En aquella época (¿remota?) en que no había renunciado a formar a su público mediante el cine clásico, la televisión pública solía emitir (en horario de eso que, entonces con justicia, se llamaba de máxima audiencia) ciclos sobre grandes directores o intérpretes del pasado. Uno de ellos, allá por abril de 1987, lo dedicó a una actriz que entonces era para mí poco más que un nombre: se llamaba Jennifer Jones y había sido la esposa de uno de los grandes productores del Hollywood clásico, David O. Selznick. Pues bien, las dos películas que más me gustaron de aquel ciclo fueron dos films con numerosos vasos comunicantes entre ellos: el protagonismo al lado de la Jones de Joseph Cotten, la dirección de William Dieterle, el mismo director de fotografía e incluso un entrañable secundario (Cecil Kellaway). Pero sobre todo, su condición de ser dos melodramas de profundas resonancias románticas que, en el fondo, cuentan la misma historia. Es decir, un hombre busca a una mujer de la que se ha enamorado pero que se desvanece entre sus dedos, como si se tratara de un espejismo… y de hecho, en una de ellas es directamente un fantasma, una aparición, un ser que no debería existir pero que, por una de esas misteriosas conjunciones del espacio y del tiempo, se empeña en aparecerse en su vida de tiempo en tiempo, hechizándolo cada vez más. Este último film tiene su pequeño mito a cuestas, pues los surrealistas lo adoraron: se trata de Jennie (1948). El otro, bastante menos conocido, pero al que le tengo mucho cariño (porque para mí ha sido otro espejismo, pues después de aquella primera vez en el ciclo de Jennifer Jones, tardé más de 20 años en poder recuperarlo…), y que es anterior, se llama Cartas a mi amada (1945).
En el caso de Cartas a mi amada (1945), no estamos ante una producción de Selznick sino de Hal B. Wallis para la Paramount. Wallis, sin embargo, solicitó a Jones y Cotten, dos actores que el año anterior, curiosamente, ya habían aparecido juntos (aunque sin formar pareja sentimental) en un film éste sí completamente de Selznick y que había obtenido gran éxito, Desde que te fuiste (1944), un melodrama ambientado en los días de la Segunda Guerra Mundial, pero en la retaguardia, desde el punto de vista de las mujeres que se quedaron esperando a que los hombres volvieran. Eso sí, Cartas a mi amada bien podría pasar por un film de Selznick, no sólo por su pareja protagonista, sino porque tiene cierto aire a uno de sus mayores éxitos Rebeca (1940), como melodrama romántico de raíz gótica, en cuanto que se construye sobre el fondo de un misterio criminal que atormenta el pasado de los protagonistas.
No puedo evitarlo: siempre me han fascinado las películas que entremezclan romanticismo y misterio, que giran en torno a búsquedas quiméricas de una verdad borrosa, que dejan entrever que eso tan consolador que muchos llaman realidad es una sustancia más porosa de lo que queremos admitir. En la raíz de esta sugestión se encuentra, cómo no, otro film de Selznick, uno de los primeros de los que guardo memoria, la inolvidable Recuerda (1945) de Hitchcock. Cada vez que leo o escucho la palabra amnesia no puedo evitar detenerme y prestar atención: algunas de las historias que más impresión me han dejado giraban en torno a esa misteriosa dolencia de la memoria. Y en Cartas a mi amada —rodada el mismo año que el film del Mago de Suspense, téngase en cuenta—,hay amnesia.
El argumento del film, imborrable, parte de una variante de Cyrano de Bergerac. En el frente italiano de la II Guerra Mundial, el soldado Allen Quinton escribe las cartas de amor que su compañero Roger (que no tiene don para la escritura) le envía a la chica que conoció, en Inglaterra, poco antes de partir a la guerra. La intensidad puesta por Allen en esas cartas ha obrado el efecto de hacer que la muchacha, Victoria, convierta la atracción que debió sentir por el apuesto Roger en amor en su connotación más pura (tal palabra se repetirá bastantes veces en el film), algo que el mismo Quinton le advierte a su compañero. Esa advertencia cree hacerla por lealtad (le parece un error estrechar una relación basada en un engaño de esa naturaleza, que sólo puede desembocar en dolor para todos), pero no quiere confesarse que es que él mismo se ha enamorado, a través de sus cartas, de Victoria. Obligado a regresar a Inglaterra a causa de una herida, no tardará en averiguar que ella acabó casándose con su amigo cuando éste también volvió del frente, y que los dos murieron.
De entrada, el gran Joseph Cotten —inolvidable actor revelado por Orson Welles en sus primeras películas, dueño de una sobria discreción y una modestia de gestos que no suele inspirar mitomanías— se revela, de modo maravilloso, como el intérprete ideal para ese veterano de guerra que vuelve del frente embargado en un trauma provocado no por la guerra sino por lo que sucedió lejos de la guerra. Con su elegancia, con esa cierta tristeza que casi siempre exudaba su mirada, con su capacidad para hacer creíble, sin impostación alguna, cualquier personaje, Cotten se mete en el bolsillo al espectador desde el primer instante, haciendo creíble una situación que, sin disimulo, es de lo más enrevesada, y obligándonos a compartir el vacío en que ha caído su existencia, y su necesidad de llenarlo. Sin saber qué hacer en su reingreso en la sociedad civil, Allen Quinton busca instintivamente a esa mujer de la que se enamoró sin haberla visto nunca y que le produce una pérdida imposible de suturar: su anhelo, en el fondo, es aferrarse a la mínima oportunidad de reencontrarla en un imposible intento de empezar como si nada hubiera sucedido. Por ello, se hace cargo de una herencia familiar, la casa de una tía de Essex por la que nunca sintió excesivo apego, pero que se halla muy cerca del lugar adonde eran enviadas sus cartas de amor.
¿Puede dudarse de que la encontrará, y que ello ni resulta forzado ni inverosímil, porque las buenas historias construyen su verosimilitud con la naturalidad de una atmósfera a la que le basta con saber transmitir su necesidad emocional? Por supuesto, está viva; tiene un nombre distinto, Singleton en vez de Victoria (por supuesto, eso y el hecho de no conocer su rostro —hay que admitir la bella pero improbable idea de que podemos enamorarnos a distancia sin conocer el físico de esa persona amada—, hace que no la reconozca en un primer momento, aunque los espectadores sabemos que tiene que ser Jennifer Jones); y no recuerda las circunstancias de un matrimonio que, claro, a la fuerza salió mal: ha caído en una completa amnesia.
De hecho, Cartas a mi amada narra el encuentro entre un hombre para quien solo tiene importancia el pasado y una mujer que vive en un presente eterno, sin pasado (que ha olvidado) y sin futuro (al que apenas se cree con derecho). Pero también de dos personas que se enamoran sin sospechar que ya se habían dado su amor antes: Allen siente una instintiva atracción por Singleton cuando la encuentra en el apartamento de una amiga, y al mismo tiempo ella no duda en arrojarse en brazos de ese desconocido (aunque sabe que éste está marcado por el amor a esa Victoria, pues se lo han contado, una Victoria que no puede ni sospechar que es ella misma).
En Cartas a mi amada funciona tanto la capacidad de Cotten para que nos identifiquemos con él como la inocente frescura de una Jennifer Jones que muy poco después se amaneraría lo indecible como intérprete, y el feeling entre ambos es perfecto. Pero también la cualidad del director William Dieterle para darle un peso especial al pasado (aquí y en Jennie). No en vano Dieterle —que se había iniciado como actor y realizador en su Alemania natal, en los años del famoso expresionismo, cuando firmaba con su nombre germano de Wilhelm— fue un realizador de una sensibilidad especial para las texturas atmosféricas. Un magnífico ejemplo es la escena en que Allen llega a la casa que ha heredado de su tía. Recordemos que se nos ha insistido en que dicha casa no tenía especial valor sentimental para el protagonista, pero ahora recorre sus salas y busca los vestigios de su estancia allí con el mimo de un arqueólogo del pasado: es una forma de señalar la dependencia que este hombre tiene con respecto a todo tiempo que ya se ha ido, puesto que el presente nada puede ofrecer a un convaleciente del espíritu y, sobre todo, del corazón.
Por otra parte, y convertidos ya en marido y mujer, Cartas a mi amada manifiesta un encomiable sentido de la modestia, incluso del pudor, a la hora de retratar el inevitable proceso de progresiva reaparición de los recuerdos de Singleton, sin forzar nunca los azares ni las coincidencias, sin dar pie al menor desmelenamiento, dejando que los elementos esbozados como esenciales en el planteamiento de la intriga vayan resurgiendo de modo natural: el miedo que a Singleton le produce la llegada del cartero; la inquietud al ver la caligrafía de su marido; la forma en que uno de los párrafos que ella escribió (a su presunto amado en el frente) resurge de su maltrecha memoria en la primera carta que vuelve a redactar como prueba de su recuperación…
Los surrealistas elevaron Jennie (1948) a la categoría de film de culto, librándola de la indiferencia que había provocado en su estreno, considerándola la quintaesencia del amour fou. No en vano la trama de Jennie lo tiene todo para llamar la atención de surrealistas, pero también para los amantes del fantastique romántico, los admiradores de los relatos delicados y lo degustadores de rarezas en general, si bien hoy ya nada nos parece raro. Eben Adams es un pintor que todavía no ha encontrado su rumbo, esto es, malvive de su pintura y con razón, pues lo que pinta no tiene alma. La señorita Spinney, dueña de una galería, le dice que primero tiene que aprender a querer profundamente algo: el viejo adagio de que el mejor arte es el que se extrae de lo auténtico; un tópico, pero que funciona —pues las ideas, en arte, no dependen de su originalidad o convención, sino de su convicción, algo que frecuentemente se olvida. Eben Adams encontrará ese algo que querer (que amar arrebatadamente) en una misteriosa y evanescente muchacha con quien se tropieza en Central Park y que a cada nuevo encuentro ha aumentado en edad mucho más del tiempo que ha transcurrido desde el anterior. Pues Jennie es una sombra del ayer (cuando la conoce, afirma que vive en 1910: para él, cincuenta años atrás) en busca de un amor que rompa las barreras del tiempo y del espacio, y que encuentra un alma gemela en la corriente temporal que, como ella, comparte una existencia marcada por el peso de una ausencia.
Los clásicos suelen admirar por su ligereza, por la coherencia y naturalidad con que consiguen levantar un mundo de ficción que resulta terriblemente real. Sin embargo, la confección de Jennie fue especialmente laboriosa, incluso accidentada. Es el mérito de un hombre a quien hoy también se suele olvidar bastante, David O. Selznick, porque la teoría del cine de autor hace descansar toda responsabilidad creativa en el director. Selznick no dirigió nunca y, sin embargo, su cine siempre es reconocible, por su ambición, por sus pretensiones de ser artístico, por su megalomanía, por su perfeccionismo. Es evidente que en la novela de Robert Nathan —que no he leído y que no sé si es accesible siquiera— encontró uno de esos temas que sabían inspirarlo, además de un papel idóneo para el lucimiento de su adorada Jennifer Jones (la cual, por otra parte, no me parece lo mejor de la película: se precisaba una actriz más etérea).
El famoso perfeccionismo de Selznick alteró considerablemente el rodaje, en cuyo curso trasladó el rodaje de California a Nueva York (y eso que, a la vista del resultado final, parece imposible que alguna vez se pensara en otra ciudad como escenario); tuvo que sustituir, por fallecimiento, al primer director de fotografía, Joseph August; hizo retocar el guión varias veces, etc. El productor dedicó especiales esfuerzos para encontrar un toque visual diferente, que plasmara adecuadamente esa atmósfera de hechizo que respira la historia. Un magnífico hallazgo, que no sé si se debe al director Dieterle (ya de por sí un esteta considerable) o a Selznick, es hacer que en diversas escenas, especialmente en el arranque de la historia, la imagen se filtre a través de una trama de lienzo, dando pues al plano la textura de un cuadro, idea que resulta coherente con el oficio del protagonista (como pintor, se supone que para él todo aquello que mira es susceptible de ser plasmado en un lienzo) pero que también apunta la posible ambivalencia de lo que se está contando: ¿existe Jennie realmente o es la desbordante imaginación de Adams, y su necesidad de sublimar la realidad en busca de inspiración, lo que la ha creado?
Enfrentados al resultado final, la impresión que produce es de completa armonía: nada de su trabajosa confección se transmite a las imágenes. Desde el inicio, una atmósfera de hondo pesar invade la pantalla, deparada en principio por esa inolvidable ambientación invernal en la que transcurre casi toda su historia, pero también por el gesto tristón que de modo tan natural adoptaba el semblante (y los movimientos) de Joseph Cotten. No hay ninguna película norteamericana que haya sacado mejor partido del Central Park neoyorquino, escenario de los primeros encuentros entre Eben Adams y Jennie, los más imborrables, pues son los que tienen que expresar, en el breve suspiro en que se desarrollan, la completa atracción que surge entre esos dos seres, amén de atrapar al espectador en la magia de su historia de amor. Es difícil expresar con palabras el efecto que producen esos encuadres a través de la trama de lienzo que pintan sobre la pantalla ese espacio cubierto de nieve, poblado por arbolillos de ramas secas que parecen simbolizar la muerte, pero donde en realidad surge la vida, o por lo menos lo hace para sus dos protagonistas.
Como Eben Adams, el espectador cae fascinado ante esa muchacha que viste un anticuado uniforme infantil y que lo primero que hace es recitar una canción cuya letra transmite un misterioso pesar, una envolvente necesidad de trascendencia, que el pintor ya no podrá olvidar: «De donde vengo, nadie lo sabe. Y adonde voy, todo va» (por cierto, la canción es obra de nada menos que Bernard Herrmann). La penumbra que envuelve la escena (tanto por estar cayendo la noche invernal como porque la pareja atraviesa un pasaje cubierto cuando ella canta), el encanto de la canción y la forma en que Joseph Cotten mira a Jennifer Jones se bastan. Pero tampoco debe desdeñarse la música que, desde esa escena, acompañará toda la historia de Eben Adams y Jennie: una partitura organizada por Dimitri Tiomkin a partir del envolvente Arabesco nº 1 de Claude Debussy, cuyas notas siempre parecen querer escaparse de las imágenes e introducirse en nuestra mente, conduciéndonos a lugares a los que no sabemos dar nombre.
La trama de la historia va avanzando a partir de los sucesivos y fugaces encuentros entre los dos personajes, y del progresivo descubrimiento por parte de Adams de la verdad: sus padres fueron una pareja de funambulistas que murieron en un accidente, ella se educó en un convento católico y murió cuando una brusca tempestad la sorprendió paseando por un faro en el cabo Cod. Y al mismo tiempo que la busca, Eben encuentra su arte. De hecho, el primer esbozo que hace de la niña merece la aprobación inmediata de miss Spinney: su socio, incluso, exclama que ese retrato le recuerda «tiempos pasados».
La riqueza de Jennie estriba no sólo en el tratamiento de su historia central, sino en que, además, consigue contar otra historia de amor, la de la madura dueña de la galería, miss Spinney (maravillosa Ethel Barrymore) por el joven y pobre pintor que una tarde entra en su negocio, y al que esa primera vez compra el dibujo de una rosa. Sin duda, miss Spinney, en su condición de solterona solitaria pero lúcida, es alguien capaz de entender los amores por realizar, convirtiéndose en el testigo de la feliz y al tiempo desdichada historia de Eben, en silencio, sin necesidad de palabras: Ethel Barrymore era otra actriz que sabía mirar. En cierto modo, ese amor silencioso es el reflejo especular del central: al contrario que el de Eben por Jennie, el de miss Spinney es del todo imposible, pues al compartir el mismo presente, la diferencia de edad jamás podrá ser restañada como sí sucede en el caso de los dos protagonistas.
[Quien no conozca el final de esta maravillosa película debe dejar de leer aquí]
Nadie ve nunca a Jennie: ni siquiera la entregada miss Spinney, aunque en una escena llega cuando ella parece estar yéndose. Pero Jennie existió: al menos un testigo queda para recordarla, la monja favorita de la muchacha, sor Mercedes, y es un hallazgo que para interpretarla fuera elegida Lillian Gish, inolvidable estrella del cine mudo, cuya expresión, siempre más cerca del cielo que de la tierra, no puede ser más adecuada para conceder a Eben el único bálsamo que sus coetáneos (para él mucho menos verdaderos que Jennie) no le ofrecen. La hermana Mercedes pone a Eben tras la última posibilidad de reunión: el día que se produjo la tormenta ante el faro de Cape Cod donde murió (formidable idea: Eben había estado allí tiempo atrás, realizando distintos dibujos de ese lugar, que a Jennie le provocan una indefinible angustia cada vez que los ve). La secuencia de su efímero reencuentro es maravillosa: a la fuerza Alfred Hitchcock tuvo que tenerla en cuenta para los momentos culminantes de su obra cumbre, Vértigo (1958) —esa imagen de Eben subiendo las escaleras del faro para tratar de encontrar a Jennie…—, otra historia sobre el amor desatado que siente un hombre por una mujer que se le desvanece entre las manos
Selznick insistió en que las escenas finales de la película, con el encuentro final de los dos enamorados, se rodaran bañando el fotograma de color verde azulado (para la tempestad) y de ocre crepuscular (para el triste despertar de Adams, sano y salvo pero sin Jennie). Ese color —recuperado sólo muy recientemente— crea un efecto de extrañamiento que transmite muy bien la idea de que Eben está moviéndose entre dimensiones que se cruzan sólo porque su desesperado amor sabe fundirlas. Las nubes que se arremolinan de modo amenazador serán el único testigo del último encuentro entre Eben y Jennie, que sanciona lo irreversible de la pérdida: los amantes separados por el tiempo, finalmente, no podrán reunirse como anhelaban. ¿O sí? La última escena muestra el cuadro exhibido en el museo de Nueva York, ante el que se detienen unas colegialas; cuando una de ellas se pregunta si esa mujer es real, su amiga señala que para él era real, pues «si no, no parecería tan viva». Una visitante escucha esas palabras con aprobación: y no es otra, no podía ser otra, que miss Spinney. El último plano es el del retrato de Jennie, y Selznick lo incluyó a todo color, como sellando el mensaje del film: nada hay más vívido, en efecto, que lo que se siente con la mayor intensidad.
FICHAS DE LAS PELÍCULAS
Título: Cartas a mi amada / Love Letters. Año: 1945.
Dirección: William Dieterle. Guión: Ayn Rand; novela de Christopher Massie. Fotografía: Lee Garmes. Música: Victor Young. Reparto: Joseph Cotten (Allen Quinton), Jennifer Jones (Singleton/Victoria), Gladys Cooper (Beatrice Remington). Dur.: 101 min.
Título: Jennie / Portrait of Jennie. Año: 1948.
Dirección: William Dieterle. Guión: Paul Osborn y Peter Berneis; Ben Hecht (no acreditado); adaptación por parte de Leonardo Bercovici de la novela de Robert Nathan. Fotografía: Joseph August y Lee Garmes. Música: Temas de Debussy orquestados por Dimitri Tiomkin; canción de Bernard Herrmann. Reparto: Joseph Cotten (Eben Adams), Jennifer Jones (Jennie), Ethel Barrymore (Miss Spinney), Lillian Gish (Hermana María). Dur.: 86 min.
EXCELENTE artículo, para releer y atesorar !!! GRACIAS.
¡Muchas gracias por tus palabras!