No había vuelto a ver El show de Truman desde la ya lejana fecha de su estreno en octubre de 1998. No me gustó entonces y la reciente recuperación no me ha hecho cambiar de opinión. Reconozco que se trata de una película digna, e incluso con momentos muy buenos, pero es que, con las fenomenales ideas que manejaba, su mera dignidad constituye un fracaso, puesto que hay argumentos que demandan una mayor exigencia. Se entiende, desde luego, tanto la expectativa con que la recibimos como el rápido estatus que alcanzó, no solo como éxito de crítica y público, sino como la típica película que todo el mundo debía ver. Tres eran los elementos en que basaba tal condición. Uno, el atractivo de un argumento que gira en torno a un individuo que ignora que, desde su mismo nacimiento, es el protagonista estelar de un reality show que lo ha enclavado en una ciudad ficticia (una isla de ensueño llamada Seahaven) y que, gracias a un conjunto de más de 5.000 cámaras camufladas en cualquier objeto, registra minuciosamente cada uno de sus gestos. Dos, unas intenciones críticas en torno a la dependencia de la televisión y la imparable intrusión en la vida íntima por parte de esta sociedad llamada de la comunicación. Y tres, la curiosidad por ver el alabadísimo cambio de registro de un actor de moda, Jim Carrey, a quien nunca se hubiera asociado con este tipo de película. Sobre el papel, todo muy loable y, desde luego, prometedor. Pero el problema que, hace veinte años y ahora, tengo ante esta película es que no me la consigo creer.
En cuanto a la originalidad de la premisa, fueron muchos lo que señalaron que el film contaba con fuentes muy reconocibles. De entrada, hay una evidente evocación de las series de ciencia-ficción de la televisión norteamericana de finales de los 50 y principios de los 60, compuestas por capítulos independientes, muchas veces escritos por autores del género o adaptados a partir de cuentos de estos, al estilo de la más famosa de todos, la celebérrima The Twilight Zone (en español, La dimensión desconocida), de Rod Serling. Y esto ya es un primer problema, porque en efecto la película parece un capítulo de esta última, extendido al triple de su duración habitual pero sin mayor sentido de la progresión, y sin su inquietante encanto. Ya la primera vez que la vi en el cine, su desarrollo me pareció muy cansino y previsible: a media película, ya me resigné a que no iba a sorprenderme en absoluto y que solo restaba esperar a que acabara.
Ahora bien, posiblemente la principal fuente de inspiración se halle en una excelente novela de Philip K. Dick —cómo no, si hablamos de realidades falsas o fingidas, de manipulaciones existenciales— titulada Tiempo desarticulado, perteneciente a su primera época, puesto que fue publicada en 1959. En esta novela, los protagonistas ya viven en una arquetípica middle town donde cada día es igual que el anterior, protagonizando vidas corrientes y anodinas, hasta que empiezan a tener la intuición de que algo no va bien, de que la realidad deja entrever, de cuando en cuando, determinados agujeros que acaban cuestionando su credibilidad y hace nacer la acertada sospecha de que ese entorno es un escenario preparado justo para ellos. En Dick ya se encuentra un elemento que utiliza la película, la ubicación en una fecha ideal distante de su verdadera situación cronológica: es irónico, eso sí, que aquí la fecha falsa sea la coetánea del autor y la auténtica se sitúe a finales de los 90, y en el film sea justo al revés. Pero el escritor acierta al hacer que el «mundo real» sea genuinamente horrible —de hecho, en este carácter distópico reside la clave de esa impostura—, distancia que resulta fundamental para justificar la premisa.
Ante una historia de esta naturaleza, cabían diversas formas de contarla. El guionista Andrew Niccol —quien poco antes acababa de firmar (como escritor y realizador) una de las obras esenciales de la ciencia-ficción coetánea, la inolvidable Gattaca (1997)— renuncia desde el primer momento a crear cualquier intriga, es decir, a que el espectador sepa en todo momento solo lo que Truman sabe y descubra la farsa al mismo tiempo que él. Supongo que en esto influyó el hecho de la imposibilidad de que, más allá del día del estreno, el público no tuviera suficiente información desde antes de entrar en la sala de cine. Pero, ante todo, porque es la base del planteamiento crítico de la película.
Con la constante presencia, al «otro lado», del público que devora el show, se denuncia la necesidad acrítica del hombre moderno de ser entretenido mediante la forma más simple y embrutecedora (pues no exige esfuerzo alguno) que existe: la televisión. Por desgracia, esta crítica no solo se efectúa del modo más enfático posible sino que resulta muy conciliadora, pues permite que incluso quienes puedan sentirse identificados como objeto del reproche (es decir, la mayor parte de los espectadores de la película), encuentren dentro de ella la salvaguarda de la estima propia. Y es que la historia, mediante la astuta identificación de todos los espectadores con la odisea liberadora del protagonista, hace que todos seamos Truman, es decir, víctimas de un sistema de manipulación que nos oprime y no sujetos con libertad de decisión. Igual que Truman es esclavo de los designios de Christof (el creador y realizador del show), nosotros lo somos de esta maldita sociedad de la comunicación. Una crítica de notable blandura, incluso al borde de la hipocresía, pero no porque no sea legítima sino porque fomenta que el espectador, seducido por la golosina del objeto crítico, no advierta la convencionalidad de los elementos dramáticos en que se basa: es una crítica con trampa. Es lo que voy a intentar justificar.
En primer lugar, tanto en 1998 como ahora en 2017, me ha sucedido lo mismo: mi primera objeción a la credibilidad del film es, por absurdo que pueda parecer, de carácter socio-legal. Me explico: la sociedad que contempla el show de Truman no está dibujada bajo los trazos de la distopía o del futuro «próximo» que justifique la increíble inversión de normas que permite la existencia del programa, como sí pasa en la novela de Dick: ¿es que no existen leyes contra la esclavitud? Al contrario, se trata de nuestra sociedad coetánea, discutible, de acuerdo, pero sin distopía, y en tales condiciones no es creíble que, por mucho que se alegue que Truman es el primer (¿y único?) hombre en ser adoptado legalmente por una corporación, pueda aceptarse la normalidad de la premisa. No se olvide que, para evitar que su criatura quiera abandonar alguna vez el decorado en que vive, los responsables del programa llegan incluso al extremo de provocarle un trauma infantil relacionado con el agua —su padre «murió» ahogado ante sus ojos y él se culpa por haber insistido en navegar en un día de adversas condiciones meteorológicas— de tal modo que, cada vez que se propone salir de la isla, aun cuando sea a través de un puente, sufre una reacción psicosomática que lo disuade por completo. Pero es que se va más lejos: cuando por fin consigue atravesarlo en coche, es detenido y devuelto atrás de forma violenta.
Es evidente que el film también posee un nivel de reflexión muy interesante, este sí de evidente dureza: la necesidad del hombre común, esto es, mediocre, de sobrellevar la falta de emoción e interés de sus vidas gracias a la ficción (no en vano, esta es una de las razones de la aparición de la literatura y de sus derivados, el cine y el tebeo). La lacerante crítica estriba en que lo que proporciona el show de Truman es un sucedáneo de vida «real», y tan mediocre o más como las de quienes lo observan, pero que —adelantándose en un año a la creación del programa Gran Hermano en su formato original en Holanda— tensa la identificación mediante la excitante posibilidad de poder espiarla minuto a minuto, como supremos voyeurs, saciando la muy humana curiosidad por las existencias ajenas y permitiendo la comparación (por lo general, condescendientemente gratificante) con la propia.
Por desgracia, esa denuncia se efectúa mediante la brocha gorda, mediante una completa falta de sutileza. Todas las escenas que nos muestran al público están concebidas bajo una simplicidad sonrojante, destinadas a mostrar a toda costa lo fácilmente que se deja manipular por las argucias argumentales y, sobre todo, la puesta en escena de Christof. En este sentido, el film incluye una alarmante contradicción. Podría haber servido de modo magnífico para transmitir la idea de que el cine (o la literatura o el tebeo, por extensión) se expresa no tanto a través de un argumento como de una forma de construirlo, es decir, de un estilo, como demuestra Christof, capaz de hacer creíble lo increíble (por ejemplo, la súbita reaparición del padre). Sin embargo, los autores de la película lo fían todo al argumento y a la tesis contenida en el mismo, haciendo incluso que la capacidad manipuladora del creador del show sea valorada antes en su sentido argumental que en su sentido más profundamente metanarrativo (que es donde tiene éxito la verdadera manipulación). Y en buena medida, se debe a la renuncia a dibujar ese personaje fundamental salvo por un par de rasgos icónicos, fiándolo todo a la (por otro lado, excelente) interpretación de Ed Harris.
Con todo ello, es evidente que el gran olvidado de esta película es su propio protagonista, otro muñeco no ya de Christof sino de los creadores del film, también en exceso confiados al posible atractivo de encontrar a Jim Carrey en semejante papel. El descuido sobre Truman resulta alarmante, pues por mucho que pueda argumentarse que la clave del personaje, y de su éxito entre el público, es su banalidad, lo cierto es que la historia que vemos en pantalla es la de su reivindicación como ser humano entero. Y Truman nunca deja de ser, en sentido estricto, un personaje vacío, hueco, ni siquiera en los momentos en que por fin decide tomar las riendas de su vida. Y en gran parte, la responsabilidad de que esto suceda se debe al actor: su interpretación es tan mediocre como era de esperar, y provoca un doloroso distanciamiento con el espectador que debía haberse identificado de modo visceral con él. Por mucho que el juego sobre su personalidad fílmica sea oportuno o que el «cómico» esté más contenido de lo habitual (aun así, ni quiere ni puede renunciar a su gusto por la mueca barata), no basta: el personaje requería una sensibilidad que él no podía ofrecer. Es más, creo que una de las razones de la enorme blandura del film nace de la subordinación a la estrella protagonista.
Por otro lado, me parece muy forzado el hecho de que Truman, después de más de treinta años sin que parezca haberse cuestionado nunca la autenticidad de su vida, de pronto, de modo muy acelerado, comience a atar cabos y a darse cuenta de que vive una farsa. Sobre todo, no se sostiene todo cuanto tiene que ver con la relación con su esposa: ¿acaso no llevará toda la vida recitando eslóganes publicitarios al hablar —pues así se financia el show— como para que, de pronto, Truman considere que eso no es una forma normal de conversar?
En cambio, es una buena idea que esa incomodidad latente, esa insatisfacción vital se traduzca mediante su obsesión por la chica de la que fugazmente se prendó, y que, aunque él no se diera cuenta, intentó avisarle de su condición de títere. De ahí que intente reconstruir su rostro componiendo un collage de rasgos recortados de mujeres que salen en revistas femeninas, y que el símbolo de su deseo de marcharse de Seahaven (de vivir una nueva vida: en realidad, de vivir por vez primera) sea ese remoto lugar, las islas Fiji, donde le dijeron que se marchaba. Ahora bien, me parece un error que el mismo personaje, encarnado por la excelente Natascha McElhone, sea uno de los espectadores que contemplan el giro final del show, animando a que Truman por fin reaccione, en un intento (otra vez en exceso enfático) de condicionar la identificación con el espectador «crítico». Y peor aún: cuando Truman elige al final abandonar la confortable Seahaven, ella sale corriendo de casa con una enorme sonrisa en la boca. ¿Un completo happy end?
Una historia de esta naturaleza, como ya he ido indicando, debía haberse preocupado por desarrollarla con pudor y sutileza, pero por desgracia se hace mediante la simplicidad (¿tal vez porque temían que el gran público se perdiera?) y el subrayado más tenaz. En este sentido, me parece que el final habría sido estupendo de concluir justo cuando Truman cruza la puerta que se abre en mitad del cielo de Seahaven. Bien al contrario, se muestran las «conmovidas» reacciones de los adictos al show, y se añade una irritante coda para indicar, como si hiciera falta, que el programa enseguida será olvidado y reemplazado por otro igual de alienante («¿qué ponen ahora?», pregunta, como un autómata, uno de los espectadores tan emocionados un minuto antes, mientras busca el mando a distancia).
Pues bien, yo creo que debiera haberse dejado a la imaginación del espectador el tipo de sociedad que permite tan aberrante show, mostrando únicamente a sus autores, Christof y su equipo. Con esa indefinición, y aun perdiendo el aplauso fácil, la historia habría resultado mucho más inquietante, y el dibujo del entorno social menos inverosímil.
Ahora bien, el fracaso del film no se debe simplemente a esta cuestión, sino a lo que es fundamental en cualquier ficción: a razones de credibilidad dramática, que son las que, al final, pueden hacer que aceptemos hasta el argumento más descabellado. La película carece de la necesaria atmósfera que nos permita creernos, en esos términos, la tragedia cotidiana de Truman Burbank, y que podía haber girado en torno a diversos resortes: la fábula existencial, el cuento paranoico, el horror distópico, la fantasía onírica… A cambio, los autores concentran su dramaturgia en la sátira del llamado «estilo americano de vida» a través de esos símbolos que son la clásica middle town, la omnipresencia de la publicidad, el culto a la familia y a las obligaciones del americano medio, etcétera. Válido, pero insuficiente.
Por lo demás, no quiero que se piense que estamos ante una película desastrosa en todos los órdenes. Teniendo en cuenta que el director es el gran Peter Weir —qué injusticia: su film anterior, Sin miedo a la vida (1993), tal vez su mejor obra en Hollywood, había sido un descomunal fracaso, lo que le hizo buscar con tiento un nuevo proyecto, y seguramente por ello, con los menores riesgos posibles—, la realización del film posee la adecuada solvencia, aunque creo que no consigue resolver satisfactoriamente su tremendo reto: ser la puesta en escena de una gigantesca puesta en escena. Me pregunto: ¿se supone que todas las imágenes de Truman son planos de la realización de Christof? De ser así, ¿por qué en ocasiones se insiste en los encuadres rebuscados, claramente enfocados desde cámaras situadas en objetos del entorno del protagonista, incluso remarcando el borde del iris como en las películas mudas, para dejar bien claro que esos planos sí son propios del show? Otro elemento contradictorio.
En resumen, pese a sus pretensiones de impresionar, El show de Truman me parece una película demasiado convencional y plácida, que no sorprende nunca y lima casi todas las aristas que contiene. Sobre todo, me deja una frustrante sensación de desaprovechamiento, lo cual es más lamentable teniendo en cuenta las óptimas condiciones de producción con que fue ejecutada. En particular, echo en falta ahora como ayer que no se arroje una mirada en profundidad sobre una circunstancia tan alucinante como la del protagonista (las personas que han crecido todos esos años a su lado sin posibilidad de desarrollar ninguna otra vida, como el mejor amigo o esa esposa que supuestamente ha compartido su cama noche tras noche…) y, como ya he dicho, una mayor atención sobre el fascinante personaje de ese hosco demiurgo que ha hecho de la manipulación un lógico rasgo de divinidad.
FICHA DE LA PELÍCULA
Título: El show de Truman / The Truman Show. Año: 1998.
Dirección: Peter Weir. Guión: Andrew Niccol. Fotografía: Peter Biziou. Música: Burkhard Dallwitz. Reparto: Jim Carrey (Truman Burbank), Ed Harris (Christof), Laura Linney (Meryl), Noah Emmerich (Marlon), Natascha McElhone (Lauren/Sylvia). Dur.: 100 min.
Al Show de Truman le vinieron muy bien las circunstancias: muy poco tiempo antes de que se estrenara el primer Gran Hermano, un mensaje con crítica muy evidente para todos los públicos (por comparación, la que pudo verse en series B como Están vivos de Carpenter será más ramplona, pero parece más auténtica) y sobre todo, un Jim Carrey intentando demostrar un registro distinto que el de las muecas, sin conseguirlo: su personaje sigue pareciendo falso, sin que las revelación o la crisis que se supone que sufre y le hace plantearse su existencia parezca verídica sino algo marcado por el guión. Es cierto que habría resultado más interesante el desconocer el público que podía seguir el programa, quedando como algo lejano (por ejemplo, al menos durante la primera temporada de Westworld, conocemos a los visitantes del parque y el funcionamiento de este, pero nunca nos muestran el tipo de sociedad que disfruta de ese tipo de entretenimiento), que se centraran un poco más en el carácter de demiurgo del creador de El show de Truman o incluso la necesidad de la ficción. Comparada con otras producciones posteriores, esos cien minutos no parecen tanto, pero acaban haciéndose un poco extensos.
Lo de Jim Carrey es un error descomunal: ha habido ocasiones en que un mal actor ha estado bien elegido e incluso el director ha podido aprovechar bien su imagen habitualmente detestable. Pero aquí creo que la batalla estaba perdida de antemano: incluso en las escenas en que Carrey no hace «gestos» es incapaz de transmitir ningún sentimiento que nos lleva a empatizar con su odisea. Empezando por aquí, la suma de lastres hace que «El show de Truman» nunca consiga remontar más allá de leves apuntes. Para mí, Peter Weir tiene películas inmensamente superiores.
El imposible estar más de acuerdo y es muy, muy difícil superar una crónica como esta. Puede resultar ñoño, pero es un lujo leerte. Haces un análisis pormenorizado sobre una película que podría haber dado mucho más de sí si su esqueleto hubiese sido otro. Y, como bien indicas, no es que sea una obra completamente fallida, pero al final uno se queda con esa posibilidad perdida. Por cierto, yo también le tengo un gran cariño y respeto a Gattaca, especialmente por su atmósfera, sensibilidad y estética. No obstante y aún siendo una notable película, también podría haber albergado algo más de consistencia y complejidad en su naturaleza y médula. Pero tengo la sensación que no ha sido una película lo suficientemente bien valorada. Un fuerte abrazo.
Espero que, al menos, no sea una ñoñería agradecerte profundamente tus palabras 🙂 . «Gattaca» es una película que cada vez que la veo me parece mejor: en el estreno, me pareció por debajo de lo que prometía, pero en cada revisión su estupenda atmósfera y el aire de perpetua tristeza que embarga a Ethan Hawke (actor al que he revalorizado bastante en los últimos años) me emocionan profundamente. En cambio, las otras películas de Niccol que he visto («Simone», «In Time») me han parecido muy malas, incluso cargantes. A falta de otras comprobaciones, parece que estamos ante un creador de una sola película.