Había una vez dos Pinochos

El Pinocho de Benigni

Edición del Pinocho de Carlo Collodi, con estupenda ilustración de Attilio MussinoComo sucede con tantos personajes del acervo literario clasificado «para niños», existen dos Pinochos. Uno es el imaginado por su creador, el italiano Carlo Collodi, publicado inicialmente por entregas en una revista infantil entre 1881 y 1883; el otro, el difundido por ese medio vampírico que es el cine, ante todo por Walt Disney, en una versión tan popular que sospecho que para muchos es la única conocida y, por lo tanto, real. Por supuesto, quienes admiran el libro original suelen odiar la adaptación de Disney, acusándola de traicionar el espíritu de su autor, de infantilizarlo hasta un grado intolerable y de convertirlo en un insufrible instrumento del puritanismo moral. Por mi parte, y puesto que no me cuento entre quienes exigen que las adaptaciones de un buen libro al cine sean absolutamente fieles al original (¿para qué la mera reproducción?, me he preguntado siempre), me encuentro ante dos magníficas variantes de una misma y atractiva historia. Es cierto que el libro (al que, como casi todos, accedí mucho después que a la película) ofrece la sorpresa de presentarnos —al menos hasta que el éxito y las imposiciones de una obra en entregas fue obligando a Collodi a moralizar a su criatura—, a un personaje de lo menos recomendable que pueda concebir la por lo común bienintencionada literatura para la infancia. Pero también lo es que la película, aun suavizando todas las aristas del libro, es un prodigio de inventiva y narración, de asombrosa exhibición de las posibilidades de ese objeto mágico llamado cine de animación que Walt Disney estaba construyendo, amén de exhibir un retrato del mal que da lugar a momentos tan puramente terroríficos que, para tanto padre pacato de todas las épocas, no encaja con el tierno público al que se supone que va dirigido. Ahí está el vínculo entre las dos obras: en su inesperada transgresión de lo convencional.

Suele pasar: el gran desconocido de la historia del muñeco parlante es su padre (y en este caso no por maldad de Disney: son incontables los personajes literarios que han devorado el nombre de su progenitor, de Drácula a Tarzán, pasando por Peter Pan o Sherlock Holmes). Carlo Lorenzini, que asumió el apellido artístico de Collodi (1826-1890), fue un periodista y escritor nacido y fallecido en Florencia, cuya vida y carrera, en buena medida, no se explica sin su entusiasta adscripción al Resorgimento, ese movimiento a la vez cultural y nacionalista que contribuyó sobremanera a la unificación italiana. En sus años jóvenes, Collodi utilizó las armas; después, la pluma. Es decir, se alistó en los cuerpos voluntarios que se unieron al Piamonte en la lucha contra los austriacos, y luego, convertido progresivamente en un escritor de prestigio, participó en la construcción cultural del nuevo estado. En concreto, Collodi fue el autor de varios manuales escolares con los que se educaron las primeras promociones de escolares italianos.

Vista del parque de Pinocho, en la localidad toscana de CollodiLa historia del nacimiento de Pinocho es larga y dilatada. A principios de los años 80, el ya maduro Collodi contaba con una prestigiosa trayectoria dentro de la literatura para niños. En 1875, la editorial Paggi le había encargado la selección y traducción de una serie de cuentos clásicos (franceses, de Perrault a La bella y la bestia), que el escritor adaptó con cierta libertad y que gozó de gran éxito, I racconti delle fate. El paso siguiente fue que los editores le confiaron la elaboración de manuales escolares, que Collodi también afrontó con gran originalidad: convirtió en protagonista no al clásico niño con ansia de aprender, sino todo lo contrario, a un niño, Gianettino, rebelde e indisciplinado, ensayando así pues el método de enseñar desde lo lúdico. Los especialistas en Collodi (la información la extraigo del minucioso estudio de Fernando Medina Castillo, contenida en la edición en Cátedra de la novela y otros cuentos del autor) señalan que en Gianettino ya está esbozado el futuro Pinocho.

El personaje nació definitivamente cuando el escritor recibió la oferta de participar con una obra de ficción en una nueva revista para jóvenes titulada Giornale per i bambini. Con cierta reticencia inicial, Collodi acabó enviando las entregas iniciales de la Storia di un buratino (Historia de un títere), el título inicial que portó su obra. Las primeras entregas (los actuales quince primeros capítulos) se publicaron entre julio y octubre de 1881. Collodi parece que tenía intención de acabar ahí su historia, pero el éxito inmediato que obtuvo entre los lectores hizo que los editores le presionaran para que añadiera más entregas. El escritor tardó todavía un tiempo en retomar el trabajo. Entre febrero y junio de 1882 se publicó la segunda tanda (los capítulos 16 al 29), pero con un cambio de título: la obra recibe el bautizo definitivo de Las aventuras de Pinocho. Collodi vuelve a detener su redacción, debido a sus compromisos de entrega de nuevos libros escolares. Finalmente, la historia fue concluida entre noviembre de 1882 y enero de 1883. No mucho después, con la actual organización de capítulos y sus correspondientes y descriptivos títulos, fue publicada bajo el formato de libro, con ilustraciones hoy clásicas a cargo de Attilio Mussino.

Esta accidentada gestación, por supuesto, se refleja en los contenidos y en la evolución de la obra. La primera serie, sin la menor duda, posee una calidad muy superior a las siguientes y desentona por la práctica ausencia de las pretensiones moralizantes que se filtrarán a partir de la constatación de su éxito. Es decir, diríase que Collodi se tomó su redacción como un entretenimiento en el que volcar todo el sentido de la transgresión que, inevitablemente, quedaba atenuado en sus manuales escolares, con ser estos también notables por su moderna concepción de la pedagogía. Hablando muy libremente, los primeros quince capítulos parecen una gamberrada propia de quien detesta las imposiciones habituales en la literatura infantil y decide crear un anti-libro para niños.

Ilustración clásica de Pinocho por Enrico MazzantiY es que quien haya accedido al personaje a través de Disney se creerá ante un personaje distinto. En primer lugar, Pinocho tiene existencia (mágica, se supone: no se dará la menor explicación) desde su mera condición de leño. Quien se lo encuentra es un viejo carpintero llamado maese Cereza, a cuyo taller llega su amigo Geppetto —que tiene por oficio el de tallista y será quien dé la forma definitiva a Pinocho—, quien, asimismo, poco tiene que ver con el bondadoso fabricante de juguetes de Disney, pues Collodi nos lo presenta como un viejo malhumorado y pendenciero. Es más, Geppetto afirma que quiere fabricarse un muñeco de madera «maravilloso» que sepa bailar, saltar y esgrimir, y con el que hacerse rico (lo cual deja entrever un egoísmo inicial que termina por ponernos en su contra). Esta declaración la hace antes de conocer la existencia de ese leño mágico que le viene al pelo, lo cual no es incongruencia sino declaración de intenciones: pues una de las características de la novela es la completa aceptación de lo fantástico en el seno de lo supuestamente real. A nadie extrañará en el curso de la historia que un muñeco hable, y de hecho, la mayor parte del tiempo es tratado como un niño más. Es más, la clave dramática del cuento está en el sentido del realismo que baña el conjunto de maravillas relatadas, sobre todo durante su primera mitad.

Un niño alborotador, impertinente, cizañero (siendo todavía un leño se las arregla para que los dos viejos se peleen entre sí), con muy malas pulgas (una de sus primeras trastadas va a ser aplastar con un mazo a un Grillo Parlante que se empeña en aleccionarle acerca del buen comportamiento que ha de tener todo niño responsable), enemigo de todo trabajo y por supuesto, de la escuela, cuyas malas inclinaciones y escasas luces lo meten en constantes apuros. Es más, a poco que Pinocho comienza a andar por el mundo, una atmósfera de relato de terror se va adueñando de la historia, hasta concluir con el episodio más inesperado que jamás haya contenido un cuento infantil: el abrupto ahorcamiento del muñeco a manos de los dos granujas que le quieren robar.

Ilustración de Attilio Mussino, con Pinocho ahorcadoLlegado a este punto, parece que Collodi había decidido concluir aquí su historia. Como ya he señalado, el éxito impulsó a los editores a forzar su continuación, a lo que el autor se avino tras un pequeño lapso de tiempo. Pues bien, las condiciones del relato cambian a partir de ese momento (el actual capítulo XVI del libro): en buena medida porque parece difícil que se pudiera ir más lejos de ese episodio del ahorcamiento, pero sobre todo, porque su repercusión debió de hacer imposible no ceñirse a lo que los compradores consideraran admisible (recuérdese: quienes compran literatura para niños no son los niños, sino los padres). Es decir, está bien hacer el gamberro un rato mientras se tenga bien claro que luego deben resplandecer los sanos principios que sostienen la sociedad.

Es entonces cuando en él se filtran las intenciones moralistas (que Disney, por tanto, no inventó), con la llegada del hada de cabellos azules (un personaje bastante molesto en el libro, pues diríase que Collodi lo reformuló a disgusto, después de que en su primera aparición, cuando busca auxilio en su casa en medio del bosque, esta le diga que no puede ayudarle porque está muerta y está esperando a que traigan su ataúd). También es esta parte la que contiene el famoso episodio de la nariz que no para de crecer a cada nueva mentira. Es lástima, pero desde ese momento las aventuras parecen desarrollarse antes por inercia que por un plan narrativo y los personajes se dulcifican (por ejemplo, Geppetto). Por fortuna, todavía hay sentido del ingenio (el episodio del País de los Juguetes, retomado luego por la película) y mala baba hacia sí mismo (la batalla campal en la que los niños toman sus manuales escolares —entre ellos, se citan los del mismo Collodi— para desatar una guerra de proyectiles).

Creo que, de haber sido fiel Collodi a su propósito inicial, La historia de un títere sería hoy una cumbre de la literatura más malsana. Aun así, y pese a que su mismo creador es quien se encarga de ir sepultando las expectativas, Las aventuras de Pinocho sigue resultando una lectura profundamente incómoda, en buena medida por la consciente ausencia de todo lirismo o de intenciones oníricas, que habrían almibarado la agria atmósfera que sigue siendo el mayor acierto de la novela. Y es que, por encima de ese rebajamiento propio, todavía pervive a lo largo de todas sus páginas el propósito del autor de reivindicar la ruptura de todas las convenciones… y la falta de remordimiento de quien lo hace. No hay que olvidarlo: Pinocho se rebela de modo consciente contra las expectativas de los adultos y se complace encima de ello, aunque al final acabe aceptando el aburguesamiento que es ser un niño de verdad.

Poster original del Pinocho de Walt DisneyPinocho (1940) es el segundo largometraje de la factoría Disney, mediante el cual sus responsables se propusieron superar los resultados obtenidos con el film inaugural del formato, Blancanieves y los 7 enanitos (1937), que había supuesto un increíble éxito en todos los órdenes. En mi opinión, sin duda lo consiguieron: es probable que Pinocho sea el film con la animación más asombrosa de todos los tiempos, cuyo descubrimiento, a casi ochenta años de distancia, todavía es capaz de dejar con la boca abierta ante semejante ejercicio de virtuosismo. Su portentosa animación (realizada íntegramente a mano) destaca, ante todo, por el misterioso sentido del volumen que otorga a escenarios y figuras —la famosa cámara multiplano ideada por los magos de la casa crea la ilusión de que podemos penetrar en el decorado como si fuera tridimensional—, por su sentido del color y la diferenciación de texturas (nunca jamás se ha superado el tratamiento del agua que ofrece la escena submarina). Pero sobre todo, es una animación al servicio de un concepto narrativo, de una poética que todos aquellos que admiramos al Disney clásico reconocemos al instante y que se basa, ante todo, en hacer entrañablemente verosímil la humanización de cualquier objeto, espacio o animal.

Por supuesto, Walt Disney descartó los elementos más desagradables del original —sin prescindir, por supuesto, de su debilidad por lo inquietante, por lo directamente pavoroso— para ofrecer, sin engañar a nadie desde el primer momento, una fábula moral (a ratos, es verdad, moralista) en la que, por fortuna, prima el sentido de la maravilla y la sensación de que todo es posible.

Como sucede con otras aproximaciones del estudio a grandes clásicos de la literatura para niños, la película respeta el patrón argumental concebido por Collodi (descartando, claro, sus elementos más desagradables), seleccionando tres de sus episodios más emblemáticos para construir el sencillo guion: el encuentro con el titiritero Stromboli, la aventura en la Isla de los Juguetes (que está a punto de acabar con la conversión del muñeco en burro) y el rescate final de Geppetto, tragado no por un tiburón sino por una enorme ballena (eso dicen los diálogos, pero en realidad es un cachalote) que responde al siniestro nombre de Monstruo.

Geppetto y Pinocho,en la versión DisneyLa principal invención de la película se halla en su comienzo: en el nacimiento del personaje en el taller de Geppetto, que crea a Pinocho sin madero mágico alguno y después sueña con que cobre vida. La petición que hace a la primera estrella de la noche tiene su premio: cuando duerme, en el taller se materializa el Hada Azul y anima al muñeco, prometiéndole que si hace honor a sus buenos deseos lo convertirá en un niño humano. La caracterización inicial de Geppetto, además, lo presenta como un Peter Pan avant la lettre, un niño grande que no ha podido evitar crecer y llenarse de canas, pero que mantiene la ilusión infantil que tan bien simboliza su creatividad para elaborar juguetes (¿y ese muñeco para el que pide la vida no sería su mejor juguete?). Un niño grande de hábitos sencillos, que no parece tener más hogar (¿más vida?) que la que se relaciona con ese trabajo que para él es algo más que un trabajo, no en vano duerme en un rincón del mismo taller, en compañía de sus dos mascotas, el gatito Fígaro y la pececita Cleo, rodeado por sus mágicas creaciones.

Ahora bien, si el Pinocho de Collodi nacía con pleno conocimiento del mundo y por eso se negaba de modo consciente a someterse a norma alguna, el de Disney es una tabula rasa que lo contempla todo con los ojos de la inocencia y de la ignorancia, que nada sabe de la vida y que, por tanto, está inerme frente a los ardides de los trapisondistas. Eso sí, enseguida revela una completa falta de voluntad y la misma inclinación que en el libro a dejarse llevar por la senda más fácil. El episodio de la isla, del que sale con el recuerdo permanente de unas orejas y una cola de burro, actúa como definitivo correctivo, produciéndose en él un cambio completo (que en una fábula con menos sentido de la síntesis, y con un personaje menos limpio, cabría calificar de demasiado brusco), que estimula su sentido de la responsabilidad y le hace tomar, por primera vez, la iniciativa de sus propias acciones, que se traduce enseguida en su determinación de marchar al rescate de Geppetto, arrostrando los desconocidos peligros del fondo del mar.

De todas las diferencias con respecto a la novela, sin duda la mayor es el co-protagonismo que se reserva a un personaje que puede considerarse original del film, por cuanto su equivalente en el libro apenas tiene una brevísima aparición (el infortunado Grillo Parlante). Me refiero, por supuesto, al inolvidable Pepito Grillo (Jiminy Cricket en el original), añadido a última hora cuando el instinto de Disney le advirtió de que el protagonista necesitaba a un compañero con el que compartir sus aventuras para asumir dos funciones: una narrativa, la de necesario interlocutor del pequeño al tiempo que portavoz del mismo espectador, el cual entra de su mano en la insólita aventura; la otra, dramática, al asumir la responsabilidad de ser su conciencia.

Pepito Grillo, nuestro maravilloso guía al Pinocho de Walt DisneyEs injusto que el habla popular asocie la expresión ser un Pepito Grillo a la fastidiosa intromisión de alguien que se decide a dar consejos morales que nadie pide, pues en la película el personaje en absoluto es un fastidio (para entendernos: como sí lo es el hada de cabellos azules del libro de Collodi). Bien al contrario, es encantador: un trotamundos sabio y despistado, intrépido pero no imprudente, gentil y enamoradizo, tímido al tiempo que decidido, con un acendrado sentido de lo sensato pero que no duda un momento en seguir al amigo que, pese a todo, se ha dejado arrastrar por la insensatez.

De hecho, es el mismo Pepito Grillo quien canta la famosa canción de los créditos, When You Wish Upon a Star, y se encarga de presentarnos la historia por el procedimiento de abrir el libro que la contiene —al lado, y de modo entrañable, pueden distinguirse volúmenes de nada menos que Alicia en el país de las maravillas y Peter Pan, todavía inconscientes de que también Disney las llevaría a la gran pantalla, y con resultados admirables, más de una década después— y entrar en la viñeta que muestra el pueblo donde comienza la acción, acercándose al taller de Geppetto mediante unos saltos resueltos en asombroso plano subjetivo, de tal modo que diríase que somos nosotros mismos quienes lo estamos haciendo. El lugar donde penetra, además, es un recinto fabuloso, poblado por toda clase de artilugios mecánicos (juguetes, relojes) que parecen dormir en espera de que el bondadoso brujo que los ha creado les devuelva la vida.

El desarrollo narrativo de la película responde a una lógica que podríamos llamar sadiana: ese colmo de la inocencia que es Pinocho solo parece atraer en su camino a los malvados. Los dos primeros (el Honrado Juan y su atontolinado sicario Gedeón), aun cuando son quienes arrojan una y otra vez al protagonista a la perdición, encuentran su maldad mitigada por el humor enloquecido que los envuelve, no en vano diríanse que Disney los recreó a partir de nada menos que Groucho y Harpo Marx: el uno tiene en el absurdo verbal su arma más peligrosa; el otro es un personaje mudo y atontolinado, capaz de extraer cualquier objeto de sus holgadas ropas, y en el que no extraña que cada una de sus acciones resulte desatadamente surrealista (¡en determinado momento hace un círculo con el humo de su cigarro y acto seguido lo coge y lo moja en su café como si fuera una rosquilla!).

La sombra de un niño que se convierte en burro aterroriza más que verlo directamente, en el Pinocho de DisneyAhora bien, los demás villanos ya son dechados de perversión. El primero, el titiritero Stromboli, ofrece uno de los momentos más terribles de la película cuando, para amedrentar a ese títere sin hilos en quien ve una mina de oro, le suelta un tremendo hachazo a un muñeco de «verdad», lo cual supone, simbólicamente, un asesinato sin remisión. El dueño de la Isla de los Juegos es un ogro cuyas expresiones revelan una maldad sin límite, y sus sicarios son sombras que parecen surgidas del infierno. Otro instante de terror sin igual es aquel en que Polilla, el compañero de juegos de Pinocho, se transforma en asno ante los horrorizados ojos de este: la metamorfosis no se muestra directamente, sino por medio de la sombra que el infortunado proyecta sobre la pared, en una demostración emblemática de que el peor miedo no es el que se muestra frontalmente sino el que se sugiere. Finalmente, la ballena Monstruo —cuyo mero nombre, cuando los protagonistas preguntan por su paradero a los habitantes del mar, ya provoca un instantáneo terror— aparece dibujada como una mole oscura, de tamaño enorme pero al mismo tiempo indeterminado pues su contorno aparece difuminado por las ondas del mar o por la espuma que levanta al arrojarse, enfurecida, contra los seres que han escapado de su estómago.

En suma, dos Pinochos, dos miradas sobre el miedo adulto a la arrasadora libertad de la infancia, dos joyas que responden a los retos de sus diferentes medios expresivos de forma muy distinta pero complementaria. Un mito, por tanto, de eterna perduración.

Excelente cartel del Pinocho de Walt Disney, con muchos de sus personajes secundarios

Acerca de Jose Miguel García de Fórmica-Corsi

Soy profesor de historia en el IES Jacaranda (Churriana, Málaga).
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2 respuestas a Había una vez dos Pinochos

  1. Renaissance dijo:

    Aunque el Pinocho de Disney cuente un poco como fábula moral, no es una mala adapción. Es más, conserva muy bien el toque macabro que años después Disney perdería quedándose en una productora donde parece que todo debe ser correcto e inocuo.
    En cuanto al libro, también se nota muchísimo el carácter gamberro de la primera parte, donde no hay ningún personaje que despierte simpatía, ni sea enteramente inocente, y donde en cierto modo, parece un poco un teatro de títeres donde cada uno espera su turno para asestar un garrotazo. Además, cuenta con un carácter un tanto surrealista que por desgracia, la película no conservó, como el que los perros policías hablen porque, si hay por ahí un leño mágico, ¿por qué no iba a tener un cánido el don de la palabra? Por no decir ese Hada Azul que en su primera aparición era en realidad un cadáver: con cosas como estas, los lectores nos quedamos con la sensación de haber encontrado una historia que por su falta de prejuicios y su intención, debió adelantarse varias décadas a su época. Y aunque esa continuación forzada todavía mantiene bastante bien el tipo, se nota que en sus últimos capítulos Collodi estaba ya presionadísimo, y probablemente, hasta las narices, porque estos se convierten en una serie de frases con tanta moralina y abnegación que casi parece que lo estaba escribiendo con intención paródica.

    • Sí, yo creo que Collodi fue víctima en «Pinocho» de su propio éxito. A la vista del magnífico tercio inicial de la obra, y como digo en el artículo, pienso que Collodi afrontó su relato sin más pretensiones que pasárselo bien a base de hacer justo lo contrario de lo que se podía esperar del contenido de una revista para niños. Las pruebas son evidentes: la apología contra el autoritarismo, la defensa del puro hedonismo por parte del muñeco, los contenidos morbosamente macabros, el tono realista y sin falsa poesía con que se abordan los hechos fantásticos… Que eso gustara provoca la paradoja de que el autor, al retomar la obra, tal vez sorprendido de que se le hubiera prestado atención, ahora decide ir con pies de plomo, dando una de cal y dos de arena en cada nuevo capítulo. Y digo paradoja porque tal vez tenía que haber pensado que lo que gustó probablemente fuera lo más transgresor…

      En cambio, en Disney no hay cambio de tono ni rectificación: desde el principio quiere contar un cuento moral siguiendo el sano planteamiento de que para poder criticar los malos comportamientos… primero hay que mostrarlos en toda su extensión. Si a eso añadimos esa debilidad por los elementos terroríficos y la genialidad de sus animadores, el resultado, guste o no, tiene un equilibrio y una sinceridad que no varía de principio a fin.

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