La vida es bella Pinocho: de Collodi a Disney
Personalmente, no he conocido eclipse más rápido y brutal que el de Roberto Benigni. La vida es bella (1997) alcanzó un éxito de crítica y público increíbles (y de paso tres Oscars, uno para él mismo como actor principal) que situó su nombre como un astro de enorme refulgencia… que resultó ser una estrella fugaz. No tardaron en llegar noticias de que emprendía un nuevo y seductor proyecto, nada menos que una adaptación del clásico nacional Pinocho, de Carlo Collodi. Pero el tiempo empezó a pasar y, en una era en que todavía Internet no era una herramienta tan natural como ahora, ni las revistas de cine ni los periódicos daban señal alguna de su inminente estreno, con el consiguiente desconcierto, hasta que llegó la noticia de que el film sí se había hecho, y estrenado mucho tiempo atrás, constituyendo un enorme fracaso, en todos los órdenes, tan grande que ni siquiera mereció el estreno en nuestro país: es más, a día de hoy, y salvo error por mi parte, todavía no conoce edición doméstica. Y todo ello pese a que, en su momento fue la producción de más alto presupuesto en su país, debido a la apuesta económica que hizo en ella la estadounidense Miramax, invirtiendo incluso en un doblaje (algo inhabitual en los Estados Unidos) para su estreno en tierras norteamericanas, con nombres ilustres como Glenn Close o John Cleese.
He tardado muchos años en acceder a una copia de este Pinocchio, y todo ello para confirmar que la mala fama que tenía el film, por una vez, se correspondía con la realidad: se trata de una adaptación torpe, académica, sin pizca de sentido de la fantasía (por mucho que pasen cosas fantásticas: no es lo mismo), feísima desde el punto de vista visual (el presupuesto no luce mucho, la verdad: alguna escena, como la de la Isla de los Juegos, acumula actores disfrazados para disimular la inexistencia de decorados adecuados) y con interpretaciones muy mediocres. Es triste, pero quizá previsible. Si La vida es bella —un film al que la revisión le sienta bastante mal— era el paso inevitable de lo meramente cómico a lo trascendente (sin renunciar a la comicidad) por parte de un artista ambicioso pero asociado exclusivamente al humor poco sofisticado, Pinocchio suponía un paso más en las pretensiones de Benigni: ser reconocido definitivamente como un «artista». Y qué mejor que atreverse con una obra hoy tan reivindicada como Las aventuras de Pinocho, tanto más cuanto que los italianos tienen una espinita clavada con la «tergiversación» que Walt Disney hizo de ella con su celebrada producción. Demasiadas pretensiones para un hombre que, sin duda, sobrevaloró sus propias capacidades, y que ha pagado semejante varapalo. Desde entonces, su carrera se ha reducido a otro film escrito, dirigido y protagonizado por él mismo (El tigre y la nieve, 2005), también muy mal acogido pero que al menos se estrenó en España, y a una (excelente) colaboración como mero intérprete para Woody Allen en A Roma con amor (2012).
El primer lastre de la película, sin la menor duda, es la autoasignación del papel titular por parte del mismo cineasta: el problema no estriba en darle el papel de un niño a un adulto, sino en que su exuberante personalidad solapa completamente la autonomía del personaje, de tal modo que en ningún momento es posible ver a ese muñeco parlante, granujiento y hedonista, sino a un Roberto Benigni ya mayorcito dando botes de aquí para allá embutido en un traje que resulta sencillamente ridículo. (Y mejor no hablar de lo ridícula que está su esposa Nicoletta Braschi en el papel de hada de cabellos azules…). Por otro lado, la adaptación se atiene, como era de esperar a la letra de Collodi —con pequeños préstamos, es significativo, del odiado Disney, como la mayor presencia del Grillo Parlante— pero en nada a su espíritu. En las imágenes de Pinocchio no existen la agria aspereza o el toque malsano de las mejores páginas del libro: por ejemplo, ese revulsivo momento del ahorcamiento del muñeco aquí solo provoca indiferencia, además de rechazo por lo empalagoso que es situar una enorme luna llena detrás de la figura de Pinocho colgando inerte del árbol, para hacer un plano bonito. Lo que sí le sobra a la película es histerismo, el que contagia Benigni con su sobreactuación y su empeño en correr y saltar todo el rato de un lado a otro, creyendo que así hace realista la condición infantil de su personaje. En conclusión, Pinocchio no es más que una película a ratos plomiza y a ratos cargante, que nada aporta al mito original, y donde hubiera sido deseable una mayor modestia en el cineasta, que no dilapidara tan pronto el crédito obtenido con La vida es bella.
FICHA DE LA PELÍCULA
Título: Pinocchio . Año: 2002.
Dirección: Roberto Benigni. Guión: Roberto Benigni y Vincenzo Cerami, según la novela de Carlo Collodi. Fotografía: Dante Spivain. Música: Nicola Piovani. Reparto: Roberto Benigni (Pinocho), Nicoletta Braschi (El hada), Carlo Giuffrè (Geppetto). Dur.: 108 min.
No llegué a verla, pero si recuerdo como mucho unos trailers donde se resumía la totalidad del estilo Benigni: mucho histrionismo, y una sensación un poco de que la pareja protagonista debería haber elegido otros papeles en lugar de quedarse con los principales. Hay que ser muy bueno para que un actor nos haga creer que es un muñeco intentando ser un niño, y no ha sido este caso.
Yo lo más que conseguí, en su día, fue ver alguna foto con Benigni disfrazado con su ridiciulo trajecito blanco y el sombrero cónico. Está risible y como se excede tanto con el histrionismo, no hay quien lo aguante haciendo de Pinocho. Y es una pena, porque, en todas las otras películas que lo he visto, es un actor que me parece realmente divertido. Pero en un registro determinado, y el que exigía este papel desborda sus capacidades.