No puede negarse: todo cuanto sucede en Casablanca resulta demasiado obvio. Desde la evidencia de que el cinismo redomado del protagonista no esconde sino a un noble idealista hasta la circunstancia, no menos clara, de que el corrupto policía solo está esperando la más mínima ocasión para pasarse al bando de los buenos. Su intriga romántica tampoco es la más atractiva que recogen las crónicas del melodrama, empezando por el claro desequilibrio de ese triángulo, uno de cuyos vértices, el líder de la resistencia Victor Laszlo, es poco más que un estereotipo sin sustancia, que interpreta además un actor que no le aguanta un round a Bogart. El desarrollo del argumento tampoco es que posea una fluidez aguda: los personajes van de aquí para allí, o sobre todo se limitan a encontrarse una y otra vez en el Café Americano de Rick, conspirando abiertamente ante las fauces de unos malvados nazis que no parecen enterarse mucho de nada. Y sin embargo, no importa, porque Casablanca no es un film que hable al cerebro, sino al corazón. Y a éste los argumentos lógicos le importan bien poco, porque valora antes las sensaciones que las razones. Basta una mera prueba: ese momento sensacional en que el noble Victor Laszlo, enfadado al ver cómo los oficiales nazis, como conquistadores del mundo que se sienten, cantan a pleno pulmón una canción alemana, se dirige a la orquesta del café y les manda que toquen la Marsellesa. Hay un inserto fundamental: el leve plano en que, en respuesta a las miradas de sus músicos, Rick hace una inclinación de cabeza, y el himno francés inunda el local, contagiando a todos (¡incluso a la chica que poco antes había despreciado a sus compatriotas bebiendo ostentosamente con los alemanes!) no ya en el café sino fuera de él, fuera de las pantallas, a nosotros mismos. Si uno, al contemplar esta escena, no lamenta no conocer la letra de la Marsellesa para poder unirse a ellos en el cántico… es que no ha nacido para entender Casablanca.
Es curioso el sino de muchas películas míticas: para la Warner, el estudio productor, ni siquiera era una de las piezas centrales que había programado para esa temporada. Era un melodrama de tintes propagandísticos, que de modo evidente se bañaba en el aroma de muchas producciones previas ambientadas en tierras exóticas, ya fueran africanas, asiáticas o marcianas (para Hollywood todas eran lo mismo). Es famoso que el hoy imprescindible reparto ni siquiera era el previsto inicialmente. En especial, el papel de Bogart —que entonces estaba en el comienzo, todavía no firme, de su carrera como estrella protagonista, después de muchos años de secundario para el estudio, en papeles por lo común de villano que moría antes de acabar la película— estaba previsto para un actor de trayectoria entonces más larga, pero que hoy está olvidado, George Raft, uno de los gángsters de oro de la década anterior. Parece ser que fue el director Michael Curtiz (tampoco el primer realizador al que se ofreció el proyecto) el que defendió a Bogart y a Ingrid Bergman para los papeles titulares. El guión, según cuentan las crónicas, se fue haciendo sobre la marcha y hasta el último momento no se decidió el hoy tan mítico final, con esa frase que ya es leyenda y que Bogart le espeta al prefecto de policía, el capitán Renault («Louie, presiento que esto es el comienzo de una hermosa amistad»).
Propaganda: esa era la modesta intención de la película, ser una más del ciclo, nutrido, que Hollywood le estaba dedicando al rearme moral contra el enemigo fascista, y que había comenzando incluso antes de que el ataque a Pearl Harbour decidiera al gobierno de los Estados Unidos a entrar en la guerra. De hecho, el punto de partida de la historia es estupendo, al hacerse eco del drama real de los refugiados que, huyendo de la Europa ocupada, atravesaban la Francia de Vichy en busca de un barco que los llevara a Estados Unidos, el refugio ansiado. Hoy conocemos bien, por ejemplo, la odisea de muchos de los artistas e intelectuales europeos que huyeron a través de Marsella ayudados por el Comité de Rescate de Emergencia. Ahora bien, e ignoro la real base histórica, la película propone otra ruta de escape, la que lleva al enclave francés de Casablanca, entonces controlado por la Francia de Vichy, para tomar allí el avión que los lleve a Lisboa, ya un país neutral (aunque en ese momento era un nido de espías) y embarcar definitivamente para América. Subir al «avión de Lisboa» es el sencillo y afortunado motor que justifica el argumento: el sueño, para la mayoría un ilusorio espejismo, al que se aferran todos los fugitivos, aventureros y desgraciados que se arraciman en esa ciudad que siempre he sospechado que, si existe, fue únicamente para proporcionar un mínimo sustrato real al Café Americano de Rick. Es por ello que yo he decidido que nunca haré la prueba y no viajaré hasta ese lugar, del que me da igual que los mapas se empeñen en señalar una posición real.
Porque esa Casablanca no es sino un sueño, un decorado made in Hollywood que podría haber servido perfectamente para una fantasía oriental del estilo de El ladrón de Bagdad (1940). De hecho, el villano central de la película, el mayor Strasser había sido también el perfecto malvado de esa inolvidable orientalia, encarnando al pérfido hechicero y visir Jaffar. Veidt, un actor tan excelente como cultivado, sin duda sonreiría al verse de nuevo en ese espacio. A mí no me caben dudas: la fascinación que despierta la película arranca, antes que nada, desde su genial escenario principal, el Café Americano de Rick, ese microcosmos que representa no solo a la ciudad entera que da título al film, sino a toda la Europa que huye del horror de la guerra. Los personajes que llenan sus mesas son franceses, americanos, checoslovacos, noruegos, italianos, búlgaros, rusos y un sinfín de nacionalidades más, perfectamente convincentes en cuanto que quienes los interpretan son actores procedentes de mil y un rincones de esa misma Europa, algunos de la misma Alemania enemiga, como el mencionado Veidt o el entrañable Peter Lorre.
Siempre me han gustado de modo especial aquellas historias que transcurren en un lugar que no es un sino un punto de encuentro que permite el contacto entre seres de lo más dispar, unos seres que están allí en tránsito (o al menos así lo creen), que suspiran por un refugio que seguro pero que, sin advertirlo, impregnan el escenario de la fascinante ética del nomadismo. (No puedo evitarlo: en la «vida real» me fascinan los aeropuertos, las estaciones de tren, las cafeterías de las de antes). Encima, si ese escenario se encuentra en algún rincón perdido del mundo (o de la galaxia…), poblado por toda una fauna de buscavidas y en el corazón de una época de caos provocado por algún conflicto, mejor todavía.
Pues bien, los estupendos primeros 45 minutos del film —después del prólogo inicial que pone en situación— prácticamente no abandonan el Café de Rick a lo largo de una única noche (de hecho, toda la trama no abarca más allá de tres noches y los dos días intermedios, a los que se dedican pocas secuencias: Casablanca es una película nocturna). El talento infinito de la película se halla en la facilidad con que se hace convivir en ese escenario no solo la intriga central que ata a los tres o cuatro personajes principales (Rick Blaine, Ilsa Lund, Victor Laszlo y el capitán Renault) sino con que se imprime su sello propio a una larga galería de personajes secundarios: es sencillamente magistral la forma en que se los entrecruza con los protagonistas. Todos aportan algo a la historia: los dos fieles camareros de Rick (el más maduro, S. Z. Sakall, con su parecido al enanito Sabio de la Blancanieves de Disney, hace el papel de testigo moral de la nobleza de su jefe), el avieso Ferrari, principal competidor de Rick (el orondo e inolvidable Sidney Greenstreet), la desgraciada amante francesa de Rick (desgraciada porque es evidente que ya ha comprendido que éste nunca la ha querido ni la querrá) o los múltiples refugiados o granujas que bullen en las salas del café, tratando de encontrar visados en el mercado negro o alguna magra ganancia, legal o ilegal: entre estos destaca un joven matrimonio búlgaro que yerra por la ciudad como pajarillos asustados.
Un escenario y unos personajes a los que bastan unas breves pinceladas para definirlos, empezando por su protagonista. Astutamente, el director Michael Curtiz lo presenta de modo elusivo, tardando en mostrar su rostro, dejando que se incremente la necesidad de conocerlo: un encuadre que muestra primero sus manos, sus brazos, jugando contra sí mismo al ajedrez (insólito toque intelectual) mientras fuma un cigarrillo —no parará de hacerlo en toda la película: ay de esa época en que fumar tenía un singular atractivo estético y todos los personajes del cine debían ir con un pitillo en la mano— y firma los pagarés que le presentan sus empleados.
A Humphrey Bogart se le debe una de las mayores boutades nunca pronunciadas por ningún actor: que para saber quién es el mejor intérprete del mundo, todos tendrían que pasar por la prueba de interpretar Hamlet. Pues bien, en tal caso él habría quedado muy lejos de los puestos de honor, puesto que en ningún caso daba el tipo para el personaje. De hecho, Bogart nunca fue el actor más versátil del mundo. Fue un intérprete capaz de estar magnífico en un rol muy determinado, pero cuando intentaba salirse de él, por ejemplo para hacer personajes antipáticos como los de El tesoro de Sierra Madre (1948) o El motín del Caine (1954), resultaba falso y acartonado; la única excepción que se sale de esta regla es su inesperado e inolvidable Charlie Allnut, el borrachín capitán de La Reina de África (1951). Este reconocimiento no encierra ningún menosprecio, pues en el rol que dominaba podía estar genial. El crítico francés André Bazin lo definió muy bien, cuando escribió a raíz de su muerte que Bogart era el «hombre con un pasado». Es decir, Bogart convencía plenamente cuando su particular rostro —lo más opuesto posible al típico galán de Hollywood del momento: en esto, anticipa intérpretes más propios de los años 70, como Dustin Hoffman— sabía transmitir una ética personal, bañada en un lúcido desengaño que tiene lo justo de cínico como para que su idealismo no resulte trasnochado, y que está unida a una historia personal sin duda agitada.
Ese es el crisol en que está forjado Rick Blaine, y es lo que permite que Bogart otorgue una estupenda convicción a un personaje que, las cosas como son, está trazado sin la menor sutileza. Que en manos de un actor que se lo hubiera creído menos o que no fuese capaz de otorgarle la misma credibilidad habría resultado ridículo. Convicción y credibilidad que nos obligan a emocionarnos cuando, en la ruleta de su propio club, hace que el joven matrimonio búlgaro gane el dinero que necesita para conseguir los visados sin que la esposa deba pagar el peaje de la lubricidad de Renault —incluso perdonamos el molesto subrayado de mostrarnos a su fiel camarero enternecido ante su nobleza: no hacía falta— o cuando al final sacrifica su amor por Ilsa para mejor ayudar a la causa contra el fascismo que simboliza Laszlo.
Y es que, insisto, el triángulo sentimental interesa muy poco por la escasa consistencia que presenta este personaje que interpreta el correcto pero insípido Paul Henreid, quien nunca supone una alternativa consistente a Rick. Por otra parte (y esto sin duda se debe a la caótica elaboración del guión), tampoco resulta creíble que Ilsa esté dispuesta, en la última parte de la historia, a abandonar a su esposo y dejarlo todo por Rick: es una mera excusa para llegar al final en el aeropuerto con la intriga abierta. Si la conclusión resulta justamente emotiva es, sin la menor duda, por la adhesión que nos merece el personaje protagonista. Por otra parte, que el triángulo no convenza no quiere decir que suceda lo mismo con la historia de amor. El romance truncado entre Rick e Ilsa sí funciona plenamente, y en este caso se debe, sin la menor duda, al encanto onírico, al borde mismo de lo irreal, que posee el flash-back parisino, en el curso del cual, tanto el director como los actores saben transmitir con plenitud la imposibilidad de que ambos no se amen. La prueba suprema es que todavía funciona esa frase que, en sí misma, es una completa cursilería pero que entonces nos parece la más bonita declaración de amor: la que Ilsa le dice a Rick cuando, abrazados frente a la ventana desde la que acaban de escuchar el anuncio inminente de la llegada de los invasores a París, un estruendo le vale a ella para exclamar: «¿Ha sido un cañonazo… o los latidos de mi corazón?».
Este recuerdo obra en favor retroactivo de la película. Si la aparición inicial de Ilsa en el café de Rick no termina de poseer el dramatismo necesario, cada vez que volvemos a ver Casablanca tenemos tan presente la fuerza del episodio parisino que ésta otorga, en nuestra memoria, la densidad que, creo, le faltan al personaje y a la actuación de Ingrid Bergman. Pues si es verdad que la actriz está guapísima también lo es, al menos para mí, que adolece de cierta falta de intensidad. En el intercambio de planos que enfrenta a ambos actores cuando, atraído por la repentina intrusión de la canción en su café, Rick se planta ante Ilsa, es evidente que gana Bogart. Ella necesita añadir unas lágrimas en los ojos, pero a él le basta la expresión, al mismo tiempo de desconcierto y de profundo dolor, que asoma a su rostro: ese leve temblor en su boca transmite más que todas las lágrimas de Ingrid Bergman.
Por cierto que la memoria ha engañado siempre a los mitómanos: en la película nunca se pronuncia, tal cual, la celebérrima frase «Tócala otra vez, Sam». (Woody Allen escribió una obra teatral con ese nombre, Play it again, Sam, que ayudó mucho a desencadenar el culto de la película en los años 60 y que sería llevada más tarde al cine con el empobrecedor título de Sueños de un seductor, en 1973.) Tanto Bogart como Bergman le piden al pianista Sam que toque la entrañable pieza —otro triunfo del film: escuchada fuera de la película, la canción no es especialmente memorable, pero dentro de la película resulta preciosa—, pero nunca añaden el again.
Además de su escenario y del acierto en retratar personajes con breves pinceladas, la otra gran baza de la película son sus geniales diálogos. Uno llega a tener la sensación de que para sobrevivir en Casablanca, ante todo lo que hay es que ser agudo, y las personas inteligentes de la ciudad (en especial, su prefecto de policía, el capitán Renault, encarnado por el gran Claude Rains) nada admiran más que la agudeza. No es por ser malévolo —y de todos modos, seguro que en la ingente literatura engendrada por el film habrá quien me haya robado esta interpretación—, en el fondo Casablanca cuenta una historia de atracción encubierta (o no tanto…) bajo la que en apariencia es su centro dramático. Es, claro, la de Renault por Rick.
Pero no se me malinterprete, que no quiero hacer la fácil lectura homosexual con que se ha bañado en el último medio siglo a toda relación próxima entre dos personas del mismo sexo, de Batman y Robin a Sherlock Holmes y Watson. Que nadie dude de la virilidad de Renault, puesto que su lubricidad es uno de los rasgos más patentes de su personalidad: se señala más de una vez que los despachos de la policía están llenos, a la busca de un visado oficial, de liberales, refugiados y «chicas guapas para Renault», y ya hemos visto cómo le echa el ojo a la joven búlgara y Rick se la fastidia. No, el capitán Renault no siente ninguna atracción homosexual por el dueño del Café Americano, sino la justa admiración por alguien que, se da cuenta, pudo haber sido él mismo de ser otras las circunstancias, que en el fondo se ve reflejado en ese hombre al que acaba considerado su doble especular, al que le unen la misma lucidez desengañada y el mismo cinismo que, como luego se verá, no es sino una fachada para defenderse del mundo. Y que se complacen con el mismo tipo de ingenio: cada vez que ambos comparten una escena, el espectador se frota las manos con placer anticipado.
¡Y qué diálogos! Después de recitar el noble historial de Rick (llevó armas a Etiopia contra los italianos, combatió en España por el bando republicano), al preguntarle Renault cómo es que acabó en Casablanca, el americano replica: «Vine a tomar las aguas». Pero si estamos en un desierto, alegará el policía. «Me informaron mal», replica, lacónico, Bogart. El ingenio cínico es el gran escudo de Rick contra todos. «¿Te veré esta noche?», le pregunta su chica al inicio de la película, y la respuesta contundente es: «Nunca hago planes con tanta antelación». El diálogo, por otra parte, sirve para algo más que para hacer profesión de ingenio cínico. En alguna ocasión memorable, es una perfecta mixtura de escudo protector contra el dolor y de romanticismo incontenible. Cuando Ilsa afirma que no ha visto a Rick desde el día en que los nazis entraron en París, él replica: «Un día difícil de olvidar. Los alemanes iban de gris; tú, de azul».
[Por si acaso el lector no ha visto todavía esta película, debe dejar de leer aquí]
En este sentido, en el final de Casablanca, con quien realmente nos identificamos —porque es quien hace de nuestro portavoz— es con el capitán Renault, y si éste acaba traicionando a la Francia de Vichy para unirse a Rick en la incierta aventura de la resistencia es porque, a esas alturas de la película, se entendió bien que se necesitaba a alguien que, por todos nosotros, celebre la nobleza de Rick y no pueda sino unirse a él. Se dice que fue el productor Hal B. Wallis, y no los guionistas de la historia, la persona a la que se le ocurrió ese final: un chispazo de talento que basta para señalar la diferencia entre los productores de antes y esos ejecutivos que ahora ponen el dinero y entregan un manual de instrucciones a los fabricantes de películas del Hollywood actual para realizar esos mamotretos que atentan contra la inteligencia y que en un par de años nadie recuerda. Eso no le pasará a Casablanca, al menos mientras siga pareciéndonos el mismo poema de febril romanticismo, el mismo espejismo evanescente y la niebla del aeropuerto siga engullendo al noble aventurero y al policía que tanto admira la nobleza, bajo la promesa de más aventuras que ya cada uno deberá construirse para sí mismo en el reino de los sueños.
FICHA DE LA PELÍCULA
Título: Casablanca / Casablanca. Año: 1943.
Dirección: Michael Curtiz. Guión: Julius J. & Philip G. Epstein y Howard Koch; obra de Murray Burnett y Joan Allison. Fotografía: Arthur Edeson. Música: Max Steiner. Reparto: Humphrey Bogart (Rick Blaine), Ingrid Bergman (Ilsa Lund), Paul Henreid (Victor Laszlo), Claude Rains (Capitán Renault), Conrad Veidt (Mayor Strasser), Sydney Greenstreet (Ferrari), Peter Lorre (Ugarte). Dur.: 102 min.
Precisamente el diálogo de «me informaron mal» es uno de mis preferidos de la película. Hasta ahora no había caído en su vocación de propaganda moral durante la guerra, supongo que su intensidad y el buen hacer trascendieron cualquier intención temporal que pudiera tener en su momento.
Eso sí, lo del triangulo amoroso siempre me pareció lo más soso de todo el guión. Paul Henreid parece una acelga al lado de Bogart.
«Casablanca» tiene tantos diálogos memorables que es difícil hacer una selección. A mí el de «Nunca hago planes con tanta antelación» también me encanta: es una tentación convertirlo en una declaración personal. Y Bogart tiene tanta personalidad aquí que se come a Henreid con facilidad (aunque no era difícil…) e incluso a Bergman, aunque a esta última la disculpa (algo) que el guión haga que su personaje sea el menos consistente. Pero qué más da… siempre se vuelve a Casablanca 🙂