Eran malos tiempos para los estados que los caballeros cristianos habían fundado en Tierra Santa tras los éxitos fulgurantes de la Primera Cruzada (1096-1099). De los cuatro —el reino de Jerusalén, el principado de Antioquía, el condado de Trípoli y el condado de Edesa—, el primero en fundarse había sido este último, el más norteño de todos, pero también fue el primero en caer, en 1144, a manos de Zengi, el atabeg de Mosul, que rápidamente fue proclamado por los creyentes muslimes como al-Malik al-Mansur, el Rey Vencedor. La voz de alarma llegó a occidente y volvió a escucharse la convocatoria de cruzada. Predicaron hombres de la talla de san Bernardo de Claraval y respondieron en persona el rey de Francia y el emperador alemán, pero todo fue en vano. La Segunda Cruzada (1147-1149) fue un fracaso que además provocó la disensión y la desconfianza entre los reyes de la cristiandad, que regresaron a sus tierras con el amargo sabor de la derrota en la boca, culpabilizando cada uno a sus mezquinos aliados. Se necesitaba una esperanza… y esa esperanza llegó. En esos años centrales del siglo XII y en las décadas siguientes se propagó por la Cristiandad una leyenda fabulosa: la de la existencia del Preste Juan, un soberano cristiano cuyo feraz reino se extendía más allá del Islam; un soberano tan poderoso como humilde, pues había renunciado a portar título regio para ser designado por una mera dignidad religiosa, la de preste (o sea, presbítero). Era preciso, por tanto, contactar con ese rey-sacerdote, para atrapar a los pérfidos musulmanes como entre el yunque y el martillo. Y allá que se fueron muchos sueños medievales que, claro, nada consiguieron en el plano de la realidad histórica, pero que germinaron con fuerza en el imaginario del medievo más fabuloso.
La primera mención del Preste figura en la Crónica de las Dos Ciudades escrita en 1145 por el cronista alemán Otón de Freising, hermano del emperador Conrado III y tío del más famoso Federico Barbarroja, los cuales, por cierto, participarían personalmente en la Segunda Cruzada (y el último moriría camino de la Tercera). Otón se hacía eco de las noticias traídas desde el mismo reino de Jerusalén por el obispo Hugo de Jabala, portador de las malas nuevas sobre la pérdida de Edesa y la petición de ayuda a los reyes occidentales. Otón refiere que Hugo (al que entrevistó en Viterbo, donde estaba reunida la corte papal), trajo noticias de una estruendosa victoria obtenida sobre unos reyes musulmanes, los hermanos Samiardi, por un soberano que era a la vez rey y sacerdote: el Presbyter Iohannes, el Preste Juan. Otón añade más noticias: que ese soberano regía un reino del oriente extremo; que como muestra de su enorme riqueza, su cetro era de esmeraldas; que era del linaje de los Magos que rindieron homenaje a Jesús en el pesebre; y que después de tomar la capital de los vencidos, Ecbatana, quiso marchar en peregrinación a Jerusalén pero se vio retenido por las aguas crecidas del Tigris, con lo cual, tras intentar infructuosamente el cruce del río, se vio obligado a regresar a su reino.
En realidad, el historiador materializa en un nombre concreto un conocimiento presente en Occidente desde tiempo atrás: la existencia de comunidades cristianas en el interior de Asia. La India, tierra ya de por sí fabulosa en el imaginario europeo desde la Antigüedad, poseía una Iglesia cuyo patriarca envió a distintos embajadores (en la primera noticia que tenemos sobre estos, de 1122, al mismo patriarca) a Roma, que multiplicaron su fama de lugar maravilloso, incluyendo el milagro anual del cuerpo incorrupto del apóstol santo Tomás (según la tradición, el evangelizador del subcontinente indio). Todas estas referencias contribuyeron a preparar el advenimiento de un monarca digno de tales prodigios y riquezas.
El segundo documento histórico es la Carta que el Preste Juan envió al emperador bizantino Manuel II Comneno (1143-1180), cuya datación es todavía motivo de controversia, pero que era conocida en Europa —pues la citan obras bien datadas de otros cronistas, como Alberico de las Tres Fuentes— hacia 1165, y que incluso provocó una respuesta, en 1177, del papa Alejandro III.
La Carta es la que realmente proporcionó la celebridad instantánea al Preste Juan y lo convirtió en una figura familiar para los anhelos de la cristiandad occidental: del texto sobreviven más de doscientos manuscritos en latín (parece ser, con escasas dudas, su idioma original), doce de los cuales son del mismo siglo XII. Fue, además, traducido a las principales lenguas de Europa, iniciando un circuito de interpolaciones y añadidos que hace difícil considerarlo un texto cerrado. En español existe una magnífica edición a cargo de Javier Martín Lalanda, publicada en la Biblioteca Medieval de Siruela bajo el título de La carta del Preste Juan (edición de 2004), y que recoge tres versiones: una en latín, otra en anglonormando (que es la que Lalanda declara como «obra maestra») y otra en francés antiguo.
La Carta recoge todo un delirio de esplendor y riqueza sin parangón por parte de su supuesto autor, que además caracteriza su reino según todo el imaginario (y bestiario) que desde los tiempos de los griegos bañan todos los relatos occidentales sobre los confines del mundo. En primer lugar, el Preste identifica su dominio: se ejerce sobre las Tres Indias, borroso concepto geográfico medieval que revela el escaso conocimiento que se tenía en Occidente sobre el subcontinente indio (y Asia en general). De hecho, una de las tres Indias, por chocante que parezca, acabó por trasladarse a suelo africano, y en concreto a Etiopía, lo cual provocó también el cambio de continente del Preste, a finales de la Edad Media: ya iremos a ello.
Del poderío del Preste da fe su declaración de que lo sirven 72 reyes. En sus vastos dominios se encuentran toda clase de animales: unos reales (aunque por entonces semi-fabulosos para los europeos, como los elefantes o los hipopótamos), otros del todo fantásticos, como los grifos, el ave fénix o los dragones (estos, domesticados y convertidos en sus mensajeros, idea con inequívoco sabor moderno a Fantasía Heroica). También, claro, se encuentran allí pueblos monstruosos: pigmeos, cinocéfalos (hombres con cara de perro), cíclopes… La tierra abunda en leche y miel, y en una isla cercana llueve maná (todos ellos, como puede verse, tópicos extraídos de la Biblia). El principal de sus ríos, el Indo, transporta en sus aguas infinidad de piedras preciosas. Hay parajes maravillosos: mi favorito es ese Mar Arenoso que se mueve como la misma agua, con sus olas que, por el relato, recuerdan a dunas móviles, y en donde, por increíble que parezca, también hay peces de grato sabor. Allí se encuentra también la famosa Fuente de la Juventud que tanto buscaron luego los conquistadores españoles, y hay pueblos no menos maravillosos, como las míticas amazonas (que proporcionan al Preste un millón de combatientes femeninas).
El palacio del Preste Juan es la construcción más grande y fabulosa que se pueda concebir, donde abundan el ébano, el marfil y las gemas de todo tipo, y junto al cual se encuentra un espejo mágico, de tamaño enorme, desde el cual el gobernante puede tener idea exacta de cuanto transcurre en el mundo.
Finalmente, la Carta aclara el porqué del modesto título de su rey, y esa explicación exhibe la misma jactancia condescendiente de toda la carta. El Preste señala que, en su reino, abundan toda clase de dignidades superiores del clero, que su senescal es primado, que su copero es arzobispo, su mariscal, archimandrita, y su cocinero, abad (!), reuniendo además todos ellos en sus personas la condición de reyes. Es por ello que Juan toma el grado más humilde, el de presbítero (en la Edad Media, sacerdote, si bien su origen proviene de la palabra griega presbys, «el más anciano», en su condición de hombre que por su edad también es pródigo en sabiduría y por ello en ejemplos para los más jóvenes en la religión).
Como toda leyenda, bajo esas borrosas noticias aportadas por el clérigo de la cristiandad oriental, latían unas circunstancias reales que las distancias, lo poroso de las noticias y el anhelo de los occidentales terminaron de completar a su antojo. En primer lugar, como se ha dicho, las noticias sobre cristianos que vivían más allá del Islam eran completamente ciertas: los había. Pero no se trataba de los cristianos hoy llamados católicos y fieles al papa de Roma, ni de cristianos ortodoxos del rito griego. Eran supervivientes de la época de las grandes herejías que conmovieron el cristianismo de los primeros siglos. Eran cristianos nestorianos.
El nestorianismo es una doctrina religiosa que considera que en Cristo existen dos naturalezas distintas, una humana y la otra divina, pero no consustanciales como enseña la ortodoxa doctrina católica de la Santísima Trinidad (así, María debe recibir el nombre de Madre de Cristo pero no de Dios: su hijo fue «habitado» por Dios pero no concebido por éste). Fue propuesta por el monje griego Nestorio, patriarca de Constantinopla a principios del siglo IV, y reprobada en el segundo concilio ecuménico de la Iglesia, el concilio de Éfeso, en el año 431. Derrotados en el plano teológico y perseguidos por esa primera Iglesia que ya había conseguido hacerse oficial en el ocaso del Imperio Romano, los nestorianos arriaron velas en el Mediterráneo y pasaron al interior de Asia, encontrando refugio primero en el imperio sasánida, tradicional enemigo de Roma, y después en el seno del nuevo imperio musulmán. Hacia el siglo VII comenzaron sus misiones hacia los confines orientales: a las estepas de Asia Central y más lejos aún, hacia China. Algunas tribus turco-mongólicas, incluso, llegaron a convertirse a esa fe, y allí los encontrarían los embajadores y misioneros cristianos enviados durante la Pax Mongolica, como el mismo Marco Polo, a los que luego volveremos.
Sin embargo, si existía una vaga referencia a esas comunidades cristianas «perdidas», el relato recogido por Otón de Freising poseía una base mucho más concreta. En efecto, un soberano musulmán había sufrido una dura derrota unos pocos años antes frente a un rey que era de religión distinta. No era cristiano, sin embargo, sino budista. En 1141, el sultán turco selyúcida Sanjar —nombre que evoca claramente el de esos Samiardi supuestamente derrotados por el Preste—, señor de Persia, fue derrotado en la batalla de Qatwan, cerca de la ciudad de Samarcanda, por el rey de un pueblo de origen mongol instalado en Asia Central, los Kara Kitay, cuyo soberano se había otorgado el título de Gur Kan o Señor del Mundo. El Gur Kan era de religión budista, pero como tantos otros señores de los pueblos esteparios, en su reino imperaba la tolerancia religiosa, y abundaban los nestorianos. El nombre de Kara Kitay significa los «Kitay negros», y en él se deja entrever el nombre mediante el cual se popularizó China a finales de la Edad Media, gracias en buena medida al Libro de las Maravillas de Marco Polo: Catay.
El origen de estos Kara Kitay nos conduce a las estepas al norte de la Gran Muralla, crisol de todos los pueblos de origen primero turco y luego mongol que, en oleadas sucesivas, irían marchando hacia el oeste del continente, hasta acabar plantando el pie con el tiempo en la misma Europa. En concreto, los Kara Kitay era un pueblo del margen norteño de la sofisticada civilización china, cuyo nombre original era ch’i-tan —con un poco de imaginación fonética, puede verse el recorrido desde ch’i-tan a Kitay y por último a Catay— y que en las crónicas chinas incluso recibió un nombre sinizado, la dinastía Liao, cuya capital estuvo en Pekín, por entonces una ciudad de menor rango y con otro nombre. El trasiego de este a oeste y luego al revés (ahora por los viajeros cristianos) es uno de los capítulos más apasionantes del «descubrimiento» del mundo por los europeos.
Volviendo a Europa, una prueba de la acogida que tuvo la Carta del Preste Juan se encuentra en la respuesta a esta misiva por parte del papa Alejandro III en 1177. Alejandro la remitió al supuesto reino del Preste por medio de un enviado y familiar suyo llamado el maestro Felipe, con el objeto de concertar mutuas embajadas. De esa misión de Felipe nunca más se supo. Los expertos consideran que la Carta, en realidad, debe interpretarse en el marco del enfrentamiento entre papado y Sacro Imperio Romano Germánico (al frente del cual estaba ya Federico Barbarroja), de tal modo que el tono displicente con que se dirige al soberano oriental en realidad tiene al alemán como destinatario indirecto. De hecho, en ninguna parte de la carta se aviene el Papa a dar a Juan el tratamiento de sacerdote.
El tiempo fue pasando y se reveló adverso para las pretensiones cristianas de prosperar en Tierra Santa. El fracaso de la Segunda Cruzada no fue corregido por el tampoco mucho más lucido de la Tercera —la más mitificada, por la intervención de Ricardo Corazón de León—, convocada en 1189 a raíz de la pérdida (definitiva) de la ciudad de Jerusalén. Durante un siglo todavía se mantendría la presencia europea, si bien ya reducida a unos pocos enclaves en la costa. La caída del último de ellos, San Juan de Acre, en 1291, pondría fin a esa aventura.
Para entonces, sin embargo, el mundo conocido había sufrido una tremenda convulsión. En 1241 una plaga cayó sobre Europa: un ejército infinito de jinetes con una habilidad diabólica con el arco que parecían surgidos del infierno, del antiguo Tártaro de los griegos. Eran los mongoles, claro, que en Europa fueron llamados tártaros porque uno de los pueblos que componían ese conglomerado de pueblos de las estepas eran los tátaros: la homofonía y la necesidad de símbolos hizo el resto. A principios del siglo XI, un jefe mongol llamado Temujin, que había conseguido unir, a sangre y fuego principalmente, a todas las tribus de las estepas, se dio a sí mismo el nombre de Gengis Kan (soberano universal) y lanzó a sus hombres, perfectamente organizados, a la conquista del mundo: Asia Central, el califato abasí de Bagdad y el norte de China fueron las primeras víctimas, y ni la muerte del fundador detuvo el ímpetu de esa raza de guerreros nómadas. Si Europa se salvó fue por la muerte de Ogedei, el segundo kan y sucesor de Gengis: los jefes mongoles detuvieron la campaña y volvieron grupas a su tierra para participar en el gran kuriltai o asamblea donde se entronizaría al tercer kan.
Europa reaccionó con rapidez a su estupor y miedo inicial, y mandó embajadores para negociar con ese nuevo poder surgido de la región del orto. El primero de ellos, el monje franciscano Juan de Plano Carpine, comisionado por el papa, llegó justo a tiempo para ver la entronización del tercer kan, Kuyuk, nieto de Gengis. Ese reinado marca el inicio de una nueva época. Aunque prosiguieron las conquistas iniciadas (por ejemplo, China, a manos de otro nieto de Gengis, el famoso Kubilai Kan de Marco Polo), los mongoles se dedicaron a organizar sus vastos dominios, demostrando ser tan buenos administradores como combatientes. Durante un siglo, la Pax Mongolica significó la tranquilidad de los caminos, trazando una estupenda red de comunicaciones que permitió marchar sin peligro de un confín al otro del continente asiático. Por ese camino irían embajadores, misioneros (en 1307, el papa nombró a un arzobispo de Kanbalic, la Pekín mongola) y comerciantes. Con ellos, la leyenda del Preste Juan adquiere una nueva dimensión.
En efecto, esos viajeros tuvieron ocasión de recorrer esas tierras donde supuestamente se hallaba el imperio del Preste. Y no lo encontraron, claro, pero sí a los cristianos de allende el Islam: nestorianos, por supuesto. Ahora bien, las leyendas se resisten a morir, de modo que esos viajeros (que dejaron sabrosas e instructivas crónicas de sus viajes, hoy piezas inapreciables para nuestro conocimiento de ese mundo) se empeñaron en hallar huellas de un caído reino del Preste Juan. Las noticias de esas tribus turco-mongolas convertidas al nestorianismo dieron pie a esta evolución de la leyenda. El principal ejemplo lo tenemos en Marco Polo. El veneciano partió en 1271 y regresó a su ciudad natal en 1295, dictando unos pocos años después, a su compañero de prisión Rustichello de Pisa —es historia para otra ocasión—, la obra que le otorgaría la inmortalidad, y que suele ser conocida como Libro de las Maravillas del Mundo.
En su recorrido por los caminos de las estepas, siguiendo la Ruta de la Seda, Marco Polo convierte al Preste Juan en nada menos que el señor inicial de los tártaros, conocido entre ellos como el Unc Can, que fue derrotado por Gengis, después de que aquél le hiciera la tremenda ofensa de negarle a su hija por esposa. Una vez más, estas noticias esconden un poso de verdad: Unc Can es la forma mongola de Wang Kan, título honorífico que los chinos concedieron a un contemporáneo de Gengis, a Togril, jefe de la tribu de los keraítas y aliado inicial del mongol en los tiempos de su ascenso al kanato. Los keraítas se habían convertido al nestorianismo en torno al año 1000, de ahí que todos los datos concordaran. Así pues, el histórico Wang Kan, un jefe turco de religión nestoriana, se transmutó en el Preste Juan, perdiendo en el camino la aureola de magnificencia de los primeros tiempos de la leyenda.
Por supuesto, no fue Marco Polo el único de esos viajeros occidentales en referirse a él y en contar la grandeza perdida de su reino (esto no podía negarse, pues no quedaba rastro de ella). Sin embargo, poco a poco fue produciéndose un cambio singular en la leyenda: su traslado desde Asia hasta África.
La imprecisión del conocimiento geográfico europeo sobre las tierras lejanas fue proverbial (gracias a ella, entre otras razones, se produjo el descubrimiento de América). El término Tres Indias a que el mismo Preste se refiere en su carta de 1165 se prestaba a considerables especulaciones. El dominico fray Jordán Catalán de Severac, viajero por oriente que incluso fue nombrado por el papa obispo de Colombo, escribió hacia 1329 unas Mirabilia en las que describe las Tres Indias, e identifica la India Tertia (donde reconoce que no ha estado) como Etiopía, y sitúa allí como emperador suyo al Preste Juan.
Una vez más, los datos, vagos pero ciertos, ayudaban a corroborar esa identificación. Y es que Etiopía era una tierra cristiana desde antiguo. Tierra de cristianos herejes, pues allí es donde se habían refugiado los partidarios del monofisismo, doctrina nacida asimismo en el siglo IV que supone una respuesta al nestorianismo en dirección opuesta, al afirmar que la persona que predomina en Cristo es la divina. Declarado herético, el monofisismo se refugió en África, dando origen a la Iglesia copta, todavía superviviente en tierra egipcia, además de en Etiopía.
El redescubrimiento de Etiopía como tierra cristiana data de principios del siglo XIV, cuando en 1306 una embajada etíope es enviada ante el Papado (entonces en pleno Cisma de Occidente). En Génova, el rector de San Marcos tuvo la oportunidad de interrogar a sus miembros acerca de su país y luego compiló la información en un tratado que se ha perdido. Sin embargo, su información fue consignada en varios mapas: el cartógrafo mallorquín Angelino da Dalorto es el primero en hacer aparecer al Preste Juan en África, en su carta de 1339. Una década atrás, como hemos visto, fray Jordán ya lo había situado allí.
La nueva ubicación fue afortunada, pues coincidió con las ambiciones de un pequeño país del extremo occidental de Europa que hasta entonces había participado poco en la historia de la cristiandad: Portugal. A lo largo del siglo XV, y concluida su parte de la Reconquista ibérica, los reyes portugueses de la Casa de Avís se embarcaron en una empresa apasionante: encontrar un camino hacia Asia, hacia la India de las especias, bordeando el continente africano. En su impulso encontraron una oportuna ayuda ideológica en la nueva ubicación del Preste en aquellas tierras. Hacia 1486, una embajada procedente del reino de Benin llegó a Lisboa para solicitar misioneros cristianos y dio noticias de un poderoso rey llamado Ogané cuyo reino estaba a 20 lunas de viaje hacia el interior. Como prueba de su poder, los monarcas locales debían confirmar su sucesión acudiendo a su capital, donde recibían un cetro, una corona y una cruz. La ceremonia estaba revestida de un considerable misterio, puesto que Ogané permanecía todo el tiempo detrás de unos cortinajes y solo al final de la misma mostraba un pie para recibir el homenaje.
La historia tiene el aroma de un relato pulp, pero los portugueses no dudaron en identificar a Ogané con el Preste Juan (los investigadores modernos señalan que en realidad se trata del Oni de Ifé, un monarca yoruba de los territorios del golfo de Guinea, en la moderna Nigeria, que ejercía la misma influencia sacra sobre los pueblos limítrofes). De hecho, esa búsqueda se manifestará como una obsesión de los monarcas lusos: mientras los navegantes consiguen doblar el cabo de Buena Esperanza en 1488 y tomar ya la ruta buena hacia las Indias, por tierra son enviadas diversas misiones al interior del continente, que por lo común solo obtuvieron el fracaso.
Sin embargo, la historia acabaría con bien. En 1487 partieron hacia oriente dos nuevos enviados. Uno de ellos, Pero da Covilha, tras registrar diversas aventuras por la costa malabar india, Aden y El Cairo, se perdió al marchar al interior de África. Más de treinta años, la primera embajada oficial portuguesa a Etiopía —a esas alturas, los lusos ya habían abierto, gracias a Vasco de Gama, la ruta de la India y tenían un razonable conocimiento de todo el litoral índico— fue a encontrar al caballero de Covilha plácidamente instalado allí. Había encontrado al Preste Juan, solo que el título que se daba era el de Negus Nagast, o Rey de Reyes, y alegaba que su dinastía descendía directamente de la progenie de Salomón y la reina de Saba. Dos leyendas venían así a fundirse en una sola: un círculo —que englobaba las herejías de la Iglesia primitiva y el mundo de las estepas mongolas, el descubrimiento del mundo por los occidentales y su enfrentamiento con el Islam, la apertura de rutas comerciales y la confluencia de todas las mitologías, religiosas y geográficas— se cerraba.
BIBLIOGRAFÍA BÁSICA
a) Fuentes originales:
· El libro de las maravillas, de Marco Polo. Anaya
· En demanda del Gran Kan y La India y el Catay, de Juan Gil (recopilaciones de autores clásicos y medievales sobre Asia, más sendos y estupendos ensayos del contexto histórico). Alianza Universidad.
· La Carta del Preste Juan, edición de Javier Martín Lalanda. Siruela
b) Fuentes historiográficas:
· García Espada, A.: Marco Polo y la Cruzada. Marcial Pons.
· Parry, J. H.: El descubrimiento del mar. Crítica
· Saunders, J. J.: La conquista mongólica. Editorial Universitaria de Buenos Aires.
Excelente trabajo, José Miguel. Aunque profesionalmente me he dedicado más a las letras lo cierto es que desde niño me apasionaba la historia, y lo sigue haciendo. Muy bien preparada la información y con una redacción que hace agradable su lectura. me gustaría comentar algo, si me lo permites. En primer lugar el tema de las herejías en el cristianismo. Antes de que Roma tuviera la primacía existía una disputa entre Bizancio y Alejandría. Realmente era simple y llanamente una lucha por el poder. Arrio por una parte y el fanático asesino de Hipatia por otra. Resulta curioso que quien convocaba los concilios era un pagano, Constantino, el emperador, que no se bautizó hasta poco antes de morir y que conservó siempre el titulo de «Pontifex Maxmimus» que heredaría posteriormente el papa de Roma. Curioso que entre los siglos III y IV los cristianos se mataban entre sí en un número superior a las famosas persecuciones romanas, como las de Diocleciano si no me falla la memoria. La expresión «Aquí se va a armar la de Dios es Cristo» se acuñó en referencia a estos absurdos hechos. Se mataban por temas como la naturaleza de Cristo, los que creían en la Trinidad, los que no, los que creían que Dios Padre era más y diferente que el Dios Hijo, etc. Fue una masacre, pero no nos engañemos. Detrás estaba la lucha por el poder. Para ello, se falsificaba la Biblia, se interpretaba como se quería, etc. Todos herejes y muerte a todos. Realmente, los llamados paganos eran pacíficos y cultos especialmente si los comparamos a estos salvajes talibanes que en su día falsificaron documentos, como la Constantino Donatio para justificar que un señor que supuestamente era descendiente de un tal Pedro fuera el monarca absoluto de Italia central.
Las Cruzadas fueron otro acto de salvajismo que ocasionó la muerte no solo de musulmanes, sino también de cristiano y judíos que convivían tranquilamente con los musulmanes. Los cruzados saquearon la muy católica Constantinopla. La religión era la excusa; la rapiña, su móvil.
Para no alargarme, solamente decir que el «Libro de las maravillas del mundo» fue leído por Colón siglos después de Marco Polo. Su lectura le motivó para ir a la Indias a través del Atlántico. Más de lo mismo. Descibre sin saberlo un nuevo continente y hace lo que todos: saquear, robar y matar. La población indígena de «La Española» fue exterminada. También la religión fue la excusa.
Saludos.
Regí
En efecto, Regí, la Historia es, ante todo, la historia de la lucha por el poder, ayer como hoy, cambiando los métodos, pero siempre implacable. Ahora bien, una vez reconocido esto, me parece agobiante querer juzgar cualquier episodio histórico bajo parámetros actuales (ya sean morales, sociales, ideológicos, etc.). Que la Historia abunda en más hechos lamentables que laudables no tiene ya vuelta de hoja. Solo una cosa: no creo que los paganos fueran más pacíficos que los cristianos, y en cuanto a la convivencia tranquila de judios y cristianos con musulmanes depende de las épocas y de los gobernantes. En mi comentario anterior sobre el pulp de aventuras medievales hablaba de un relato de Howard sobre el califa fatimí, al-Hakim, cuya desaparición motivó la aparición de los drusos. Este es uno de los ejemplos de mayor intolerancia en el campo del Islam: intolerancia imparcial, pues persiguió todo y a todos. Si hoy día apareciera alguien como Julio César lo consideraríamos un tipo a meter bajo diez llaves, pero la lectura de sus hechos (narrados buena parte por él mismo, a todo esto…) lo convierte en un personaje atractivo e incluso fascinante. Al final, buena parte de la Historia se ha convertido en Literatura,y sin necesidad de recurrir a las recreaciones de la ficción. La leyenda del Preste Juan es un buen ejemplo.
Tienes razón. Juzgar los hechos pasados con los ojos actuales se llama «presentismo» y no es correcto. El historiador ha de procurar meterse en la «piel» del pasado para poder valorarlo en su justa medida. Por ejemplo. Hoy condenamos la esclavitud mientras hace siglos – y no tantos – se consideraba algo normal.
Todo es una lucha. Cambia la «causa bellum» (creo que se llama así), es decir, la «excusa» para desencadenar el conflicto. Cuando Sadam Hussein era eso de «las armas de destrucción masiva» que no existían.
Sobre la tolerancia o no religiosa, está claro que depende de la época, goberbantes, etc. Pero creo que está demostrada que los musulmanes fueron más tolerantes con cristianos y judíos que los cristianos. La causa es bien sencilla. El Corán hace referencia a las otras religiones del libro, cosa que no sucede en la Biblia; de hecho, los judíos fueron expulsados de diferentes países, como sucede en 1492 con los RRCC. De Palestina no furon expulsados. De hecho, antes de la ocupación sionista, el 10 % de la población era judía. También había cristianos.
Saludos.
PD. Se me olvidaba. Como tu mismo dijiste, los cristianos nestorianos siguieron existiendo en China y otros países asiáticos. Yo añado que hasta la actualidad. En China hay millones de cristianos, incluso católicos.
Sim embargo, en Europa las guerras de religión han sido la tónica hasta que la Ilustración cambió las cosas y se inventó lo de la «tolerancia»
Me he entrado curiosidad tu referencia a los nestorianos. Voy a buscar información, pues aunque tengo esa corriente del cristianismo por extinguida, nunca lo he comprobado. Los monofisitas sí, porque son los coptos de Egipto.
De cualquier modo, si algo enseña la Historia es que la mayor violencia se ejerce entre correligionarios: católicos contra protestantes, sunníes contra chiíes… Por no hablar de las guerras civiles, siempre especialmente crueles porque a quien siempre se le tiene más ganas es al «hermano», o sea, al que conoces o crees conocer bien.
Un abrazo.
Con toda seguridad hay católicos en China aunque tengo entendido que no se les permite o permitía obediencia a Roma. También es cierto que los nestorianos encontraron refugio en China, incluso con Gengis Khan. Lo que desconozco es si aún hay nestoriano allí. Sé que durante siglos los hubo.
Saludos.
Pues, según este enlace, los nestorianos en China pasaron por periodos de mayor y menor tolerencia hasta que fue disuelta la Iglesia Nestoriana durante la dinastía Ming.
http://depts.washington.edu/silkroad/exhibit/religion/nestorians/essay_sp.html
Sigue habiendo nestorianos en China. Pasaron época de tolerancia y de persecución. Con los mongoles tuvieron una época de esplendor. Los Ming los persiguieron. Hoy día también están en Oiente Medio, sobre todo en Iraq. En Turquía sufrieron una campaña de exterminio, genocidio y limpieza étnica junto a otros cristianos, como los armenios y los griegos.Como es de suponer los integristas islámicos los persiguen, como a los coptos y facciones musulmanas que consideran heréticas. Hoy como ayer, se sigue matando por cuestiones religiosas.
Uf, estupendo el trabajo de documentación. Yo tenía localizado el dato hasta la persecución de los Ming, y no sabía más. Muchas gracias por seguir la pista hasta el final, Regí!