésar de Mankiewicz, (¿de origen polaco?)lo invito a visitar en mi blog “INFORME SOBRE QUEMADOS” en:
http://micolchaderetazos.blogspot.com/2013/08/informe-sobre-quemados.html
Me alegra compartir cariño hacia el libro: yo lo disfruté mucho en mi infancia, y ha sido también todo un reencuentro. En cuanto a la película, como digo en el comentario siempre me ha aburrido bastante, pero posiblemente nunca como en esta última revisión. Lo irónico es que el actor que me ha parecido más adecuado ha sido… Robert Taylor. Cierto que era un actor con un registro muy limitado, pero creo que le va bien a un personaje que, como él, carece de matices (al menos, y como en el libro, hasta que se convierte). A Leo Genn, cuya interpretación es correcta, le falta el carisma y la elegancia que posee el Petronio del libro, y sobre Ustinov ya lo he dicho todo en el artículo. Por último, a mí Deborah Kerr me parece una gran actriz, pero (salvo en «De aquí a la eternidad», donde arrasa de rubia) su belleza es más bien distante y carece de la sensualidad que creo que necesitaba la Ligia de la gran pantalla (en imágenes, el contraste entre pureza y vileza que provoca su personaje necesitaba otro tipo de mujer).
Un abrazo y gracias por el enlace. He hecho un comentario en el artículo al que me remitías sobre la buena película de Mankiewicz.
Debo reconocer que no he leído la novela Quo Vadis?, así que no puedo juzgarla. Sólo diré que siempre me ha encantado «Los últimos días de Pompeya» de Bulwer-Lytton, que quizá es más desconocida que aquélla por carecer de adaptación al celuloide.
Por tanto no puedo postularme sobre la obra literaria. Pero me gustaría añadir a lo dicho en el artículo que esas superproducciones del peplum (Ben Hur, La túnica Sagrada, Rey de reyes, etc) son indisociables de la época en que se filmaron: la Guerra Fría. Por ese motivo inciden tanto en la superioridad de los «valores espirituales» por encima de un poder terrenal aparentemente invencible. En cierto modo, pretenden responder a la pregunta que Stalin formuló con sarcasmo: «¿Cuántas divisiones tiene el Papa?». Es significativo que en esas películas casi siempre aparezcan las legiones marchando imponentes en los primeros momentos de metraje.
Los paganos que aparecen en esa películas se alejan de la mentalidad que podemos encontrar en el «Discurso contra los cristianos» de Celso -ejemplo más depurado que existe sobre lo que podía pensar un miembro de la élite intelectual del Imperio sobre la nueva fe oriental-. Suelen ser, por el contrario, ateos materialistas, incapaces de creer que algo que no pueden ver o tocar, o bien nihilistas cínicos, tan desengañados de los dioses como de los hombres. Figuras modernas, en suma, a las que el Cristianismo pretende contraponerse desde la superioridad moral, con sus fieles representados como seres beatíficos, casi infantiles en su pureza y bondad.
Por otra parte, la figura de Nerón se ha revisado desde el punto de vista de la historiografía. Y se le ha restado credibilidad a su nefasta fama, producto en buena medida de sus fricciones con el orden senatorial (cuyos miembros escribían las crónicas históricas, recordémoslo).
Su interés por las artes no procede sólo de un gusto personal, pues buscaba que la cultura latina estuviese a la altura de la griega, y que ese prestigio consiguiente beneficiase a Roma y a su dinastía. Cometió asesinatos políticos, pero eso lo practicaron también los «buenos» emperadores como Augusto o Adriano. Su figura fue muy popular entre sus súbditos, y su tumba fue objeto de veneración varias décadas después de su muerte. Como dato que demuestra su buena fama entre sus contemporáneos, la tradición hebrea afirma que se convirtió al Judaísmo poco antes de morir y uno de los líderes de la revuelta judía del año 132 se declaró hijo suyo.
Un saludo.
Muy interesante esa aportación tuya, Alfredo, sobre el papel de la guerra fría en un género que en principio no puede parecer más alejado, si bien se infiltró en toda clase de géneros de Hollywood, de la ciencia-ficción al thriller pasando por la comedia. La presunta monstruosidad de Nerón, como ya indicaba brevemente en el artículo, en buena medida tiene mucho que ver con esa mala conciencia de la clase patricia que aceptó la más abyecta sumisión. Es por ello que, si ya resulta difícil hablar de seres «reales» en personajes históricos tan mediatizados por la ficción, en el caso de Nerón es imposible. En el siglo XX, Nerón ha sido, ante todo, el de «Quo Vadis», pero mucho mejor que sea el del libro que el de la película. En cualquier caso, dentro de poco tal vez no será ninguno de los dos: sospecho que si el libro ya está bastante olvidado, por la película poca gente por debajo de los treinta y pico creo que pueda sentir curiosidad por ella… hasta que hagan un remake «actualizado» como el de «Ben-Hur», claro.
Profesor: ¿Qué sabe de la versión polaca de Quo vadis que estrenó Jerzy Kawalerowicz en 2001? Me enteré de ella así como de la muerte del director por un blog cubano. Por cierto, para venir de un país comunista encontré el artículo bastante moderado e imparcial. Está en: .https://imgur.com/U6BltId