Episodios IV-VI Episodios I-III Star Wars VII
Los niños que vimos en cine el estreno de La guerra de las galaxias (1977) —o al menos este antiguo niño que les habla— nunca nos planteamos lo incongruente que era el hecho de que una construcción tan formidable como la Estrella de la Muerte, cuyo diseño por lógica debía de haber sido extraordinariamente minucioso, presentara un punto débil tan concreto y sencillo que unas bombas bien dirigidas a él bastaban para destruirla. Rogue One: Una historia de Star Wars decide contestar a esta pregunta. No lo hace, claro, porque fuera una cuestión «candente» entre los aficionados, sino porque el buen sabor de boca dejado por el film que reanudaba la saga, El despertar de la Fuerza (2015), debió animar a la Disney a extraer un rápido beneficio de la expectación levantada sin tener que acelerar la continuación del Episodio VII. En cualquier caso, Rogue One es una precuela, y por tanto parte de entrada con una limitación: su final está rígidamente predeterminado por cuanto no puede apartarse de los hechos ya narrados. Es decir, lo que cuenta (la misión que acabará poniendo en manos de la princesa Leia los planos secretos de la Estrella de la Muerte) sabemos que acaba bien. A partir de esto, los guionistas realizan una inferencia también sencilla: los ejecutores de la misión, de los que nunca se hace la menor mención en el Episodio IV, no debieron sobrevivir en su empeño. La misión es una misión suicida. Los héroes de la Alianza dan su vida a cambio de salvar la galaxia. Perder para ganar: una idea que en la vida real puede dar pie a fanatismos de todo tipo, pero que, en la ficción ha probado muchas veces su efectividad: a los espectadores nos gusta sentirnos sublimes por un rato.
En su condición de precuela que debe acabar a las puertas de una película concreta y sin margen para la variación, Rogue One se enfrenta a un problema evidente: conseguir que al espectador no le importe saber que, por mal que vayan las cosas en muchos momentos, esos tipos van a conseguir su objetivo, y sin embargo, mantener la tensión y el interés por lo que les sucede. Los responsables del film sabían, por tanto, que afrontaban un reto muy difícil, puesto que las bazas del interés del film no podían ser argumentales, sino narrativas y dramáticas.
El film acierta en el modo de imaginar cómo se plantea, primero, la existencia de ese punto débil de la todopoderosa Estrella de la Muerte y, luego, cómo robar sus planos. Los guionistas resuelven que ese punto débil fue puesto a conciencia por quien tenía la competencia para hacerlo: Galen Erso, el ingeniero imperial que dirige su construcción. La justificación no deja de ser ingeniosa: Galen es un pacifista convencido que fingió dedicarse con entusiasmo a su labor porque era consciente de que la Estrella sería construida en cualquier caso, y así se aseguraba estar en posición de dejar su «regalo». Rogue One, por tanto, se centra en el modo en que, primero, el mensaje de Galen llega a los rebeldes y, tras las dudas acerca de su credibilidad (¿cómo fiarse de una revelación tan sensacional, cuando procede de un hombre tenido por una de las personalidades más fieles al Imperio?), la operación de robo y transmisión de los planos que indican el punto exacto.
Los guionistas apuestan por plantear esta aventura condenada, a la vez, al triunfo y al fracaso, a través de la relación entre dos personajes sorprendidos al filo del abismo, a punto de dejar de creer en la causa que ha marcado sus existencias. Se trata de Jyn, la hija perdida del ingeniero Galen Erso, y del capitán rebelde Cassian Andor, el hombre que, tras el inicial escepticismo, acabará siguiéndola hasta la muerte. El acierto radica en dibujarlos como la última y desesperada oportunidad para dos seres marcados toda la vida por la lucha y la desdicha, cuyo vínculo con esa «causa» supuestamente correcta les provoca constantes dudas.
En su corta vida, Jyn se ha visto continuamente abandonada y zarandeada: vio morir a su madre y fue separada de su padre a los seis años, y el hombre a quien éste la confió (un heterodoxo líder rebelde llamado Saw Gerrera) acabó abandonándola a su suerte (en el curso del film, al reencontrarse, él viene a justificarlo como una especie de rito de paso hacia la edad adulta), y de hecho Cassian la encuentra prisionera en un campo de trabajo imperial, aunque sus captores ignoran su verdadera identidad. En cuanto al capitán, que en un momento de rabia llega a decir que desde los seis años está luchando al servicio de la Alianza, es un hombre que sabe que lleva mucho tiempo merodeando entre las sombras: que sirviendo a una causa de honor ha tenido que hacer cosas poco honorables (de hecho, en su presentación en la historia lo vemos ejecutar sin piedad, y por la espalda, al soplón que le acaba de dar una información fundamental porque pone en riesgo su huida y, por tanto, la transmisión de esos datos).
Era una magnífica idea, por tanto, narrar esa aventura desesperada, esa carrera hacia la muerte, centrándose en dos personajes tentados por el puro nihilismo y que encontrarán en esta misión la oportunidad para justificar tantos años de renuncias. Dos personajes solitarios, retraídos ante todo contacto humano, que cuando por fin encuentran a alguien a quien quizá amar y entregarse, descubren que ya es demasiado tarde. Amargura existencial y romanticismo trágico: dos ingredientes magníficos para servir de alimento dramático a un film cuya estructura básica es dar cobertura a una peripecia desbocada. Ahora bien, aun cuando Rogue One contaba con magníficos mimbres para haber dado pie a una película memorable, el resultado es profundamente insatisfactorio, incluso anodino.
Las razones son variadas. El guion no sabe desarrollar bien la magnífica idea de partida, y acaba proponiendo la típica/tópica estructura de episodios trepidantes en que lo más importante es el curso de la acción y que conduce peligrosamente el film al videojuego: cada aventura es como una pantalla que hay superar para pasar a la siguiente, lógicamente más difícil y complicada. Por otra parte, el inevitable recurso a las referencias a distintos elementos e iconos de la saga no rebasa la categoría del guiño dirigido a la fácil complacencia de los seguidores pero no posee la riqueza que de ello extrajo J. J. Abrams en El despertar de la Fuerza, salvo en la conseguida parte final de la película. Solo hay un guiño que nos ahorran, y yo lo aplaudo incondicionalmente: la historia se inicia sin esos rotulitos que van deslizándose por la pantalla, haciéndose más pequeños a medida que se «alejan», y que a mí ya me parecía un recurso demasiado trillado.
La dirección de Gareth Edwards carece en todo momento de capacidad para levantar la necesaria atmósfera de violento fatalismo, contentándose con proporcionar plano tras plano al montador, olvidando, como todos los mediocres, la profunda relación que en toda obra de arte debe haber entre ética y estética, entre contenido y forma. Es difícil encontrar algún momento mínimamente sugestivo, pero al menos señalaré uno: el caza imperial cuyo vuelo en apariencia solitario sobre el fondo de estrellas acaba revelando, de la mano del rayo de sol que parece arrastrar consigo, el crucero imperial al que pertenece y la gigantesca Estrella de la Muerte a sus espaldas, en su presentación en la película. Es cierto que, en estos días de planos cortos y montaje atropellado, el film posee cierta limpieza expositiva que permite tener claro lo que sucede en las escenas de acción. Pero su impersonalidad lo único que provoca es que añoremos a aquellos grandes directores románticos a los que este planteamiento les habría venido como anillo al dedo: a Fritz Lang o a Jacques Tourneur, por ejemplo. Pero no solo están muertos, sino que con ellos murió una forma de entender el cine de género.
Por lo demás, también la sustancia visual y sonora (que, en otro tiempo, solían bastarse para sostener un film fantástico) es previsible y carente de sorpresas. El hiperrealismo de los efectos digitales ha acabado con nuestro sentido de la maravilla: por ejemplo, el plano que muestra que la estribación rocosa que sirve de refugio a Saw Gerrera tiene la forma de un guerrero encapuchado con su espada. Se mira y se pasa a otra cosa, sobre todo porque el director no sabe sacarle partido a la posible belleza del momento. Del mismo modo, la música, del cotizado Michael Giacchino, es anodina: solo se anima cuando se recuperan los míticos sones de John Williams (por ejemplo, la unión de Darth Vader con la genial Marcha Imperial).
Aun así, tal vez todos estos lastres podían haberse visto compensado de no ser por el que me parece el error fundamental de la película, y lo que la condena a la mediocridad: la galería de personajes de Rogue One carece del menor interés, de tal modo que no existe la fundamental identificación que debía haber nacido entre el espectador y esos guerreros lanzados a la muerte.
Los peores, eso sí, son los dos personajes centrales, de quienes se desperdicia su tremendo potencial, en buena medida por las mediocres interpretaciones de los dos actores. En el caso de Jyn, además, los guionistas se juegan la arriesgada apuesta de recurrir a un personaje prácticamente calcado del de Rey, la estupenda protagonista de El despertar de la Fuerza: dos chicas jóvenes y guapas, de muy duro presente e incierto futuro, que han aprendido a valerse por sí mismas y cuyo espíritu indomable les permite liderar sin dificultad alguna a hombres de mucha mayor experiencia (por otra parte, este rol ha acabado convirtiéndose en un estereotipo del mainstream norteamericano, incluso en el cine de animación: estas navidades, por ejemplo, lo hemos visto en Vaiana). Y no hay color: no solo Rey resulta mil veces más interesante que Jyn, sino que el duelo de actrices lo gana claramente Daisy Ridley, pues resulta completamente inverosímil que Felicity Jones consiga parecer carismática a los duros y avezados guerreros con los que comparte aventura. En el caso de su partenaire, por mucho que el mexicano Diego Luna suela ser un actor solvente, su interpretación aquí resulta monocorde, en buena medida porque durante toda la historia no abandona el mismo registro de perpetua hosquedad que acaba convirtiéndose en un cliché e impide que el personaje transmita la vulnerabilidad trágica que debía haber sido consustancial a él. Luna pretende resultar duro, pero solo consigue parecer enfadado. Por otra parte, la completa falta de química entre Jones y Luna anula cualquier posibilidad de ese romanticismo trágico que debía haber distinguido el film.
Los personajes secundarios no mejoran el nivel y están encomendados a actores anodinos. El más interesante (aunque tampoco sorprendente) es el nuevo robot en quien se hace descansar el escaso humor del film: responde al nombre de K-2SO (K-2 para abreviar) y tiene la particularidad de ser un androide imperial reprogramado por la Alianza, inestable combinación que «justifica» las réplicas cáusticas, al estilo cascarrabias del entrañable Walter Brennan en Río Bravo, que adornan su personalidad. En síntesis, une la untuosidad verbal de C3PO con el valor y la eficacia de R2 D2 añadiendo un toque de sarcasmo.
El grupo central de la misión Rogue One se completa con otros tres personajes. El primero es Bodhi, el piloto imperial que se pasa al bando rebelde, con el mensaje de Galen, y pone en marcha la aventura. El actor Riz Ahmed le aporta una mínima calidez que supone un bálsamo entre tantos personajes hoscos, y quizá por ello es de lamentar que solo le den algún relieve cuando hay necesidad argumental (permite infiltrarse en las distintas bases imperiales), siendo para lo demás casi despreciado.
Los otros dos son Chirrut y Baze, un dúo de guerreros, con cierto aire de caballeros jedi aunque se deja bien claro que no lo son (y eso que, si no portan el clásico nombre de reminiscencias orientales, étnicamente lo son de verdad: ¿un guiño, éste algo más elaborado?). El primero, al menos, es un jedi avant la lettre, pues es ciego pero sabe golpear con increíble precisión; el otro se encarga de cubrirle las espaldas con su habilidad con el tiro. Las capacidades del primero parecen explicarse por la frase que pronuncia de continuo, como una (fastidiosa) letanía: «Yo soy uno con la Fuerza y la Fuerza está conmigo». En teoría, simbolizan la amistad incondicional, pero carecen de la menor sustancia y los dos actores no consiguen transmitir ese supuesto poso interior de una vida habituada a la lucha. Hasta Lando Calrissian era más carismático.
El panorama se completa con otros personajes de recorrido más breve pero igualmente insustanciales. El ingeniero Galen en teoría apunta maneras shakesperianas, por la tragedia que supone ser un individuo noble obligado a crear el arma más destructiva de la galaxia, pero se queda en nada, y no le beneficia la prestación del danés Mads Mikkelsen, con su sempiterna expresión de imperturbable desdén. Otro personaje cuya complejidad se deshace como un azucarillo es el de Saw Gerrera (sí, resulta un nombre incómodo en los oídos españoles), el rebelde anarcoide que cría a Jyn, y que se queda en un tipo pintoresco sin más, encima provocando la peor interpretación que le he visto nunca al gran Forest Whitaker, innecesariamente desaforada (él sí que parece creer hallarse en una adaptación de Shakespeare).
Para los antagonistas, Rogue One juega la baza de recuperar directamente a los villanos de La guerra de las galaxias. Y el resultado es todavía más discutible, si bien por otras razones. Aunque al lado del recuerdo de Darth Vader siempre se había opacado el del siniestro Grand Moff Tarkin, el gobernador de la Estrella de la Muerte, cualquier revisión del film de 1977 revela la formidable consistencia de la creación que realiza el genial Peter Cushing, cuyo rostro afilado y cadavérico, asociado en aquella época a tantos títulos gloriosos del terror, se basta para darle un aura de maldad sin ningún otro disfraz. Era lógica la reaparición de Tarkin, pero la sorpresa es descubrirnos que su intérprete… es el mismo Cushing, cuyos rasgos están recreados digitalmente sobre el actor que se ha prestado a la ingrata y anónima labor de percha. El resultado es detestable. Desde el punto de vista ético causa escalofrío pensar que, previa compensación económica a sus herederos, se pueda «resucitar» la imagen de un actor muerto, sin que mucha gente parezca haberse preocupado de lo cuestionable de la operación. Pero desde el punto de vista artístico, no sirve de nada: este espectador, al menos, no consigue en ningún momento admitir a ese Tarkin, tomarlo por un personaje real y no por el espectro que es: el talento gestual no puede reproducirse digitalmente, por mucho que se imiten una apariencia y una voz.
En cuanto a Darth Vader, su aparición en el film, además de tan coherente como la de Tarkin, tiene el propósito de «unir» las dos trilogías controladas por Lucas, y de ahí que la muy elaborada escena de su presentación evoque un momento similar de El Imperio contraataca que a la vez permite conectar con el final del Episodio III: un subordinado acude a sus habitaciones privadas y, a través de sus ojos, descubrimos el cuerpo terriblemente deforme que le quedó tras la batalla con Obi Wan Kenobi en La venganza de los Sith —en el film original de 1980 sólo se le distinguía el cráneo— y que oculta su armadura negra), amén de contener un guiño a aquellos momentos de los primeros films, tan aplaudidos entonces por la chavalería, en que hacía uso de su capacidad de estrangular a distancia con un mero gesto.
Ahora bien (y hablo, como no puede ser otra cosa, en primera persona: cada espectador tendrá estas sensaciones en función de su relación general con la saga), no puedo evitar pensar que este Darth Vader no es el de siempre, sino otro espectro sin sustancia real convocado para dar consistencia a una película sobre la que, intuyo, sus mismos responsables en el fondo no tenían mucha confianza de que funcionara por sí sola. Eso sí, es tal la fuerza estética del personaje que incluso este Vader «apócrifo» acaba atrayendo sin condiciones, con su importante aparición en el final de la película.
[Quien no haya visto todavía la película debe dejar de leer aquí]
Rogue One avanza de modo cansino y sin ninguna sorpresa, dominada además por un tono de perpetua gravedad, de tal modo que uno acaba teniendo la impresión de que cualquier gesto de sus personajes se hace para la eternidad. Ahora bien, después de dos tercios de película que se siguen con indiferencia, el episodio final, la misión suicida en sí, remonta considerablemente el interés. El escenario es una base en un satélite llamado Scarif donde se encuentra una torre de elevadísima altura que contiene todos los archivos del Imperio; el enclave está protegido del exterior por un campo de fuerza que rodea todo el astro, de tal modo que el comando debe introducirse clandestinamente en él. La clave de la fuerza narrativa que tiene el episodio de Scarif se basa, ante todo, en dos elementos: el atractivo del escenario, que parece un idílico enclave turístico situado en algún paraíso tropical terrestre, y que destaca por su luz, lo cual es una buena idea para situar un episodio de tanta tensión (al contrario que los anteriores, tratados con un ineficaz tenebrismo lumínico); y en el estupendo montaje, que alterna con gran sentido del ritmo las distintas acciones del episodio (Jyn y Cassian dentro de la torre en busca de los archivos; sus compañeros sembrando el caos en el exterior para camuflar la incursión de los otros dos; la batalla sobre el satélite; la brusca llegada de la Estrella de la Muerte, con la intención de borrar Scarif del universo y acabar con el problema de la filtración de datos).
Es así que, por fin, Rogue One se inviste de la fuerza necesaria para que el espectador quede atrapado en su butaca, recuperándose parte de la magia de los buenos momentos de la saga. Y aunque los recursos de Gareth Edwards para dar un aire elegíaco al resultado final de la batalla (ese «perder para ganar») son de manual (Jyn y Cassian esperando abrazados la muerte contra un cielo crepuscular mientras atruena la música…), el episodio cuenta, al menos, con dos buenas despedidas, no por nada la de los mejores personajes: la muerte (conseguidamente humana) del robot K-2 y la salida de escena de Bodhi, que no merece ningún plano de «homenaje» como sus compañeros, consiguiéndose irónicamente que así resulte más doliente que la de los dos orientales o la de los protagonistas.
El último y más conseguido guiño de Rogue One es el modo en que, tras la desaparición de los protagonistas, el epílogo conecta este film, casi plano con plano, con el famoso inicio del Episodio IV, mediante la persecución implacable que hace Darth Vader —quien recibe aquí su mejor plano, surgiendo de entre las sombras del pasillo ante los asustados soldados rebeldes al encender su espada láser— de la transmisión de los planes escapada de Scarif. En el estupendo final, después de haberse abierto paso a letales mandobles, Vader, desde la plataforma de despegue abierta a las estrellas, contempla la fuga (estéril, lo sabemos desde 1977) de una última nave, que intenta alejarse por la potencia de sus múltiples reactores de popa, en la que viaja una joven aguerrida con el pelo recogido en dos grandes rodelas: la princesa Leia. Comienza La guerra de la galaxias…
FICHA DE LA PELÍCULA
Título: Rogue One: Una historia de Star Wars / Rogue One. Año: 2016.
Dirección: Gareth Edwards. Guión: Chris Weitz y Tony Gilroy; historia de John Knoll y Gary Whitta. Fotografía: Greig Fraser. Música: Michael Giacchino. Reparto: Felicity Jones (Jyn Erso), Diego Luna (Cassian Andor), Donnie Yen (Chirrut), Wen Jiang (Baze), Mads Mikkelsen (Galen Erso), Forest Whitaker (Saw Gerrera), Riz Ahmed (Bohdi), Alan Tudyk (K-2). Dur.: 125 min.
Otra película que junto a Doctor Extraño, se me ha pasado el estreno y quedarán para ver en casa…En el caso de Rogue One, los comentarios que había oído era que era bastante entretenida y se separaba un poco del tema Jedi que constituye la trama principal de La guerra de las galaxias. Bueno, y la sorpresa cuando dijeron que literalmente, “salía Peter Cushing”.
Personalmente, la recreación de ese actor por estos medios me parece tanto poco ético como nulamente artístico: falleció, lo recordaremos como Tarkin pero es imposible recuperarlo. Denle el papel a otro actor que sea un sucesor digno, y una careta digital que alguien se limite a llevar para darle soporte. Creo que ya en la fallida Sky Captain y el mundo del mañana habían intentado algo parecido y el resultado tampoco fue muy lucido, al menos lo suficiente como para que no se intentara en años.
La decisión de «digitalizar» a Peter Cushing no se sostiene por ningún lado, y de hecho encierra una falta de respeto al público considerable: a los que conocen al actor porque consideran que les da igual su evidente apropiación; a los que solo les suena su cara de haber visto el primer Star Wars porque piensan que no iban a admitir otra cosa…
Sobre «Rogue One» yo fui a los cines pensando, no sé por qué, que iba a ser una cinta de aventuras trepidante y divertida, consciente de que por su condición de precuela/spin off fuera de la continuidad tendrían que jugar la baza del cine ligero, casi como las series B de antes. NO esperaba su tremebunda seriedad, y la primera de las dos veces que la vi esto lo rechacé por completo. La segunda vez, aun pensando que la mejor solución era la primera, admito el planteamiento «trágico»: el problema es que no les sale bien y los personajes solo producen indiferencia o rechazo, con lo cual no hay espacio para la tragedia si quienes son víctima de ella no importan. Es para pensárselo, pero en mi opinión cada vez que la saga cae en la precuela, el nivel se hunde…
Me gustaría saber su opinión del cubo Borg de star trek -the next generation -sobre todo en diseño. Gracias.
Lo siento, Edgar, pero no sé nada de Star Trek: The Next Generation. De esta saga conozco las primeras películas que empezaron a finales de los 70 y el reboot de esta década, pero lo que hay en medio es tierra incógnita para mí.
A mi esta peli me gustó, los fans consideran que es lo mejor que ha dado el Disney Wars .
Pero una cuestión que la gente no suele comentar.
Hay jihadistas que dicen que la saga Star wars siempre les ha resultado muy inspiradora.
Bueno, creo que tú también lo pillaste cuando dijiste que la idea da pie a fanatismos de todo tipo. En fin:
-El imperio controla una ciudad sagrada en el desierto por sus recursos y la acaba bombardeando.
-Ciudad que encima se llama Jeddah, como el puerto saudí.
-Emboscada al imperio por un grupo rebelde calificado de terrorista.
-Y ya al final, los hombres acuden al comando suicida diciendo que han hecho cosas malas y quieren redimirse. Muchos se aputnan a la yihad porque dicen que borra los pecados.
-Y luego encima en la de El último jedi, inmolándose a lo kamikaze, o intentándolo.
Saquen sus conclusiones.
Hollywood suele caracterizarse por revestir su cine-espectáculo de cargas de profundidad ideológicas, una veces muy obvias y otras sibilinas, y «Rogue One» es un buen ejemplo. Aun así, si el film no me convence es por lo planos que son los personajes y por tanto no me interesa mucho lo que les sucede. Eso sí, conozco a muchos defensores de la peli, que curiosamente coinciden conmigo en mis reparos, pero para darles acto seguido la vuelta, señalando que la gracia está en saber que ese comando no sobrevivirá.