Rescato una entrada muy antigua de mi blog (la décima en concreto, del 26 de septiembre de 2012) dedicada a la que considero una de las más grandes películas de todos los tiempos, y que acabo de volver a ver en un magnífico ciclo de cine clásico en Málaga. La he revisado a fondo, además de renovar su apartado gráfico, pero mantengo buena parte de lo que escribí en su momento.
Hacia el final de Carta de una desconocida, el músico Stefan Brand, arrasado por el pesar, pregunta a su fiel criado John, que lleva toda la vida a su servicio, si recuerda a esa mujer cuya misiva lo ha conmovido tanto, y éste, que es mudo, asiente y escribe en un papel: «Lisa Berndle». En mi memoria personal, supone el momento más emotivo de todo el cine que he visto en mi vida: el sobrio asentimiento de John, testigo en silencio de la vida de su amo, y por tanto de sus efímeros triunfos y de sus dolorosos fracasos, encierra la clave dramática de la historia. Ese silencio, esa imposibilidad para expresar en voz alta pensamientos, esa humildad natural del personaje, bañada en una conmovedora dignidad (basta este papel para otorgarle la inmortalidad al no menos humilde secundario Art Smith, víctima desconocida del maccarthysmo), es también la traducción del paso de Lisa Berndle por la vida de Stefan Brand: alguien en quien apenas se repara, un ser hecho de silencio y sombra, y a la sombra de Brand, pero para quien éste —que, en su condición de astro refulgente, la ignoró salvo una noche sublime que, sin embargo, también olvidó— fue el centro de su existencia. Es así que la tímida Lisa Berndle y el mudo John acaban siendo, en el curso de la historia, dos almas gemelas, los astros silenciosos que no se apartan nunca de la órbita de Brand, de ese un músico que desperdició, por hedonismo, su talento, de ese seductor de mujeres, de alguien que, en suma, no lo merece. ¿O sí…? Uno de los hallazgos estremecedores que proporciona la revisión de Carta de una desconocida, como suele suceder con todas las obras irrepetibles, es que obliga a revalorizar al personaje teóricamente mediocre, teóricamente incapaz de apreciar el amor o la lealtad que se le ofrecen porque sí, sin que él tenga que haber hecho el menor esfuerzo para conseguirlos.
Carta de una desconocida es un cuento romántico que no sólo no disimula en modo alguno su condición de tal sino que incluso lo remarca al adoptar la forma de un sueño, un sueño modulado como una fantasía musical, un sueño a la medida de una pasión, de una obsesión amorosa que transmuta todo el sentido de la existencia (y de la realidad) para una persona, para Lisa Berndle, dictando el destino de su vida, dándole sentido hasta el mismo momento en que se siente morir. La muerte de Lisa está anunciada desde el momento en que lee las palabras iniciales de esa misiva: «Cuando leas estás líneas yo habré muerto…». Antes de coger esa carta, Stefan se dispone precisamente a huir de la muerte (ha sido retado a duelo), aun a costa de su honor (un honor que, señala con lúcido cinismo, es un lujo que solo se pueden permitir los caballeros); después de leerla, corre a abrazarla, pues no puede caber la menor duda de que de ese duelo él no puede salir con vida. El profundo onirismo que anima toda Carta de una desconocida, por lo tanto, es el riguroso modo en que se expresa el sueño de una «mujer sin importancia» cuya vida nace en el momento en que escucha por vez primera los sones al piano de Stefan (el leit-motiv sonoro del film es el evanescente tema de Franz Liszt titulado Un sospiro). Su pasión es tan absoluta que es lógico que, cuando ella muere, arrastre consigo al hombre que la provocó, a ese ser que, cuando había acabado por resignarse a la mediocridad que esconde su atractiva apariencia, se siente sublimado por saberse capaz de inspirar tal conmoción sentimental.
Sabido es que el origen de esta película se halla en el interés de Joan Fontaine por una obra en la que supo ver una indudable posibilidad de lucimiento personal. Se trata de una nouvelle que Stefan Zweig publicó con gran éxito en 1927, y que ayudó a convertirlo en uno de los escritores más populares de ese mundo de entreguerras. Una obra de argumento muy sencillo: al volver un día a su casa, un artista se encuentra con la carta que le envía una mujer desde su lecho de muerte, y en la que le cuenta «mi vida que en todo momento fue tuya y de la que nunca has sabido nada». Una mujer en quien nunca reparó pese a que vivía en la puerta vecina, que se enamoró de él siendo una adolescente y a cuyo amor fue fiel toda su vida, aun cuando solo pudiera estar con él apenas una noche, una noche que tuvo como fruto un hijo de quien él jamás conoció su existencia, hasta tal punto llegó el sacrificio de la mujer.
Joan Fontaine estaba casada en ese momento con William Dozier, uno de los vicepresidentes de la Universal, y tal hecho posibilitó que la producción de la película, en unos márgenes fuera del cine de gran presupuesto, gozara de una considerable libertad artística. El hombre elegido para dirigirla, sin embargo, suponía una apuesta considerable, pues llevaba siete años dando tumbos por Hollywood sin más acreditación que un film de aventuras que rodó el año anterior y que hoy día es casi invisible, La conquista de un reino. Sin embargo, habría que rendir un homenaje a quienes unieron al proyecto a ese director alemán, nacido como Max Oppenheimer y rebautizado como Max Ophüls, emigrado como tantos otros de su país natal debido a su condición de judío. Porque el relato de Zweig lo trasladaba a la ciudad donde él mismo nació, si no físicamente, sí al arte y al amor, como director del famoso Burgtheater, donde conoció a la mujer con quien permanecería hasta su muerte, la actriz Hilde Wall. Así, de pronto, en ese lugar apodado la Fábrica de los Sueños, el exiliado tuvo la oportunidad de regresar al lugar más importante de su vida. Y pocas películas como esta revelan, en sus imágenes, una entrega tan absoluta, una identificación tan estremecedora de un autor con la historia que está narrando. Por ahí comienzan las claves de la grandeza emotiva de Carta de una desconocida.
Aunque no fuera acreditado en tal cometido, el director trabajó en el guión junto al único firmante final, Howard Koch, célebre entre los cinéfilos por su participación en el libreto de Casablanca (1943, Michael Curtiz). Comparar la nouvelle con el guión realizado entre ambos es significativo. El primer y genial acierto es dotar de un mayor dramatismo a la lectura de la carta por parte del protagonista: en Zweig, la noche en que éste lo hace no reviste especial significación; en Ophüls, Stefan Brand (en el relato los dos personajes centrales no tienen nombre) llega a casa después de haber sido retado a duelo, con la intención de marcharse «por la puerta de atrás», pero la lectura no sólo dilata su posibilidad de huida hasta hacerla imposible, sino que transforma de tal modo su existencia que acaba marchando al duelo de viva voluntad, embargado por una terrible tristeza nihilista al descubrir que fue el centro de una pasión que pudo cambiar su existencia y la dejó pasar sin advertirlo.
Otra magnífica modificación es convertir al escritor del relato en músico. Es indudable que, en cine, las posibilidades, de todo tipo, con un músico eran mayores que con un escritor, en el sentido que interesaba a Ophüls, desde la prestancia visual (y las connotaciones románticas subsiguientes) que permite la figura del pianista tocando al peso de la propia música en el relato, tanto en el orden diegético como en el narrativo, planos que aquí se funden de modo inigualable. Del mismo modo, si en Zweig el escritor parece hallarse en la cúspide de su arte cuando lee la carta, en la película los guionistas hacen que, a esas alturas, Brand, que fuera una gran promesa de la música años atrás («El público aceptó con facilidad mi música. Quizá… con demasiada facilidad», le dirá a Lisa con lucidez), sea un artista ya acabado, que hace tiempo que no ofrece conciertos y que parece deslizarse por la senda de la autodestrucción, de tal modo que su segundo encuentro con la mujer encierra la semilla de una posible redención… que acaba tirando por la borda cuando su ligereza de actitud, ese eterno hedonismo sensual que lo lleva a trivializarlo todo, le impide reconocer a esa mujer anhelante que estaba dispuesta a entregarle, de nuevo, su vida entera.
Otro cambio fue impuesto esta vez por la censura: suprimir que Lisa, después de tener a su hijo con Stefan, se convierta en una cortesana por elección propia, para garantizar a su pequeño el nivel de vida adecuado. Ahora bien, incluso esto se convierte en un acierto dramático, al reconcentrar todavía más el trato de Lisa con los hombres, reduciéndolos al amor real, interior, que representa Brandt, y a la posición externa, pero para ella inauténtica, que supone el militar Johann Staufer, con el cual acaba casándose para darle seguridad a su hijo.
Como Ophüls, también Joan Fontaine entendió que se hallaba ante la película de su vida. Con gran intuición, situó el personaje urdido por Zweig en la misma estirpe que sus dos papeles más celebrados hasta entonces, los que interpretó a las órdenes de Alfred Hitchcock en Rebeca (1940) y Sospecha (1941), y en los cuales el maestro inglés ya había sabido cómo aprovechar las características de esa actriz de pequeña estatura cuyos ojos siempre parecían rehuir las miradas que la escrutaban (dotándola de un aire de perpetua indefensión), acertando al encomendarle dos personajes que, precisamente, se pasan todo el tiempo con el temor de ser invisibles. En Carta de una desconocida, Joan Fontaine supo convertir esa indefensión en asombro: el asombro de la criatura que se pasea por el mundo sin importarle apenas el mundo, pues le basta saberse secretamente alcanzada por la gracia, la gracia de haber encontrado un hombre en quien volcar, irremediablemente, todo el amor, toda la ternura, que hay escondidas en ese corazón en principio tan impenetrable. No creo que nunca una mujer haya mirado a un hombre con la completa devoción, con la humilde convicción de saber que el mundo tiene sentido sólo por estar ahí a su lado, como en ese momento (tantas veces soñado mientras vivía en la casa de al lado) en que Stefan, por fin, toca para ella.
Conozco a buenos espectadores que le hacen a la película un reproche de inverosimilitud. Y es lo poco creíble que resulta que Stefan Brand olvide por completo a esa mujer a la que —tras advertir que lleva varios días a pie firme frente a su casa, en medio de la ciudad invernal— aborda con su desenvoltura habitual, para descubrir una sensibilidad distinta a todas las fáciles conquistas a las que está acostumbrado. Ambos vivirán una noche maravillosa, que no desean que acabe nunca (que dilatan la entrega de sus cuerpos con mágicos prolegómenos: esa noche será concebido el hijo de ambos), recorriendo la ciudad mientras hablan (o mejor dicho: Lisa hace hablar a Stefan, que se sincera como nunca había hecho, reconociendo su fatuidad esencial), pasean, cenan, bailan, sueñan… ¿Cómo puede él haber olvidado nunca esa noche, se preguntan aquellos espectadores?
La respuesta yo la encuentro en otra mirada, la mirada gentil y superficial, encantadora pero vana, de ese actor (tal vez también gentil y superficial) que fue el francés Louis Jourdan. Bajo sus rasgos, es fácil creer que Stefan la olvidara porque no supo apreciar lo que se le brindaba, porque para él una mujer son todas las mujeres, porque él mismo se entrega por igual a todas ellas, brindándoles un efímero paraíso destinado a desvanecerse como los telones pintados de esa atracción de feria que representan las ciudades del mundo ante las que la pareja, en su noche inolvidable, viaja sin viajar, como Stefan ama sin amar o toca sin implicarse nunca en la música que toca. El prodigio es que un ser así tendría que hacérsenos insoportable, y sin embargo, como Lisa, le perdonamos todo, porque adivinamos que esa irresistible apariencia es, a la vez, su gran debilidad, la que le hace desaprovechar su vida, pero sin que él haga de su fracaso un drama (al menos, hasta que la lectura de esa carta lo despierta). Un seductor sin petulancia. Un egoísta sin perfidia, cuya víctima principal es él mismo: un derrotado con clase. ¿Cómo no rendirse ante el encanto de alguien, en su presentación en escena, al despedirse de sus padrinos, tiene el humor de afirmar: «No me importa que me maten, pero ya sabéis lo que me cuesta madrugar»?
La acción transcurre en «Viena, hacia 1900», pero ese espacio, tanto en 1948 como hoy día, en que constituye uno de los referentes emblemáticos de la cultura mundial, ya no era sino una sombra del pasado que sólo podía ser recuperada mediante la idealización, mediante la capacidad del cine para componer universos tejidos de la materia de los sueños. Ophüls hace que innumerables encuadres presenten, al fondo, de forma que casi parece un espejismo, una aguja gótica que evoca la nunca nombrada Catedral de San Esteban. Del mismo modo, en la noche mágica que comparten Lisa y Stefan, en un plano irrepetible, mientras pasean, aparece, como un fantasma convocado por el subconsciente, la noria del Prater, otro lugar que parece mentira que exista de verdad, hasta tal punto parece haber sido creado por el cine.
Los elementos atmosféricos parecen empeñados en gritar la irrealidad de la historia que nos cuentan, o cuando menos que está construida sobre el deseo y la imaginación, nunca sobre el sustrato de lo real. Así, la acción se inicia en una noche de lluvia, y la lluvia aparece detrás de las ventanas mientras Stefan lee la carta, simbolizando esas lágrimas que surcarán su rostro tan pronto descubra lo que contiene. La nieve preside la noche de felicidad de Lisa, con su capacidad para simbolizar lo evanescente, lo que es bello pero está condenado a ser fugaz, a perecer, como esas bolas de cristal que, al agitarse, crean una breve nevada en su interior. La niebla cubre continuamente esa Viena a la que regresa la adulta Lisa, y no sólo para enmascarar la sencillez de los decorados, sino para traducir el carácter de rêverie que posee su amor por el músico, para indicarnos que su historia sólo puede tener lugar en un espacio mágico, de contornos imprecisos, contenido en una caja de música destinada a ser cerrada tan pronto termine la melodía que suena.
Los cuentos tristes proporcionan una felicidad inolvidable, aunque duelan en el alma, y es precisamente por eso: es el dulce dolor que nos transmiten Los papeles de Aspern, de Henry James, Bartleby, el escribiente, de Herman Melville, o Tía Dolor de Muelas, de Hans Christian Andersen (¿acaso Ophüls no filma como escribía el inmortal danés, con el mismo delicado onirismo, al tiempo infantil y terriblemente adulto?). Ophüls hace que juzguemos a sus criaturas como se merecen, como seres que fracasan en su intento de tener vidas sublimes, pero también que los admiremos por su determinación en apartarse de la vulgar «realidad», por la dignidad con que acaban dejándose arrastrar, de distinto modo, hacia la perdición, por la nobleza con que, cada uno de ellos a su modo, discurren ante la pantalla.
[Quien no conozca el final de esta inolvidable película debe dejar de leer aquí]
Genial narrador en términos visuales, Ophüls nos rompe el corazón cuando, para mostrar el aparente triunfo de Lisa (¡por fin Stefan la conduce a su casa!), repite el mismo encuadre en lo alto de la escalera que usó antes al mostrar cómo ella, aún niña, contempló cómo conducía allí a otra de sus conquistas. Es decir, Lisa está condenada al mismo destino que las otras: a dar una noche de placer al músico y ser olvidada después. Ophüls también sabe cómo estremecernos, con ese encuadre que muestra al marido de Lisa, el militar Staufer, delante de su nutrida panoplia de armas colgando en la pared, y que presagia que quien retará a duelo al músico no es sino él (genial el fugaz plano en que lo vemos, en el interior de su coche de caballos, esperando a que baje Stefan, con la expresión de implacable dureza, con la sentencia de muerte de aquél marcada en su rostro).
Lisa renuncia al marido que le ha dado la posición a ella y, sobre todo, a su hijo, matando a éste sin saberlo (pero el espectador sí), pues, al devolverlo con prisas a su colegio, para poder ir corriendo a lo que ella (equivocándose una vez más) cree que es el auxilio de su amado, da pie a que se suba a un vagón contagiado por el tifus. La misma Lisa morirá —todos mueren, como en la estremecedora frase final del mencionado cuento de Andersen— contagiada por su hijo, y Stefan también se dirige a su muerte en el final. Y es a él a quien Ophüls le dedica su inolvidable final, cuando al llegar a la puerta de la calle, recuerda por fin a la joven Lisa que una vez le abriera la puerta. Esa tenue sonrisa final, de reconocimiento fatalista, ese gesto, como siempre, modesto y nada enfático de Stefan, encierran una redención que resulta incluso jubilosa, como el fiel John también ha reconocido, un momento antes, con esa cálida despedida al amo que sabe que no volverá a ver, posándole la mano en el hombro.
Cada vez que veo ese último plano de Stefan no puedo evitar sentir que un gesto como ese justifica toda una vida, la de Brand, la de Louis Jourdan, la de Max Ophüls, la de cualquiera capaz de conmoverse con ellos. Carta de una desconocida es un título irrepetible, una caja de resonancias que abre estancias insondables de nuestra memoria y nuestros sentimientos, que nos conduce a lugares de donde no cuesta trabajo volver, pues, como todo sueño, mientras tiene lugar ni existe ni importa nada más.
FICHA DE LA PELÍCULA
Título: Carta de una desconocida / Letter from an Unknown Woman. Año: 1948
Director: Max Ophüls. Productor: John Houseman. Guión: Howard Koch y Max Ophüls (sin acreditar); relato de Stefan Zweig. Fotografía: Frank Planer. Música: Daniele Amfitheatrof. Reparto: Joan Fontaine (Lisa Berndle), Louis Jourdan (Stefan Brandt), Art Smith (John), Mady Christians (Frau Berndle). Dur.: 86 min.
Memorable artículo que ha sido un auténtico placer leer. Créeme si te digo que tus letras contagian tal devoción por esta película que seguro emocionan a cualquier cinéfilo y especialmente a los nos arrodillamos ante esta obra del maestro. De la película, después de leerte, poco más se puede aportar. Tan solo compartir contigo la admiración por tamaña genialidad. No tendría ningún problema en ponerla entre las diez películas de mi vida. Y es que hay algo indefinible en ciertos prodigios que se escapan de lo medible e incluso del magisterio. Esa capacidad de introducirnos en una atmósfera mágica, atemporal, fascinante e hipnótica. Me pasa igual en El fantasma y la …, otro prodigio que nos sume en una bruma irrepetible. Gracias por tu artículo, es un regalo formidable.
Las dos películas, la de Ophüls y la de Mankiewicz, figuran en todo lo alto del cine de la emoción que nos dio Hollywood. Dos películas-sueño igualmente admirables e irrepetibles. Inagotables por muchas veces que las veamos. Extraordinarias musicalmente (Liszt versus Herrmann) y con actuaciones que trascienden la mera interpretación.
Muchas gracias por tus palabras, que como tantas veces consiguen emocionarme, y un abrazo.
Debo ser muy cínica entonces, aun cuando la belleza del cielo al atardecer me robe lágrimas, porque la historia me pareció horrible. Sólo vi a un par de bonitos egoístas. Ella era patética dedicando su vida a la adoración de un hombre que, bien lo sabía ella, iba de cama en cama; abandonando a un marido maravilloso que incluso aceptaba a su hijo (¡quiero casarme con ese hombre!) y dejando morir al niño por correr con el hombre para el que nunca fue nada. Un personaje femenino que parece sacado de una pesada novela amorosa francesa.
Eso sí, visualmente es una película espléndida y los actores son muy atractivos.
Es que esa es la clave de los personajes: él es un cínico hedonista al que de vez en cuando le tienta la idea de la redención, pero le dura un instante; y ella ha decidido, de modo absolutista y ensimismado, que solo un hombre sobre la tierra la puede llenar, aunque sepa a que ese hombre ella apenas puede suponer unas horas de su vida, y en efecto, es capaz de sacrificar la tranquilidad (que no la felicidad) que le da ese esposo por un premio muy poco duradero…
Evidentemente, romanticismo desatado en estado puro. Y en estos casos, o se entra o no se entra, claro. Es difícil que esta película provoque indiferencia. La famosa «suspensión de la incredulidad» a mí me funciona completamente, porque de no ser así la buena dirección, los actores o el atractivo visual difícilmente pueden satisfacernos en el mismo sentido. Y aparte de eso, es una película con la que he ido creciendo desde que la viera en la adolescencia (cuando este tipo de cine se veía en tve con honores de gran acontecimiento) y no he dejado de revisarla de tanto en tanto, encontrándole cada vez algo distinto que la completaba y mejoraba. Por ejemplo, la interpretación de Joan Fontaine no siempre me gustó, aunque ahora me parezca mentira… Eso sí, siempre, siempre, el gesto final de Louis Jourdan y el personaje del fiel criado mudo me han emocionado.