En Homonosapiens: Enoch Soames, el hombre que quiso saber si sería inmortal
Incontables son los hombres y mujeres que han intentado triunfar en la literatura; pocos, en comparación, quienes lo han conseguido, y todavía menos los que han resistido la prueba del tiempo (¿quién recuerda hoy a gente en su momento tan popular como Louis Bromfield o Rafael Pérez y Pérez?). Para quien aspira a esa gloria, la primera barrera es la de la publicación: si has publicado alguna vez, existes, al menos. Al principio, basta con eso; pero supongo que, lentamente, el gusanillo de la inmortalidad nos va royendo a todos: si al menos no alcanzamos la gloria en el presente, fiamos la esperanza al futuro. ¿Acaso no existen autores que murieron sin conocer más que la amarga ceniza del desaliento y hoy día se encuentran en el olimpo de las letras? El caso más eminente es el de Franz Kafka, que incluso encomendó a su amigo Max Brod que quemara todos sus manuscritos inéditos. Su traición es uno de los mayores servicios que se habrá podido prestar a la literatura. Pues bien, publico este mes en la revista digital Homonosapiens un cuento —poco conocido para la mayoría del público, pero objeto de culto para quienes saben de él: leerlo una vez es quedar preso en su hechizo— acerca de un infeliz literato que renuncia a su pobre y mísero presente por asomarse brevemente a cien años en el futuro para comprobar si ha quedado huella de su nombre. Se titula Enoch Soames y lo publicó en 1919 el escritor y caricaturista británico Max Beerbohm. Yo, y muchos, lo descubrimos en la maravillosa Antología de la literatura fantástica que recopilaron los venerables Jorge Luis Borges, Adolfo Bioy Casares y Silvina Ocampo.
Roberto Bolaño lo calificó como «el cuento perfecto», y ciertamente los habrá igual de buenos, pero difícilmente mejor. En sus escasas cincuenta páginas (en español se puede encontrar, en solitario, en una excelente edición en Breviarios de Rey Lear, con traducción de Juan Pedro Aparicio), Beerbohm consigue el prodigio de compaginar diversas dimensiones y reunir elementos muy dispares que, sin embargo, se complementan de modo admirable. En principio, se presenta como una sátira, entre implacable y tierna, del ambiente literario del decadentismo finisecular inglés (el autor fue amigo de Oscar Wilde y de Aubrey Bearsdley), que toma como foco precisamente a ese pobre diablo que sueña con la gloria y que, entretanto, gusta de asumir la pose del escritor maldito. Sin embargo, poco a poco el cuento se va revistiendo de una tristeza particular a medida que, con el discurrir del tiempo, la pose acaba convirtiéndose en el poso de un fracaso. En su parte final es cuando el relato se entrecruza con el mito de Fausto: la expresión en voz alta del pensamiento de Enoch Soames provoca la inevitable aparición del siempre alerta demonio, dispuesto a pactar las condiciones del prodigio al que aspira el pobre escritor, exigiendo su alma a cambio de ese vistazo al futuro. Invito a la lectura del cuento y del artículo, y para acabar concluyo con el recuerdo (entrañable o inquietante, según se mire) de que el día en que acabaron coincidiendo el día del relato y el progreso del tiempo en el presente, o sea, el 3 de junio de 1997, muchos de los conocedores del cuento se personaron en el lugar elegido por Max Beerbohm para esa comprobación literaria: nada menos que la sala de lectura del Museo Británico. Para saber si alguien vio a un individuo vestido con ropas pretéritas y que se precipitaba con ansiedad para consultar los catálogos de la biblioteca, consultad el artículo.